martes, 28 de diciembre de 2010

lunes, ocho de la mañana

Son las ocho de la mañana y Constanza, a quien le quedaría mejor llamarse Gertrudis o Eufemia, espera ansiosa con su saco rosa tejido por ella misma y su boca furiosamente rosa que abra la veterinaria de la esquina. Golpea el piso con el pie, podría llevar mocasines, es verdad, pero lleva zapatos de taco aguja. La veterinaria no abre y ella tiene que fichar. O sea, que demostrar que llega ocho en punto a su tarea. La máquina de fichar es el orgullo de la Biblioteca: el agente que ficha tiene que poner sus manos sobre una superficie magnética que reconoce su identidad digital ("Hola, Constanza R" y " Adiós Constanza R", dice una pantalla) y además un cámara filma a todos los agentes que fichan. Si, es una biblioteca. Y en ella trabaja Constanza, que en treinta años de esfuerzo continúo y abstinencia sexual, logró que le digan Gertrudis. Así que ahí trabaja Gertrudis.
Ocho y tres minutos, no podrá comprar comida para los gatos. Taconeando camina la cuadra que la separa del enorme edificio. Cada piso del edificio equivale a tres: si, pero es una biblioteca. Es de cemento gris gris gris. Y con veinte años de trabajo, toda Bárbara, toda Pamela, toda Florencia, puede llamarse Gertrudis. De hecho, los cinco digitos que cada mañana y tarde se apoyan en la máquina de fichar pierden ¿cómo decirlo?, sensibilidad táctil. Y el corazón, ah, el corazón, rodeado de tantos libros polvorientos, tantas escaleras y tantas puertas para cerrar.
Gertrudis coloca satisfecha sus cinco dígitos en la maquina de fichar, pero jamás le saca la lengua a la cámara. Gertrudis elige a quien saluda: sonríe a las otras Gertrudis, a las que todavia son Florencias, les dirige un gesto de asco. Su saco fue tejido por ella misma y es rosa.
Cuando entra en la sala de lectura, su sala, donde se guardan los tesoros de la biblioteca, Gertrudis cerrará la puerta con traba y llave, como ya hace treinta años cerró ese casto saco rosa sobre su cuerpo y cuando llame un lector, le dirá que esos libros no son para lectores sino para investigadores. Cuando llame un investigador, le pedirá sus credenciales, cuando el investigador llegue con ellas, le dirá que no son válidas, cuando una credencial sin una mota de polvo sea válida, le pedirá al investigador el número de inventario interno del papel que desea ver, él no lo tiene, claro, si él no lo colocó!!!! El inventario sólo lo puede poner una bibliotecaria. Entonces Gertrudis, seria por fuera, imagen de la profesional, ríe, ríe, ríe, como una niña, con su saco tejido, color de rosa.

viernes, 26 de noviembre de 2010

dale un corazón de seda

En un hogar pobre de campesinos nació una pequeña niña y no diremos dónde porque no importa mucho. Los padres eran tan pobres que no tenían nada para darle. La miraban tomados de la mano, con lágrimas en los ojos.
Vendrían las hadas que dan dones a todas las niñas desde que el mundo es mundo. Pero como la niña era muy pobre, pequeña y fea, eso era un simple trámite, por lo cual los padres suspiraron aliviados. Vendrían sólo las hadas buenas, tal vez viniera una sola, apurada, mirando el reloj. El hada maléfica sólo se dignaba ir a grandes palacios, a mansiones de estrellas de cine, maldecía a las hijas de los reyes. Asi que sabían que su hija, al menos, no tendría ningún don maldito. Sólo esperaban que las apuradas hadas, como asistentes sociales del destino, le dieran aunque fuera un don a su hija que le permitiera sobrevivir.
Ella dormía en la cuna. Cada tanto un leve suspiro inquietaba a la madre. Instintivamente, quería darle leche de su cuerpo, pero estaban esperando la visita de las hadas.
Tocaron la puerta. El hombre abrió.
Eran dos mujeres con trajes de ejecutivas arrugados y largo pelo rubio. Sus ojos eran muy verdes y brillaban por igual. Llevaban sendas carpetas. Se detuvieron en el umbral para hacer cada una una cruz con sus lapiceras en las recién abiertas planillas
—¿Cómo se llama la niña? -preguntaron a coro
—No tiene nombre aún.
—¿Y en qué están pensando? Póngale un nombre. Me lo exige la planilla—dijo un hada.
—Ada —dijo la madre.
—Ana —exclamó el padre.
—Ada Ana —repitieron a coro las hadas mientras escribían los dos nombres—. Bien, vamos a verla.
—¿Cuáles son sus ingresos? —preguntó una. Las dos hadas eran indistingibles.
—Soy jornalero, asi que gano un poco de dinero.
—¿Pero puede mandarla a la escuela pública?
—Creo que si.
—"Creo" me suena mal. Va a mandarla a la escuela —dijo una de las hadas— Bien, su única oportunidad es el estudio.
Se acercó a la cuna, sacó una varita mágica de su carpeta y dijo:
—Ada Ana, tendrás una gran memoria. Memorizarás todas las letras y sonidos. Nada que leas u oigas se te borrara de la mente.
—Y ahora yo —dijo la otra.
—Ada Ana. Entenderás el lenguaje de la música y sabrás de melodías.
—Bueno —repuso mirando al padre—. Uno de los dones es para disfrutar. Sino para qué vivimos y nos alimentamos. No todo en la vida es trabajo.
Y entonces se abrió la puerta. Lentamente, chirriando sobre los goznes. Todos se sobresaltaron al ver a una gran señora, de larga cabellera azabache, con brillantes ojos negros, alta, con un traje rojo y la varita de oro en la mano. No llevaba ninguna carpeta.
—El hada maléfica... —murmuró la madre. Instintivamente quiso cubrir a su hija.
—Cálmese —dijo un hada rubia—. A veces ocurre, pero muy raras veces. Está de licencia casi todo el año ¿verdad?
El Hada Maléfica se acercó a la cuna de la niña.
—Vengo cuando es preciso. Esta niña será hermosa. Tú le diste memoria y tú le diste gusto por la música. ¿Qué puedo darle yo? Creo que ya lo sé. De hecho, lo sé porque no vine por azar. Sé lo que necesita.
Se acercó a la cuna con su varita de oro, tocó con ella la frente de la niña y dijo:
—Ada Ana: te doy un corazón de seda que se rasgue sólo con un beso, sólo con la promesa de un beso, sólo con el sueño de un beso.
-Será poeta —dijo el Hada Maléfica a las otras dos hadas.
Luego habló a los padres con sus labios de sangre.
—Lo malo es sólo un poco malo, ¿saben? Hada significa fata, destino en una antigua lengua. Yo sólo cumplo órdenes. Será poeta —repitió el Hada Maléfica.
Desaparecieron las tres hadas y la casa quedó a oscuras. Y Ada Ana lloró suavemente.

martes, 2 de noviembre de 2010

DIFUNDAN POR FAVOR!!!!

Cada tanto recibo ochocientos mails diarios encabezados como Difundir por favor. La mitad los envia mi madre, a la que ya catalogué como spam.
Pero esta mañana recibí de ella esta cadena y aunque justo hace poco puse un poema muy romántico, crei importante difundir el pedido solidario de ESTOICOS SA .
Es una cadena contra lo politicamente correcto o incorrecto, no sé muy bien, pero promete deverlar el misterio de por qué el mundo es una porquería y yo dije: Por fin un poco de filosofia en mi spam! ACA VA:

POR FAVOR PAULITA DIFUNDÏ ESTO ES UN CAUSA JUSTA BESOS MAMÄ

CAMPAÑA DE DIFUSION DE LA ONG ESTOICOS S.A

SOMOS ESTOICOS SIN FINES DE LUCRO Y CONTRA TODA POLITICA DICTATORIAL QUEREMOS OBLIGARLO A QUE YA NO SEA POLÍTICAMENTE CORRECTO: Sea cualquier cosa, pero no sea políticamente correcto. Así será coherente con el arte moderno, con el cine arte y las nuevas tendencias artísticas. Si usted entra al festival de Cannes con un uniforme de SS, van a intentar lincharlo, pero con solo aclarar que está en contra de lo políticamente correcto, podrá poner una cámara de gas ahí mismo. Discrimine a un ciego y el ciego hará una demanda, pero en cuanto diga al juez que está en contra de lo políticamente correcto, el juez lo liberará de todo cargo. Asalte a las viejas del geriátrico y lo llevarán preso, pero en cuanto aclare que está en contra de lo políticamente correcto, los intelectuales del mundo firmaran un manifiesto para que lo liberen. ¿Entiende lo que acabo de escribir? NOSOTROS tampoco, pero esa es la intelectualidad actual. Una manga de GILES A RAYAS políticamente incorrectos. Y esos son los que nos dicen lo que tenemos que pensar. ¿Qué tenemos que hacer? Se lo diré en el segundo capítulo.

EL MUNDO ES UNA PORQUERÍA, PERO ¿POR QUÉ?

Es una interesante cuestión que develaremos trabajando en conjunto con los dos hemisferios cerebrales, último beneficio del último de nuestros avances en pro de la ciencia. Habituados unos a pensar con el estómago, otros a pensar con los cálculos que tienen en la vesícula, otros ya no piensan mas . ¿Por qué no piensan? Por que es trabajo que nadie paga. En la sociedad congestionada en la que vivimos, reunir a los dos hemisferios cerebrales y lograr que se pongan de acuerdo es todo un logro.
Por ese logro pienso cobrarles dos pesos. Si quieren saber por qué el mundo es una porquería y develar el apasionante misterio de porque el mundo esta lleno de imbéciles, enviar cinco pesos a: ESTOICOS S. A. ZARAZA 2222 Buenos Aires, República Argentina.
El segundo capítulo de esta bomba pensante les será enviado en el término de treinta días después de recibido el importe de quince pesos que servirá para financiar nuevas investigaciones científicas
Gracias por colaborar con este nuevo microemprendimiento y por ayudar a mantener la fuente de trabajo.

Esto es real, no es una broma. Debes enviar los veinte pesos y esta carta a diez amigos en el término de veinte días, o de lo contrario te pasarán cosas terribles. Douglas Mac Gorman, de Ohio, Cincinatti, recibió este mail hace dos meses y no lo reenvió. A los veinticinco días lo encontraron cómplice del Unabomber. Ahora está preso en Alcatraz. Santiago Quevedo, de Valencia recibió este mail hace tres meses y lo reenvió, pero no pagó los veinticinco pesos. Ahora se llama Carolina y baila en el teatro Maipo. Su esposa lo dejó y los vecinos se rieron de él, pero gana un montón de plata y es feliz. Lo cual no quita que ahora se llama Carolina. Haana Haberfeld, de Berlín recibió este mail hace un mes, lo reenvió y envió los treinta pesos, pero se equivocó de código postal. Ayer nomás descubrió que su marido se llama Marta. Envíame cincuenta pesos y reenvía este mail a diez amigos y nada de esto te sucederá. AYUDARÁS A UNA CAUSA JUSTÍSIMA.
Puedes enviar los cien pesos en cheque o en efectivo. No se aceptan tarjetas de crédito ni tiquets. Se acepta toda moneda extranjera siempre y cuando sea la suma equivalente a doscientos cincuenta pesos en moneda argentina. Ante la duda, prefiero los euros porque tienen brillitos. Recibirá las tres hojas y media de pensamiento estoico en su casa y sin gasto alguno por la módica suma de trescientos pesos. Tres días después de recibidos los trescientos cincuenta pesos, recibirá tres hojas de pensamiento fresco en su casa por valor de cuatrocientos dólares.

sábado, 30 de octubre de 2010

A AGUSTIN LARA O UN SUEÑO DEL ALBA

Acuérdate de esas noches
Amor que he tenido
Y perdido en el alba
Las sombras de nuestras voces
Del llanto y del goce
Por él amadas
Por este mi caro sueño
Yo me uní contigo
En la tierra y las aguas
Tú sabes que yo no miento
Si digo que soñé esa noche
Que un sueño me amara
Tus manos que me han dejado
La marca del hombre
Que ayer me dejara
Mi llanto que ayer muriera
Cuando entre tus brazos
Se iba mi alma
Acuérdate que esa noche
Yo cante este sueño
Que perdí en el alba
Únete a mí en el sueño
Pues a tu vida toda yo la soñara
Deja que muera el sueño
Que yo haré entre mis versos
La prisión del hombre
Que yo soñara

Si es que él lleva tu nombre
Tú no puedes saberlo pues eres sueño
Que ayer soñara

jueves, 28 de octubre de 2010

Plaza de mayo de noche

(Ayer por la noche, la gente llegaba despacio hasta la Plaza de Mayo con bebés en brazos, lentamente algunos con muletas, otros con bastones blancos, y algunos en sillas de ruedas, otros eran parejas, abrazadas, o tomadas de la mano y otros estaban solos y los aplausos de la plaza llena de gente parecían, mientras te acercabas, el sonido de la lluvia)

viernes, 22 de octubre de 2010

NACERA UNA BRUJA

Un día nació una bruja y fue tan grande el temor de perecer aferrados a su talle ondulante como aquel otro temor antiguo a perder la vida por el canto de las sirenas. Pero ellas daban su vida en el canto y no pretendían más que se las devolvieran en su justo valor. Esta bruja, no una sirena, pues éstas se cuidaban de que los humanos no llegaran hasta ellas, hubo de decir un último enigma y confiar al destino su solución, atados sus brazos y piernas a un tronco, con el que fue quemada.
Ella pronunció en un susurro: “Nacerá de mis cenizas una bruja que no os atreveréis a quemar”.
Vientos desatados llevaron sus cenizas.
En una tierra cercana nació una mujer. Temiéndola por su inteligencia, el padre la encerró en lo alto de una torre. Sólo la lluvia entraba por la ventana tan alta. Pero llegó el día en que un rey enemigo asaltó el castillo. El castillo ardía y la joven no pudo esperar más auxilio que el de la amada tormenta. Pero con la tormenta llegó un caballero y la rescató. Pensó en tomarla de esclava. Pero tímidamente, la mujer, la hija de la bruja que había perecido en las llamas, le contó su historia.
“Amo la tormenta”- dijo ella y calló. Sintiéndose incapaz de toda cobardía, el caballero la sedujo. Tuvieron hijos e hijas. Las hijas heredaron el antiguo poder mágico de las cenizas y tuvieron otras hijas. Una de esas hijas escribió la historia con el fin de que las hijas dispersas se sepan hermanas y de que los hombres recuerden su poder, que resulta de la unión del conocimiento y la poesía, de la inteligencia y el valor, del leer en la armonía celeste que existen más límites que los finitos.
Un día nacerá una bruja

martes, 28 de septiembre de 2010

JOVEN Y TRAGICA

Mis días llegaban rápidos a su fin y yo lo sabía. Me esperaba la más amarga de las noches, la que no tiene retorno ni electricidad. Sabía que iba a extrañar el cine de trasnoche, pero no tenía remedio. Mi obligación era suicidarme. Había llegado mi hora.
Yo, Penélope Saturnina López, por fin podía decir mi nombre completo, ése que pondrían en mi triste lápida, que mi afiebrada, pasional y trastornada poesía haría célebre. ‘Saturnina’ sería como decir ‘Alfonsina’, ese nombre de esperpento acabaría teñido de gloria póstuma.
Lo cierto es que yo, poeta maldita, tenía el deber, llegada mi edad, de suicidarme. Era imprescindible que pereciera, joven y trágica. Además, me había abandonado un hombre. No añadas, infame lector, que me abandonaron todos, eso no es cierto. Sólo me abandonaron los que me interesaron. Todos los demás seguían a mi alrededor, cuál faunos impotentes frente a esa formidable Diana que era yo en mi fracasada y trágica juventud. La magnitud de mi fracaso era tal que ni siquiera pude darme muerte. ¿Para qué? La busqué, no la hallé, pero lo que hallé fue más horroroso que ella misma. Mi deber ya no fue el mismo desde entonces, desde entonces mi deber era enseñar el horror.
Mi profesor de taller de poesia me había explicado que si no había nacido en Francia, era inútil intentar ser una poeta del Parnaso francés. Tardé un poco en convencerme. Creí primero que con un diccionario y un ligero acento y una boina haría el cambio estético profundo que necesitaba para que algún día estuviera, ya no triste, ya no ajada, sino encerrada entre dos tapas de cartón, mal encuadernada, en un meláncólica edición en la estantería de un joven de letras, justo entre Verlaine y Rimbaud.
Mala idea, meterse entre esos dos, pero bueno. No haber nacido en París no me daba oportunidad de cometer ese error cuando encarnara entre dos tapas...
Ah, París. Qué daría yo por París. Mi diario íntimo y mis poemas inéditos que, con el tiempo, cuando esté muerta y no lo pueda disfrutar, valdrán una fortuna.
Pero hablábamos de la tragedia horrorosa de mi juventud. La que, con su piedra de toque, hizo de mí un ser más allá del bien y del mal, y tan indiferente a Adán como a la Serpiente.
Tristemente me dirigí al puerto para dar fin a mi triste vida, pero mi interior, a pesar de mi apariencia lastimosa, de mis lágrimas de cocodrilo, se sacudía de gozo. Estaba colocando el punto final a mi obra maestra: yo misma. Veía mi futuro glorioso. “Arrancada en la flor de la juventud en su innata melancolía”... “Tronchada su gentil naturaleza de sílfide por la bestialidad de la bestia humana”... “Ella no comprendía el mundo y pereció para poder seguir sin comprenderlo y sin pasar por idiota”.
Me dirigí al puerto una noche de mayo. El viento ululaba una canción de tristeza infinita. Desesperada, asomaba la cabeza en todas las tabernas, buscando un hombre lo suficientemente sobrio para ser divertido. Así caminaba, pateando latas. Mi pecho subía y bajaba bajo la blusa, suspiraba ligeramente, largaba un ay lastimero cada cinco metros, en fin, cumplía con todos las reglas del estilo para suicidarse excepto que llevaba un impermeable. Mi excelente "Manual de estilo para suicidas" no daba muchas instrucciones en cuanto a vestimenta: sólo indicaba un delicado pijama de seda para suicidarse en la cama, como José Asunción Silva, o una malla enteriza, estilo competición, para hundirse en el mar. Yo llevaba un trench de gabardina con su típico lazo. Llovía y total ya iba a mojarme bien cuando me arrojara al río.....
Camino, pues, cuidando suspirar cada cinco metros, un dos, tres, cuatro, cinco: suspiro; ...un, dos, tres....
Tan concentrada estaba, que casi no veo a los dos malandras que se plantan delante de mí. Me detuve y les dije con dulce sonrisa, como quien está más allá de todo, en el último trance.
—Ya es tarde. Demasiado tarde —y quise avanzar sin verlos a mi inmortal destino pero, grosero, uno de ellos, con un parche en el ojo, plantó su sucia manaza en mi hombro.
—¿No tiene ni aún cinco minutos para escuchar nuestra oferta? —dijo con vozarrón beodo—. Si usted quiere suicidarse, nosotros le ofrecemos una alternativa mejor. ¿No desea vengarse del mundo que la desprecia? ¿Por qué morir sin llevarse unos cuantos por delante?
—¿Y cuál es esa alternativa? —inquirí, más interesada, pero no sin antes quitar su sucia mano de mi impermeable, en la que dejó una desagradable y grasosa mancha.
—La piratería. Venga, vamos a una taberna. Vos -dijo su compañero-, pasanos a buscar en dos horas. Vamos a ver cuanto ron aguanta la dama.
Y tomándome del brazo, me llevó hacia la taberna. Mientras me hablaba, yo casi no lo escuchaba, una perspectiva encantadora nacía ante mis ojos. Byron, el Corsario, Morgan, Bernis y yo, con el torso desnudo, tiznada de pólvora, un aro en la nariz, cañoneando buques ingleses y violando prisioneros antes de pasarlos por la quilla, mientras el mundo me cree muerta.
En la taberna bebimos ron, firmé su camisa con mi sangre, luego más ron, más, más y más, y no recuerdo nada salvo que me desperté en la cubierta de un barco. Me habían tirado dos baldazos de agua fría y yo recordé que el oficio de pirata, además de romántico, tiene sus aspectos desagradables.
Me rodeaba un círculo de pobres diablos desastrados, tan desnutridos que pensé que me iban a comer, y el del parche en el ojo, que me había hablado por primera vez, me tiró una desagradable patada en las costillas, con lo cual dije un ‘ay’ lastimero y me encontré con la triste realidad de que no estaba en el barco del Capitán Blood, que sí sabía cómo tratar a una dama.
—Sos la primera imbécil que cae en dos meses. Tu labor como pirata es meter en esas latas que vez ahí —señaló pilas y pilas de latas de ese atún ‘El Pirata’ que venden en los super chinos a cinco pesos—, todo el atún que pescan estos idiotas. Mejor suicidarse, ¿no? —y lanzó una risotada vulgar y soez—. Ahora arriba y a laburar. Ustedes a sus puestos, manga de giles. Vos, Gordo, asegurate que encontremos un cardumen esta vez o te cuelgo del palo mayor.
No tengo que explicarles nada, ¿verdad? Claro y rotundo horror. Una esclavitud peor que ser repositora de Jumbo. ¡Yo meter atún en latas! Jamás, me dije. Me levanté, digna y gravemente, y dije con firmeza.
—Colgadme. No trabajaré junto a esta infame y sudorosa canaille. No pondré atún en ninguna de esas latas. Antes me lo comeré.
—Con que esas tenemos, ¿eh? —gritó el tuerto—. ¡Átenla al palo mayor! ¡El látigo de nueve colas! ¡El potro!
—¡Motín! —grité—. ¡Motín! —Y dando el ejemplo, me precipité al tonel más cercano y empecé a comer atún a cuatro manos.
La tripulación hambrienta sólo necesitaba un líder para amotinarse. Se abalanzaron sobre los toneles a comer, mientras el Gordo arrojaba al capitán por la borda. Guiada por él, bajamos a su camarote y confiscamos el ron y sus revistas porno.
—Sea nuestra capitana —me dijo el Gordo con lágrimas en los ojos—. La obedeceremos hasta la muerte.
Qué decir. La fiebre del emocionante momento me encegueció. Me vi al frente de esa infame canaille, conduciéndolos a heroicas empresas, haciendo de ellos el terror de los atunes, convirtiéndolos, en fin, en hombres de provecho. Ya podía sentir su sudorosa gratitud en noches estrelladas en éxtasis a repetición, ordenando las maniobras en los intervalos. Ya veía, en fin, hileras y más hileras de atún ‘El Pirata’ desapareciendo de las góndolas de los supermercados. Ya me veía comprando por fin mi departamento en Montparnasse, donde sería una artista enigmática, exótica, deliciosa, créanme.
Pero un verso magnífico interrumpió ese mediocre ensueño. Un verso increíble, inmortal. Y volviendo a la realidad, negué tristemente con la cabeza.
—No puedo —le respondí—. Esta horrorosa historia me hizo comprender la trascendencia de la vida. Ahora me dedicaré a la literatura. Sólo obedeceme en una cosa.
—Lo que usted quiera. Usted nos rescató de la esclavitud.
Entonces le saqué la revista que tenía entre las manos y le dije arrobadora:
—Hazme feliz.

Bajé del barco entre los vítores de la tripulación al día siguiente. Retorné a mi hogar y, marcada por el horror, escribí versos inmortales y trágicos.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

El hombre que volvió de la guerra

Recuerdo cómo me atormentaba la infantil conciencia cuando jugaba con la cinta de la máquina de escribir de mi padre, una Remington negra, capaz de disparar certeros análisis políticos, anecdóticas notas de color, columnas científicas o simplemente poemas apresurados y pasionales. Mis dedos manchados de tinta roja y negra lavaban su culpa siendo frotados con piedra pómez por mi abuela, intentando que el dueño de la Remington, mi padre, no se diera cuenta de quién le había tocado la máquina de escribir.
Me atraía, igual que los libros de su biblioteca. Si mis lecturas empezaron con Salgari y Dumas, siguieron con libros titulados "Alrededor del 68", la colección íntegra de una revista de geopolítica llamada Estrategia y títulos tales como "Problemas raciales en el Asia soviética musulmana" o "El pacto Roca-Runciman". La biblioteca de literatura se unía a la del periodista político y poeta insomne, asi que tambien me llamaban los poemas de Silva, de Claudio de Alas, de Byron.
Pero esas lecturas llegaron después, cuando el hombre ya habia vuelto de la guerra y hablaba, simplemente hablaba.
Recuerdo el día que mi madre me pidió que avisara a la maestra que yo faltaría al dia siguiente a la escuela, ya que mi padre se iba a Panamá. Era el año 1979. Mi padre, el temible usuario de la máquina de escribir, era un hombre muy alto que a veces, cuando aparecía en los actos escolares se lo distinguia por su cabeza, cuello y hombros asomando entre los padres. Era el padre más alto, también el más ausente. Viajaba mucho, pero este viaje a Panamá fue distinto.
Lo despedimos en Ezeiza. Era tan común que viajara que nunca lo despedíamos, ese viaje sin duda era especial. Mi padre iba a una guerra. No en Panamá, en Nicaragua. Apenas captaba yo el sentido de la palabra guerra.
Pasaron días, muchos días. Mi madre pedía que escribiéramos cartas. Que fueran alegres, porque la guerra era triste. Me recuerdo tachando y corrigiendo cada chiste, siguiendo insistentemente la regla de los humoristas que me gustaba leer, de hacer un chiste por párrafo. Lo considero, aún hoy, mi primer ejercicio real de escritora. Escribir una carta alegre cuando todo era triste. Una profesional.
Pasaron dos meses. Sólo un tiempo en Nicaragua y el fluir de cables de telex se cortó. Recuerdo a un hombre que solía visitarnos, un periodista de la agencia para la que mi padre trabajaba. Venia a dar ánimos con nada.
Nada.
Recuerdo noches durmiendo en el dormitorio de mi madre, sintiendo que, de algún modo, era yo quien la consolaba de las pesadillas. Recuerdo mi pregunta inútil de cada mañana cuando veía al portero. ¿Alguna carta? ¿algo?
Dos meses. Un día, los telex volvieron. Traían crónicas de batallas, de combates, de bombardeos. Tenemos aún el último, el cable en el que dice que le quitaron todo, la cámara, el anotador, la máquina de escribir, pero conserva la cabeza sobre los hombros, memoriza y por eso transmite. Ese cable contiene el diálogo en el que discute su retorno, dice que todavía aguanta, le dicen que vuelva.
Muchas veces mi madre me dijo. "Tu padre fue el único periodista del mundo que estuvo en estas dos batallas" y yo siempre, también ahora, olvido el nombre de las batallas.
Lo que no puedo olvidar fue el día en que lo fuimos a buscar a Ezeiza.
Yo, feliz, el día anterior dije, como tres meses antes, que faltaba a la escuela para ir a buscar a mi padre al aeropuerto. Venía de Panamá.
El vuelo llegó y la gente que arribaba lo hacía sin mi padre. No lo veíamos por ningún lado. Siendo tan alto, era difícil confundirlo. Mi madre dijo, preocupada, que tal vez no venía en ese vuelo.
Pero yo llevaba un rato mirando a un hombre. Lo miraba con conmiseración.
Tenía la mirada perdida, le faltaba pelo y su cara estaba roja e hinchada. Miraba sin ver. Era muy alto, pero lo disfrazaba un poco encorvándose. Miraba sin ver.
—Mamá —le tiré la manga—. Ahí está papá.
—¿Qué? No —dijo ella, y seguía mirando para otro lado.
—Ahí está —grité y corrí.
El hombre me vio. Abrió los brazos. Sonrió. No tenia dientes, pero era mi padre.

miércoles, 25 de agosto de 2010

¿Estas buscando un millonario?

Recuerdo haber visto hace muchos años una película llamada “Cómo casar un millonario” o algo así. Trabajaban Lauren Bacall, Marilyn Monroe y Betty Grable. La vi cuando tenía quince años y una notable experiencia de la vida. Para decirlo con pocas palabras: la vida ya me hacía callos a tan tierna edad y sabía perfectamente donde estaba lleno, literalmente lleno, de millonarios generosos y tal vez casaderos.
Así que miré la película con una mezcla de suficiencia y compasión por las peripecias de las protagonistas, ignorantes de que lo único que tenían que hacer para atraer millonarios era sentarse a leer en el Jardín Botánico.
La primera vez tenía catorce años y trataba de leer una biografía de Schubert. Ningún lugar mejor que el Botánico: oasis rumoroso, umbrío, celestial y lleno de gatos en medio de la selva de cemento. Me senté en un banco y a los dos minutos se sentó un viejo. Nada en su aspecto denotaba al millonario, pero la excentricidad en el vestuario de esos raros seres es conocida y los más reconocidos expertos en la materia aseguran haber visto millonarios vestidos como mendigos en King Cross sólo para tener las fuertes sensaciones que les niega el insano tedio de estar llenos de plata.
Éste del que les hablo era un hombre de entre setenta y cinco y ochenta años, con sombrero y bastón. Rápidamente me saludó, me preguntó qué leía y, sin esperar respuesta, me contó que tenía una refinería de petróleo, un convenio con la Shell, una casa de diecisiete habitaciones y que necesitaba cariño.
"¡Pobre hombre!”, pensé y le dediqué una compasiva sonrisa. Luego traté de seguir leyendo.
Pero era inútil. Los millonarios son muy extraños, les encanta enumerar tristemente sus riquezas sin comprender que la compasión de los pobres es limitada. Siguió enumerando sus posesiones y su falta de cariño. Tal vez piensen que yo era ingenua, pero no: si todo eso lo hubiera acompañado con un gestito de idea, yo hubiera considerado que era un viejo cínico, pero no hubo ningún gestito de idea, sólo una mirada de Leopardi degollado que partía el corazón. Mientras hablaba de sus acciones en distintas compañías, mencionaba como quien lamenta hacerlo su falta de amor, su necesidad desesperada de una mujer desinteresada que quisiera vivir en una de sus diecisiete habitaciones, hasta que la piedad que sentía fue tan insoportable que me levanté y me fui a otro banco.
Pero es inútil: leer en el Botánico es imposible. El fino gusto de los millonarios los atrae irresistiblemente allí y son incapaces de callarse la bocota. Así como los gatos van a buscar la comida de las viejas del barrio y los mendigos piden monedas en el centro, el Botánico es el lugar donde los millonarios mendigan AMOR. A una no le queda más que establecer su escala de prioridades y elegir una tabla de valores para su escasa compasión: primero los mendigos, después los gatos y por último los millonarios. Y desde que dejé mi etapa borderline, a los dieciocho años, nunca más fui a leer al Botánico. Me busqué un bar de Puente Pacífico lo suficientemente ruinoso y sucio para garantizar que la nariz delicada de los millonarios no se asomaran por ahí.
Pero una nunca está a salvo de ellos. Mi último encuentro con un millonario fue en noviembre pasado y en un lugar sorprendente.
Barrio del Once.
Colectivo 26, repleto. Gente transpirada. Un viejo estaba sentado, me mira con expresión tan lasciva que pienso que está en coma. Se levanta y me da el asiento (¿no estaba en coma?).
Había varias viejas decrépitas colgadas de los caños, pero no, me lo da a mí. Ya conozco la situación: si le cedo el asiento que él me da, de puro langa, a una vieja, me va a matar. Así que me siento, pero le pregunté si iba a bajar.
Me dijo que se bajaba pero no se bajó, y al fin, veinte minutos después, me da una tarjeta y me dice: Te llamo.
Mi apreciación de que era un viejo langa estaba firmemente errada.
La tarjeta dice "Magoya Company" y tiene un nombre: Joseph Magoya, President y un número y un teléfono adónde él me va a llamar y no me va a encontrar.
Guardé la tarjeta. Medio colectivo 26 me miró con reprobación.
Pero no me importa. De ahora en más, no volveré a tirar la tarjeta de un millonario, puede que me contrate Forbes. Mi olfato para los millonarios es único. Siempre supe dónde encontrar millonarios, siempre. Me pregunto si Forbes sabrá cuántos millonarios poderosos toman el 26. Mientras, me dicen vanidosa. ¿Pero qué quieren que haga? Me echaron a perder, no es mi culpa.

martes, 10 de agosto de 2010

LA REVOLUCION COMIENZA EN CUALQUIER SITIO

Es un lugar pequeño. Muchos caminantes sin duda lo rehuyen. Es una casa de comidas con aspecto descuidado. Ese descuido melancólico que a veces rodea lo que amamos demasiado. No puedo explicar muy bien ese concepto, porque no es un concepto. A veces los lugares descuidados lo son porque sus dueños trabajan mucho. Y no hay tiempo para decoraciones vanas, para diseños. No hay tiempo para el espejismo. Hay tiempo de volar entre las cacerolas, preparando y lavando lo que los albañiles, los taxistas y las escritoras del barrio van a comer.
De entrada me gustó el nombre de la pizzería. Chaplin. No sólo se llama así, sino que el recuerdo del cómico triste ronda por todo el pequeño local. Como si la melancolía del noticiero y el diario sobre las mesas de fórmica, mirados por solitarios trabajadores, no bastara, un póster desteñido de la película El pibe y un muñeco muy viejo de Chaplin nos recuerdan que el nombre no fue puesto porque si.
A Chaplin le hubiera gustado. La mujer de mediana edad y aspecto juvenil lava la lechuga con energía detrás de un mostrador desde donde el comprador ve cómo se prepara la comida, en cacerolas abolladas y ennegrecidas, algunas sin manijas. Hay un póster de socio de Boca Juniors lleno de hollín del dueño, Beto, que siempre con ojos de estupor comenta las últimas noticias policiales, con un asombro resignado, a veces insoportable, de la crueldad de la vida.(Beto siempre ve la crueldad de la vida, hasta en días soleados como el de hoy, cuando yo escribo sobre él y no lo sabe ni lo sabrá tal vez nunca).
Hace mucho que quiero escribir sobre Chaplin y hoy me dieron la ocasión.

La revolución empieza en cualquier lado. Eso lo declaré al principio. Un chico muy serio envuelve y entrega los pedidos. Desde hace tres años, me habitué a un diario abierto sobre el mostrador, que leía el chico muy serio. Al reclamo de atención por parte de Beto, cuando por concentración en la lectura el chico no reaccionaba, siempre envolvía la comida con un gruñido que los lectores conocemos muy bien. Pero desde hace una semana veo un libro. Fui tres veces en la semana y el señalador marcaba cada vez una página más avanzada. Hoy mi joven amigo estaba a treinta páginas del final. Envolvió mi pedido con un gruñido. El libro se cerró, desequilibrado por la cantidad de páginas pasadas y el chico gruñó más fuerte.
No logo. Un edición muy gastada, de tapas negras, con el plastificado roto. No logo de Naomi Klein, a quien nunca lei.
Me fui pensando que la revolución empieza en cualquier lado. Cualquier sitio es un buen lugar. Recordé mientras caminaba al escritorio a escribir esto la casa de madera de mi tío, el socialista hijo de italianos, que trabajaba en una jamonería y que tenia una biblioteca que envidiarían muchos escritores (y debo añadir que unas lecturas que a muchos autores les hacen falta). Recordé esa villa miseria contruida por italianos donde con lámparas de kerosén, después de la larga jornada en la jamonería o en la papelera cercana a la villa, leían a Rosa de Luxemburgo, a Bakunin, a Byron, a John Dickson Carr, a Alejandro Dumas. No necesitaban ser escritores o intelectuales. El conocimiento no es para los que lo ejercen como medio de vida: es para todos. Es una riqueza humana que de un modo infame pretenden convencernos de que es privativa de quienes pueden pagarse estudios universitarios y pertenecer a la casta de los que poseen los medios del conocimiento, que son hoy día una casta burguesa comparable a quienes poseen los medios de producción, los que Marx quería distribuir entre el pueblo. Hoy los medios de conocimiento son también un pasaporte social que se compra caro. Pero a diferencia de mis ex compañeros de militancia estudiantil, los que gritaban “universidad para los trabajadores”, yo no quiero eso. Yo misma no necesito a la Universidad. Yo pude leer a Splenger y a Descartes y a Leibniz, a Schopenhauer y a Spinoza en un cuarto donde compartía dos colchones con mis dos hijos pequeños. Que se crean otros que necesitan un mediador entre los libros y ellos. Mi amigo, el que envuelve los paquetes en Chaplin, sabe que no necesita más que su hambre de saber y sus preguntas para empezar la revolución.

viernes, 6 de agosto de 2010

Un antiguo cuento ruso

En la Rusia de los zares, existía la leyenda del pájaro de fuego. Era único, como el fénix, pero en caso de morir, ocasionaría la desgracia a su dueño y a toda su descendencia. Sólo podía vivir en una jaula de oro, de lo contrario moría, la jaula a su vez debía estar en un palacio, y si se cumplían todas las condiciones, los manzanos daban manzanas de oro y el poder y la fortuna permanecían al lado de su afortunado poseedor. El pájaro de fuego nunca lo abandonaría voluntariamente, pero podía ser robado. A lo largo de la historia de la aristocracia rusa, fue robado innumerables veces, dejando desastre y pobreza al que lo perdía y trayendo riqueza a quien lo ganaba.
El pájaro de fuego era, entonces, el pájaro más codiciado de toda Rusia, por el que los hombres corrían riesgos increíbles y cometían los crímenes más espantosos, por eso se decía que además de la fortuna, atraía a la desgracia.
Era un ave de gran tamaño, sus plumas eran llamaradas. Su pico y sus garras eran de oro puro, y tenía una larga cola iridiscente. Proyectaba largos haces de luz en su derredor día y noche. Por la noche, por sí solo podía iluminar todo un palacio. Se dice que su último poseedor fue Rasputín y que su caída en desgracia se debió a la muerte del pájaro. Lo cierto es que ya no fue visto nunca más y que tampoco hubo más zares en Rusia.

IVÁN, EL LOBO GRIS Y EL PÁJARO DE FUEGO
El zar Berendei estaba muy insatisfecho del rumbo que tomaban sus negocios, así que llamó a sus tres hijos y les ordenó ir en busca del pájaro de fuego. El menor de ellos, llamado Iván, emprendió la cabalgata solo por los caminos de la gran Rusia. Al llegar la noche se detuvo en campo abierto, dio de comer al caballo y se echó a dormir sobre la dura estepa. Al despertar no encontró a su caballo, hasta que, desesperado, vio el túmulo de sus huesos. Estaba muy abatido, sin saber cómo proseguir cuando un gran lobo gris le inquirió que le pasaba.
—Ha muerto mi caballo, ¿cómo quieres que esté? No puedo seguir mi camino ni volver a mi hogar.
—Tu caballo me lo comí yo. Y no puedo creer que llames hogar a ese palacio. Me da pena verte triste, zarevitz. ¿Adónde vas?
—Voy en busca del pájaro de fuego.
—En tu caballo hubieras tardado tres años en llegar hasta él. Y no hubieras vivido tanto tiempo en estos caminos sin alguien que te guíe. Mira los buitres, cómo rondan sobre nuestras cabezas. Seguramente esperaban llevarse a la boca algo más que tu caballo. Como me lo he comido y aunque creo que no valía gran cosa, te serviré para compensarte. El zar Afrón se ha vuelto asombrosamente rico en poco tiempo. Podríamos comprobar que lámpara prodigiosa alumbra sus jardines. Sube a mi grupa, zarevitz. Te llevaré al pájaro de fuego.
Iván hizo como le decía. El lobo corrió como una exhalación cruzando la estepa, luego azotó los bosques como un huracán, temblando los árboles a su paso, mientras Iván sentía sudor frío y vértigo aferrado a sus crines, sin poder hablar. Por fin rodearon un lago y tras él se alzaban altas murallas: los dominios del zar Afrón.
Las murallas eran muy altas y se veía en sus almenas guardias apostados.
—Algo muy valioso guarda así —murmuró Iván entre dientes. La resolución estaba en sus ojos y el lobo gris lo comprendió.
—A la noche habrá una fiesta y los guardias se emborracharán con todos lo demás. No tengas miedo, zarevitz. Aguardaremos la noche.
La predicción resultó acertada y poco a poco el palacio quedó inerme mientras la fiesta y la noche avanzaban.
—Salta la muralla y no tengas miedo. En un palacete verás una ventana, en la ventana verás al pájaro de fuego en una jaula de oro. Toma el pájaro, pero no toques la jaula.
Hizo Iván como el lobo le dijo. No le resultó difícil encontrar al pájaro, proyectaba largos haces de luz desde su ventana. Su largo cola tenía destellos rojos, el oro de su pico relucía como una sol en la noche. Lo tomó Iván con delicadeza, era como llevar una estrella entre los brazos.
Caminó con él escuchando la música y los gritos que provenían de la fiesta. Saltó con alguna dificultad la muralla y le dedicó una reluciente sonrisa al lobo gris.
Partieron. Rodearon el lago, cruzaron los bosques como una exhalación, evitaron la estepa, ya al llegar cerca del reino del padre de Iván el lobo se despidió.
—Estás cerca de tu hogar, yo ya no puedo seguir contigo. Pero volveré a verte muy pronto. Caminando llegarás a tu hogar, si no surge un imprevisto. ¡Suerte, zarevitz!
Iván quedó intrigado por las últimas palabras de lobo gris. Emprendió el camino a buen paso hacia el palacio.
Pero en el camino lo esperaban sus dos hermanos mayores. Habían cabalgado mucho buscando el pájaro de fuego, pero volvían con las manos vacías. En sus ojos brilló la codicia al ver el pájaro resplandeciente en brazos de Iván. Lo atacaron. El zarevitz no se pudo defender, lo mataron y se llevaron el Pájaro de Fuego.
Los cuervos volaban ya sobre Iván cuando lo encontró el lobo gris, que apresó entonces un cuervo.
—Vuela, cuervo, en busca de agua de la vida y agua de la muerte.
El cuervo levantó vuelo. Tardó mucho, pero trajo el agua de la vida y el agua de la muerte, el lobo roció entonces las heridas del joven con ella, las heridas cicatrizaron y un momento más tarde el zarevitz estaba despierto.
—¡Qué profundo era mi sueño!
—Tan profundamente dormías que de no ser por mí no hubieras despertado nunca. Tus hermanos te mataron y robaron el Pájaro de Fuego. Monta encima de mí sin pérdida de tiempo.
No tardaron en alcanzar a los dos asesinos. El lobo gris los mató a dentelladas.
El zarevitz se inclinó ante el lobo que le había dado la fortuna y la vida.
Cuando llegó al palacio supo que su padre había muerto y que él era el nuevo zar.

lunes, 26 de julio de 2010

El hechizo de la gata blanca

Se lo oía a la medianoche. A la hora señalada, su esbelta y fuerte figura se recortaba en la pared medianera. De nada servían los piedrazos de mi hermano o los gritos de mi padre. En su pelaje amarillo se reflejaba la luna.
El maullido era imperativo, nacido de las entrañas de la carne, un llamado que no se podía desoír.
Ella era pequeña y la llamábamos Duquesa. La trajimos a nuestra casa siendo diminuta, y recuerdo que su pelo blanco y suave le daba una apariencia frágil. Era nívea. Creció, pero poco. Siempre fue una gata pequeña. El nombre de Duquesita se lo puso mi abuela. Así debían ser las duquesas según ella, pálidas y frágiles.
Pero el llamado del gato amarillo, con el poder de la sangre ardiente, incólume en la medianera, altanero frente a los gritos, indiferente frente a las piedras, debía ser oído.
Duquesa se escapaba. Se iban juntos saltando techos.
Yo era una niña, pero no tanto. Algo comprendía del llamado lunar, algo intuía. El hechizo del gato bajo la luna.
Fueron cinco noches de luna. Cinco noches en que Duquesa, al oír el llamado, se escurría entre mis brazos y se fugaba con su amante por los techos.
A la sexta noche, Duquesa dormía en mis brazos. Parecía más desmayada que dormida. Mi hermano preparaba la artillería para el gato amarillo. Pero no vino.
La noche era oscura. No hubo llamado, ni pelaje amarillo reflejando la luna. Ya no volvería.
Pasaron meses y el vientre de Duquesa pesaba. Era más frágil que nunca, más débilmente principesca que nunca. Daba ternura su blanca debilidad. Cada tanto, sentía que preguntaba por él. Me asomaba a la medianoche al patio, preguntándome en qué tejados haría, cada noche, su invocación a la luna.
Llegó la tarde del alumbramiento. Yo estaba sola. Mi padre estaba de viaje, y mi abuela, enferma en un hospital, con mi madre a su lado. Yo sola estaba con Duquesa. Era mi responsabilidad.
La oí gemir. En la cama de mis padres, en la habitación a oscuras, la oi llorar. Vi como trataba de reanimar su primer cría muerta. Envolví al prematuro cachorro muerto en un pañuelo y acomodé la gata sollozante en una caja de almacén forrada de sábanas. La llevé caminando a la veterinaria. Caminaba lo más rápido que podía, agitándome y por una vez entendí esa frase común de las novelas viejas “preciosa carga”.
La espera en la sala de la veterinaria fue angustiosa. La dulce duquesa era muy pequeña para parir. Se le hizo una cesárea
A las dos horas la veterinaria me trajo en una caja a la madre anestesiada y a las tres crías.
-No puede dar de mamar por la anestesia-me dijo-pero la cría necesita leche. Vas a tener que atenderlas vos.
Contemplé el interior de la caja. Eran tres gatitas preciosas. De pelo amarillo, negro y blanco.
Todas las gatas de tres colores son hembras-explicó la doctora.
Recordé al amante nocturno, su largo pelo amarillo…

Esa noche la pasé en vela, mojando una y otra vez mi dedo en leche, intentando que las tres gatitas se salvaran, dándoles calor en mi falda. Porque el invierno era crudo, la casa muy abierta y la noche, eterna.
Con los primeros rayos de luz, entró, despacio, mi madre. Me dijo que mi abuela dormía y ella venia a descansar un rato. Miro a las gatitas.
Se recostó en el sillón y yo con ella. Pasó su brazo por mi espalda y recostó la cabeza. Yo me acurruqué en su hombro.
Dormimos.

jueves, 15 de julio de 2010

OTRA EMINENCIA PARA EL PANTEON

INVENTANDO LA NUEVA CIENCIA
DIÁLOGOS ENTRE GREGORY BATEEFON Y SU HIJA ANNE MEAD BATEEFON.INVENTANDO LA NUEVA CIENCIA (¿YA LO DIJE?)

Hija: Padre, ¿en qué consiste la cambiante relación entre el poder y la libertad?
Padre: Hija, no tengo la más puta idea.
Hija: ¿No tienes la más miserable y callejera idea?
Padre: Tú sabes, a tu edad debieras ya saberlo, bueno, ejem, ya no eres una niña, ¿no?, que ellas sólo trabajan por dinero. Y tu madre me dejó sin nada.
Hija: ¿Debo interpretar que el dinero es la base de los conflictos entre poder y libertad?
Padre: No sé, hace tanto que no lo veo que ya no sé cómo es. A propósito, ejem, ¿tienes alguno de esos papeles verdes, ya sabes, los retratos aquellos de héroes patriotas que gestaron la independencia de esta tierra de hombres libres pero por desgracia no solteros? Quisiera ver uno para recordarlos.
Hija: Aquí tienes.
Padre: Oh, qué feo era Washington. ¿Tienes más? Quisiera ver si en todas las fotos sale igual de feo.
Hija: Tómalos todos.
Padre: ¡Oh! ¡Qué feo que era! ¿Fierazo, eh? Pero ¡que carácter! ¡Qué fuerza de voluntad! ¡Esos eran héroes! Jefferson era feo también. Prometeicos, eso eran.
(Comentario: mi padre se extasió hasta las lágrimas contemplando los rostros de aquellos héroes prometeicos.)
Padre: Hija, presiento que estos vulgares retratos son el comienzo de una nueva disciplina, que combinará los métodos de la antigua frenología y la moderna caracterología con un pegamento estético. Mucho me temo que necesitaré más de estos tristes y mediocres remedos de retratos.
Hija: Padre, no me has decepcionado. Por un minuto temí que tu inteligencia hubiera sufrido un decaimiento propio de tu decrepitud, pero ahora sé que solo fue un momento de aparente imbecilidad y que tu mente se estaba preparando para ampliar una vez más el horizonte de la ciencia. Debo distraerte de tu nueva preocupación para proseguir con esta insípida entrevista. Ya sabes, me pagan por ella.
Padre: ¡TE PAGAN! ¡POR SUPUESTO! Hija, por la edad me torno olvidadizo, recuérdame que te recuerde que me traigas más de esos papeles verdes y sucios. Pregúntame, nomás.
Hija: Padre, muchos filósofos han definido el carácter femenino y el masculino como funciones primariamente diferentes cuyas naturalezas son intrínsecamente distintas y sus personalidades claramente diferenciadas. Esta visión del carácter femenino y del masculino...
Padre: Abrevia, hija, abrevia. Lo bueno, si breve, etc...
Hija: Padre, ¿por qué las mujeres somos así y los hombres son asá?
Padre: Hija, 'así' viene del castellano antiguo, que quiere decir precisamente 'así' y 'asá' proviene del antiguo sumerio, que significa 'asa', como el asa de la taza y eso significa que nos tienen agarrados por...
Hija (interrumpiendo): Padre, recuerda que esta entrevista es para los estudiantes de Bibliotecología, que son vírgenes hasta los treinta años...
Padre: Por el asa de la taza. Recuerdo cuando tu madre investigaba la idiosincracia del poncho tehuelche precolombino, preocupadísima porque las tejedoras hacían dos agujeros en su tela, cuando el poncho requiere sólo uno para la cabeza, como tú sabes. Los arqueólogos durante décadas no supieron hallar una respuesta, pero claro, llegó tu madre.Y tu madre sí que supo desentrañar el misterio, vaya.
Hija: Ahora está investigando a los reducidores de cabezas.
Padre: Oh, hija, qué alegría me das. ¿Sabes que los reducidores de cabezas buscan con especial afán aquellas que son más duras? ¿Pero tú sabes por qué es?
Hija: Presumo, infiero y deduzco que es porque es fácil partirlas de un hachazo, con lo cual reducirlas a pedazos es más simple y barato...
Padre: ...Mientras que las cabezas blandas tienen que ponerlas en remojo varios días, hasta que se deshaga el cráneo ¡bien! Hija, has heredado de mí tu talento y de tu madre sólo la nariz. A propósito, te digo para que no sufras que ella tardará años en volver. Esos estudios antropológicos requieren toda una vida, porque los indígenas son gente complicada y tienen costumbres un poco raras, en fin.
Hija: ¡Oh, no! Justamente ya está en viaje, está muy feliz porque aprendió la técnica de los reducidores de cabeza y me dijo por teléfono que estaba ansiosa de analizarla contigo. Dijo que nada mejor que una cabeza firme y consistente como la tuya para analizar sus pormenores. ¡Oh, padre, qué feliz me siento de que vuelvan a colaborar el uno con el otro!
Padre: (bellamente emocionado) Sí. Bueno, hija, siento malograr tu entrevista, pero creo que me iré. Un primo lejano de tu tío segundo dejó el gas abierto en el Golfo Pérsico y me pidió que se lo cerrara. Déjale un saludo a tu madre.

martes, 13 de julio de 2010

PRESENTACION DE EL JARDIN DE LAS DELICIAS

Presentación de libro
en la
Biblioteca Nacional

“El jardín de las delicias” de Paula Ruggeri


El lunes 19 de julio a las 19hs., en la Sala Juan L. Ortiz de la Biblioteca Nacional (Agüero 2502 3º piso), se presentará el libro de Paula Ruggeri “El jardín de las delicias” editado por Ediciones Cuásar.
La presentación estará a cargo del actor y dramaturgo italiano Matteo Belli; el humorista y escritor Rudy y de la autora de la novela Paula Ruggeri.



Entrada Libre y Gratuita.

miércoles, 7 de julio de 2010

DIARIO DE VIAJE DE UNA DAMA INGLESA

Acaba de zarpar el barco rumbo a Dakar. No temo más que a los mosquitos, sin embargo, George no hace más que pasearse nerviosamente por la cubierta y llegó a preguntarle al capitán si no es posible que un tiburón salte sobre el navío; el capitán le ofreció un cigarrillo, se negó, le ofreció un lexotanil y lo tomó. No le sirvió de nada: ahora mismo le pregunta a un grumete si cayó alguna vez una piraña a la cubierta. El grumete le pregunta con sorna si desea piraña para el almuerzo, yo salgo en ayuda de mi marido diciendo en voz bien alta que prefiero tapir para el almuerzo, pero que me reserven las pirañas para la cena. Dicho esto tomo a George por el brazo y me lo llevo a estribor, donde la sola vista de una gaviota lo hace temblar, porque la semana pasada vio una película de Hitchcock y creyó que era un documental de la National Geographic.
Bajo a mi camarote y me tiro a descansar. Cuando consigo conciliar el sueño George dice que tiene miedo y se pasa a mi cama.........................................................................
Nos interrumpen golpeando la puerta del camarote y preguntando con voz potente qué son esos gritos: yo respondo que es George, que tiene miedo. El capitán murmura en voz baja que estamos los dos locos, pero su voz es tan clara que lo escuchamos. Seguimos gritando y revolcándonos un poco más, pero George me dice que está cansado, que le duele la cabeza y que no es un objeto. Yo digo que los hombres no sirven para nada y voy a conversar con el grumete, que intentó hacerme salir de mi error, pero lamentablemente nos interrumpe el capitán, que al parecer no sabe hacer otra cosa. Para comprobar si sabe o no hacer otra cosa, lo acompaño a su camarote. Estaba él en plena demostración de su utilidad y yo a punto de admitir mi error con humildad clamorosa, cuando abre la puerta el bendito de George. Tiene tanto miedo que con tal de salir del maldito barco no objeta que el capitán lo tire por la borda. Yo lo despido con el pañuelo en alto, pero en el fondo sé que es lo mejor para él. No me gustan las despedidas demasiado largas, así que vuelvo al camarote del capitán, pero entro por error en el de Lady Cardew Trench, esa vieja trucha estaba con el timonel. Yo digo que Dios le da pan a los que no tienen dientes y le escondo la dentadura postiza, luego me preocupo por el timón. Vuelvo a cubierta y me encuentro con el capitán. Le manifesté mi fuerte y enérgica queja como súbdita de la Corona Británica por el comportamiento indecoroso del timonel y el descuido general que se observa en el barco, donde la cubierta no tiene parquet y además no hay papel higiénico en los baños. Tras oírme con el entrecejo de marino fruncido, da órdenes al cocinero para que se ocupe del timón. Yo creo conveniente desmayarme un poco y, mientras exhalo suaves quejidos pidiendo mis sales, él me levanta con sus nervudos brazos y me lleva a la sentina, donde me ata con fuertes nudos marineros. Mis experiencias en la sentina las contaré en otro volumen y en japonés: temo la reacción del gobierno.

sábado, 12 de junio de 2010

NACERÁ UNA BRUJA

Un día nació una bruja y fue tan grande el temor de perecer aferrados a su talle ondulante como aquel otro temor antiguo a perder la vida por el canto de las sirenas. Pero las sirenas daban su vida en el canto y no pretendían más que se la devolvieran en su justo valor. Esta bruja, no una sirena,( que se hubiera cuidado de los humanos no llegaran hasta ella), tuvo que decir un último enigma y confiar al destino su solución, atados sus brazos y piernas a un tronco, con el que fue quemada.
Ella pronunció en un susurro: “Nacerá de mis cenizas una bruja que no os atreveréis a quemar”.
Vientos desatados llevaron sus cenizas.
En una tierra cercana nació una mujer. Temiéndola por su inteligencia, el padre la encerró en lo alto de una torre. Solo la lluvia entraba por la ventana tan alta. Y llegó el día en que un rey enemigo asaltó el castillo. El castillo ardía y la joven no pudo esperar mas auxilio que el de la amada tormenta. Pero con la tormenta llegó un caballero y la rescató. Pensó en tomarla de esclava. Pero tímidamente, la mujer, la hija de la bruja que había perecido en las llamas, le contó su historia.
“Amo la tormenta”, dijo ella y calló. Sintiéndose incapaz de toda cobardía, el caballero la sedujo. Tuvieron hijos e hijas. Las hijas heredaron el antiguo poder de las cenizas y tuvieron otras hijas. Una de esas hijas escribió la historia con el fin de que las hijas dispersas se sepan hermanas y de que los hombres recuerden su poder, que resulta de la unión del conocimiento y la poesía, de la inteligencia y el valor, del leer en la celeste armonía que existen más límites que los finitos.
Un día nacerá una bruja

domingo, 30 de mayo de 2010

Esto ocurria en Ciudad Gótica....

El Doctor Ferdinand Papirus se clavó los anteojos en la nariz para mirar mejor a su aplicada alumna de Historia, la señorita Pamela Johannesburgo. Pensó amargamente que le había contado la escabrosa historia de Barbazul sin lograr excitarla, verdad es que tampoco se había excitado con el amorío de Carlos II de Inglaterra y la opulenta Duquesa de Cleveland. Ni siquiera se había dado cuenta de que no había sido en la Edad Media. "Por cierto", se dijo amargado, "este punto del programa, el medioevo tardío de Ciudad Gótica, tampoco la va a excitar. Tal vez deba agarrarla de los pelos, romperle la camisa, mirarla los ojos y decirle...

"Miss Pamela, sólo el Marqués de Sade le daría a usted clase de historia, ya que contarle las cruzadas a usted es verdademente sádico".

Pero jamás lo haría. Tenía setenta años, era un doctor de Oxford y debía resignarse a...

—¿Profesor? —Miss Pamela lo miró fijo con dos grandes ojos interrogantes.

Se resignó completamente.

—En el Medioevo tardío, Ciudad Gótica era un caos. El robo y el pillaje eran moneda corrientes, bajo una tiranía despótica que hambreaba a la población. Los pobres comían lo que podían, que no era mucho, pero ellos sí lo eran... muchisimos. Las estudiantes rubias estaban famélicas y los profesores no se veían mucho mejor. El Rey Fernando I predicaba la austeridad a través de sus heraldos, que lograban pedir un gesto patriótico a la población antes de que se los comieran en las plazas. Este rey era austero: sólo hacía cuatro festines por semana, una vez al mes una orgía romana y cada tanto bebía perlas en vinagre; tenía, eso sí, dos hijos disipados, disolutos y por completo imbéciles, en cuyo criterio confiaba plenamente. Los señores feudales de Ciudad Gótica no lo destituían por imbécil sólo para que no asumieran sus dos hijos, más imbéciles que él. El rey Fernando, siguiendo el buen ejemplo de Calígula, que nombró senador a su caballo, nombró a un caballo de su establo ministro plenipotenciario. Decían que era un caballo brillante, le cepillaban el pelo cien veces por día, razón por la cual lo perdió muy pronto. Caballo decidió que el problema de Ciudad Gótica era la pobreza y resolvió eliminar a todos los pobres. Para esto tomó un paquete de medidas... —se interrumpió, indeciso y desconcertado, al ver a su alumna haciéndose sensuales masajes en el cuello. Se quitó los anteojos, se restregó los ojos y volvió a colocárselos. ¿Estaba soñando?
—Miss Pamela ¿le gusta esta historia?
—Oh, yes —suspiró ella, inequívoca—. El período de Ciudad Gótica a. B. (antes de Batman), me parece fascinante.
—¿Quiere cenar conmigo? —el anciano profesor la miró ardientemente con sus ojos miopes, agrandados por la lujuria. Era demasiado bueno para ser verdad.
—Tal vez si me sigue contando esa fascinante y excitante historia gótica, pero antes me pondré algo cómodo, si quieres, sírvete algo de beber.
Los gustos de las estudiantes de Historia inglesas son inexplicables.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Paulette, Ernestina, Jeanette y Zulema

De niña me llamaban Paulette. En mi familia había una abuela francesa, con muy buen humor y una vida interesante, lo que según algunos es una maldición, una prima abuela tambien francesa, ciega, con una visión de la vida más cercana al martirologio cristiano, y mi abuela tenía una hermana, la llamaremos Zule (se llamaba Zulema, no se crean que miento), que era escritora. Zule era la suma de la respetabilidad: entre mi abuela francesa y su público amorio con el Presidente Ortiz, que ahora nadie se acuerda quién es pero cuando era Presidente todos sabían quién era, y la severa Jeanette con sus historias monjiles y sus recatadas perlas, Zule, la escritora, era mi modelo. Ella escribía desde Córdoba, donde vivía su erudita vida, cartas llenas de humor maravilloso, invenciones y chistes. Así, cada cumpleaños, me llegaban postales con sonetos en broma, cartas con relatos inverosímiles que siempre firmaba como auténticos. La idea que yo tenía del escritor en la infancia estaba muy lejos de las fotos de los suplementos culturales: una no podía estar con Zule sin reir. Era imposible imaginarla con el dedo en el mentón, mirando a una cámara seria y diciendo cosas graves o filosóficas: Zule ejercía el humor como un arma de guerra.
La historia permitió escribir a las mujeres bajo ciertos hábitos, manteniendo ciertas conductas, la forma de hacer visible la inteligencia era tapar las piernas y el escote, además del humor. Olvidándose de que somos mujeres, nos pueden ver inteligentes. Asi sor Juana Inés de la Cruz escribió enfundada en el hábito de monja. Los hábitos varían, el ocultamiento del cuerpo, el disfraz de la sexualidad, el “no soy yo, son mis personajes” en caso de duda, la postura de la escritora, son tranquilizadoras. Algún día ese “no soy yo, son mis personajes” causará asombro. ¿Por qué esa disculpa pública? ¿Por qué ese pedido de gracia? ¿Y si soy yo? ¿Y si somos todos? El pensamiento y el placer tienen que estar disociados, entre los hábitos como el de Sor Juana y la disociación injusta y aberrante del cuerpo y el pensamiento hay una relación obvia, pero que sea obvia no quiere decir que todos la vean.
Pero volvamos a Zule.y a su trichera entre las sierras, desde donde disparaba chistes. Había nacido en 1909. Yo no conocía su juventud, pero algo de indecible libertad se veía en ella. Zule, tal vez por estar más lejos, llegó a mi infancia con un soplo fuertísimo a través de sus cartas y me insufló el deseo de ser escritora. Aclaramos: yo era una niña muy poco seria. Leía a Moliere y las revistas del Pato Donald sin discriminar una lectura de la otra. Todo lo que me hiciera reir era genial. Zule me hacía reir. Ser escritora debía ser genial.
Crecí. El nombre Paulette quedó en mi infancia, con Margarita a los veinte años, la novela de la joven que se hace monja en dos tomos de Garnier Hermanos que Jeanette, la severa Jeanette, me obligó a leer, y la risa de mi abuela, la que bailaba con un presidente. Ahora las tres son fantasmas amigos y están presentes, tal vez a mi lado, cuando escribo estas líneas.
Escribi mucho pero al hacerme mujer algo pasó. Zule tenia razon: ¡¡¡ser escritora es muy divertido!!!! Podés escribir muchos años sin que nadie crea que sos una escritora, es más fácil conseguir trabajo en un cabaret y, claro, de los cabarets vienen las mejores historias. Fue cuando Zule murió, en 1994, cuando una amiga de la familia me contó que Zulema, de joven, habia sido bailarina de cabaret. Me entusiasmé más y más, había que escribir, si, es maravillloso, las historias vienen solas, y por mi misma ya sabía, a los 23 años, que los proxenetas están en los taxis, en los estudios de abogados, en los bares de estudiantes… ¡Cuando se tiene veinte años se escriben poemas malditos tan fácilmente en una ciudad donde la de proxeneta es la noble vocación de tantos hombres soñadores e idealistas que aparecen en los lugares menos pensados!
Ademas, yo no usaba anteojos. Zule tampoco. Y eso es fundamental. Ahora, mientras escribo estas líneas, tengo puestos anteojos encargados especialmente con la convicción de que este blog será indefectiblemente aceptado sin rechistar por cualquier editora o editor que se precie de tal. Incluso, tengo un traje. Si. Y ya no escribo a mano. Y tengo casi cuarenta años. Los proxenetas me miran pasar, con un poco de nostalgia. Siguiendo el ejemplo de mi tia Zule, se empieza en la literatura siendo gozosamente acosada (o no), por los proxenetas y después, hay material para escribir hasta la vejez. El mejor comienzo para una escritora es el cabaret, la mejor jubilación para una mujer de mala vida, el prestigio de la escritura.. ¿Mala vida? Ja, ja.
Paulette, una niña pálida de pelo oscuro, oía con felicidad las historias de las tres mujeres que vivieron los locos años veinte. Y los locos treinta y los locos años cuarenta. Al crecer, me quedaron dos tomos de Garnier hermanos, un collar de perlas, una foto de tía Zule peinada como estrella de cine, deslumbrante, y Por los campos del sur, su novela. Y caminé por la ciudad con mis manuscritos, y me enfrenté a muchos abre puertas.
¿Saben lo que es un abrepuertas? Es como un cerrajero del éxito. Los abrepuertas son esas personas que aparecen en tu vida: escritores publicados, poetas con premios municipales, bests sellers europeos, y hasta guionistas de comics. De distintas maneras te hacen saber que tus llaves no sirven, que asi como estás y con lo que escribís, va a ser muy dificil, imposible que te publiquen, pero que gracias a dios, están ellos, los abrepuertas. Me acuerdo de un famoso autor español, en la esquina de mi trabajo, hace 12 años, con una cerveza: ”¿En cuánto tiempo escribes un libro, en dos meses, en seis meses? Seria un best seller, te cambiaría la vida”.
En mi vida he tenido el honor de tratar con honestos cerrajeros que me abrieron efectivamente las puertas trabadas y con infinita más educación que muchos académicos, premios nacionales y escritores de best sellers. Esta última especie de cerrajeros, que ya con tres gotas de alcohol encima declaran ”te voy a abrir las puertas”, son una suerte de proxenetas sin suerte, valga la redundancia.
Digo que erraron su vocación. Pero mientras una se enfrenta a esos abrepuertas, entre los veinte y los treinta años, escribe. Y escribe. Y sigue escribiendo. Y entiendo que, como Conrad dice, la vida es aventura y a veces dolor, pero, por suerte, también es una aventura digna de Jardiel Poncela o de Roberto Fontanarrosa. He reunido las pequeñas historias de Paulette en este blog.. Paulette soy yo y no soy yo. No me quejaré si un lector me confunde con mi personaje: no tengo dudas de que soy mi personaje. Paulette no soy yo, en el sentido material, Paulette es el arquetipo platónico: es la Idea de Paula, pero tambien de Zule, mi abuela y su prima Jeanette. Paula Ruggeri usa anteojos y suele abrigarse en invierno, pero Paulette usa un vestido rojo y mira desafiante a la cámara sentada con descuido en el piso, desde su blog que tiene ya tres años y diez mil visitas, hoy, mayo del 2010.
Acá estan las historias de Paulette, mis historias. Debo decir que Paula Ruggeri nunca fue prostituta y que Paulette, lo fue poco tiempo. Pero sin tantas personas dispuestas a abrirme las puertas, dudo mucho que los episodios del prostíbulo se hubieran escrito.
Paulette, por supuesto, soy yo. Una persona poco seria o alguien que no quiere usar hábito para escribir poesía, aunque entiende las razones por las que era moda obligada hace trescientos años.

Paula Ruggeri, mayo, 2010.

jueves, 29 de abril de 2010

El martirio

En esta vida hice ya hace un tiempo una difícil elección: ser virgen o ser mártir. La antigua fórmula era ser ambas cosas a la vez, pero creo que, a esta altura del campeonato, eso ya no se nos puede pedir. Me resultó difícil la elección, porque no soy una mujer de una moral férrea, sino una persona con un agudo sentido de la moral, lo que constituye exactamente lo opuesto de una moral férrea. Mi agudo sentido de la moral se debatía entre la virginidad (el malo conocido) y el martirio (el malo por conocer). El martirio era un hombre moreno, alto, de pelo largo, anchas espaldas y una boca completamente lasciva. Además, estaba borracho y procuraba comportarse como un caballero. No lo conseguía y eso me conmovió. Siempre me gustaron los hombres nobles que acometen difíciles empresas, como portarse como un caballero, y fracasan estrepitosamente. Más cuando de martirizarme se trata (porque este ensayo sesudo se llama "El martirio" y de eso tengo que hablar). Bueno, hace muchos años escogí el martirio y he perseverado en mi elección, logrando con el tiempo convertirme en una mártir de primera clase.
Con ese primer Baco di mis primeros tímidos pasos en este noble oficio que es ser mártir, desde entonces por mi Via Crucis ha pasado de todo: rudos Vulcanos y Adonis del primer orden, del segundo y del tercero, aventureros intrépidos, tipos de esos que no matan una mosca y alguno que mató varias, siete exactamente, y de un golpe. Pero eso es secundario, irrelevante. El secreto de un buen martirio no está en el victimario sino en la víctima. Un largo, artístico y hermoso martirio no se puede obtener sin el talento y la sabiduría de la propia mártir. Acá de lo que se trata es simplemente de sumar puntaje, se los digo crudamente, y para eso hay que ganar experiencia, claro está, pero principalmente hay que aquilatar la experiencia. Si alguien sabe que quiere decir aquilatar, por favor, hágamelo saber. Pero, mientras, hablo de aprender de un martirio para aplicar en los siguientes, de tal manera que progresando en el aprendizaje en forma geométrica, tengamos algunos de esos martirios que, Dios mío, pisemos realmente el Reino de los Cielos.
No es mi intención poner mi experiencia al servicio de ustedes, porque el martirio es personal , intransferible, y además es un camino iniciático en el cual el único maestro es el martirio mismo, además no voy a transmitir mi experiencia porque no se me da la gana hacerlo. Pero puedo hacer como única concesión la metáfora del perfecto martirio.
Un martirio perfecto tiene su tempo, tiene movimientos, y es en definitiva una composición. Una sinfonía si se quiere. Ya saben:
—allegro
—adagio
No sigo por que acabo de emplear todo mi vocabulario musical. Un martirio es como una sinfonía, exactamente.
Otra metáfora o analogía.
“Quo vadis”. Sale la mártir a la arena del circo. Con craso horror ve que se le acerca un león de enorme tamaño. Se defiende, entonces, como mejor puede, es decir, se sacude en convulsiones y espasmos de horror hasta el fin del bello momento apoteósico. Eleva los ojos al cielo, las pupilas ceden al blanco, las manos crispadas se relajan, la mártir abre la boca y entona ¿qué? Un bello himno celestial, expresión de su júbilo.
Bueno, eso es lo que muestran las películas. Cuando el león se la come no se ve, porque eso ya es martirio explícito. Pero, hasta ahí, vemos claro que un martirio es idéntico a otro martirio y eso es natural y como Aristóteles bien lo ha demostrado, la analogía es el
comienzo de toda lógica y por tanto de todo conocimiento humano. Y el martirio, déjense de joder, también es conocimiento. Y es razonable entonces que al elegir entre virginidad y martirio, prefiera el conocimiento a la ignorancia ¿no? Es lógico. Como Aristóteles.

miércoles, 21 de abril de 2010

Un jardin de las delicias

Algo me dio el estreno de Matrix, cuando escribí el primer diálogo y, por eso, el dios Morfeo tiene un papel. Ni me acuerdo cuándo fue ese estreno. Llegué a mi casa, escribí un diálogo sin argumento, sin comienzo, sin escenario. Un capricho sin objeto, como suelen comenzar tantos relatos. Quién hablaba con Morfeo era Ulises.
Me gustó. Eran sólo dos páginas que guardé. Ulises esperó años. Esperó hasta una noche, tampoco recuerdo cuándo, muy tarde. Noche de insomnio. Esta vez la película era por cable y se llamaba Línea Mortal. Me gustan las películas que lo tienen todo para ser buenas y en un punto indefinible fracasan. Los protagonistas son un grupo de estudiantes de medicina que quieren saber qué pasa después de la muerte. El planteo es fantástico, único, de solución inimaginable para el espectador. Sólo que también fue inimaginable para los guionistas. Pero yo ya tenía personaje y problema: un viaje de Ulises a correr el velo tras la muerte. Tenía dos problemas, en suma: cómo encontrar una solución narrativa a la altura de ese planteo. Fue entonces cuando alguien inesperado acudió en mi auxilio.
Una niña de ocho años.
Si, fue esa niña. Tenía pelo largo y un moño blanco lo ataba. Estaba en un aula de la Iglesia San Agustín. Estaba estudiando catecismo. Escuchaba dudando. Como si la herejía no se eligiera, sino que se llevara en la mirada, tan imposible de elegir como el color de los ojos.
La niña mira y oye. Y oye muchas cosas raras para su lógica de niña. La catequista es joven y se llama Daniela y está acompañada por un joven seminarista. Hay un velo en la escena, el velo de los años transcurridos a través del cual la niña de ocho años me tiende una mano. Ahora mismo busco su mano, mientras tecleo estas líneas. La catequista habla del Infierno, ese lugar al que van los que pecan, los que no creen, los que mienten, los que no cumplen. Y una voz aguda y chillona, no la de mi amiga de ocho años, sino de otra niña, grita de una esquina del aula.
—Señorita ¿el infierno es de fuego?
—No —responde la catequista: el Infierno es no ver a Dios.
Niños y niñas se desilusionan y discuten. Parece que prefieren que el Infierno sea de fuego y los malos se tuesten allí. No se piensan malos, de ningún modo. Entonces mi pequeña aliada, la niña de pelo largo, levanta la mano y usa toda su voz para decir que no ve a Dios, que nadie lo ve, así que irse o no al Infierno es lo mismo y, por lo tanto, va a vivir como quiera.
Hace tres décadas y un año de esa tarde en que tuve que correr por los pasillos de San Agustín hacia la calle, perseguida por una nube de niños y niñas que me gritaban que me iba al Infierno. El resto es historia. Historia de cuentos y de poemas que hablaban del cielo y el infierno, de buscar en Dante, en Homero, en Virgilio. Historia de la construcción trabajosa de un infierno que me satisfaciera, de un infierno que incluyera, como debe ser, al paraiso. Esa voz que alcé en el aula de la iglesia se vuelve a alzar, treinta años más tarde, en un paraje infernal hecho palabra por palabra, donde hay sed y eros, sed y labios que besan, sed y vino que marea. Andando por el camino de la vida, escribí El jardín de las delicias, que ahora publica Ediciones Cuásar. Todos los ejemplares están dedicados a un hombre al que vi mirar las estrellas, ya que de esa mirada al cielo surge toda pregunta. Hay un ejemplar en mi biblioteca: está dedicado a Emily, una amiga en la escritura solitaria, que nació con ojos de hereje.
Un ejemplar dejaré en la Iglesia San Agustín, en el rincón más oscuro: en el confesionario.

viernes, 16 de abril de 2010

deseos

Hoy tengo un deseo.
Deseo contarles una historia.
Es más vieja que la manzana dorada y más antigua que los dedos de dios. Más vieja que el atardecer y más fuerte que la tormenta. Cuando la conozcan, les pasará lo que a mí: se olvidarán de quién se las ha contado y la recordarán sólo al ver, tal vez una estrella o al sentir el beso suave de otros labios.
O tal vez se la olviden para siempre.
Esta es la historia.
Hubo una era en que el hombre y la mujer eran uno, en el mundo cálido y líquido de la unión perfecta.El mundo era pequeño y dormía en un amanecer eterno, mecido por líquenes y alumbrado por rayos de luna.
Y entonces sucedió la desgracia. Vino como la tormenta, la catástrofe.
Cayó el rayo y nos separó.
El rayo alumbró la muerte y el conflicto, el grito y la discordia entre los dos seres fragmentados. El mundo creció , maduró, envejeció. Hubo hambre en el antiguo vergel, en el manantial puro hubo sed.
Desde entonces nos estamos buscando y nos amamos y nos peleamos porque deseamos ,sin saberlo,volver a sentirnos completos en el mundo del origen.
Esta Noche, espero que se vean las estrellas.
Estos son mis Sueños y Deseos, los poemas que se escribieron en noches estrelladas en este mundo viejo.

I
En un sueño de mi dulce dueño
Soñaba yo que su dueña era

Dulces son cadenas, si me atan a su pecho
Y dulces mis piernas, esclavas de su espalda
Dulce es el infierno a sus brazos atada

Es un sueño el que mi dulce dueño
Quiso al fin que su dueña fuera

II

La Flecha ardiente derramada
El Beso más dulce
Que nunca diera Espada

III
Tengo sed.
Sed de amante lluvia que derrita la máscara
Que me despoje de escudo y me desarme de lanza
Y quede desnuda la rosa encarnada
Que se esconde en noche junto a alta ventana

Ser envuelta en ámbar

Para ustedes, este es mi brindis, al caer la noche.
Que haya perfumes y haya secretos. Y deseos.

domingo, 4 de abril de 2010

¿Donde está Bob Fosse?

¿DÓNDE ESTÁS, BOB FOSSE?

Ah, cuando yo era joven. Vivía en Siberia, era feliz, no tenía sífilis, no había conocido a Bob.
Fue aquí, en África. Podía elegir a cualquiera, pero tuvo que ser él.
Me abandonó. Y aquí, en el corazón de África, planeo mi siniestra venganza, con el latir de los tambores del siniestro brujo de la tribu, quien gusta de la buena música cuando se prepara esos estofados de antropólogo australiano como sólo él lo sabe hacer.
—Diablos —se dijo la escritora y arregló la cinta de la máquina de escribir—. Cómo conmover a la platea, ésa era la cosa. —Qué difícil. Qué dura es la vida del artista. Y cómo están los mosquitos. Me gasto el sueldo en espirales y repelentes que no sirven para nada. Y el calor no se aguanta más: la remera se me pega al cuerpo pero si me la saco me van a ver los vecinos porque mi cuñado no viene a ponerme la cortina.
Es una noche calenturienta en África Ecuatorial y pican los mosquitos. Aquí en África la vida es dura, pero además es corta. Maldición, cada aforismo que digo me recuerda a Bob. No siempre la vida fue tan dura, después de todo. En realidad. En fin, que en África no hay dinero para mosquiteros, el sueldo se te va solamente en la quinina, y apenas hay que conformarse con cortinas de bambú. Pero soy una mujer curtida y un mosquito de más o de menos no es nada para mí. Si sólo tuviera a mi Bob.

Suena el teléfono. La escritora arroja al suelo un sombrero inexistente y lo patea. Es su cuñado, para decirle que no puede poner la cortina hoy y que mañana Camila baila jazz en la escuela y si no sabe cómo se vestían las bailarinas de jazz. Cómo habrán notado, el lema de la literatura de este prodigio de escritora es que nada se pierde y todo se transforma.

Decía que era una noche calenturienta y pican los mosquitos. ¿Ya les hable de Bumba Catunga? Lloro solitaria pero no estoy sola. Conmigo está Bumba Catunga, el fiel sirviente negro, que ronca panza arriba. Si en un rato no lo despiertan los mosquitos, lo sacudiré para que tome su quinina. Hace tanto calor que lloro y no se nota porque las lágrimas se evaporan haciendo señales de humo que dicen “¿dónde estás, Bob Fosse?”, “Te cavaste la fosa, Bob Fosse”, “te arrancaré los ojos Bob", etc...
Bob etc... salió a comprar cigarrillos hace veinte años y aún no ha regresado. Ahora debe estar mucho más viejo, prefiero al negro, pero se duerme. Es lógico, de día lo hago trabajar. Pero no es como mi Bob Fosse. Él cocinaba, lavaba, planchaba. ¿Dónde estás, Bob Fosse?
Las hienas ríen como mi destino. ¿Estarán digiriendo a mi Bob, etc...? Era tan pesado que podrían digerirlo veinte años. Era indigesto.

Bah, esto es una porquería, se dijo la escritora. El problema es que el negro está dormido, por eso es aburrido. Si estuviera despierto sería más emocionante. Lo voy a despertar.

Tomé el látigo y le acaricié con él la espalda.
—Despierta, Bumba Catunga —que quiere decir “hombre con rulos”—. Necesito pasión ardiente. Si no me sirves, arrancaré el tótem del poblado otra vez y después te tocará lavarlo.
—No, por favor —en su voz temblaba la súplica—. Médico brujo hará mucho mal. Dice que ser arpía chiflada.
—Si, soy arpía y me gusta serlo y me gustó mucho ese totem la semana pasada, me gusta más que vos, pero no quiero problemas con la tribu y si no me satisfaces, te azotaré.
—Entonces azótame, me duele menos.
—Ah, mond dieu. Maldito seas, Bumba Catunga. No quiero lastimarte. Sólo bésame.
—Ama, es que si sólo te lavaras los dientes a la mañana...
—Imbécil, una aventurera como yo no se lava los dientes jamás. Bésame.
—Con la boca cerrada sí, ama.
—Maldita sea, quién dijo en la boca. ¿También querés que te haga un mapa?
—Dice médico brujo que francesa ser malvada.
—Ahí si me lavo, te lo juro.
—Eso dijo la semana pasada y no era verdad
—Me puse perfume.
—No insistas, amita, me duele la cabeza.
—Maldición, Bumba Catunga, empiezo a creer que eres un impotente, como dicen en el poblado. Dime que no es verdad.
—Es verdad. ¿Me venderás nuevamente?
—No, Bumba Catunga. Tu conversación me agrada y encuentro que ese totem me gusta mucho.
—¡No, ama! ¡El totem sagrado no! Médico brujo enojar. Quemar esta casa. Yo me voy.
Sale corriendo.
Me quedo sola. Las hienas ríen.
—¡Oh, Bob Fosse! —Mis ojos se llenan de lágrimas—. ¿Dónde estás, Bob Fosse?

—¡Bien! —se dijo la escritora satisfecha y en eso el viento le rompió dos ventanas y le arrojó las macetas al piso, sin que ella se percate en su ensueño de gloria—. El éxito... —suspiró—. Función a sala llena... —volvió a suspirar—. Con Cecilia Roth como la aventurera intrépida, y Ricardo Darín como Bumba Catunga. ¿O Denzel Washington estaría mejor?
Y llena de confianza en el futuro, distraídamente aplastó un mosquito
.

domingo, 28 de marzo de 2010

Que noche te guarde

Rendido y violento y suave y mío
Yo soy copa en que viertes dulce vino

Alma viajera en barco sin velas
Capitán extraño que en tal mar navegas

Tu sueño viaja entre estelas eternas
Que noche te guarde y día te beba

Rocen ya tus labios altares divinos
Bébase la noche tu lento suspiro

Como yo lo bebo.
Derramas la vida cual si fuera fuego

Dulce que es el hombre
Como yo lo sueño

Navegando fuerte por el río abierto
Torrente de rosas , de rosas sin dueño

Hombre derramado, derramada savia
Duérmete en la luna de más blanda agua

Derramado fuego, guerra derramada
El más dulce beso que nunca diera espada

Tormenta embriagada en un mar tibio
Y en mí te llueves en oro y en limo

Como yo te lluevo
Bendito mi vientre que cobija tu sueño

sábado, 13 de marzo de 2010

Leyendas de familia

He crecido sin poder evitar la fascinación por los castillos, las historias románticas. Eso se debe a cierta historia que, a falta de aya irlandesa, me contaba mi tía Leda.
Mi tía Leda era una mujer muy hermosa que había desperdiciado su vida esperando al cisne en forma de conde ruso o, al menos, barón alemán. Leda me contó, cuando hube pasado los diez años, una historia de familia sumamente peculiar. Ella había nacido en Lanús, pero como muchos hijos de italianos, le importaba un comino y se proclamaba lombarda.
Pero una noche fue mucho más allá y me confesó la verdad: en realidad, ella era una condesa italiana legítima. Y me contó la primera versión de una leyenda familiar, no diré que completamente fantástica, pero sin duda pintoresca.
A la mañana siguiente interrogué a mi padre, quien me confirmó la historia, añadiendo algunas variantes ligeras.
En fin, he decidido darla a conocer, aunque advierto que aligerada de lo que, a mi modo de ver, eran sólo exageraciones.Pero¿quién no tiene una leyenda en la familia?La ley de Mark Twain, según la cual todos exageramos, se cumple en todas las tradiciones familiares.


Imaginen uno de esos luminosos atardeceres de Toscana, sólo que en una villa no muy lejos de Milán, en la dorada Lombardía.
En la verde campiña italiana, sobresale una figura tétrica:un sombrío castillo de líneas góticas, de severidad germana semiderruido por la acción del tiempo, y alguna catapulta colaboradora.
Sus aspecto bélico contrasta con el verdor en el que pastan tres vacas y, por último, con siete fornidos muchachos rubios, con la piel dorada por el sol, que trabajan la tierra azada en mano. Por la similitud de sus rasgos se sabe que son hermanos. El mayor no pasa de los treinta años, el menor no puede haber cumplido aún los quince.
Cualquiera los tomaría por simples campesinos, pero aunque eran tan nobles como un Motmorency , habían sido criados sabia y admirablemente en el estoicismo. Su padre, conde al fin, era un hombre instruido, lector de Voltaire y de Rousseau, que quiso ahorrarles los males de una educación aristocrática y por lo tanto, los mató de hambre toda su vida. Quise decir que los educó en la sencillez y rectitud. Cumpliendo ese modelo pedagógico, se ausentaba largas temporadas, apareciendo sólo de vez en cuando.
Al fin, el conde regresó del último de sus viajes, cuya duración había sido prácticamente la edad del menor de sus hijos y, luego de corta agonía, falleció.Ni perdieron el tiempo en dedicarle canciones como a Mambrú. Entregaron raudos los restos a un anatomista, un tal Lombroso, que pasaba cada dos años y que ya habia pagado más del 70 por ciento del cadáver del viejo, ya que los visionarios muchachos vendían los parientes vivos en cuotas adelantadas, o sea, crearon los planes de ahorro y préstamo sin saberlo.Cuando, satisfecho, Lombroso se llevó ese cráneo que había ambicionado durante años, los siete hambrientos hermanos, hartos de cosechar papas y de ordeñar a las tres vacas, fueron ansiosos a abrir el sobre que contenía el testamento, el decreto que sellaba el fin de su educación roussoniana y les entregaría su legítima fortuna. Pero el susodicho papel decretaba que la mitológica escalera que conducía al sótano donde se hallaba el tesoro no debía ser pisada, bajo pena de maldición eterna, hasta que al menor de los hermanos, ese buenazo de Iván, le crecieran los primeros pelos en la barba. Rompieron en maldiciones. Pero Iván declaró, con inocencia, que la barba no podría tardar en salirle. Así que esperaron otros tres años, hasta que una madrugada, Iván despertó a todos con un grito de alegría: una imperceptible pelusa acariciaba su cara imberbe. ¡Al fin!
Salvajemente corrieron al sótano. Los fornidos muchachos levantaron el pesado piano y alzaron la maciza argolla de hierro de la tapa que cubría la escalera hacia la bóveda. Siete ansiosos pares de piernas bajaron, tropezando, los escalones polvorientos, en los cuales se notaban las huellas de los siglos, incluso a la tenue luz de una vela. Al fin encontraron un arca de hierro oxidado y lo destrozaron a golpes de pala, pero sólo el eco de la pala resonó en la bóveda. No se oyó el tintineo del oro y de la plata, no se vio el replandor de rubíes y esmeraldas. Un sobre amarillo era el único contenido del cofre. El silencio fue sepulcral. El pequeño Iván, el más valiente, por fin alargó la mano y tomó el sobre. En el temblor de su mano se podía leer, claro como en un libro abierto, la culpa por haber mentido sobre su barba. En realidad se había convencido de que era lampiño. Pero sus hermanos mayores no notaron nada y le arrancaron el sobre de las manos. Lo abrieron de tal forma, que tuvieron que juntar los pedazos para poder leerlo. Los pedazos eran algo más o menos así.

Queridos hijos míos: (aquí una huella dactilar con sangre o vino tinto, más probablemente)
Los he educado con sen
verdaderos aristócratas, sencillos y nobles, alta

Ese era un pedazo. Después había otro pedazo que decía

çillez. Lo he educado para que sean
neros y humildes. Por eso han pasta

Hay otros pedazos más, con manchas de café, pero si me disculpan, creo que no voy a poner las treinta y cinco partes de la carta . Así que pasaré directamente al texto completo, ya que al menos no era tinta invisible ni había que quemarla para leerla.
Esta es la carta, qué diantres.

“Queridos hijos míos:
Los he educado con sencillez. Los he educado para que sean verdaderos aristócratas, altaneros y humildes. Por eso han cultivado papas y pastado vacas todos estos años. De tal manera llegaría el día en que disfrutarían de tener servidumbre que lo haga y despilfarrar con noble holgazanería la fortuna que proviene de las vacas, las papas y la considerable herencia que pensaba dejarles.Pero un revés del destino quizo que yo me hundiera en negras tinieblas. Las negras tinieblas de esa tumba de la aristocracia: el juego. Seré breve y conciso: sabrán aceptar el destino: valor.
“Jugué todo el dinero contante y sonante: lo perdí.
“Jugué todos los papeles de propiedades y acciones: las perdí.
“Jugué la platería del siglo XV y el mobiliario del siglo XVII y también los perdí, por lo que les dije que quería alejarlos de la ostentación y del lujo, objetivo que logré con creces.
“Jugué el título de nobleza: lo perdí. Sé que es el golpe más duro para ustedes. Hijos míos, la nobleza es un atributo de la sangre y del alma. Ya por su porte conocerán que son caballeros.
“Por último, jugué los caballos, con arneses y sillas incluídos: los perdí.
“Y finalmente, creyendo que podía recuperar todo lo anterior, jugué el viejo castillo, sí, es ese que habitáis y que pronto no habitáreis. Aunque lo perdí, pude lograr con una hipoteca que lo rematen dentro unos años. Ya se enterarán.
“Bien, hijos míos (tú también, mi pequeño Iván). Sé que comprenderán a este anciano padre, que quiso lo mejor para sus hijos.
“Sé que me agradecerán la educación que les he brindado y me alegro de demostrarles, mediante hechos, que es un modelo educativo adecuado a los tiempos que corren.
Adiós.
Su anciano padre, Conde de L.
“Posdata: No creais, hijos, que los dejo solos en el mundo sin más patrimonio que esta carta. Levantad el arcón. Hallareis un hueco en la tierra, cavado con mis propias manos y en él, un cofrecito de hierro. Abridlo y tendreis un verdadero tesoro.”

Renació en ellos la esperanza. Dieron vuelta el arcón de una patada, encontraron el cofrecito, lo abrieron a puñetazos y encontraron...un verdadero tesoro, sí: Las Cartas de Lord Chesterfield a su hijo Stanhope, en práctica edición de bolsillo.
Los siete hermanos lanzaron en la oscura bóveda un horrible juramento. Y a continuación, cada uno de ellos hizo lo que todo caballero y todo hombre de honor haría en esas circunstancias: se afiliaron al Partido Socialista.
Lucharon, pelearon, dejaron las vacas y adoptaron la riesgosa vida política ciudadana. Dos fueron ahorcados, tres fusilados, la pobre Elena, a quien olvidamos nombrar porque mientras se desarrollaba la historia estaba haciendo sus labores en lo alto de castillo, se hizo monja y vivió en un convento para siempre. El pequeño Iván murió como un héroe en el frente y ya más nadie se rió de su rostro lampiño y puro como un lirio del campo.
Mi abuelo, exactamente el quinto de los siete hermanos, vergonzosamente, en esos tiempos difíciles vendió la última vaca, se tomó el primer barco y se vino a la Argentina. Se casó con la hija de unos toscanos que habían corrido igual suerte tomando idéntica decisión y ni bien tuvo su hogar lo pintó integramente, incluyendo el piso, la puerta de calle y los vidrios de las ventanas, con los colores de la bandera de Italia.
Por fin se ocupó de que llegara a mí, su nieta, el último eco de esta terrible historia.
Aunque, como les dije, yo despojé al relato de sus numerosas exageraciones.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Definicíón del escritor maldito

DEFINICIÓN DEL ESCRITOR MALDITO


Un escritor maldito es indefinible.
No obstante eso tiene dos ineludibles características.
La primera es que escribe.
La segunda es que está maldito.
Sabemos muy bien que cuando estemos muertos y enterrados un montón de imbéciles de la Sorbona se va a doctorar gracias a nosotros, que otro montón de hijos de puta se va a enriquecer haciendo nuestra biografía y que los futuros editores venderán cinco millones de ejemplares del mismo libro que si ahora vendemos sólo cinco ya podemos comprarnos una pizza de tres pesos para festejar.
Yo sé muy bien que futuros lectores se conmoverán al leer que me prostituí para pagar el gas, que sufrirán al saber que cargué bolsas en el puerto para comprar papel, que llorarán desconsolados al leer que me hice ciruja para dar de comer a mis hijos del pecado. Sé que se enamorarán de mí al ver mi foto de prontuario de cuando asalté una farmacia para comprarme las Iluminaciones de Rimbaud, que leí en la cárcel y que encima no me gustaron y que este mismo cuaderno en el que escribo y que robé en un supermercado lo subastará Sotheby’s. Mientras sé muy bien todo esto, tengo que aguantarme que la Humanidad me desprecie. ¿Y saben lo que les digo? Digo: Ja. .. y además... que les importa que haya sido prostituta, ladrona y ciruja si no es eso lo que me hizo una curtida mujer de la literatura, sino que fue enterarme de que mi padre era en realidad mi hermano y que por lo tanto mi madre se casó con mi abuelo.
Pero para saber qué es en definitiva un escritor maldito, lo definiremos así.
Un escritor maldito se define por la sonrisa irónica con que estampa su firma inmortal en la hoja que le tiende el empleado de tribunales, ente vulgar y bruto, al entregarle la última cédula de desalojo.

martes, 16 de febrero de 2010

Un día en el prostíbulo

Prosigo, porque quiero pasar este tramo del prostíbulo rápidamente. Aunque les parezca mentira, ser prostituta no tiene mucho de emocionante. Los portaligas molestan en verano, la profesión está injustamente vilipendiada y los epistemólogos son barbudos. Esto último puede parecer irrelevante y tal vez piensan que el hecho de que los epistemólogos lleven barba no guarda relación con la prostitución. pero esperen y verán.
Antes de que vean, les diré algo más asombroso: en la prostitución hay poco sexo. Como lo leen. Hay poco sexo y eso es una porquería.
Un tarde cualquiera yo me pasaba por el prostíbulo y le preguntaba a Bárbara (la rubia que no era rubia de la caja) si había alguien para mí. Bárbara, además de manejar la caja, distribuía los clientes según las profesiones entre las especialistas.
A mi me tocaban los epistemólogos. Por eso dije que en la prostitución hay poco sexo. Tenía compañeras afortunadas a las que le tocaban abogados, mafiosos rusos, médicos cirujanos, narcos colombianos, arquitectos, piratas del asfalto. Cada una tenía una especialidad y un rubro.
Mi jefe, ese editor devenido en proxeneta, había conservado la vieja manía de los estudios de tendencias y se le había ocurrido la prostitución temática: prostitutas profesionales para profesionales, era el lema del aburrido cabaret. Si te tocaban abogados, había que estudiar leyes, si te tocaban arquitectos, te conocías de memoria los edificios históricos y sus correspondientes historias. La que tenía suerte era especialista en narcos y veía elefantes rosas.
Yo no tenía suerte. Tenía que leer a Mario Bunge. Famoso epistemólogo argentino. Sí. Maldito sea.
Así que sigamos con que en una tarde cualquiera pregunto a Bárbara.
—¿Hay algo para mí?
—Nada todavía.
Un maldito día común, pero ya llevaba dos semanas sin sexo. Y sin ver un mango.
—¿No tenés un abogado para pasarme?
—Vos sabés que no hay abogados para vos. No sabés nada de derecho. Ahí tenés los dos últimos libros de Mario Bunge. Los dejó el jefe para que te actualizes.
—¿Y dónde están todos los epistemólogos?
Bárbara agarró el diario y me dijo mientras lo hojeaba con expresión aburrida.
—Hay un Congreso en Berlín. Mañana vuelven todos. Mejor que leas los libros. Es un congreso de Causalidad.
—Maldito Bunge —dije yo, y de pronto vi la luz. La puerta estaba abierta y en el dintel se perfiló, envuelto en rayos dorados, un barbudo. Enclenque. Con anteojos. Con pantalones arrugados.
Un epistemólogo sin plata para ir a Berlín. ¡Sexo!
Se acercó a la barra nervioso. Yo me pinté los labios furtivamente. Una buena prostituta tiene que manchar las camisas, si no es poco profesional.
—Necesito los últimos libros de Mario Bunge —dijo el cretino.
—¿Qué? —dije.
—Un librero de Corrientes me dijo que acá los tenían.
—Señor —dijo Bárbara con dignidad—. Esto es un prostíbulo, no una biblioteca pública. Si quiere los libros, los va a tener que pagar.
—Vamos —dijo el tipo, despectivo—. No me vas a decir que la loca ésta de los labios pintados puede entender los libros. ¿Para qué los quieren acá?
Ahora me tocó a mí indignarme.
—Escuche —le dije—. Sé todo sobre la causalidad. Sé que Mario Bunge no está seguro acerca de si la relación causal es gnoseológica u ontólogica. Y le puedo citar cada uno de los quinientos libros sobre la metodología de las ciencias sociales. Es más, para que vea cuanto sé, le diré entre nosotros que el psicoanálisis no es una ciencia.
Inútil discutir. Se llevó los libros y no lo vi más.
—Los pagó —dijo Bárbara y se encogió de hombros, volviendo a su crucigrama.
—Mejor —dije yo. Los epistemólogos son terribles a la hora del sexo explícito, porque son muy poco explícitos. Me explico, se creen que las etimologías se pueden inventar y que los guiones se colocan en cualquier lado.
Dicen: "Sac-ate esto". "Hac-eme esto o-tro". Y hay que preguntarles por las dudas: "¿quiere que le haga esto o-tro o esto Otro?". Porque no es lo mismo "o-tro" que "Otro".
En fin.
La prostitución temática era una idea genial que como muchas ideas geniales, fracasó. Los clientes empezaron a pedir que les escribiéramos las ponencias, que les hiciéramos monografías y resúmenes y y eso hizo huir a los mafiosos rusos, los piratas del asfalto y los narcos colombianos. Único para captar las tendencias, el jefe puso una fotocopiadora, después puso una mesa de libros de saldos y al fin alquiló un local a la vuelta de Filosofía y Letras. O sea cambió de rubro.
Y me quedé sin trabajo

martes, 9 de febrero de 2010

Mi primer aventura prostibularia

Creo que el gesto de poner en el pañuelo ropa interior de encaje rojo me predestinó. Como sea, ni bien nació mi hija la dejé con una monja, dándole precisas instrucciones de que la dejara hacer todo lo que se le diera la gana, para que el día de mañana fuera una persona de provecho a la sociedad. Luego me fui a una humilde pensión de mala muerte a escribir una novela, cosa que hice en cinco días: un récord. Con el manuscrito en la mano, me presenté en una editorial.
El galante editor me atendió de inmediato.
—Humm —dijo—, la literatura femenina se va a poner de moda dentro de diez años, pero veremos qué podemos hacer. Para que podamos vender tu libro (cosa que, como sabés, es muy difícil) hay que elaborar una estrategia publicitaria. ¿Qué tal si vas a una guerra, como tu amigo Reverte y volvés como una heroína?
—No soy amiga de Reverte —repuse—. Faltan siete años para que lo conozca.
—Humm, qué lástima. Podríamos haber puesto una faja en el libro que dijera: "¡ Y es amiga de Reverte!". Bueno, otro. ¿No conocés a Stephen King?
—Tampoco —dije desolada.
—¿A Danielle Steel por lo menos?
—Soy la ahijada de la Momia de Titanes en el Ring —dije tratando de ayudar.
—Eso no sirve para nada. Bueno, cuando vuelvas de la guerra podemos poner en la tapa del libro una foto de vos desnuda con fondo de Vietnam. Esas cosas siempre ayudan.
—¿Y si muero en la guerra?
—Tenés razon. Vamos a sacar la foto antes.
—Prefiero no ir a ninguna guerra, gracias.
—Bueno, entonces vamos a tomar medidas drásticas. Vas a ser prostituta y llamaremos a tu libro. "Memorias de una vulgar prostituta". Así nos adelantamos a una tendencia mundial.
—¿Por qué vulgar? —protesté
—Perdón, te veo el bretel del corpiño y es rojo —justificó el editor.
—Bueno. Supongo que es todo de mentira ¿no? No tengo que prostituirme de verdad.
—Perdón otra vez. Esta no es una fábrica de best-sellers. Acá editamos obras literarias de calidad. No le mentimos al público. Si en la solapa dice que sos prostituta, es porque lo sos. Lo tomás o lo dejás —dijo sirviendo dos vasos de whisky.
—Lo tomo —dije decidida y bebí de mi vaso. Un auténtico whisky escocés "La Ruina de los Campbell"—. ¿Cómo me prostituyo? —pregunté.
—Bueno —dijo el tipo y sacó un habano—. Primero vas a tener que mostrarme lo que sabés hacer. Tus habilidades, bah. Lo que hacés con tu marido.
—No tengo marido —repuse acordándome del rayo de luz y el cascote en la cabeza.
—No importa —prosiguió él—. No hace falta estar casada para esto. Después de mostrarme tu talento, vas a esta dirección —me dio una tarjeta— y hablas con Bárbara, que es la rubia que está en la caja. Con ella arreglás tu horario —se aflojó la corbata y aclaró—. El 80 % de todo lo que ganes es para la caja y no podés tener arreglos personales con los clientes—. Y se abrió el cuello de la camisa, tomando un trago.
—¿Y mi novela? —pregunté.
—¿Qué novela?

martes, 2 de febrero de 2010

Sí, todo es cierto

Un amable lector me pregunta si es cierto que estuve en la cárcel y fui prostituta.
Pero claro que sí, amigo ¿para qué voy a mentir? ¿Podría tener la más mínima aspiración a ser un fenómeno editorial sin el paso obligatorio por el penal y sin haber sido prostituta? Sin embargo, y a pesar de que ambas experiencias son entrañables y forman parte de lo más querible de mi pasado patibulario, no creo, amigo mío, que tengas que desdeñar otro hito en mi curriculum que mencioné al pasar: también repartí pollos en moto y no quiero que eso se desdeñe por ser menos espectacular. Pero tengo que contarlo todo desde el comienzo.
Nací en el seno de una familia de aristócratas venidos a menos: mi abuelo era conde, como Athos, y un primo suyo era Comandante de la Guardia Suiza.
De chica me sacaban a pasear por la avenida Santa Fe con un tapado de armiño y una cruz de oro y granates en el cuello bendecida por Pablo VI, hasta que al tapado lo agarró la polilla y empeñaron la cruz para pagar el gas. Me enseñaron el delicado manejo de tal cantidad de cubiertos que nunca tuve que usar en mi vida, que me haría una tarjeta que dijera Paula Ruggeri: experta en cubiertos que usted nunca vio.
Todo tenía mucho nivel, yo tomé la comunión con un vestido blanco hasta el piso, hablaba francés con la prima Jeanette y todos las navidades recibíamos una carta del Papa. Una vez que la leíamos, se la vendíamos al librero de la esquina y págabamos con eso el pavo de Nochebuena. Para una familia católica el pavo de Nochebuena es tan imprescindible como el pesebre, pero era caro y la carta del Papa nos sacó del apuro todas las navidades hasta que...
Hasta que cumplí dieciocho años. El cura de San Patrick decidió que yo era ideal para hacer de Virgen María en el pesebre viviente de Nochebuena. Ensayaba con un pañuelo celeste en la cabeza mientras la familia aguardaba la carta del Papa para encargar el pavo. Y en un ensayo sucedió.
Estaba en el retablo, sola. Una ventana en una esquina permitía el paso a un rayo solar. Trataba de rezar un Padre Nuestro pero en la parte de "perdona nuestros deudas" me acordaba de todas las deudas que tenía mi madre y se me trababa la lengua. Pero de golpe me envolvió la luz abrasadora.
Fue muy rápido (demasiado para mi gusto, pero bueno), primero el rayo, después entró una paloma y por últimó se me cayó un cascote en la cabeza. Yo traté de relajarme y disfrutar, había visto todos los bodrios de María y José que pasan en la tele por Navidad y sabía perfectamente lo que sucedía.
Después del primer desmayo y el tercer atraso resultó evidente que estaba embarazada. ¿Y quién carajo me iba a creer lo del rayo de luz? Además, me pareció que la profesión de mesías no era buena para mi hija. Así que enfrenté a mi madre y le dije:
—Mamá, estoy embarazada del jardinero, pero no del de casa, del de otra casa y lo echaron por tomar cerveza, se volvió a Paraguay.
—Hija —dijo mi madre, con la calma que sólo una dama como ella puede tener—. Comprenderás que no puedes permanecer en esta casa de tus ancestros, etc... porque el Papa se va enojar... etc... y ya no tendremos pavo en Nochebuena y eso es un pecado. Así que toma tus cosas y algunos alimentos frugales y vete por esos caminos de Dios.
Me estaba diciendo que agarre la Panamericana. Así que yo agarré un palo de escoba, le até un pañuelo y dentro del pañuelo puse unos mendrugos de pan con jamón serrano, "Los tres mosqueteros", mi ropa interior de encaje rojo y una caja de anticonceptivos y me fui lejos, adonde me esperaba la cárcel, la prostitución y la rehabilitación social sobre una moto repartiendo pollos, pero eso es otra historia. La saga continúa.