jueves, 26 de abril de 2012

EL TREN DE LA MEDIANOCHE

Medianoche en la Estación Constitución. Mes de mayo y mucho frío, pero no recuerdo el año. La década del noventa en Argentina, para mí y para muchos, fue un largo Invierno. Esa noche llevo un bolso con pocas cosas.Esa noche, espero dormir en el tren.
Poco a poco van llegando caras conocidas. Los reconozco: son militantes sindicales. Como yo misma. Ante el invierno, unos se resignan y otros luchan por encender el fuego. Los Otros, según la prensa y el gobierno de entonces, siempre los Otros, los que merecen los gases, los golpes, la prisión a veces. Para tranquilizar los ánimos de quienes miran para otro lado, se los ayudaba a mirar al costado más fácilmente hablando de Nosotros, como unos Otros molestos.
En esa época yo fumaba y estaba sin cigarrilos, como la mayoria de los militantes que iban llegando a la estación. No teníamos dinero, pero ahí estábamos. A punto de abordar un tren a Mar del Plata. En mi bolso llevaba un poco de abrigo y una galletitas dulces. Y un libro.
Ya éramos muchos en esa medianoche de Constitución. Cuando subí al tren casi no habia asientos, pero logré ocupar uno. Mientras, veía como otros ocupaban los portaequipajes como camas y otros se sentaban en el piso del tren y se quejaban del frío. Aunque el destino estaba a cuatro horas, el tren se detendría en medio de la Pampa, a las cuatro de la madrugada, durante unas largas dos horas, para que llegáramos de día, ya que no teníamos alojamiento durante esa noche. Los restantes dos días, nos alojarían en los hoteles de los gremios y comeríamos un sandwich aplastado por toda vianda.Para la organización gremial, eso había representado un enorme esfuerzo. Nosotros, los Otros, éramos miles. Nos dirigíamos a la ciudad costera desde todos los rincones del país. Nos jugábamos los puestos de trabajo y tal vez la vida, pero la ecuación era simple: nos jugábamos por lo nuestro.
En el bolso tenía un tomo de Rocambole. Encuadernado en rojo, de 500 páginas, lo había empezado a leer antes del Congreso Sindical y ni el gremio ni el neoliberalismo me iban a impedir terminarlo. Tal vez se confunden, y es lógico, pensando que hablo de política en este post. En realidad, este post es sobre un libro y una amistad.
Yo me senté en ese asiento, abrí el libro y me olvidé de todo durante dos horas. La luz era amarillenta y débil pero no me importaba. Estaba con Rocambole y su enemiga Bacaratt. Cada tanto, desde cumbres lejanas casi inaudibles, escuchaba un "¿pero cómo puede leer así?", algo un poco mejor que el habitual "¡no te pagan por leer!" de mi jefa bibliotecaria, que oía todos los días de semana habituales.
No lo sabía, pero a dos asientos de distancia, estaba sentado un escritor. Casi no lo conocía, salvo de oírlo hablar en asambleas y alguna charla casual.
A las dos horas levanto la vista del libro y veo una chica de pie. Hace mucho frío, me da verguenza que esté de pie, y le pregunto si se quiere sentar un rato.
.Sí-suspira. Le dejo mi asiento.
El rato duró hasta el día siguiente. La dama empezó a dormir y mis intentos de recuperar mi asiento fueron tan vanos que me quedé de pie, en el tren helado. Pasaron las tres, las cuatro de la madrugada. Mis pies y mis manos eran una piedra.El tren estaba detenido en medio de la nada. En la noche cerrada, se veían un par de arboles de ramas artísticamente retorcidas.Sombras negras de árboles en la noche negra.
Entonces un compañero, el escritor que dormía a un par de asientos, abrió un ojo y me vio. Enseguida se levantó y me hizo sentar. No quise sacar el libro y no quise dormirme, una hora después, sin aceptar protestas, le devolví el asiento.
Lo demás es historia: ese año, en el mes de mayo y en ese congreso, siete mil delegados de toda la Argentina de Norte a Sur votamos una huelga nacional, algunos artistas nos acompañaron, como Mercedes Sosa, que fue el título del recuadrito que sacó un diario sobre el congreso.
Pero al poco tiempo mi nuevo amigo escritor me hacía preguntas sobre Rocambole y yo a él preguntas sobre otros libros y desde entonces, cada tanto, nos sentamos en un bar y hablamos de libros, colecciones, bibliotecas, librerías...la patria compartida.

domingo, 22 de abril de 2012

LAS PUERTAS DE LA ALHAMBRA

SUEÑO EN EL PALACIO

Sueño el perfume de La Alhambra
En el arco de tu pecho
Tu boca es una puerta,
Tu aliento, un jardín perfumado
Bailan violetas en un lecho borracho
Estrellas mareadas, mirá, es la luna loca
Que tambalea en un cielo hecho de topacios
Tu pecho, el arco de La Alhambra
Y todas sus puertas son bocas tibias
Rosadas, dulces. Me besan como esclavas
Cada flor de cristal me muerde los labios
Polvo de violetas baña tu espalda
Que abrazan mis piernas en medio del agua

Tan dulce es el beso de la espada
Que nadie creyera que al fin matara
Me besa furiosa y me deja exhausta

Y si no tuvieras furia y yo no desmayara
Pálida sobre el lecho, de mí misma raptada
Si en un sueño, vos mi dueño
Me vieras rosada y exánime
Y un dulce de mieles de vos se adueñara
Fuera de mí mi espíritu
Vagando difuso
En la danzas más locas
En tu sueño confuso
Por jardines te llevara
A yacer entre flores y hiedra
No era sueño:
Te llevaba embriagada del beso divino
Besándote en el arco tenso de tu pecho
Cruzamos puertas de plata
Nos abrazamos en lechos de hiedra
Con jazmines y ámbar
Con la piel blanca de la luna
Reflejada en un lago de nácar

El perfume de tu beso me llevó embriagada
A las puertas de la Alhambra

sábado, 14 de abril de 2012

Un famoso poema de Zorrilla en su primer borrador


La triste Inés

Como de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió
Inés en llanto rompió
Porque nadie la entretenía
Todas las tardes iba
después de traspuesto el sol,
a la despensa de la esquina,
y entre trago y trago pedía
la vuelta del español,
y el español no volvía.
(De Flandes jamás volvería,
la bella Inés no sabía
que Diego en verdad estaba
en un burdel de Sevilla.)
Pocas noches pasaron
Antes de que la bella Inés
con llorosa languidez,
a Dios rezando pidiera
la vuelta de un español cualquiera.
Frente al pobre almacenero
Dejaba ella oír sus ruegos
que éste resignado oía
pues no era español sino griego.
Volvió pues Diego de Sevilla
y halló a la pobre niña entretenida
con unos quinientos españoles
que de la guerra volvían.
(Ante tan mayúsculo interés
por su lánguida prometida
Diego juzgó muy bien
que sin Flandes nada perdía.)
Y esta historia sólo la llora
un pobre almacenero griego
viendo la bodega vacía
que su casto amor recibió por premio.

martes, 3 de abril de 2012

ANA Y EL HIPOGRIFO



Había una campesina llamada Ana y su historia pobló la fábula.
Quería algo difícil: quería trepar la montaña más alta de los Pirineos, quería ver su tierra desde las alturas y quería hacerlo antes de cumplir los veinte años. Aunque le dijeron que las niñas no juraban, ella había jurado hacerlo muy niña aún. Mientras le quedaba tiempo, el sueño fue sólo sueño. Pero llegó la primavera de los diecinueve años. La última antes de cumplir los veinte. Era la única joven del pueblo a la que nadie había podido casar y esa situación no iba a durar mucho más. Ya habían acordado su matrimonio y el año entrante la hallaría casada. Era preciso encontrar el medio de subir a la montaña pronto. El sueño tenía que dejar de serlo.
La más alta de las montañas era una cumbre escarpada y sobre ella se suspendía una tormenta. Hacía años, una bruja predijo que la tormenta no se iría hasta que una joven que no conociera el amor llegara hasta ella y tocará las nubes con sus dedos. No pudo decirlo muchas veces antes de que la quemaran en la plaza del pueblo, pero con decirlo una vez fue suficiente. La pequeña Ana juró acabar con la tormenta.
Una noche sintió una voz que la llamaba. Salió de la granja. La voz era de mujer y parecía venir de unos árboles cercanos. Corrió hasta ellos. No sabía explicarse por qué acudía a ese llamado, parecía sobrenatural. Le resultaba irresistible. Al llegar a los árboles no vio a mujer alguna. Solo había una zorra.
La zorra la miraba. Era raro que estuviera allí. Y que no hubiera caído en las muchas trampas que siempre había cerca de los corrales. Pero esta zorra la miraba a ella. Se volvió, caminó unos pasos y volvió a mirarla.
Ana dio unos pasos también. Qué impulso la llevaba, no sabía pero el llamado del animal era irresistible. La zorra la volvió mirar con sus ojos inteligentes y dio unos pasos más lejos.
Ana caminó tres pasos más, sin dejar de considerar el peligro. Las brujas solían usar zorras para comunicarse. El trato con brujas era el medio mas seguro de morir joven. Pero sintió nuevamente el llamado, y comprendió que no era pronunciado por ninguna voz humana y que una fuerza misteriosa y potente la impelía a caminar detrás de la zorra y lo hizo, y luego a correr, y lo hizo y al fin se halló en el camino a las cumbres.
Corrió hasta que las piernas no dieron más. Cayó a la tierra, casi desvanecida. Se permitió descansar, pero no mucho. Pronto estaban corriendo otra vez.
Estaban en un bosque oscuro y Ana se alegro de haber llevado yesca. Ahora caminaban. A la zorra parecía no agradarle la pequeña luz que usaba para guiarse en la espesura. Los ruidos del bosque, el ulular de los búhos, los árboles que parecían inclinarse y murmurar a su paso, todo ello asustaba a la joven que no quería separase de su yesca, lo único que le daba un poco de seguridad sin saber adonde iba ni por qué. Así reflexionaba cuando la zorra se detuvo. Alzó las orejas. Tenía el pelo erizado y miró a Ana con alarma.”Quieta”decía su mirada. “Quieta y silencio”. Ana obedeció. Pronto se oyeron voces. Salteadores, pensó. No tengo nada que puedan robarme. Como si hubiera leído sus pensamientos, la zorra la miró profundamente y volvió a erizar el pelo. Ana comprendió. Sí, tenía algo que podían robarle. El sudor del miedo la invadió. Los hombres se acercaban. Ana no comprendía sus palabras. Se preguntó si serían gitanos, de los que se contaban tantas cosas extrañas y a los que se perseguía y se temía tanto. Como a las brujas. En ese momento, dio un traspié y quebró un diminuta rama. La zorra la miró espantada y echó a correr. Pero Ana quedó paralizada. Pronto los hombres asomaron entre los árboles. No eran gitanos. Eran extranjeros, pero no parecían gitanos. Uno era alto, con una larga barba rubia. El otro era bajo y grueso. Vestían ricas ropas y su presencia a esas horas de la noche en un bosque oscuro era tan difícil de explicar como la de ella misma. Uno murmuró algo a su compañero y éste se fue. Quedaron a solas, Ana y el hombre rubio. Ana retrocedió. El hombre se adelantó.
-La tormenta- pensaba Ana. La montaña. No debía conocer a ningún hombre.
Como si entendiera al menos su miedo, el hombre sonrió y mostró su puño, adornado por un cuchillo.
Ana gritó. Y antes de que terminara de gritar, una pesada rama cayó sobre el hombre y acabó con él.
Y entonces se escuchó el rezongo de una vieja. Parecía que el bosque era centro de reunión, esa noche. Sin salir de su asombro, vio como se materializaba una anciana bruja que saltó sobre el hombre muerto y protestó enojada.
-¡Vas a subir la cumbre o eso también lo tengo que hacer yo por ti!
Detrás apareció la zorra, y parecía que una risa aviesa bailaba en sus ojos inteligentes. Parecía la mirada de otra bruja.
-Vamos, niña, que no tenemos toda la noche. Todavía hay mucho por hacer.


En un claro la vieja encendió un fuego y de entre sus ropas extrajo una hoja amarilla, de su zapato sacó una larga aguja, con la aguja se pinchó el dedo y escribió unas líneas incomprensibles. De adentro de su sombrero de bruja sacó una hogaza de pan, sobre la hogaza cayeron gotas de su sangre.
-Come niña, tiene buen sabor.
Ana lo miró con aprensión.
-Estuvo a punto de ser tu sangre la que corriera. Tal vez no te hubiera disgustado tanto ¿eh? Las jóvenes son todas iguales. No rechaces el bocado porque yo te quité el otro. ¿Qué, te enojas? No me importa. Te ayudé y te voy a seguir ayudando. Esta hoja, se la darás al primer ciervo que encuentres, montarás en él y él te llevará. Puedes dormir cuando llegues a la cumbre y detengas la tormenta, ahora, ve, corre, el ciervo te espera.
Y Ana, a quien la vieja desagradaba bastante, corrió.
Ya había luz y era suerte, porque se estaba quedando sin yesca. El bosque era grande pero en la mañana, menos amenazador. Y en un claro, encontró al ciervo. El ciervo estaba en actitud de espera . Puso la hoja a sus pies.
El ciervo la leyó y con toda naturalidad le preguntó.
-¿Conoces al hipogrifo?
-No.
-Te llevaré hasta él. Cuando lo encontremos le darás la misma hoja, solo que con tres gotas de sangre de tu seno blanco que tendrás que lastimar, es la moneda en que se paga al hipogrifo. La sangre de una virgen, es la única moneda que acepta.
-Por eso tenía que ser casta.
-Por eso.
Ana montó sobre el ciervo, que la llevó hasta el fin del bosque subiendo la montaña. El ascenso era difícil, pero el ciervo era ágil, los manchones de verde iban cediendo a la piedra a medida que subía. Por fin, al límite de sus fuerzas, el ciervo se detuvo frente a una gruta. El viento era terrible y los oídos de Ana zumbaban. Sentía un mareo muy fuerte. La rodeaba la bruma.
.-Aquí te dejo-dijo el ciervo.
-¿Qué tengo que hacer?-gritó Ana.
Pero el ciervo bajaba de nuevo y no le respondió.
Tenía la hoja amarilla. La dejo ir. Giró y se perdió hacia arriba en un remolino. El frío le congelaba los huesos. Abrazada a la piedra, soportaba la fuerza del viento creyendo que se iba a volar.
Entonces se ennegreció la montaña, el viento se hizo más terrible y Ana ni siquiera pudo gritar cuando inmensas alas grises la sobrevolaron y el hipogrifo descendió a muy escasas rocas de distancia. Su cuerpo era de un caballo, pero tenía garras, como las águilas, sólo que de gran tamaño, su cabeza era la de un águila y su mirada era terrible. Ana descubrió sus pechos, pero no tenía con que herirse, temblando de frío, buscó con lo ojos casi cegados por el viento alguna piedra filosa, pero el Hipogrifo tendió su garra y con ella hirió levemente a la doncella. Fueron tres gotas exactas de sangre roja las que vertió y recogió la garra. Luego el animal pareció mirar más benignamente a la joven, inclinó el largo cuello cubierto de crines y de plumas, y Ana, con el pecho aún descubierto, montó en él, sujetó las crines, se abrazó al cuello del hipogrifo y se halló envuelta en viento, elevándose. Hacia abajo, una inmensa mancha verde que desaparecía, hacia arriba, la cumbre y la tormenta, que ya veía arreciar, negra y tétrica. Las alas grises batían el aire de la montaña y la joven cumplía su sueño en vuelo. Largo fue el ascenso y una vez el hipogrifo descendió en el pico exacto de una roca, allí, en equilibrio sobre sus garras, se mantuvo un largo e imponente momento: la montaña llegaba a su fin y gruesas gotas caían del aire, pronto llegarían a la tormenta. El sueño se volvía pesadilla cuánto mas cerca estaba de alcanzarlo. Parecía preguntarse el Hipogrifo si la joven resistiría, pero ella se estrechó mas fuerte a su cuello y lo alentó a seguir. Entonces extendió sus alas. Dominaba los vientos con ellas, y un graznido potente y desafiante, como un grito de guerra atronó las estelas negras de viento. Ana gritó, escondiendo las cabeza entre las plumas grises, entonces de un envión se vio impelida nuevamente a las alturas.
La tormenta arreciaba, agua y granizo, el cielo se veía negro, rayos y truenos daban un concierto ensordecedor, el hipogrifo seguía ascendiendo.
Nuevamente se detuvo. Esta vez, el animal inclinó el largo cuello y la depositó en la cumbre helada. Ya nada la protegía. El hipogrifo emprendió vuelo en círculos alrededor de la cumbre, instándola a actuar. Sólo una cosa tenía que hacer, levantar las manos y tocar la nube, el negro espeso que se cernía sobre ella cubriéndola de blanco mortal. Casi no podía respirar, el corazón estallaba en el pecho, cada segundo que pasaba la muerte la cercaba más y más. Pero con un supremo esfuerzo se puso de pie y entonces el viento voló su capa, su piel sufría el castigo de la tempestad, pero su mano tocó la nube...Y la tormenta desapareció. Se hizo jirones en el aire frío de la montaña y el cielo celeste iluminó a Ana y a su valiente hipogrifo. Que la llevó muy lejos, donde nadie fuera a hacerle pagar su hazaña con la hoguera y donde conoció el amor hasta que anciana, volvió a la montaña para descansar.