domingo, 13 de abril de 2008

Esto ocurría en Ciudad Gótica

El Doctor Ferdinand Papirus se clavó los anteojos en la nariz para mirar mejor a su aplicada alumna de Historia, la señorita Pamela Johannesburgo. Pensó amargamente que le había contado la escabrosa historia de Barbazul sin lograr excitarla, verdad es que tampoco se había excitado con el amorío de Carlos II de Inglaterra y la opulenta Duquesa de Cleveland. Ni siquiera se había dado cuenta de que no había sido en la Edad Media. "Por cierto", se dijo amargado, "este punto del programa, el medioevo tardío de Ciudad Gótica, tampoco la va a excitar. Tal vez deba agarrarla de los pelos, romperle la camisa, mirarla los ojos y decirle...

"Miss Pamela, sólo el Marqués de Sade le daría a usted clase de historia, ya que contarle las cruzadas a usted es verdademente sádico".

Pero jamás lo haría. Tenía setenta años, era un doctor de Oxford y debía resignarse a...

—¿Profesor? —Miss Pamela lo miró fijo con dos grandes ojos interrogantes.

Se resignó completamente.

—En el Medioevo tardío, Ciudad Gótica era un caos. El robo y el pillaje eran moneda corrientes, bajo una tiranía despótica que hambreaba a la población. Los pobres comían lo que podían, que no era mucho, pero ellos sí lo eran... muchisimos. Las estudiantes rubias estaban famélicas y los profesores no se veían mucho mejor. El Rey Fernando I predicaba la austeridad a través de sus heraldos, que lograban pedir un gesto patriótico a la población antes de que se los comieran en las plazas. Este rey era austero: sólo hacía cuatro festines por semana, una vez al mes una orgía romana y cada tanto bebía perlas en vinagre; tenía, eso sí, dos hijos disipados, disolutos y por completo imbéciles, en cuyo criterio confiaba plenamente. Los señores feudales de Ciudad Gótica no lo destituían por imbécil sólo para que no asumieran sus dos hijos, más imbéciles que él. El rey Fernando, siguiendo el buen ejemplo de Calígula, que nombró senador a su caballo, nombró a un caballo de su establo ministro plenipotenciario. Decían que era un caballo brillante, le cepillaban el pelo cien veces por día, razón por la cual lo perdió muy pronto. Caballo decidió que el problema de Ciudad Gótica era la pobreza y resolvió eliminar a todos los pobres. Para esto tomó un paquete de medidas... —se interrumpió, indeciso y desconcertado, al ver a su alumna haciéndose sensuales masajes en el cuello. Se quitó los anteojos, se restregó los ojos y volvió a colocárselos. ¿Estaba soñando?
—Miss Pamela ¿le gusta esta historia?
—Oh, yes —suspiró ella, inequívoca—. El período de Ciudad Gótica a. B. (antes de Batman), me parece fascinante.
—¿Quiere cenar conmigo? —el anciano profesor la miró ardientemente con sus ojos miopes, agrandados por la lujuria. Era demasiado bueno para ser verdad.
—Tal vez si me sigue contando esa fascinante y excitante historia gótica, pero antes me pondré algo cómodo, si quieres, sírvete algo de beber.
Los gustos de las estudiantes de Historia inglesas son inexplicables.

jueves, 3 de abril de 2008

Nunca olvidé a María Rosa

Me acuerdo de María Rosa y su hijo Leandro como si este último tuviera eternamente cuatro años y ella estuviera hoy enfrente de mí, como ayer, con sus explicaciones de sonrisas y lágrimas, su pelo corto, su rostro agraciado y triste. Conocí a María Rosa en el Consejo del Menor, mi primer trabajo, con mis diecinueve años y mi maternidad de pocos meses.
María Rosa estaba en la calle con el pequeño Leandro y con dos pechos llenos de leche que ninguna inyección podía retirar. Porque en un acto de abnegación terrible, en un sacrificio impensable, ella había entregado a su pequeño bebé. Para que el bebé no estuviera en la calle, como ya lo estaba Leandro, lo había dado en adopción.
El Departamento de Adopción estaba en el cuarto piso de un edificio gris y ruinoso de la calle Humberto Primo. Era común que no anduviera el ascensor y que embarazadas y mujeres con niños pequeños tuvieran que subir por la escalera. También era común que los solidarios empleados, al pasar junto al pasillo donde esperaban las madres, insultaran en voz bien alta a aquellas atorrantas que abandonaban a sus hijos. De los atorrantes de género masculino que abandonan a sus hijos, no sé por qué siempre se olvidan, curiosa y cómoda forma de amnesia. Comencé a trabajar en la institución en simulado estado de gravidez, pero cuando éste se hizo indisimulable, el cuarto piso, Adopciones, era fatal para mí. Cada vez que mi jefa me enviaba a ese piso (por escalera) los amables empleados me dirigían algún insulto o alguno de sus cínicos comentarios, creyendo que yo era una jovencita más que iba a dar en adopción. Gente respetable de traje gris. Seguramente vírgenes todos ellos.
De todas las formas de poder, no hay ninguna más ruin que la que ejercen algunos empleados administrativos. Quien está haciendo un trámite, ya sea el más molesto y banal como el más vital y crucial (dar un hijo en adopción, por ejemplo) no se atreve a enfrentarse al sádico impulso del empleado de manifestar su minúsculo poder maltratando, la mayor parte de las veces, con la mayor impunidad.
Pero hablábamos de María Rosa y de Leandro.
María Rosa llegaba a la oficina todos los miércoles. Saludaba con una sonrisa y se sentaba a esperar. A veces charlábamos y me contaba que todavía los médicos no lograban que dejara de producir leche materna. Ella añoraba a ese hijo entregado por amor, tan desesperadamente, que la leche no se iba. No se iba y ella venía a la oficina a hacer el pedido trágico, imposible, condenado al fracaso, de que le devolvieran al bebé.
Calibremos el caso. Vean ustedes cuántos matices, cuán profundo es el contenido trágico de esa situación que muchos hombres y muchas mujeres califican con un simple “que se joda” o el más compasivo “si no se supo cuidar que se joda”. Tres palabras u ocho sirven para lavarse las manos y para exculpar al otro partícipe del embarazo, al ilustre progenitor que protegido por la sociedad sigue valientemente su camino respetable.
Pero hablábamos del hijo de María Rosa. Ya había sido entregado a una familia. Una pareja con techo, con trabajo, con las posibilidades económicas que se le habían negado a la madre biológica. Con las huellas de Niobe en el rostro, lloraba por el hijo perdido, entregado por ella misma.
La asistente social que se ocupaba del caso, es decir, que hacía lo único que se podía hacer, que consistía en explicarle con calma que su reclamo era imposible, me dijo un día con fastidio: “Lo hubiera pensado antes”.
Y yo, que hacía poco había tenido a mi hija Daniela a la que orgullosamente le puse mi apellido, me indigné sin poder evitarlo. “Lo pensó —respondí en voz baja—. Lo pensó nueve meses: pensó incluso en este momento, en los dos pechos llenos de dolor”.
Es que la tragedia es autoconsciente. Cuando un héroe trágico da el primer paso, ya sabe cuál será el último.
Nunca me voy a olvidar de María Rosa y Leandro.
Como nunca me voy olvidar de quienes los trataron con crueldad.
Qué sabrán ellos.

martes, 1 de abril de 2008

El martirio

En esta vida hice ya hace un tiempo una difícil elección: ser virgen o ser mártir. La antigua fórmula era ser ambas cosas a la vez, pero creo que, a esta altura del campeonato, eso ya no se nos puede pedir. Me resultó difícil la elección, porque no soy una mujer de una moral férrea, sino una persona con un agudo sentido de la moral, lo que constituye exactamente lo opuesto de una moral férrea. Mi agudo sentido de la moral se debatía entre la virginidad (el malo conocido) y el martirio (el malo por conocer). El martirio era un hombre moreno, alto, de pelo largo, anchas espaldas y una boca completamente lasciva. Además, estaba borracho y procuraba comportarse como un caballero. No lo conseguía y eso me conmovió. Siempre me gustaron los hombres nobles que acometen difíciles empresas, como portarse como un caballero, y fracasan estrepitosamente. Más cuando de martirizarme se trata (porque este ensayo sesudo se llama "El martirio" y de eso tengo que hablar). Bueno, hace muchos años escogí el martirio y he perseverado en mi elección, logrando con el tiempo convertirme en una mártir de primera clase.
Con ese primer Baco di mis primeros tímidos pasos en este noble oficio que es ser mártir, desde entonces por mi Via Crucis ha pasado de todo: rudos Vulcanos y Adonis del primer orden, del segundo y del tercero, aventureros intrépidos, tipos de esos que no matan una mosca y alguno que mató varias, siete exactamente, y de un golpe. Pero eso es secundario, irrelevante. El secreto de un buen martirio no está en el victimario sino en la víctima. Un largo, artístico y hermoso martirio no se puede obtener sin el talento y la sabiduría de la propia mártir. Acá de lo que se trata es simplemente de sumar puntaje, se los digo crudamente, y para eso hay que ganar experiencia, claro está, pero principalmente hay que aquilatar la experiencia. Si alguien sabe que quiere decir aquilatar, por favor, hágamelo saber. Pero, mientras, hablo de aprender de un martirio para aplicar en los siguientes, de tal manera que progresando en el aprendizaje en forma geométrica, tengamos algunos de esos martirios que, Dios mío, pisemos realmente el Reino de los Cielos.
No es mi intención poner mi experiencia al servicio de ustedes, porque el martirio es personal , intransferible, y además es un camino iniciático en el cual el único maestro es el martirio mismo, además no voy a transmitir mi experiencia porque no se me da la gana hacerlo. Pero puedo hacer como única concesión la metáfora del perfecto martirio.
Un martirio perfecto tiene su tempo, tiene movimientos, y es en definitiva una composición. Una sinfonía si se quiere. Ya saben:
—allegro
—adagio
No sigo por que acabo de emplear todo mi vocabulario musical. Un martirio es como una sinfonía, exactamente.
Otra metáfora o analogía.
“Quo vadis”. Sale la mártir a la arena del circo. Con craso horror ve que se le acerca un león de enorme tamaño. Se defiende, entonces, como mejor puede, es decir, se sacude en convulsiones y espasmos de horror hasta el fin del bello momento apoteósico. Eleva los ojos al cielo, las pupilas ceden al blanco, las manos crispadas se relajan, la mártir abre la boca y entona ¿qué? Un bello himno celestial, expresión de su júbilo.
Bueno, eso es lo que muestran las películas. Cuando el león se la come no se ve, porque eso ya es martirio explícito. Pero, hasta ahí, vemos claro que un martirio es idéntico a otro martirio y eso es natural y como Aristóteles bien lo ha demostrado, la analogía es el
comienzo de toda lógica y por tanto de todo conocimiento humano. Y el martirio, déjense de joder, también es conocimiento. Y es razonable entonces que al elegir entre virginidad y martirio, prefiera el conocimiento a la ignorancia ¿no? Es lógico. Como Aristóteles.