martes, 9 de febrero de 2010

Mi primer aventura prostibularia

Creo que el gesto de poner en el pañuelo ropa interior de encaje rojo me predestinó. Como sea, ni bien nació mi hija la dejé con una monja, dándole precisas instrucciones de que la dejara hacer todo lo que se le diera la gana, para que el día de mañana fuera una persona de provecho a la sociedad. Luego me fui a una humilde pensión de mala muerte a escribir una novela, cosa que hice en cinco días: un récord. Con el manuscrito en la mano, me presenté en una editorial.
El galante editor me atendió de inmediato.
—Humm —dijo—, la literatura femenina se va a poner de moda dentro de diez años, pero veremos qué podemos hacer. Para que podamos vender tu libro (cosa que, como sabés, es muy difícil) hay que elaborar una estrategia publicitaria. ¿Qué tal si vas a una guerra, como tu amigo Reverte y volvés como una heroína?
—No soy amiga de Reverte —repuse—. Faltan siete años para que lo conozca.
—Humm, qué lástima. Podríamos haber puesto una faja en el libro que dijera: "¡ Y es amiga de Reverte!". Bueno, otro. ¿No conocés a Stephen King?
—Tampoco —dije desolada.
—¿A Danielle Steel por lo menos?
—Soy la ahijada de la Momia de Titanes en el Ring —dije tratando de ayudar.
—Eso no sirve para nada. Bueno, cuando vuelvas de la guerra podemos poner en la tapa del libro una foto de vos desnuda con fondo de Vietnam. Esas cosas siempre ayudan.
—¿Y si muero en la guerra?
—Tenés razon. Vamos a sacar la foto antes.
—Prefiero no ir a ninguna guerra, gracias.
—Bueno, entonces vamos a tomar medidas drásticas. Vas a ser prostituta y llamaremos a tu libro. "Memorias de una vulgar prostituta". Así nos adelantamos a una tendencia mundial.
—¿Por qué vulgar? —protesté
—Perdón, te veo el bretel del corpiño y es rojo —justificó el editor.
—Bueno. Supongo que es todo de mentira ¿no? No tengo que prostituirme de verdad.
—Perdón otra vez. Esta no es una fábrica de best-sellers. Acá editamos obras literarias de calidad. No le mentimos al público. Si en la solapa dice que sos prostituta, es porque lo sos. Lo tomás o lo dejás —dijo sirviendo dos vasos de whisky.
—Lo tomo —dije decidida y bebí de mi vaso. Un auténtico whisky escocés "La Ruina de los Campbell"—. ¿Cómo me prostituyo? —pregunté.
—Bueno —dijo el tipo y sacó un habano—. Primero vas a tener que mostrarme lo que sabés hacer. Tus habilidades, bah. Lo que hacés con tu marido.
—No tengo marido —repuse acordándome del rayo de luz y el cascote en la cabeza.
—No importa —prosiguió él—. No hace falta estar casada para esto. Después de mostrarme tu talento, vas a esta dirección —me dio una tarjeta— y hablas con Bárbara, que es la rubia que está en la caja. Con ella arreglás tu horario —se aflojó la corbata y aclaró—. El 80 % de todo lo que ganes es para la caja y no podés tener arreglos personales con los clientes—. Y se abrió el cuello de la camisa, tomando un trago.
—¿Y mi novela? —pregunté.
—¿Qué novela?

3 comentarios:

  1. Hace un año cuando descubrí que mi ex marido se acostaba con una alumna suya (con la que pronto va a casarse) no pude sino sentirme absurdo. Yo lo había acompañado en sus peores momentos y sólo Margarita, la señora que me ayuda con los quehaceres domésticos, sabía mi secreto para quitar los restos de cocaína mojada con vodka que él dejaba empastada en la única pieza mobiliaria familiar que había podido rescatar de la casona de Beccar. Luego de la separación, me había ido muy triste de nuestro departamento en la calle San Juan, del que sólo me llevé tres libros, una caja de fósforos, unos tacones altos y el disco de Henry Mancini que lleva la canción “Moon River” (porque si me iban a dejar así, tenía que sentirme por lo menos Audrey Hepburn en Breakfast at Tiffany’s) Caminé toda la noche y recordé que la única que me podía salvar de la intemperie era mi tía Maruja que por esa época vivía sola en un piso en Peña y Pueyrredón. La tía Maruja había nacido en Alcalá de Henares y había venido de muy pequeña a la Argentina con mis abuelos, escapando de alguna guerra (como no recuerdo exactamente cuál, que el lector elija y complete) Se había enamorado perdidamente de un hombre de su edad, un pintor bohemio que vivía en un conventillo en San Telmo. A pesar de eso mis abuelos la obligaron a casarse con un banquero adinerado que terminó por hacerla infeliz hasta el día que tuvo en bien morirse. Si su esposo le había dilapidado la belleza, ella decidió dilapidarle la fortuna. Gastaba grandes cantidades de dinero en telas y pinceles que tenía regados por toda la casa. Vivía sola con su gato José Bonaparte, al que llamaba Pepe y con el que discutía los pormenores de la metafísica hegeliana diciéndole: “Mirá Pepito, hay algo raro para nuestra concepción actual de lo que es la lógica ya que no tiene nada que ver con la lógica o muy poco- esta lógica metafísica cuyo antecedente más importante es la lógica trascendental de Kant- y ahí tenemos una diferencia entre la lógica trascendental y la lógica formal - entonces podría decirte, en líneas generales, que la lógica hegeliana es algo así como una extraña simbiosis que tenemos que analizar entre la lógica trascendental y la metafísica clásica- y estoy pensando sobre todo en Aristóteles”. Pepe la miraba como contemplado un monte muy grande, mientras se rascaba el hocico con una pata.

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  2. Esa noche, toqué el timbre de la casa de la tía Maruja de un modo algo frenético. Ella se asomó por el balcón y me dijo a lo alto: “¡Mi querido! Afuera la España negra” Bajo a abrirme y me abrazó tan fuerte que casi no pude respirar, sentí su aroma tan característico, olía a óleo azul y perfume Anais, Anais de Cacharel muy anejo. Me quedé en su casa toda la noche, aunque nunca pude pegar un ojo. A la mañana siguiente decidí que si quería empezar de nuevo mi vida debería ir en busca de un trabajo. Mientras terminaba de atar mis cordones, la tía Maruja me miró y me dijo:”Mira lo más importante en la vida, siempre lo decimos con Pepe, es el espíritu”. Atontado por el café amargo y por el críptico consejo de mi tía salí en busca de alguna entrevista. Entre las opciones decía que un diario local buscaba un periodista que escribiese una columna sobre moda. El editor era un hombre canoso y de barba que leía mi curriculum con desatenta atención. Yo contemplaba las millones de fotos que tenía en su oficina: fotos con deportistas, periodistas, escritores, famosos y presidentes de tierras remotas, casi mitológicas. Me miró por encima de sus anteojos modernos y me dijo que el perfil le parecía interesante, pero que tenía que convencerlo de que en verdad estaba interesado en el puesto. Para un joven escritor divorciado que se hospeda con una tía que habla de filosofía clásica con su gato, cualquier puesto que implique una entrada de dinero resulta más que vital.
    Inocente o con cierta inocencia impostada, pregunté cuál sería la prueba que debía emplear para quedar en el puesto. El maduro editor me contempló con cierta lascivia y me dijo: “Tenés que aceptar ir a comer conmigo” Desde chico mi abuela me había advertido que los tonos son centrales en muchas lenguas porque desenmascaran el “sentido pragmático” de lo que se está diciendo, es decir que en tono de una frase están visiblemente ocultas las intenciones del hablante que lo produce. En este caso particular el tono del maduro editor me invitaba a comer mucho más de lo que podría encontrar en cualquier menú de cocina internacional. Apelando a cierto dejo de literatura fantástica, desplegué una trama que fue cada vez más inverosímil, al punto tal que le dije que tenía una enfermedad terminal, esperando que no le sedujera la idea de saciar su apetito sexual con un condenado a muerte. Mis cálculos fueron más que desacertados. El editor peinaba su pelo plateado y sonreía de modo burlón y yo me hacía cada vez más pequeño. Preso del inminente miedo y de la situación más incomoda, pensaba múltiples opciones. Si yo fuera Superman, saldría volando por la ventana. Si fuera Spiderman lo envolvería con mi tela-araña y le diría que “un gran poder siempre trae aparejada una gran responsabilidad”. Pensé lo que haría Sarmiento que me miraba impávido desde un billete arrugado de cincuenta pesos que asomaba de mi bolso y tomé la iniciativa, me paré y con un marcador negro que estaba sobre la mesa escribí: “Los hombres no se cogen, la ideas si” y me fui dando un portazo. Caminé por la calle Córdoba bajo un agobiante sol de verano y pensé que la prostitución y la escritura no eran muy diferentes. Si no había podido conseguir el puesto como periodista, sólo quedaba ir a la entrevista para ser mesero y a por ella iba.

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  3. Si eres una dama y el editor un caballero, nunca le lleves un manuscrito. Él solo evaluará los rulos que puedes hacer con esa mano. Y jamás leerá una palabra.

    El texto procesado, en cambio, es asexual. Claro que si después de mecanografiarlo te vas a la entravista con un bretel rojo al descubierto... su cerebro disparará la secuencia: bretel-corpiño, corpiño-teta, teta-sexo, y estaremos en la misma.

    Besos para ti y un saludo a tu madre. Espero que le halla gustado el perfume.

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