miércoles, 28 de diciembre de 2011

Caso curioso, sí.

Curioso, mi querido Watson, pero no lo suficiente, hubiera dicho Sherlock y me hubiera despedido con una sonata de violín. Curioso, diría asímismo Hércules Poirot, pero evidente Hastings, y tal vez me habría despedido galantemente, con una rosa de su jardín. En cambio, el padre Brown hubiera dicho "equívoco" y Henry Merrivale hubiera hablado de la maldita malignidad de las cosas. Y con un gruñido, me hubiera también despedido. Así que agoté mi reserva de autores clásicos y detectives favoritos y voy al asunto.
Gertrudis era de ésas. De ésas que uno llama Gertrudis porque es mejor no convocarlas acá. En ese lugar, edificio, desde ese patio y ese aula que frecuentamos de chicos de lunes a viernes, intentó imponerme su amistad. No sé cómo decirlo, Gertrudis creía que burlándose de mis lecturas podíamos tener una amistad. Y de mi ropa, y comentando mi pelo y hablando de todas esas cosas de las que hablan las Gertrudis. Debo decir que logró bastante. A fuerza de imposición y de abuso de la cortesía, tan peligrosa a veces, que me enseñaron en mi familia, pasaba largas horas en casa. Horas en las que obtenía datos. Y se los proporcionaba a la otra Gertrudis, su madre.
Así supo que éramos, mis hermanos y yo, nietos de italianos. Y ahi viene lo curioso.
Se terminaba la escuela secundaria y aún seguía viendo a Gertrudis. Un día se despidió de mi. Toda elegante, con insólitos zapatos de taco, me dijo que venía a despedirse porque viajaba ¡a Italia! A estudiar, allá, física nuclear con una beca. Y claro ¡adónde sino a la ciudad de mi abuelo! Así que Gertrudis, vestida de modelo y sin una maleta, se tomaba frente a mis ojos un taxi a Ezeiza para ir a Milano.
Volvió a los tres meses. Dijo que ella, porque era mi amiga, habia pedido el legajo de mi familia en Milano. Y que había tratado de conseguir la partida de nacimiento de mi abuelo, pero, ah, valía cien dólares. Entonces intervino la madre. Pueden tener propiedades aún en Milán. Averiguarlo cuesta cien dólares más.
Mis padres les dijeron que no sin decirme a mí por qué. Todo lo que preguntaba yo a Gertrudis me respondía con evasivas. ¿El idioma italiano? Muy difícil, ella se manejaba en inglés. Presumia que algo de italiano entendíamos. En fin, Gertrudis hija y madre nos querían estafar. Cuando nos mudamos no les dimos la dirección. Ni ciao, ni ci vediamo. Addio, como a los muertos.
Pero pasan los años. Y la memoria no se pierde pero se archiva. Y existen las redes sociales Y Gertudis me contactó.
Casi no teníamos de qué hablar. Todo lo que decia era despreciativo y, en particular, hacia las ex compañeras que habían hecho una carrera interesante, a las que viven en Europa, a las que eran periodistas... y a mí. Tal vez por salvar la charla, le pregunté como habia sido su juvenil experiencia italiana...
Un silencio. Larguísimo silencio. Estaría tratando de recordar qué corno tenía ella que ver con Italia. Durante su silencio, yo recordé. Todo.
Sé que los viejos compañeros se reunieron y los que hablaron con Gertrudis me borraron de su lista.
No me importa. Poirot me lo dijo bien. Madame, cuidado con esa demoseille. Gertrudis y Paulette son nombres que no se llevan bien.
Por supuesto, tenemos los documentos familiares, enviados por el municipio de Milano, desde hace veinte años, y no nos costaron más que la estampilla de la carta escrita en italiano por uno de mis hermanos.
Curioso. Me encantaría escribir una novela con Gertrudis como protagonista. Pero no sé por qué, creo que me faltarían hechos con que hacer un argumento.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

EL CUENTO DEL RAYO

Hoy tengo un deseo.
Deseo contarles una historia.
Es más vieja que la manzana dorada y más antigua que los dedos de dios. Más vieja que el atardecer y más fuerte que la tormenta. Cuando la conozcan, les pasará lo que a mí: se olvidarán de quién la ha contado y la recordarán sólo al ver, tal vez, una estrella, o al sentir el beso suave de otros labios.
O tal vez se la olviden para siempre.
Ésta es la historia.
Hubo una era en que el hombre y la mujer eran uno, en el mundo cálido y líquido de la unión perfecta. El mundo era pequeño y dormía en un amanecer eterno, mecido por líquenes y alumbrado por rayos de luna.
Y entonces sucedió la desgracia. Vino como la tormenta, la catástrofe.
Cayó el rayo y nos separó.
El rayo alumbró la muerte y el conflicto, el grito y la discordia entre los dos seres fragmentados. El mundo creció, maduró, envejeció. Hubo hambre en el antiguo vergel, en el manantial puro hubo sed.
Desde entonces nos estamos buscando y nos amamos y nos peleamos porque deseamos, sin saberlo, volver a sentirnos completos en el mundo del origen.
Esta Noche espero que se vean las estrellas.
Estos son mis Sueños y Deseos, los poemas que se escribieron en noches estrelladas en este mundo viejo.

I
En un sueño de mi dulce dueño
Soñaba yo que su dueña era

Dulces son cadenas si me atan a su pecho
Y dulces mis piernas, esclavas de su espalda
Dulce es el infierno a sus brazos atada

Es un sueño el que mi dulce dueño
Quiso al fin que su dueña fuera

II
La Flecha ardiente derramada
El Beso más dulce
Que nunca diera Espada

III
Tengo sed
Sed de amante lluvia que derrita la máscara
Que me despoje de escudo y me desarme de lanza
Y quede desnuda la rosa encarnada
Que se esconde en noche junto a alta ventana
Ser envuelta en ámbar

Mi deseo es siempre el mismo, aunque pueda contar a veces cosas tristes (el caer del rayo), la felicidad está en no dejar pasar las nubes sin verlas ni aún llorando. Así, mis deseos, copas amigas, ámbar en mis labios, noches de amor y la mano de mi compañero junto a mí cada noche.
Perfumes y secretos. Y deseos.

lunes, 5 de diciembre de 2011

¿DONDE ESTÁN?

La pregunta es para Reverte, desde hace años y luego de que me dijera amablemente que me dejara de escribir mariconadas con referencias literarias y más gentilmente, si cabe, "escribe lo que te salga del chichi". Je ne comprende pas. En mi castellano argentino, eso no se entiende. Ahórrenme las traducciones, aunque algunas cosas muy bonitas me escribió el simpático Montero Glez también. Pero me fui del asunto. ¿Dónde están las casi cien cartas que le escribí a Pérez Reverte y que nunca devolvió? Ésas donde le escribía a veces también mi hija, donde le hablaba del pintor Gerardo, que falleció hace unos años y que si es inteligente, el señor Reverte conserva una magnífica obra de él. La historia de Gerardo Néstor Estevez es triste: fue mi pareja de los veinte años y con él aprendí a posar. Falleció joven, pero una persona allegada a él se apropió de su obra. En poder del hijo que tuve con él sólo hay tres dibujos. Así que espero que Reverte conserve esa rara obra; por lo demás, yo sí conservo el hermoso dibujo que Roberto Fontanarrosa le obsequió y que él no valoró suficientemente para llevárselo, así que quedó en mis manos. Dedicado a Arturo en tinta china, sé que el Negro genial estaría contento de saber que lo tengo yo.
¿Dónde están las cartas que el caballero español no devuelve? No sé. Pero tengo una.
La publiqué varias veces. La publiqué incluso en una revista de letras reconocida. Fue una carta que explotó en mis manos en una cocina repleta de platos por lavar, entre gritos de mis hijos pequeños, luego de hablar cinco minutos con este ubicado señor que me contaba sus éxitos y sus giras. Por alguna razón inexplicable, necesitaba exhibirlos frente a una joven madre sola que vivía en un monoblock de Lugano. Bastante movilizada, esa noche le escribí una carta que al día siguiente fotocopié antes de enviar. Y que luego corregí hasta convertirla en un cuento un poco teatral de lo que verdaderamente es un escritor. Un escritor: alguien que desea genuinamente escribir y lo hace en cualquier circunstancia. Un escritor: uno que no piensa que el mérito es vender libros sino escribirlos. Así que no sé dónde están las cartas que de joven envié a Reverte, las que hablaban de Ulises y del troyano Héctor, entre otras cosas, pero sé dónde hay una y la publico acá. Es mi autoretrato, en parte, también era una forma de responder a la invasión en mi hogar de esa exhibición de poder masculino coherente con la década infame de los noventa: dinero, foto en el diario, entrevistas en la tele, reloj costoso... pero el lujo para Reverte era hablar de gente como Melville. Ése es un autor que sí hubiera deseado conocer. Es probable que no tuviera reloj.

LA CARTA:

¿DÓNDE ESTÁS, BOB FOSSE?

Ah, cuando yo era joven. Vivía en Siberia, era feliz, no tenía sífilis, no había conocido a Bob.
Fue aquí, en África. Podía elegir a cualquiera, pero tuvo que ser él.
Me abandonó. Y aquí, en el corazón de África, planeo mi siniestra venganza, con el latir de los tambores del siniestro brujo de la tribu, quien gusta de la buena música cuando se prepara esos estofados de antropólogo australiano como sólo él lo sabe hacer.
—Diablos —se dijo la escritora y arregló la cinta de la máquina de escribir—. Cómo conmover a la platea, ésa era la cosa. —Qué difícil. Qué dura es la vida del artista. Y cómo están los mosquitos. Me gasto el sueldo en espirales y repelentes que no sirven para nada. Y el calor no se aguanta más: la remera se me pega al cuerpo pero si me la saco me van a ver los vecinos porque mi cuñado no viene a ponerme la cortina.
Es una noche calenturienta en África Ecuatorial y pican los mosquitos. Aquí en África la vida es dura, pero además es corta. Maldición, cada aforismo que digo me recuerda a Bob. No siempre la vida fue tan dura, después de todo. En realidad. En fin, que en África no hay dinero para mosquiteros, el sueldo se te va solamente en la quinina, y apenas hay que conformarse con cortinas de bambú. Pero soy una mujer curtida y un mosquito de más o de menos no es nada para mí. Si sólo tuviera a mi Bob.

Suena el teléfono. La escritora arroja al suelo un sombrero inexistente y lo patea. Es su cuñado, para decirle que no puede poner la cortina hoy y que mañana Camila baila jazz en la escuela y si no sabe cómo se vestían las bailarinas de jazz. Cómo habrán notado, el lema de la literatura de este prodigio de escritora es que nada se pierde y todo se transforma.

Decía que era una noche calenturienta y pican los mosquitos. ¿Ya les hable de Bumba Catunga? Lloro solitaria pero no estoy sola. Conmigo está Bumba Catunga, el fiel sirviente negro, que ronca panza arriba. Si en un rato no lo despiertan los mosquitos, lo sacudiré para que tome su quinina. Hace tanto calor que lloro y no se nota porque las lágrimas se evaporan haciendo señales de humo que dicen “¿dónde estás, Bob Fosse?”, “Te cavaste la fosa, Bob Fosse”, “te arrancaré los ojos Bob", etc...
Bob etc... salió a comprar cigarrillos hace veinte años y aún no ha regresado. Ahora debe estar mucho más viejo, prefiero al negro, pero se duerme. Es lógico, de día lo hago trabajar. Pero no es como mi Bob Fosse. Él cocinaba, lavaba, planchaba. ¿Dónde estás, Bob Fosse?
Las hienas ríen como mi destino. ¿Estarán digiriendo a mi Bob, etc...? Era tan pesado que podrían digerirlo veinte años. Era indigesto.

Bah, esto es una porquería, se dijo la escritora. El problema es que el negro está dormido, por eso es aburrido. Si estuviera despierto sería más emocionante. Lo voy a despertar.

Tomé el látigo y le acaricié con él la espalda.
—Despierta, Bumba Catunga —que quiere decir “hombre con rulos”—. Necesito pasión ardiente. Si no me sirves, arrancaré el tótem del poblado otra vez y después te tocará lavarlo.
—No, por favor —en su voz temblaba la súplica—. Médico brujo hará mucho mal. Dice que ser arpía chiflada.
—Si, soy arpía y me gusta serlo y me gustó mucho ese totem la semana pasada, me gusta más que vos, pero no quiero problemas con la tribu y si no me satisfaces, te azotaré.
—Entonces azótame, me duele menos.
—Ah, mond dieu. Maldito seas, Bumba Catunga. No quiero lastimarte. Sólo bésame.
—Ama, es que si sólo te lavaras los dientes a la mañana...
—Imbécil, una aventurera como yo no se lava los dientes jamás. Bésame.
—Con la boca cerrada sí, ama.
—Maldita sea, quién dijo en la boca. ¿También querés que te haga un mapa?
—Dice médico brujo que francesa ser malvada.
—Ahí si me lavo, te lo juro.
—Eso dijo la semana pasada y no era verdad
—Me puse perfume.
—No insistas, amita, me duele la cabeza.
—Maldición, Bumba Catunga, empiezo a creer que eres un impotente, como dicen en el poblado. Dime que no es verdad.
—Es verdad. ¿Me venderás nuevamente?
—No, Bumba Catunga. Tu conversación me agrada y encuentro que ese totem me gusta mucho.
—¡No, ama! ¡El totem sagrado no! Médico brujo enojar. Quemar esta casa. Yo me voy.
Sale corriendo.
Me quedo sola. Las hienas ríen.
—¡Oh, Bob Fosse! —Mis ojos se llenan de lágrimas—. ¿Dónde estás, Bob Fosse?

—¡Bien! —se dijo la escritora satisfecha y en eso el viento le rompió dos ventanas y le arrojó las macetas al piso, sin que ella se percate en su ensueño de gloria—. El éxito... —suspiró—. Función a sala llena... —volvió a suspirar—. Con Cecilia Roth como la aventurera intrépida, y Ricardo Darín como Bumba Catunga. ¿O Denzel Washington estaría mejor?
Y llena de confianza en el futuro, distraídamente aplastó un mosquito
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