martes, 11 de diciembre de 2018

Jeanette

Ella había nacido en París en el siglo XIX y cuando apareció el corte ala garcon, solía decir que jamás se cortaría el pelo, acto temerario idéntico a perder el honor. Su prima, mi abuela de origen belga se reía: con su corte a la garcon, estrenaba un novio fundamental en mi génesis. Esas riñas tan vintage, propias de niñas anticuadas, serían parte importante del paisaje de mi infancia, donde mi abuela Tina vivía en mi casa y Jeanette venía a visitarla, trayendo siempre algo para mí.
Una vez fue un abanico de plumas pintadas en oro, que tenía, aseguró, más de cien años. Otra vez fueron unas mantillas de encaje y unas medias de seda negras bordadas. En la fiebre adolescente, mis amigas se fascinaban con esas prendas antiguas y bellas y las combinaban con prendas punk en la previa del baile.
No necesito decir que sólo me queda lo macizo: un cofre alajero de plata labrada.
También me daba lecciones de francés, un francés anticuado que me costaba muchísimo entender.
Y me enseñó a maquillarme. Sólo que mis ojos eran velados por una sutil materia negra que venía en una caja de cartón, circular, en polvo y era el rimmel que se usaba antes de la aparición del cepillo aplicador, ese que creemos que nació con el mundo y que fiel a su mundo propio, Jeanette no usó jamás.
Un día vino a casa, se sentó frente a mí y me entregó un par de tomos editados por Garnier París: el título que llevaban era Margarita a los veinte años.
Me hizo prometer que los leería, es más, que se los narraría luego. Satisfecha con mi afirmación, se fue.
Sucedía que para mí leer era divertido. Leer era Emilio Salgari, era Louisa M Alcott, era Alejandro Dumas.
Margarita a los veinte años resultó un libro soporífero.
Una vez al mes Jeanette venía de visita y me interrogaba sobre el libro en un aparte. Yo sufría la noche anterior leyendo desesperada entre bostezos la vida de la Margarita esa que tanto amaba Jeanette. El resumen sería que Margarita se enamoró de un capitán de barco, naufragaron juntos, él murió, ella sobrevivió. Hasta ahí, 40 páginas. Las 270 páginas sobrantes son el amor por Dios de Margarita, que a los veinte años se hace monja.
Jeanette me premió con un delicado polvo de arroz para el rostro, un antiguo iluminador, cuya envoltura era una caja de cartón circular, con unas rosas pintadas.
-Se coloca con un cisne- me dijo y se fue.
La vi pocas veces después de eso. Había pasado su mensaje a la niña Paula, que ella llamaba Paulette. Y tal vez estaba satisfecha en cuánto a mí y mis esperables naufragios.
Olvidé decir que Jeanette era no vidente, pero es un olvido intencionado.
Jeanne Daleas perdió la vista por una enfermedad a los veinte años. Y fue profesora de francés, consiguiendo en su combate con las instituciones ser la primer docente no vidente de la Argentina.

domingo, 2 de diciembre de 2018

Con la Muerte en la biblioteca

En la biblioteca familiar había desde Jean Paul Sartre a Agatha Crhistie, pasando por variados filósofos y filósofas, más libros y publicaciones varias de política internacional y geopolítica (la especialidad de mi padre) y de ciencias de la educación (la especialidad de mi madre). Mis hermanos y yo logramos que se colaran varios títulos de aventuras y yo en particular, de mitología griega y latina.
Mis hermanos y yo éramos niños tal vez demasiado estimulados, y de pequeños en cuadernos de tapa dura escribíamos nuestros propios relatos y los firmábamos con grandes mayúsculas, así como dibujamos selvas de colores en rollos de télex sin uso que nuestro padre a veces traía del diario.
Así fue en síntesis mi infancia en el hogar familiar. Cuando llegó la adolescencia, empecé a reparar en títulos de la biblioteca que por tener tapas tan poco atractivas y carecer de ilustraciones, hasta entonces no había leído.
Mi padre me recomendó "El largo adiós" de Chandler. Luego siguió la estremecedora "Cita en la oscuridad", de William Irish, cuyo nombre real es Cornell Woolrich. Siguió toda la saga Woolrich, desde La novia vestía de luto al Angel negro. Woolrich en distintas colecciones y ediciones: destaco la serie naranja de Hachette, porque las traducciones de Woolrich en especial solían ser de Rodolfo Walsh.
Ese dúo, Woolrich y Walsh, hizo más por mi vocación de escribir que todas las palabras, incluso de mis padres, que para bien y para mal recibí en todos mis años de cuadernos de tapa dura y espiralados, en pupitres, plazas, bares y mi misma habitación.
Me ayudaron a soportar los gritos de mi jefa bibliotecaria en mi escritorio de la Biblioteca Nacional, cuando la censora encubierta de guardiana de la cultura me encontraba con mi cuaderno-pecado.
Me acompañaron en cada ocasión, buena o mala, en que los precise.  Hasta estuvieron junto a mí, con una mano en cada hombro, cuando respondía a un miembro de la Rae que conoce más insultos para una mujer de los que tiene el diccionario.
Así escribí y publiqué El jardín de las delicias y La mujer prohibida.
Ni Woolrich ni Walsh figuran en los agradecimientos.
Pero lo bueno es que habitan, así lo siento, en las dos novelas.