sábado, 20 de septiembre de 2008

La trama oculta de los juegos olímpicos. cuarta y última parte

Viene del post anterior


La convivencia de dos seres tan disímiles fue ardua y, por momentos, violenta. En los planes de Chang, Ching era sólo una bomba de tiempo cultural, capaz de llevar todo el régimen a una decadente vida loca, de sumergir horas a los dictadores en la peluquería, de vestir a toda China en ojotas flúo, terminando con ella. Mientras, para Ching, que ignoraba todo esto, el ocio intelectual en que Chang había descansado años en la celda, sin idear ninguna estrategia para preservar la llama olímpica, era exasperante. Llevaban años discutiendo, la llama estaba por partir en su viaje alrededor del mundo, y nada. Chang no había hecho nada. Gritaba. Cosas incomprensibles. Eso sí. Todo el tiempo.
—Traerás el fin de este país inmundo —vociferaba Chang—. Tú, Christina Aguilera y Ricky Martin. Tú, con tus ojotas y tu pelo fucsia. Acabarás con este totalitarismo, y es más. Acabarás con una cultura milenaria. Tú —gritó salvajemente—. Tú causarás la explosión final del curso histórico que acabará con toda esta cultura para siempre y volveremos a la vida en pequeñas comunidades, como quería Bertrand Russell, sin capitalismo, sin comunismo, sin Living la vida loca...

—Chang —el rostro de Ching expresaba el infinito cansancio de quien tiene que convivir todos los días con un chiflado—. Basta. Tienes que trabajar. Si llegan a apagar la llama olímpica, zasss —hizo el gesto de cercenar el cuello—. Estamos acabados. Tú en traje y yo en ojotas. Muertos. ¿Lo entiendes? Tienes que hacer ¿comprendes el chino?

—Hacer —gruñó Chang—. Siempre la praxis. ¿Y la meditación? ¿La teoría?Debo leer. Vete. Tu pelo fucsia me distrae de este libro de Benjamin.

—¿Benjamin? ¿Faltan dos días para que la antorcha olímpica empiece su travesía y tú leyendo a Benjamin? Yo era feliz ¿entiendes? Tomaba, me drogaba, cada tanto hacía shows. Una tarde me desperté y había tres chicas desnudas durmiendo en el piso de mi cuarto. ¿Te imaginás?Espectaculares. Con unas... Como nunca viste. Yo sólo leía en la peluquería, cuando iba a ver a mi colorista. Y ahora, por culpa tuya, sé quién es Walter Benjamin. Y te digo más: lo leí. Y te digo más: no me sirvió para nada. ¡Libros! ¡Siempre libros! ¡Nunca trabajo! ¡Ya me tienes harto, Chang!

—Eres un vil producto posmoderno —dijo Chang con calma—. Leiste a Benjamin. ¿Pero lo entendiste?

—Llevé el libro a la peluquería como me recomendaste y mientras me hacían la iluminación leí un poco, pero el peluquero me hablaba. Ahora olvida a Benjamin y dime ¿qué hacemos con los cientos de activistas que preparan las mangueras y las bombitas de agua para el paso de la llama olímpica? No te olvides: dos días y zaas... —señaló su cuello.

—Púdrete. Eres feo, no tienes tetas y tuve que aguantarte años. La muerte será un consuelo para mí. Extraño la Universidad, mi Wagner, mi pipa de espuma de mar, mis alumnas de veinte años. Deseo volver a casa, donde tengo libros en griego, en lugar de una sola edición berreta china de un libro de Benjamin que leí cincuenta veces y que traduje yo mismo. El arte en la era de la reproductividad técnica. Reproductividad técnica... repro... re...

—¿Qué pasó? ¿te volviste tarado? —dijo Ching.

—No. Reproducción técnica. Benjamin. ¡Lo tengo! —exclamó—. ¡Llama al comando y diles que tengo instrucciones!

—¿No querrás llamarlos de nuevo para pedir pizza, no? —dijo Ching temeroso—. Tengo una salida al dia. Yo te la traigo.

—No, tonto. Los llamaré yo. ¿Eres mi secretario o qué? Toma nota. “Deben hacerse dieciséis antorchas idénticas en todo, indiferenciables, por tanto, en esencia, la misma. Quince harán la travesía, cada una con su correspondiente guardia munida de fósforos. Sólo una de ellas, el molde primigenio, quedará en Beijing, apagada, con una caja de fósforos al lado. Todas valen lo mismo, todas son arte reproducido gracias a la técnica. Todas llevarán la llama olimpica, menos la que permanecerá en todo momento en Beijing. Pueden lograr apagar una, dos, pero no quince. ¿ves? La antorcha de Beijing será oportumante encendida con la llama transportada por las otras.

—¿Y si apagan las quince? —preguntó Ching.

—Y si apagan las quince se usarán los fósforos —explicó práctico—. ¿Has escrito todo?

—Sí —Ching se dejó hacer al piso con la libreta en la mano—. ¿Somos libres, acaso?

—Así es. Somos libres. Yo daré clase y tu cantarás Living la vida loca. Pero canta aquí, en Beijing... China necesita gente como tú.

—¡Por fin dices una palabra amable!

Chang sonrió. Luego se sentó, aún sonriendo abrió el libro de Benjamin y se sumió en la lectura.

Y así fue. Eran dieciséis las antorchas olímpicas. Cuando una fue apagada en París para que no la apagaran, lo hicieron con la tranquilidad de que gracias a la técnica habia quince antorchas más.

—¿Y que fue de Chang y de su fiel secretario ? —pregunté a mi amigo.

—Tal vez Chun Kao haya muerto mientras estaban presos y hayan logrado ser libres. Tal vez Chang haya viajado a Argentina y tenga un autoservicio. Y a propósito ¿leiste a Benjamin?

Y me tuve que conformar con eso.

La trama oculta de los juegos olímpicos, tercera parte

Viene del post anterior
La celda era gris, con paredes mohosas y una minúscula ventana enrejada en una esquina. Los primeros tiempos Chang berreaba y se quejaba, como castigo, la única ventana, ese toldito azul, era tapiada. Tres meses después del encierro, Chang estaba silencioso y dócil como un buen perrito. Había terminado la primer fase de la tortura china.
Ahora venía la segunda.
Una mañana lo mudaron a una moderna celda-oficina, con escritorio, papel y lápiz. Era un avance, pero había también un enorme televisor de plasma encendido. Cuando lo dejaron allí, estaban transmitiendo los festejos del 31 de diciembre del pasado año dos mil. Aburrido. Pronto Chang descubrió con espanto que no sólo no podía cambiar de canal: tampoco podía apagarlo ni bajar el volumen. Era una refinada muestra de la moderna tortura. Mirar y oir era inevitable. El espéctáculo de la más espantosa perversión humana. Toda la maldita humanidad festejando estúpidamente el fin del milenio un año antes.
Fiesta decadente. La gente creía, evidenntemente, que chocaban los planetas... En el Ártico, una pareja se casaba en un templo de hielo. En Egipto, centenares de idiotas disfrazadas de Cleopatra se casaban con otros centenares de idiotas vestidos de faraones. Festejos en Sidney. Festejos en París. En el culo del mundo, bailaba Julio Bocca. Todo parecía más o menos organizado, con mejor o peor gusto.El cerebro estético de Chang se defendía de la tortura analizando las imágenes con un procedimiento sociológico. Su mente lo refugiaba y dos meses después, conviviendo día y noche con el televisor encendido, estaba interesado en nuevos aspectos de las imágenes vistas cientos de veces. ¿Sería posible realizar una ontología de las diferencias culturales a partir de este video? No se daba cuenta, pero ese pensamiento que él creía salvador denotaba los estragos que la refinada tortura causaba a su cerebro.
Sobre todo, lo fascinaban los festejos de Singapur. Si hubiera podido, hubiera detenido la imagen eternamente en el espectáculo. Era el más vulgar, escandalosamente estúpido y decadente de cuántos había visto...
En Singapur, frente a miles de personas, un chino con el pelo fucsia, la mirada extraviada, los brazos tatuados y con una musculosa mugrienta cantaba “Living la vida loca” causando el delirio y la euforia de una multitud. Ese chino era Ching.
Sin saberlo, Ching, cantante pop, que se creyó toda su vida a salvo de cualquier inquietud social y política, él, que nunca había leido un libro o abierto un diario, ahora estaba en los planes inmediatos de un profesor de estética en prisión, cuya mente extraviada confiaba su salvación politica y la perdición del régimen totalitario chino en él y su vida loca.
Porque ahora Chang tenía un idea. Y en esa idea estaba Ching ¿artista pop? ¿ejemplo de decadencia oriental? ¿Adicto en abstinencia de diez minutos arrojado al escenario? ¿La prueba viviente de que nunca debieron cruzarse Oriente y Occidente? A Chang se le ocurrió que era el secretario ideal. Que podría convencer fácilmente a sus captores de que Ching era imprescindible para ayudarlo a proteger la llama olímpica. Pensó (cerebro del mal, inteligencia suprema arrastrada a la venganza por un cautiverio injusto), pensó que Ching traería el fin de la cultura china. Que su pelo fucsia causaría la ruina de Oriente.
¿Desvariaba? Tal vez. Pero convenció a sus captores. Así la inteligencia china procedió a la rápida busca y captura del inocente y por supuesto apolítico Ching.

De modo que un lunes a las siete de la mañana, diez hombres fuertemente armados irrumpieron en perfecto silencio en el departamento de Ching en Singapur, y de su colchón con olor a cerveza lo trasladaron en andas a un camión cerrado, que lo llevó a un maloliente contenedor en el puerto, el cual subieron a un destartalado barco, que dejó al contenedor en Beijing. Todo ese trayecto lo realizó Ching (pelo fusia, calzoncillos del demonio de Tasmania, tatuaje de Sailor Moon en el pecho) completamente dormido.
Despertó en un cuarto blanco después de que le arrojaran diez baldes de agua fría. El baño lo llevó a la realidad. Un chino de traje, flanqueado por dos guardias de corps le recitó una letanía de una hora de la que el pobre Ching apenas entendió que era consagrado por la República Popular China a la noble causa de resguardar la llama olímpica y que toda traición a ese propósito sería castigada con la muerte. Y así lo llevaron frente a Chang, su jefe, que ahora lo contempla satisfecho. Un tatuaje de Sailor Moon era más de lo que esperaba.China y su régimen estaban acabados. Eso creía Chang

continuará el sábado 27 de septiembre