miércoles, 20 de marzo de 2013

EL DIABLO ENAMORADO


¿Que ha de preferir el hombre, a un Dios que muere por él, o a un Demonio que vive para él? ¿Qué prefiere el hombre, un padre que le indica el camino o una mujer que lo acompaña por él, compartiendo sus suertes y sus peligros?
            El Paraíso Renacido

Reinará sobre la tierra, después de vencer a todos sus enemigos
Los Caballeros del Rey Arturo

El Rey, ya anciano, comprendió la traición. Vio el campo de batalla cubierto de cadáveres y a sus hombres que se alejaban de él, a rápido galopar.
            —¡A mí! —gritó enfurecido.
            Y se desvaneció.


Cuando despertó Sir Mordrer estaba junto a él, con gesto preocupado.
            —Traidor —dijo, casi sin fuerzas. Se vio cubierto de sangre.
            —No te traicioné —esa voz no era la de Mordrer—. Tenías que morir en este momento y yo debía estar contigo. Tú sabes que nunca escapo a mis deberes.
            Arturo lo miró fijamente. Bajo la máscara de Mordrer vio el rostro de Merlín.
            —Traidor —murmuró por segunda vez.
            —No entiendes —Merlín movía dolorosamente la cabeza, con melancolía—. Estaba escrito. Ahora pon atención. Tú morirás. Pero antes recibirás una visita.
            —Traidor —dijo Arturo por tercera vez. Sentía que la vida escapaba de sus labios con cada palabra—. A pesar de eso, te hago un último encargo. Tomarás mi espada y la arrojarás al lago. Alguien la recogerá...
            Su voz expiró.
            —No será necesario —dijo con amargura Merlín. Le cerró los ojos.
            Y se retiró, a su vez, para morir.


Aquí yace Arturo, que fue Rey y que volverá a serlo.


—Levántate, Arturo.
            En su sopor, el anciano rey abrió los ojos y vio frente a sí una forma difusa, femenina. De sus manos pendían una espada de hoja dorada que él reconoció como la suya.
            La sombra se reclinó sobre él y lo rozó con sus cabellos, negros y mojados.
            —Yo soy la Dama del Lago —susurró—. Y vengo a traerte tu espada y a guiarte a un lugar donde la necesitarás tú a ella y yo a tu brazo. Ven, levántate.
            —Ginebra —susurró Arturo.
            —Muerta. Murió amando a otro, como había vivido.
            —Camelot.
            —Muerta, muerta de miles de años. Muerta como otras ciudades y reinos que tu imaginación no pudo soñar jamás. Ven conmigo y serás Rey otra vez.
            —¿Quién eres?
            —Yo soy —repitió pausadamente— la Dama del Lago. Pero tengo otro nombre. Tú también tienes otro nombre.
            El anciano Rey se puso de pie trabajosamente. Notó que tenía sangre seca en el cuello y en el pecho. Se sentía indefenso y trémulo.
            Ella lo condujo hasta la orilla de un río que él nunca había visto allí. Los esperaba un bote de madera y dos remos. Suspiró. Antes de subir, volvió la vista y vio densas columnas de humo que se hundían en el cielo.
            —¿Arde Camelot? —preguntó.
            —¡Arde Troya! —exclamó ella riendo.
            —¿Troya? —repitió sin comprender.
            —Babilonia —dijo, casi suspiró, la Dama del Lago—. Tú no entiendes nada de esto ni entenderás, pero no necesitas entender, ni yo necesito que entiendas. Necesitamos la fuerza de tu brazo y tu valor.
            El anciano la miró sin comprender.
            —Tú volverás a ser joven —le respondió ella con sus grandes ojos fijos en él—, joven y fuerte. Serás hermoso para mi.
            Empuñó los remos y navegaron por el río en calma. Navegaron durante todo el día. Ella remaba y él procuraba ayudarla. Pero la fatiga y las heridas pudieron más.
            —Duerme —susurró ella, amorosamente—. Pronto no sabrás lo que es dormir.
            Y lo miró con amargura y temor.
            Remó ella durante toda la noche y seguía remando durante el día cuando él despertó.
            —¿Hacia dónde vamos?
            —Al Sur. Mira el cielo, allá donde no llega el sol. ¿Qué ves?
            Él miró y cerró los ojos asombrado. Hacia donde señalaba ella, se extendía la Noche. Y sin embargo, era de día.
            —Vamos hacia allí, a adentrarnos en la Noche. No temas. Necesito de todo tu valor. ¿Ves esa estrella?
            Había una estrella más brillante que todas las otras.
            —Ella nos guía. Se llama Sirio. Es una estrella del Sur. Nosotros la seguiremos.
            —¿Adónde? —preguntó Arturo.
            Pero ella ya no le respondió.


Navegaron días con la Noche en su horizonte y noches en la más completa oscuridad, salvo el brillo de la única estrella que ella llamaba Sirio.
           

Al fin una mañana comenzaron a ver poblaciones y a oír risas y cantos. Hombres y mujeres se acercaban a la orilla a verlos pasar, con curiosidad. Arturo se sentía cada vez más fuerte y asombrosamente fuerte. Sus cabellos volvieron a ser castaños. Sus manos eran otra vez fuertes y remaba con violencia. Adonde fuera, él quería llegar rápido. Cada tanto sorprendía en la mujer una extraña mirada, mezcla de amor y miedo. Ella desvanecía ese efecto con una dulce sonrisa.
            —¡Qué extrañamente alegre se ve a esa gente! —exclamó Arturo.
            Ella le respondió riendo a carcajadas.
            —¡Es que este es el Cielo!
            Más luego prosiguió, despaciosamente, casi en un susurro.
            —Todos están muertos. Ahora están pasando por una especie de sueño con el que logré conjurar el paso decisivo a la eternidad. Pero tú deberás hacer tu parte para que el sueño entre también en ella.
            —No entiendo nada —suspiró él—. ¿Sueño y eternidad? ¿Yo hacer mi parte? Soy Rey, pero no soy Dios.
            —Los reyes son hombres como los demás. Y los hombres son hijos de Dios. Viene siendo hora de que procuren parecerse un poco a su Padre.
            Él la miró profundamente, pero se admitió ciego ante ella.
            —¿Quién eres?
            —Soy yo. No puedo decir más que eso. Soy un alma a quién todo un Dios prisión ha sido, y he pagado bien cara mi libertad. Soledad. Dolor infinito. Todo lo he conjurado con un sueño. Pero para que no se desvanezca y no sean todos polvo y ceniza, piedras y lodo, te necesito.
            —¿A mí?
            —Yo he hecho ya lo que debía. He peleado, he sangrado. Yo he sufrido, Arturo. He sido herida, insultada, mancillada. He soportado dolores infinitos, yo, que no soporto el dolor, que no comprendo otra razón que el amor. Yo, que sólo entiendo la felicidad, he debido sufrir.
            —Contéstame una pregunta más. ¿Yo estaba muerto?
            —Si —respondió ella con voz queda.
            —¿Y tú me devolviste la vida y la juventud?
            Ella lo miró profundamente. Sus ojos lloraban y su boca sonreía.
            —Si.
            —¡Tú eres Dios! —exclamó él.
            Ella sonrió con tristeza.
            —No, no soy tu Dios. Tu Dios y yo luchamos mucho tiempo y al fin ha muerto. Yo vencí y estaba sola, en la cima del mundo, completamente sola, viéndolos a ustedes amarse, destrozarse y morir en crueles agonías, mientras yo no tenía con quién luchar ni a quién amar. Entonces decidí hacer lo que Él hubiera hecho, construir ese Paraíso, cuya idea tanto amaba, pero con el conocimiento de los hombres que una mujer vieja como yo puede tener y que Él nunca tuvo. Construir un lugar donde los hombres pudieran odiar y pelear sin destruirse, herirse con heridas que siempre pueden ser curadas con sólo derramar sobre ellas las gotas de este agua. Donde amar y reír pero también montar en cólera y pelear, pues sólo así los hombres pueden ser felices. ¿Lo entiendes ahora?
            —Creo que sí —murmuró Arturo.
            —Toma tu espada y sígueme.
            —¿Contra quién tengo que pelear?
            —¡Contra un árbol! —rió ella.


Lo condujo siguiendo la corriente del río hasta un valle en cuyo centro había un pequeño bosque. Le señaló uno de los últimos árboles.
            —Ahora escucha bien, Arturo, pues toda mi obra depende de esto. Si fallas, no serás más que polvo, morirás y yo estaré sola otra vez para toda la eternidad.
            “Este es el árbol del Bien y del Mal. Tú lo cortarás. Y vivirás para siempre.
            “Gemirá y sangrará. Tú córtalo.
            “Lo verás tomar la forma de una anciana y de una niña.
            “Tú mátalas.
            “Te jurará que es Cristo. Clávalo en la Cruz.
            “Corta este árbol y nos amaremos para siempre.
            “Cada vez que sientas flaquear tu brazo recuerda, yo estaré contigo. Aunque no me veas, yo te sostendré.
            “Cuando termines, seré tuya y sabrás mi verdadero nombre.”
            Y dicho esto tornó por un sendero.
            Antes de perderse de vista, le dirigió una mirada de infinito amor.
            A cada golpe que pegaba, el árbol gemía y sangraba. Pero él pensaba en ella y seguía cortando. Mató a una anciana y luego a una niña. Lloró por ellas y siguió cortando. En la copa del árbol se le apareció un hombre joven y rubio sonriendo. Él golpeó el árbol y éste se transformó en una Cruz.
            —Padre, otra vez me has matado —dijo Cristo.
            Él siguió golpeando.
            Cayó la noche y la estrella Sirio apareció sobre el horizonte, más bella que nunca. Dio un último golpe y el tronco cayó. Y Arturo cayó con él. Tendido en la tierra, miraba la estrella Sirio. Una estrella del Sur, dijo ella. De una tierra para él desconocida. Se durmió.
            Cuando despertó el sol estaba sobre su cabeza.
            Caminó siguiendo el rumbo del río. Empezó a sentir hambre y tomó una manzana de un árbol que encontró. Era deliciosa.
            Llegó al nacimiento del río tras días de cansado caminar. Se sintió joven y fuerte cuando la vio a ella, desnuda, de pie, con una sonrisa feliz. Y recordó.
            Recordó que siempre había amado a Eva. Que juntos habían tenido hijos y que juntos habían envejecido, y que la había visto morir, y luego que él también había muerto. Se olvidó de Arturo. La abrazó. Él también estaba desnudo.
            Y todo lo que los rodeaba, naturaleza y hombres y mujeres, los animales y el cielo y el agua, estaban esplendorosa, doradamente desnudos.
           
            © 1998 Paula Ruggeri