domingo, 10 de agosto de 2008

La trama oculta de los juegos olímpicos. segunda entrega

Viene del post anterior
En su sala de la Universidad de Beijing, el profesor Chang, satisfecho, desgranaba aquellas incómodas diferencias que en su momento tuvieron Hegel y Shopenhauer. Había cincuenta alumnos en la clase, en respetuoso silencio. Chang caminaba de una esquina a otra del aula, deteniéndose a veces a realizar una anotación en la pizarra verde, movimiento que causaba que las lapìceras de sus alumnos se aceleraran al unísono.
Disfrutaba. Era notorio que la admiración de los jóvenes era oxígeno para su espectacular ego. Por otra parte, en la primera fila, tercer asiento a la derecha, una jovencísima alumna cuya camisa estaba por explotar le sonreía con adoración. La mirada de Chang se dirigía cada vez con más frecuencia al tercer asiento a la derecha. Había contado la desavenencia de Schopenhauer y Hegel unas quinientas cincuenta veces. La sonrisa de la alumna se expandía más y más... Chang se distraía. Dos párrafos más y ya tenía que tirar la bomba. Siempre había un suspiro extático cuando concluía diciendo que en realidad los dos grandes cerebros competían por la misma cátedra. Cada vez que lo decía, ponía un dejo de tristeza realista en su voz, sus ojos rasgados se dirigían al piso con gravedad. La miseria humana. Eran jóvenes: no tenían la más puta idea de lo que era la miseria humana, así que era fácil ganarse sus mentes y corazones hablándoles de ella y escandalizando sus ingenuos corazones con la realidad realista, que él, Chang, conocía muy bien, no como ellos.
Hegel. Schopenhauer. El tercer botón de la camisa de la alumna sonriente era sostenido por un tembloroso hilo blanco a punto de romperse.
—Por supuesto —dijo Chang mirando a su derecha—, las consideraciones matemáticas de Hegel no merecen ser tenidas en cuenta... —En ese momento el tercer botón saltó, la tiza cayó de las manos del profesor. Sonrió en éxtasis.
Todo era perfecto en el mundo de Chang ese día, tan perfecto que no podía sospechar que se avecinaba un hecho trágico que cambiaría toda su existencia. La tragedia estaba a unos pasos del aula, pero él lo ignoraba. Por la ventana entraba un aire de primavera. Esa mañana le habían pasado el importante dato de que era casi con seguridad número cantado para el Nobel. Las veinteañeras lo amaban. Su sonrisa plácida era la de un argentino en una reposera oliendo el asado preparado por otro.
Un chirrido lo distrajo de su felicidad. Sonrió a su nueva enamorada de senos turgentes y a la vista, como disculpándose por dejar de mirarla.
Una mujer occidental, rubia, con un vestido ajustado de color gris y un grabador en la mano, solicitó en amable inglés una entrevista. Ahora la carne ya estaba casi dorándose en la parrilla. Sólo tenía que extender el plato de madera. Para Chang las entrevistas eran agua fresca para el sediento: le permitían manifestar su disconformidad con el régimen y acrecentar su popularidad, así que accedió.
Miró por última vez el escote de la chica de sonrisa comprensiva sin pensar que se despedía de él para siempre. Dijo una excusa que sus alumnas aceptaron de inmediato. Un profesor célebre y mediático tiene la admiración incondicional de sus alumnos. Y alumnas.
Ya estaba fuera del aula. La rubia sonreía y caminaba veloz por el pasillo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Chang, un poco molesto. Pero la periodista caminaba tan rápido delante de él que podía apreciar la panorámica. Mirar era parte de su metier, como profesor de Estética. La anatomía femenina era su especialidad, además del origen de la tragedia en la música.
—Vamos al camión dónde está el cameraman—dijo la rubia en pésimo chino.
—¿Es para la televisión?—preguntó Chang esperanzado—. ¿De qué país?
—Alemania —respondió la chica—. El programa más visto de Alemania—aclaró.
—¿Un programa político?—preguntó Chang, con la duda en la voz. Era cierto que lo entrevistaban seguido para la tele, pero para programas de cultura que tenían dos puntos de rating.
—No—dijo ella—, es un programa de juegos.
—Bueno —dijo Chang—. El precio de la fama, —Una vez lo habían entrevistado de una revista femenina. Antes de su entrevista había tres páginas con cremas antiarrugas. Después de eso, salió dos semanas con Naomí Campbell, cosa que no le había disgustado en absoluto, ni siquiera cuando ella decidió terminar la relación arrojándole un teléfono inalámbrico por la cabeza. Le dieron siete puntos en la frente, sonriendo feliz. Después de eso, su siguiente libro vendió dos millones de ejemplares, la segunda edición fue tan oportunamente quemada por las autoridades chinas, que luego el libro fue traducido a diecisiete idiomas y, en fin, por eso era candidato al Nobel. O sea, gracias a la revista femenina o a Naomí Campbell, era el intelectual chino con más reconocimiento en el mundo. Así que un programa de juegos o uno de cocina, todo venía bien. Era bueno para él, y eso quería decir malo para el régimen. Y eso era todo lo que importaba.
Caminaron rodeando el perímetro de la Universidad y se alejaron del ruido por una calle angosta y soleada.
—El camión está allá —dijo la rubia, lacónica.
Ahora estaban en un callejón. Cercado por muros altos y grises. Olía húmedo. Olía sucio.
—No veo ningún camión—dijo Chang, alarmado. La había seguido pensando en Naomí y en su meteórica carrera y no había notado cuánto habían caminado. Por supuesto, sus enemigos conocían todos sus costumbres y manías y sabían muy bien lo distraído que era. Y su costumbre de meditar mientras caminaba.
—Es cierto —concedió ella—. No hay camión.
Oyó el chirrido de un auto al frenar. Saltó involuntariamente. La rubia corrió. De un auto negro bajaron cinco hombres.
Se le echaron encima. Chang quiso gritar, pero una cinta pegajosa le fue colocada en la boca. Sus brazos fueron sujetos y sus piernas inmovilizadas. Vio un hombre portando una jeringa. Creyó reconocerlo ¿no era el marido de esa chica? ¿Cómo se llamaba? Tenía una expresión feroz. Le levantaron la manga del saco y la camisa. El marido de la chica cuyo nombre no recordaba le clavó la jeringa en la brazo.
Una cortina negra y pesada cayó sobre sus ojos y fláccido e inconsciente se desmoronó en el piso.
Lo cargaron en el baúl del auto. No fue nada difícil, él no era pesado y estaba inconsciente. Fue como cargar un muñeco de trapo.
Cuatro hombres subieron al auto, en el callejón quedó el de la jeringa. El marido de esa chica. Sonreía. Arrojó la jeringa y escupió con desprecio.
—Ahora está todo pagado —murmuró Chun Kao.
Continuará