miércoles, 26 de agosto de 2009

A pedido del público vuelve la antropóloga intrépida

¿DÓNDE ESTÁS, BOB FOSSE?

Ah, cuando yo era joven. Vivía en Siberia, era feliz, no tenía sífilis, no había conocido a Bob.
Fue aquí, en África. Podía elegir a cualquiera, pero tuvo que ser él.
Me abandonó. Y aquí, en el corazón de África, planeo mi siniestra venganza, con el latir de los tambores del siniestro brujo de la tribu, quien gusta de la buena música cuando se prepara esos estofados de antropólogo australiano como solo él lo sabe hacer.

—Diablos, se dijo la escritora y arregló la cinta de la máquina de escribir—Cómo conmover a la platea, esa era la cosa_ Qué difícil. Qué dura es la vida del artista. Y cómo están los mosquitos. Me gasto el sueldo en espirales y repelentes que no sirven para nada. Y el calor no se aguanta más: la remera se me pega al cuerpo pero si me la saco me van a ver los vecinos porque mi cuñado no viene a ponerme la cortina.


Es una noche calenturienta en África Ecuatorial y pican los mosquitos. Aquí en África la vida es dura, pero además es corta. Maldición, cada aforismo que digo me recuerda a Bob. No siempre la vida fue tan dura, después de todo. En realidad. En fin, que en África no hay dinero para mosquiteros, el sueldo se te va solamente en la quinina, y apenas hay que conformarse con cortinas de bambú. Pero soy una mujer curtida y un mosquito de mas o de menos no es nada para mí. Si solo tuviera a mi Bob.

Suena el teléfono. La escritora arroja al suelo un sombrero inexistente y lo patea. Es su cuñado, para decirle que no puede poner la cortina hoy y que mañana Camila baila jazz en la escuela y si no sabe como se vestían las bailarinas de jazz. Cómo habrán notado, el lema de la literatura de este prodigio de escritora es que nada se pierde y todo se transforma.

Decía que era una noche calenturienta y pican los mosquitos. ¿ Ya les hable de Bumba Catunga? Lloro solitaria pero no estoy sola. Conmigo está Bumba Catunga, el fiel sirviente negro, que ronca panza arriba. Si en un rato no lo despiertan los mosquitos, lo sacudiré para que tome su quinina. Hace tanto calor que lloro y no se nota porque las lágrimas se evaporan haciendo señales de humo que dicen “¿dónde estás, Bob Fosse?” “Te cavaste la fosa, Bob Fosse”, “te arrancaré los ojos Bob etc...”
Bob Etc... salió a comprar cigarrillos hace veinte años y aún no ha regresado. Ahora debe estar mucho más viejo, prefiero al negro, pero se duerme. Es lógico, de día lo hago trabajar. Pero no es como mi Bob Fosse. Él cocinaba, lavaba, planchaba. ¿Dónde estás, Bob Fosse?
Las hienas ríen como mi destino. ¿Estarán digiriendo a mi Bob Etc.? Era tan pesado que podrían digerirlo veinte años. Era indigesto.

Bah, esto es una porquería. El problema es que el negro está dormido, por eso es aburrido. Si estuviera despierto sería más emocionante. Lo voy a despertar.

Tomé el látigo y le acaricié con él la espalda.
— Despierta, Bumba Catunga—que quiere decir “hombre con rulos” —Necesito pasión ardiente. Si no me sirves, arrancaré el tótem del poblado otra vez y después te tocará lavarlo”.
— No, por favor—en su voz temblaba la súplica—Médico brujo hará mucho mal. Dice que ser arpía chiflada.
— Si, soy arpía y me gusta serlo y me gustó mucho ese tótem la semana pasada, me gusta más que vos, pero no quiero problemas con la tribu y si no me satisfaces, te azotaré.
— Entonces azótame, me duele menos.
— Ah, mond dieu. Maldito seas Bumba Catunga. No quiero lastimarte. Solo bésame.
— Ama, es que si solo te lavaras los dientes a la mañana...
— Imbécil, una aventurera como yo no se lava los dientes jamás. Bésame.
— Con la boca cerrada sí, ama.
— Maldita sea, quien dijo en la boca. ¿También querés que te haga un mapa?
— Dice médico brujo que francesa ser malvada.
— Ahí si me lavo, te lo juro.
— Eso dijo la semana pasada y no era verdad
— Me puse perfume.
— No insistas, amita, me duele la cabeza.
— Maldición, Bumba Catunga, empiezo a creer que eres un impotente, como dicen en el poblado. Dime que no es verdad.
— Es verdad. ¿Me venderás nuevamente?
— No, Bumba Catunga. Tu conversación me agrada y encuentro que ese tótem me gusta mucho.
— ¡No, ama! ¡El tótem sagrado no! Médico brujo enojar. Quemar esta casa. Yo me voy.
(Sale corriendo)
Me quedo sola. Las hienas ríen.
¡ Oh, Bob Fosse! — Mis ojos se llenan de lágrimas— ¿Dónde estás, Bob Fosse?

sábado, 15 de agosto de 2009

El auténtico Capitán Alatriste, en exclusiva

DE CÓMO QUEVEDO ESCRIBIÓ UN SONETO

No era un hombre muy guapo ni muy honrado, pero su nariz tenía alcances prodigiosos. Al menos así lo pregonaba Caridad la Estrafalaria, con una sonrisa que pretendiendo ser maliciosa, era ciertamente beatífica. Como notarán, mi estilo difiere de anteriores entregas, pero esta vez me he asesorado mejor leyendo a los grandes de la prosa estilista y refinada. Creo que antes lo hacía bastante mal y ya han adivinado en mí al otrora joven cronista Iñigo de Balboa, sólo que ahora escribo muchísimo mejor.Y volviendo a Alatriste, dejo constancia de que su nariz, maliciosidades estrafalarias aparte, tenía alcances prodigiosos. En ciertos lances abandonaba la espada y prescindía de la vizcaína para embestir a su adversario con ella y por eso Quevedo, que no tenía mucho que envidiar, la admiraba y la denominaba con diversos epítetos, al cual más reluciente y elegante. Enemigo de soeces burlas que por otra parte disminuían la expectativa de vida al que las pronunciara, se refería al portentoso aditamento de nuestro protagonista con versos al cual más ingenioso. Qué bien que escribo ahora. En mi opinión mi prosa dejaba mucho que desear, era mas bien tosca. No tenía elegancia. Y ahora escribo tan bien. Si el Dómine Pérez viviera estaría admirado de su otrora imbécil discípulo. Imbécil me llamaba cuando conjugaba mal los verbos y confundía versos de Quevedo con versos de Gorgonsola que él mismo me enseñaba a escondidas. Y de Gorgonsola se trata esta entrega.
Alatriste había escapado por milagro a una estocada que le tendiera el vil italiano y vino a descansar, maltrecho y resoplando, a la taberna de la Estrafalaria, donde Quevedo se emborrachaba para mi solaz y para que yo ensayara mi caligrafía (torcida, según el cura Pérez), copiando sus versos. Siempre lo hacía así y yo era su escriba, porque en la mañana con la resaca que tenía no se acordaba de nada, y así es como yo seguí paso a paso el poema que dedicara a Alatriste y otros muchos poemas, como aquel, “Cerrar podrá mis ojos la postrera”, que yo copié, felizmente, porque al día siguiente el decía “Cerrar podré mi puño en tus ojeras” y sostenía que era un verso magnífico.
Cuando entró Alatriste, Quevedo maldecía a Gorgonsola como de costumbre.
— “Ese Gorgonsola culterano
Al que llamo el corcovado”
— Otra vez sopa — dijo Alatriste, y se sentó. Corriendo llegó la Estrafalaria con una jarra de vino, volcándola en la mesa mientras Alatriste hundía la punta de su nariz en el opulento pecho de la Caridad esa que, estrafalaria y todo, todavía estaba buena. Pocos años más tarde ella fue caritativa conmigo también, pero eso ya fue un bajón.
— Escuchad, Alatriste, tengo un trabajito para vos. Bonita espada llevas en la cara. Ya quisiera el monasterio tener tal monumento.
— De que se trata el trabajo — dijo el capitán, que estaba de mal humor— y cuánto es la paga. Ya sabes que yo distribuyo estocadas tanto porque hay dinero como porque no me lo dan.
Quevedo miró su vaso de vino con su característica mala leche.
— Yo ya me presumía
Que tu nariz era judía
— Xenófobo— exclamó la Estrafalaria mientras limpiaba el vino derramado en la madera.
—¿Qué animal es ese? — preguntó Quevedo.
— Tú.
­— Cállate, mujer— Alatriste le pegó un pisotón.
— Sexista— le dijo la Estrafalaria alejándose de la mesa.
— Ese animal me gusta más— declaró Quevedo.
— El trabajito ­— prosiguió— es dejar a Gorgonsola rengo. Un golpe de los que tú sabes. Que todo Madrid sepa que lo he dado yo, pero que preso, si hay que irlo, vayas tú. Cuando lo ataques le dirás el siguiente soneto...
— Deja el soneto. ¿Cuál es la paga? — dijo el capitán, apuntando a Quevedo con su segunda espada.
— Terrible sería que estornudaras. Nunca lo había pensado.
—¿Cuál es la paga? — repitió sordamente el capitán
— Seis dinares.
— Bah — sorbió un trago de vino cuidando que su nariz quedase fuera del vaso.
— Tres rublos
— Me haces estornudar
— Cinco maravedíes
— Trato hecho. Gorgosola por mí ya se queda tuerto
— Cojo
— Por diez escudos, también tuerto.
— Cinco maravedíes y un poema para ti si lo dejas ciego
— Diez escudos y lo dejo sordomudo
Quevedo lo miró largamente y dijo por fin:
—Érase una nariz como un embudo.
— Quince escudos — insistió Alatriste—. Te lo dejo cojo, tuerto y sordomudo.
—¿Por cuánto me lo dejas también muerto?
— Muerto por veinte escudos y un soneto.
— Erase una nariz pintando el techo. Me conformo con que quede tuerto.
—¿Y cojo?
­— Déjame meditar. Tuerto, cojo y ya es jorobado.
“¿Quién lleva joroba y parche
Y arrastra una pierna con donaire?
Para que se rían las gallinas
Calle arriba Corcovilla
Para que se aparten las matronas
Acá viene Gorgonsola”
—¿Meditaste?
— Medité que lo quiero manco. A propósito, más vino y tu nariz tendrá un rojo paulatino.
El capitán hizo una seña y la Estrafalaria se acercó con otra jarra. Alatriste clavó su mirada serena y turbia como pantano en invierno en el poeta y con los dedos hizo cuentas.
— Cojo, sordomudo, tuerto y manco ­— exclamó el insigne sonetista—. Y un soneto, bien mirado, es bastante buena paga, así que olvida los escudos. Ya lo tengo: Erase un hombre a una nariz pegado. La humanidad te recordará por siempre. Y ahora recuerdo que el Duque de Osuna cierta vez por un soneto me pagó... Procurad no cortar mi inspiración, Alatriste con vuestra quejumbrosidad nasal. Amenazáis estornudar, me lo veo venir, un océano o un firmamento, pero procurad desistir mientras acabo yo mis versos. Ya sabéis, los efluvios a mí me vienen de las musas, pero en el caso vuestro prefiero ignorar de donde vienen. ¡Voto a Dios!
Y el capitán estornudó. Y su estornudo permaneció aún cuando su propietario se había ido y cuando la Estrafalaria limpiaba las mesas, aún lo sentía en mis orejas. Y esa noche vi a Alatriste en la habitación hundir su mirada turbia como ciénaga en otoño en el vino rojo y su nariz, de tonalidades opalescentes, era como un reto a los abismos de esa España que buenos soldados tuviera si les diera buena paga. Un sobrino del tío de mi hermana fue a pelear a Flandes hace veinte años y todavía le deben cinco sueldos y tres ranchos. Y bien mirado, aunque soy un prosista refinado, escribiré de ahora en mas en verso, cual aprendí del gran Quevedo y a un doblón cada uno, poemas haré como ninguno.
Y estando ya agotado
Me despido de vuestras gracias
Por no padecer la desgracia
De parecer poco inspirado

viernes, 7 de agosto de 2009

Un pequeño animal efímero : el rotifer y su amigo Nodier

Cuenta Alejandro Dumas en sus memorias la siguiente historia oída a Charles Nodier, profundo conocedor de los animales fantásticos a los que no consideraba fantasías, y sobre cuya existencia daba no pocos testimonios. El que vamos a relatar es casi desconocido, aparentemente el rotifer fue sólo visto por Nodier.

“Llegará el día en que se descubrirán las ondinas, los gnomos, los silfos, las ninfas, los ángeles, como yo he descubierto mi rotifer. Todo consiste en hallar un microscopio para los infinitamente transparentes, como lo hemos hallado para los infinitamente pequeños. Antes de la invención del microscopio solar, la creación se detenía para el hombre en el ácaro, estaba muy lejos de sospechar que hubiese serpientes en el agua, cocodrilos en el vinagre, delfines azules. Se inventó el microscopio solar y se vio todo eso. En el agua que bebemos hay hidras, ictiosaurios en el vinagre. Y hay efímeros, como mi rotifer. Mucho antes que todos hice yo experimentos con los infinitamente pequeños. Un día, después de haber sometido al examen el agua, el vino, el queso, el pan, en fin, todos los ingredientes con los que se pueden hacer experiencias, obtuve de mi tejado un poco de arena mojada —en aquella época vivía en un piso sexto— la metí en la caja de mi microscopio y apliqué a él el ojo. Entonces vi que se movía un animalito extraño, de la forma de un velocípedo, armado con dos ruedas que se movían rápidamente. Si tenía que atravesar un río, las ruedas le servía como las de un vapor; si tenía que recorrer un terreno seco, las ruedas le servían como las de un carro. Lo miré, lo detallé, lo dibujé. Después me acordé de pronto de que mi rotifer —lo bauticé así, aunque luego lo llamé tarantantelo—, me acordé de pronto que mi rotifer me había hecho faltar a una cita. Tenía prisa, tenía que habérmelas con uno de esos animáculos a quienes no les gusta esperar, uno de esos efímeros a que se llama mujer. Dejé mi microscopio, mi rotifer y el poquito de arena que era su mundo. En el sitio adonde iba tenía que hacer otro examen continuo y concienzudo que me retuvo toda la noche. No volví hasta el día siguiente por la mañana. Me dirigí al microscopio. Durante la noche, la arena se había secado y mi pobre rotifer, que sin duda necesitaba la humedad para vivir, había muerto. Su imperceptible cadáver yacía del lado izquierdo, sus ruedas estaban inmóviles, el vapor no caminaba ya y el velocífero se había detenido.
Muerto y todo, el animal no dejaba de ser una curiosa variedad de los efímeros, y su cadáver merecía ser conservado, como el de un mamut o un mastodonte. Únicamente, que ya comprenderá usted que era preciso tomar precauciones muy grandes para manejar un animal cien veces más pequeño que un cirón, precauciones mayores aún que si se tratase de una animal diez veces mayor que un elefante. Entre todas mis cajas, escogí una cajita de cartón; la destiné a ser tumba de mi rotifer, y con la barba de una pluma, transporté la porción de arena de la caja del microscopio a la de cartón. Contaba enseñar aquel cadáver a grandes científicos, pero no hallé a esos señores y si los hallé, se negaron a subir a mi sexto piso, y en esto, yo olvidé el cadáver de mi rotifer durante tres meses o tal vez un año. Un día, por casualidad, vino a mi mano la caja, y entonces quise ver el cambio que se había operado en el cadáver de mi efímero. El tiempo estaba nublado y llovía. A fin de ver mejor, acerqué el microscopio a la ventana y vacié en una caja el contenido de la de cartón. El cadáver del pobre rotifer seguía inmóvil sobre la arena; únicamente que el tiempo, que se acuerda tan cruelmente de los colosos, perecía haber olvidado algo infinitamente pequeño. Miré mi efímero con curiosidad fácil de comprender, cuando, de pronto, una gota de lluvia cae en la caja del microscopio y humedece la arena. Al contacto de aquella vivificante frescura, me pareció que mi rotifer se reanimaba, que movía una antena y luego la otra, que daba vueltas a una de las ruedas y luego a las dos, que recobraba su centro de gravedad, que sus movimientos se regularizaban, que vivía. El milagro de la resurrección, en el que Voltaire no creía, acababa de realizarse, no al cabo de tres días, sino al cabo de un año... Diez veces renové la misma prueba: diez veces se secó la arena y diez veces murió el rotifer; diez veces humedecí la arena y diez veces resucitó el rotifer. Lo que yo había hallado no era un efímero, era un inmortal. Probablemente mi rotifer había vivido antes del Diluvio y debía sobrevivir al juicio final.
Un día en que por vigésima vez, me disponía a renovar la experiencia, una ráfaga de viento se llevó la arena seca, y con ella mi rotifer. Después he vuelto a buscar arena del tejado y de otros lugares, pero siempre inútilmente, jamás he hallado el equivalente de lo que he perdido. Mi rotifer era no sólo inmortal, sino también único”.