miércoles, 25 de agosto de 2010

¿Estas buscando un millonario?

Recuerdo haber visto hace muchos años una película llamada “Cómo casar un millonario” o algo así. Trabajaban Lauren Bacall, Marilyn Monroe y Betty Grable. La vi cuando tenía quince años y una notable experiencia de la vida. Para decirlo con pocas palabras: la vida ya me hacía callos a tan tierna edad y sabía perfectamente donde estaba lleno, literalmente lleno, de millonarios generosos y tal vez casaderos.
Así que miré la película con una mezcla de suficiencia y compasión por las peripecias de las protagonistas, ignorantes de que lo único que tenían que hacer para atraer millonarios era sentarse a leer en el Jardín Botánico.
La primera vez tenía catorce años y trataba de leer una biografía de Schubert. Ningún lugar mejor que el Botánico: oasis rumoroso, umbrío, celestial y lleno de gatos en medio de la selva de cemento. Me senté en un banco y a los dos minutos se sentó un viejo. Nada en su aspecto denotaba al millonario, pero la excentricidad en el vestuario de esos raros seres es conocida y los más reconocidos expertos en la materia aseguran haber visto millonarios vestidos como mendigos en King Cross sólo para tener las fuertes sensaciones que les niega el insano tedio de estar llenos de plata.
Éste del que les hablo era un hombre de entre setenta y cinco y ochenta años, con sombrero y bastón. Rápidamente me saludó, me preguntó qué leía y, sin esperar respuesta, me contó que tenía una refinería de petróleo, un convenio con la Shell, una casa de diecisiete habitaciones y que necesitaba cariño.
"¡Pobre hombre!”, pensé y le dediqué una compasiva sonrisa. Luego traté de seguir leyendo.
Pero era inútil. Los millonarios son muy extraños, les encanta enumerar tristemente sus riquezas sin comprender que la compasión de los pobres es limitada. Siguió enumerando sus posesiones y su falta de cariño. Tal vez piensen que yo era ingenua, pero no: si todo eso lo hubiera acompañado con un gestito de idea, yo hubiera considerado que era un viejo cínico, pero no hubo ningún gestito de idea, sólo una mirada de Leopardi degollado que partía el corazón. Mientras hablaba de sus acciones en distintas compañías, mencionaba como quien lamenta hacerlo su falta de amor, su necesidad desesperada de una mujer desinteresada que quisiera vivir en una de sus diecisiete habitaciones, hasta que la piedad que sentía fue tan insoportable que me levanté y me fui a otro banco.
Pero es inútil: leer en el Botánico es imposible. El fino gusto de los millonarios los atrae irresistiblemente allí y son incapaces de callarse la bocota. Así como los gatos van a buscar la comida de las viejas del barrio y los mendigos piden monedas en el centro, el Botánico es el lugar donde los millonarios mendigan AMOR. A una no le queda más que establecer su escala de prioridades y elegir una tabla de valores para su escasa compasión: primero los mendigos, después los gatos y por último los millonarios. Y desde que dejé mi etapa borderline, a los dieciocho años, nunca más fui a leer al Botánico. Me busqué un bar de Puente Pacífico lo suficientemente ruinoso y sucio para garantizar que la nariz delicada de los millonarios no se asomaran por ahí.
Pero una nunca está a salvo de ellos. Mi último encuentro con un millonario fue en noviembre pasado y en un lugar sorprendente.
Barrio del Once.
Colectivo 26, repleto. Gente transpirada. Un viejo estaba sentado, me mira con expresión tan lasciva que pienso que está en coma. Se levanta y me da el asiento (¿no estaba en coma?).
Había varias viejas decrépitas colgadas de los caños, pero no, me lo da a mí. Ya conozco la situación: si le cedo el asiento que él me da, de puro langa, a una vieja, me va a matar. Así que me siento, pero le pregunté si iba a bajar.
Me dijo que se bajaba pero no se bajó, y al fin, veinte minutos después, me da una tarjeta y me dice: Te llamo.
Mi apreciación de que era un viejo langa estaba firmemente errada.
La tarjeta dice "Magoya Company" y tiene un nombre: Joseph Magoya, President y un número y un teléfono adónde él me va a llamar y no me va a encontrar.
Guardé la tarjeta. Medio colectivo 26 me miró con reprobación.
Pero no me importa. De ahora en más, no volveré a tirar la tarjeta de un millonario, puede que me contrate Forbes. Mi olfato para los millonarios es único. Siempre supe dónde encontrar millonarios, siempre. Me pregunto si Forbes sabrá cuántos millonarios poderosos toman el 26. Mientras, me dicen vanidosa. ¿Pero qué quieren que haga? Me echaron a perder, no es mi culpa.

martes, 10 de agosto de 2010

LA REVOLUCION COMIENZA EN CUALQUIER SITIO

Es un lugar pequeño. Muchos caminantes sin duda lo rehuyen. Es una casa de comidas con aspecto descuidado. Ese descuido melancólico que a veces rodea lo que amamos demasiado. No puedo explicar muy bien ese concepto, porque no es un concepto. A veces los lugares descuidados lo son porque sus dueños trabajan mucho. Y no hay tiempo para decoraciones vanas, para diseños. No hay tiempo para el espejismo. Hay tiempo de volar entre las cacerolas, preparando y lavando lo que los albañiles, los taxistas y las escritoras del barrio van a comer.
De entrada me gustó el nombre de la pizzería. Chaplin. No sólo se llama así, sino que el recuerdo del cómico triste ronda por todo el pequeño local. Como si la melancolía del noticiero y el diario sobre las mesas de fórmica, mirados por solitarios trabajadores, no bastara, un póster desteñido de la película El pibe y un muñeco muy viejo de Chaplin nos recuerdan que el nombre no fue puesto porque si.
A Chaplin le hubiera gustado. La mujer de mediana edad y aspecto juvenil lava la lechuga con energía detrás de un mostrador desde donde el comprador ve cómo se prepara la comida, en cacerolas abolladas y ennegrecidas, algunas sin manijas. Hay un póster de socio de Boca Juniors lleno de hollín del dueño, Beto, que siempre con ojos de estupor comenta las últimas noticias policiales, con un asombro resignado, a veces insoportable, de la crueldad de la vida.(Beto siempre ve la crueldad de la vida, hasta en días soleados como el de hoy, cuando yo escribo sobre él y no lo sabe ni lo sabrá tal vez nunca).
Hace mucho que quiero escribir sobre Chaplin y hoy me dieron la ocasión.

La revolución empieza en cualquier lado. Eso lo declaré al principio. Un chico muy serio envuelve y entrega los pedidos. Desde hace tres años, me habitué a un diario abierto sobre el mostrador, que leía el chico muy serio. Al reclamo de atención por parte de Beto, cuando por concentración en la lectura el chico no reaccionaba, siempre envolvía la comida con un gruñido que los lectores conocemos muy bien. Pero desde hace una semana veo un libro. Fui tres veces en la semana y el señalador marcaba cada vez una página más avanzada. Hoy mi joven amigo estaba a treinta páginas del final. Envolvió mi pedido con un gruñido. El libro se cerró, desequilibrado por la cantidad de páginas pasadas y el chico gruñó más fuerte.
No logo. Un edición muy gastada, de tapas negras, con el plastificado roto. No logo de Naomi Klein, a quien nunca lei.
Me fui pensando que la revolución empieza en cualquier lado. Cualquier sitio es un buen lugar. Recordé mientras caminaba al escritorio a escribir esto la casa de madera de mi tío, el socialista hijo de italianos, que trabajaba en una jamonería y que tenia una biblioteca que envidiarían muchos escritores (y debo añadir que unas lecturas que a muchos autores les hacen falta). Recordé esa villa miseria contruida por italianos donde con lámparas de kerosén, después de la larga jornada en la jamonería o en la papelera cercana a la villa, leían a Rosa de Luxemburgo, a Bakunin, a Byron, a John Dickson Carr, a Alejandro Dumas. No necesitaban ser escritores o intelectuales. El conocimiento no es para los que lo ejercen como medio de vida: es para todos. Es una riqueza humana que de un modo infame pretenden convencernos de que es privativa de quienes pueden pagarse estudios universitarios y pertenecer a la casta de los que poseen los medios del conocimiento, que son hoy día una casta burguesa comparable a quienes poseen los medios de producción, los que Marx quería distribuir entre el pueblo. Hoy los medios de conocimiento son también un pasaporte social que se compra caro. Pero a diferencia de mis ex compañeros de militancia estudiantil, los que gritaban “universidad para los trabajadores”, yo no quiero eso. Yo misma no necesito a la Universidad. Yo pude leer a Splenger y a Descartes y a Leibniz, a Schopenhauer y a Spinoza en un cuarto donde compartía dos colchones con mis dos hijos pequeños. Que se crean otros que necesitan un mediador entre los libros y ellos. Mi amigo, el que envuelve los paquetes en Chaplin, sabe que no necesita más que su hambre de saber y sus preguntas para empezar la revolución.

viernes, 6 de agosto de 2010

Un antiguo cuento ruso

En la Rusia de los zares, existía la leyenda del pájaro de fuego. Era único, como el fénix, pero en caso de morir, ocasionaría la desgracia a su dueño y a toda su descendencia. Sólo podía vivir en una jaula de oro, de lo contrario moría, la jaula a su vez debía estar en un palacio, y si se cumplían todas las condiciones, los manzanos daban manzanas de oro y el poder y la fortuna permanecían al lado de su afortunado poseedor. El pájaro de fuego nunca lo abandonaría voluntariamente, pero podía ser robado. A lo largo de la historia de la aristocracia rusa, fue robado innumerables veces, dejando desastre y pobreza al que lo perdía y trayendo riqueza a quien lo ganaba.
El pájaro de fuego era, entonces, el pájaro más codiciado de toda Rusia, por el que los hombres corrían riesgos increíbles y cometían los crímenes más espantosos, por eso se decía que además de la fortuna, atraía a la desgracia.
Era un ave de gran tamaño, sus plumas eran llamaradas. Su pico y sus garras eran de oro puro, y tenía una larga cola iridiscente. Proyectaba largos haces de luz en su derredor día y noche. Por la noche, por sí solo podía iluminar todo un palacio. Se dice que su último poseedor fue Rasputín y que su caída en desgracia se debió a la muerte del pájaro. Lo cierto es que ya no fue visto nunca más y que tampoco hubo más zares en Rusia.

IVÁN, EL LOBO GRIS Y EL PÁJARO DE FUEGO
El zar Berendei estaba muy insatisfecho del rumbo que tomaban sus negocios, así que llamó a sus tres hijos y les ordenó ir en busca del pájaro de fuego. El menor de ellos, llamado Iván, emprendió la cabalgata solo por los caminos de la gran Rusia. Al llegar la noche se detuvo en campo abierto, dio de comer al caballo y se echó a dormir sobre la dura estepa. Al despertar no encontró a su caballo, hasta que, desesperado, vio el túmulo de sus huesos. Estaba muy abatido, sin saber cómo proseguir cuando un gran lobo gris le inquirió que le pasaba.
—Ha muerto mi caballo, ¿cómo quieres que esté? No puedo seguir mi camino ni volver a mi hogar.
—Tu caballo me lo comí yo. Y no puedo creer que llames hogar a ese palacio. Me da pena verte triste, zarevitz. ¿Adónde vas?
—Voy en busca del pájaro de fuego.
—En tu caballo hubieras tardado tres años en llegar hasta él. Y no hubieras vivido tanto tiempo en estos caminos sin alguien que te guíe. Mira los buitres, cómo rondan sobre nuestras cabezas. Seguramente esperaban llevarse a la boca algo más que tu caballo. Como me lo he comido y aunque creo que no valía gran cosa, te serviré para compensarte. El zar Afrón se ha vuelto asombrosamente rico en poco tiempo. Podríamos comprobar que lámpara prodigiosa alumbra sus jardines. Sube a mi grupa, zarevitz. Te llevaré al pájaro de fuego.
Iván hizo como le decía. El lobo corrió como una exhalación cruzando la estepa, luego azotó los bosques como un huracán, temblando los árboles a su paso, mientras Iván sentía sudor frío y vértigo aferrado a sus crines, sin poder hablar. Por fin rodearon un lago y tras él se alzaban altas murallas: los dominios del zar Afrón.
Las murallas eran muy altas y se veía en sus almenas guardias apostados.
—Algo muy valioso guarda así —murmuró Iván entre dientes. La resolución estaba en sus ojos y el lobo gris lo comprendió.
—A la noche habrá una fiesta y los guardias se emborracharán con todos lo demás. No tengas miedo, zarevitz. Aguardaremos la noche.
La predicción resultó acertada y poco a poco el palacio quedó inerme mientras la fiesta y la noche avanzaban.
—Salta la muralla y no tengas miedo. En un palacete verás una ventana, en la ventana verás al pájaro de fuego en una jaula de oro. Toma el pájaro, pero no toques la jaula.
Hizo Iván como el lobo le dijo. No le resultó difícil encontrar al pájaro, proyectaba largos haces de luz desde su ventana. Su largo cola tenía destellos rojos, el oro de su pico relucía como una sol en la noche. Lo tomó Iván con delicadeza, era como llevar una estrella entre los brazos.
Caminó con él escuchando la música y los gritos que provenían de la fiesta. Saltó con alguna dificultad la muralla y le dedicó una reluciente sonrisa al lobo gris.
Partieron. Rodearon el lago, cruzaron los bosques como una exhalación, evitaron la estepa, ya al llegar cerca del reino del padre de Iván el lobo se despidió.
—Estás cerca de tu hogar, yo ya no puedo seguir contigo. Pero volveré a verte muy pronto. Caminando llegarás a tu hogar, si no surge un imprevisto. ¡Suerte, zarevitz!
Iván quedó intrigado por las últimas palabras de lobo gris. Emprendió el camino a buen paso hacia el palacio.
Pero en el camino lo esperaban sus dos hermanos mayores. Habían cabalgado mucho buscando el pájaro de fuego, pero volvían con las manos vacías. En sus ojos brilló la codicia al ver el pájaro resplandeciente en brazos de Iván. Lo atacaron. El zarevitz no se pudo defender, lo mataron y se llevaron el Pájaro de Fuego.
Los cuervos volaban ya sobre Iván cuando lo encontró el lobo gris, que apresó entonces un cuervo.
—Vuela, cuervo, en busca de agua de la vida y agua de la muerte.
El cuervo levantó vuelo. Tardó mucho, pero trajo el agua de la vida y el agua de la muerte, el lobo roció entonces las heridas del joven con ella, las heridas cicatrizaron y un momento más tarde el zarevitz estaba despierto.
—¡Qué profundo era mi sueño!
—Tan profundamente dormías que de no ser por mí no hubieras despertado nunca. Tus hermanos te mataron y robaron el Pájaro de Fuego. Monta encima de mí sin pérdida de tiempo.
No tardaron en alcanzar a los dos asesinos. El lobo gris los mató a dentelladas.
El zarevitz se inclinó ante el lobo que le había dado la fortuna y la vida.
Cuando llegó al palacio supo que su padre había muerto y que él era el nuevo zar.