domingo, 24 de febrero de 2008

Diario de viaje de una dama inglesa

Acaba de zarpar el barco rumbo a Dakar. No temo más que a los mosquitos, sin embargo, George no hace más que pasearse nerviosamente por la cubierta y llegó a preguntarle al capitán si no es posible que un tiburón salte sobre el navío; el capitán le ofreció un cigarrillo, se negó, le ofreció un lexotanil y lo tomó. No le sirvió de nada: ahora mismo le pregunta a un grumete si cayó alguna vez una piraña a la cubierta. El grumete le pregunta con sorna si desea piraña para el almuerzo, yo salgo en ayuda de mi marido diciendo en voz bien alta que prefiero tapir para el almuerzo, pero que me reserven las pirañas para la cena. Dicho esto tomo a George por el brazo y me lo llevo a estribor, donde la sola vista de una gaviota lo hace temblar, porque la semana pasada vio una película de Hitchcock y creyó que era un documental de la National Geographic.
Bajo a mi camarote y me tiro a descansar. Cuando consigo conciliar el sueño George dice que tiene miedo y se pasa a mi cama.........................................................................
Nos interrumpen golpeando la puerta del camarote y preguntando con voz potente qué son esos gritos: yo respondo que es George, que tiene miedo. El capitán murmura en voz baja que estamos los dos locos, pero su voz es tan clara que lo escuchamos. Seguimos gritando y revolcándonos un poco más, pero George me dice que está cansado, que le duele la cabeza y que no es un objeto. Yo digo que los hombres no sirven para nada y voy a conversar con el grumete, que intentó hacerme salir de mi error, pero lamentablemente nos interrumpe el capitán, que al parecer no sabe hacer otra cosa. Para comprobar si sabe o no hacer otra cosa, lo acompaño a su camarote. Estaba él en plena demostración de su utilidad y yo a punto de admitir mi error con humildad clamorosa, cuando abre la puerta el bendito de George. Tiene tanto miedo que con tal de salir del maldito barco no objeta que el capitán lo tire por la borda. Yo lo despido con el pañuelo en alto, pero en el fondo sé que es lo mejor para él. No me gustan las despedidas demasiado largas, así que vuelvo al camarote del capitán, pero entro por error en el de Lady Cardew Trench, esa vieja trucha estaba con el timonel. Yo digo que Dios le da pan a los que no tienen dientes y le escondo la dentadura postiza, luego me preocupo por el timón. Vuelvo a cubierta y me encuentro con el capitán. Le manifesté mi fuerte y enérgica queja como súbdita de la Corona Británica por el comportamiento indecoroso del timonel y el descuido general que se observa en el barco, donde la cubierta no tiene parquet y además no hay papel higiénico en los baños. Tras oírme con el entrecejo de marino fruncido, da órdenes al cocinero para que se ocupe del timón. Yo creo conveniente desmayarme un poco y, mientras exhalo suaves quejidos pidiendo mis sales, él me levanta con sus nervudos brazos y me lleva a la sentina, donde me ata con fuertes nudos marineros. Mis experiencias en la sentina las contaré en otro volumen y en japonés: temo la reacción del gobierno.

lunes, 11 de febrero de 2008

Escribiéndole al dentista

Era realmente una autora maldita cuando escribí esta carta. Casi no tenía publicaciones, todos mis esfuerzos eran vanos, me acosaban acreedores, proxenetas y la peste bubónica de nuestra era, agentes de modelos. Además, me acosaban abogados, gente a la que le pedí dinero (y sus abogados), el verdulero que me fiaba papas (le faltaban sólo dos materias para ser abogado); en fin, toda gente buena que había invertido en mi manutención con el perverso fin de hacerse rica y se había visto severamente defraudada.
Fumaba. Me pasaba la noche escribiendo. Una de esas noches sentí esa sensación indescriptible, ese viento susurrante y sutil, esa intuición infalible de estar escribiendo un clásico. Sí.
Era una noche helada de invierno, el zorzal cantaba de madrugada, en el picaporte de mi cuarto estaban las cuentas de los últimos seis meses que mi madre me dejaba para decorar y yo sabía que estaba escribiendo algo inmortal.
Estuvo inédito hasta esta noche. Es una letanía, es un juicio universal. Es un poema épico, una carta justiciera. Cuando estén en ese sillón odioso, recuérdenlo. Cuando estén con ese ser horrible que ahorra anestesia, piensen en que yo también estuve ahí y viví para contarlo. La aguja es horrible, el torno es odioso, la lámpara halógena atravesada en la laringe por la dentista que se da vuelta para contarle sus vacaciones a la asistente sería una imagen pornográfica si no se pareciera tanto a un secador de pelo viejo. No, horror. Impriman la carta que sigue y llevénsela al dentista.
Se sentirán vengados.

CARTA ABIERTA A UN DENTISTA

En principio hay que obligarlo a admitir que si todos nos laváramos los dientes usted no tendría trabajo. Sería un inútil más, viviendo de papá, pediría prestado para jugar al pool y llenaría el hogar materno de su horrible olor a cigarrillo y de botellas de cerveza. La jubilación de la abuela no alcanzaría para pagar sus horas de chat de madrugada mientras la vieja de al lado llama a los bomberos por el humo que sale de su ventana. Ese día que ahora emplea en torturar a sus semejantes amparado en la legalidad del ejercicio de la odontología, legalidad que la posteridad juzgará horrorizada indeclinablemente como ahora juzgamos a la Inquisición, transcurriría de muy distinta manera:
La primera hora de la mañana lo sorprendería a las tres de la tarde. Desayuno: cualquier cosa que no se mueva, dado que su anciana madre ha salido a limpiar el piso de la escritora que vive en el 5º D, esa que sí tuvo éxito en la vida, no como usted, atorrante. En consecuencia, cualquiera sea la cosa que desee desayunar, deberá calentarla usted mismo, si es que aún hay gas. Su anciana madre no entendería bien porque el teléfono hay que mantenerlo a costa del gas, pero es que no entiende que usted hizo una carrera del levantarse minas (o minos) en el chat para mayores de treinta. Tal vez podría usted bañarse después de desayunar, pero no le gusta el agua fría y jamás se bañaría porque va contra sus principios... en ese punto estamos de acuerdo, a mí tampoco me gusta demasiado el agua fría... y en realidad no me gusta demasiado bañarme cuando hace mucho frío... así que lo comprendo... no como usted que no entiende que a mí no me guste lavarme los dientes. Pero en algunas personas la comprensión sufre severas limitaciones.
Luego puede ya internarse en el chat, pero es altamente probable que tenga antes una severa discusión con su padre, que ya no le da a elegir entre trabajar y estudiar sino entre irse o irse, discusión que puede durar entre treinta y cincuenta y cinco minutos o bien entre treinta y treinta y dos horas, por lo pronto ya dura desde hace diez años y perdió su viejo. Su pobre viejo, que no sabe que todo el problema consiste en que toda la Humanidad dedica dos horas al día a la limpieza de sus dientes como es costumbre ancestral de la especie humana. Por eso, solo por eso, es usted un hombre o una mujer sin vocación y sin destino. Pero eso no lo sabe ni siquiera usted, ni tampoco yo en el mundo donde el hilo dental manda. Así que cuando por fin se fue el viejo, ya puede internarse en el chat.
Su nick es “Pistola”. Y se considera un pistola, claro, salvo que sea mujer, en ese caso su nick será Cenicienta y es que la mayor manía tortuosa que una dentista pueda tener no la salva de ser una cursi, prueba de ello las revistas que me pone en la sala de espera, con el vestido de Máxima a todo color, lástima que fuera blanco. Qué cursi. Ni que hablar de esos cuadros con flores y gatitos. Miau. ¿Y por qué usa ambo rosa, si no es una cursi? Nos desviamos del tema.
Ya está ahí, Pistola. Tiene una garra bárbara. Siete de la tarde, nueve de la noche, diez de la mañana. Se levantó tantas minas que no podrá ver a ninguna. Hora de dormir. Pero se le acabó la cerveza. Esa situación no puede durar mucho. La vieja sale cargando cinco botellas. El viejo está que trina. Si por lo menos fuera músico, pintor, escritor. Si se lo pudiera justificar por la bohemia. Pero no: usted es un boludo más del chat. De sus insomnios no saldrá nada que salve a la familia. No es como la escritora del 5 º D, los viejos de ella sí que están orgullosos, sus últimos tres años de insomnio son ese libro espectacular que la convirtió en el personaje del barrio y ahora su madre (sí, la suya) le limpia los pisos y le plancha los trajes. Usted es un/una inútil que no ve un traje de cerca desde la comunión. Su vestimenta oficial es una camiseta negra, un pantalón pijama a rayas y una ojota de un par y otra de otro. Si es dama, entonces es una camiseta negra, un pantalón pijama a rayas y dos pantuflas número 37, de distintas décadas. En cuanto a sus padres, piensan en el suicidio como un ahorro de dinero. Y como único modo de que usted pague algo, aunque sea sus lápidas.
¿Comprende? Si todos nos laváramos los dientes como usted predica, su destino sería ése. Un vago, un inútil y finalmente parricida sin tener con qué pagar el entierro de sus pobres viejos. Y no olvidarse de su abuela, que ahí quedó, con la jubilación mínima que no alcanza para cerveza.
Por suerte, existimos en el mundo buenos samaritanos reacios al hilo dental a los que nos debe que su vocación carnicera y sádica tenga aprobación del Ministerio de Salud, a los que nos debe la realización de su vida y que sus buenos y sacrificados padres estén como están, orgullosos de su hijo, que sí tuvo éxito en la vida, no como la escritora esa del 5º D, que ya parece una chimenea de fumar, y que nadie sabe qué hace que tiene la luz prendida hasta las cinco de la mañana. Y su pobre vieja va a laburar para pagar la luz mientras ella escribe estas boludeces. ¿Se da cuenta?

domingo, 3 de febrero de 2008

Cómo me suicidé: otra triste historia real

Todo empezó el día que decidí suicidarme. Así es como suelen comenzar los suicidios.
Conocí a muchos suicidas fracasados. Recuerdo especialmente a Susana, a la que apodé “la coleccionista de yesos”. La conocí en un hospital, cuando yo misma fracasé en mi primer intento de suicidio, que en realidad fue un fracaso porque no empecé como debería empezar todo suicida que quiera llegar a buen puerto. Es decir, yo no me propuse suicidarme sino entrar en la vida eterna y si era posible, también en el santoral, así que dejé de comer, como Santa Clara, solo que fui a dar con mi esqueleto al hospital, como Susanita. Susana empezó bien, se abrió las venas, pero la encontraron los parientes. Así llegó al hospital, donde le pusieron el primer yeso. Cuando le dieron el primer día de salida, fue y se tiró de un tercer piso, con lo cual se rompió una pierna y volvió con otro yeso. Susana jamás va a triunfar en la vida, eso está claro. “ Soy un fracaso”, decía entre sollozos. Y la verdad que sí.
Yo decidí empezar bien el día, decidiendo que fuera el último. Así que desayuné con vodka, mientras fumaba un caño y miraba por la ventana. Llueve, dije, un día perfecto para el pez banana. Decidí abrirme las venas como Petronio y empecé a meditar mis últimas palabras.
“ Qué gran artista pierde el mundo”, las deseché. Deseché también “Ay, Patria mía” y “ Con nosotros muere...”, teniendo en cuenta que era yo sola y que ningún Sienkiewicz iba a terminar la frase. Al fin opté por las de Cabral, “ muero contento, hemos batido al enemigo”, por considerar que es lo que mejor suena y teniendo en cuenta que el médico tal vez llegará a tiempo para escuchar mi última gran frase. Así también hago la felicidad de un hombre, ese era el sano propósito de mi suicidio, porque es sabido que el sueño inconfeso de los médicos es que nos muramos contentos.
Después miré todos los programas idiotas de la televisión, esos que no miraba nunca.
Después pensé que podía ponerme para suicidarme, y opté por disfrazarme de Pancho Villa, pero me faltaba el sombrero. Entonces me disfracé de Gatúbela, pero no me quedaba bien. Así que decidí suicidarme desnuda. Entonces pensé también en pasar bien el último día de mi vida y llamé a un par de vagos que paseaban por la vereda. Así llegó la noche y decidí aplazar mi suicidio hasta el día siguiente.
A la mañana eché a los dos vagos casi a patadas, se habían tomado todo el vodka, así que no desayuné.
Empecé a seleccionar la música que iba a poner para suicidarme, opté por My Way cantada por Elvis. Entonces se me ocurrió que podía escribir un cuento, incluso se me ocurrió un título: “ Cómo me suicidé”.