sábado, 9 de diciembre de 2023

Omar Dianese, la poesía en el alma

 

Omar era un narrador de las líneas cálidas y sin prisa, un cuenta cuentos con humor y melancolía. Lo conocí hace unos años cuando yo estaba en el trajín de publicar mi novela La mujer prohibida. Entonces paseaba por las redes cuando encontré un perfil misterioso, Remo Erdosain, dónde un hombre (por entonces, un enigma) publicaba unos microrrelatos llenos del vaho de los bares porteños y fantasmas de Buenos Aires.

Lo empecé a comentar, primero a Remo Erdosain y pronto a Omar Dianese, cuando se dio a conocer.

Un día le dije en un estudio de radio dónde me iba a entrevistar (porque era un hombre de radio), “Omar, vos sos como esos enmascarados del folletín”. Le gustó. Escribilo, me dijo.

Tuvo la generosidad de leerme y con inteligencia llamaba a mi personaje Rebeca “la pseudo francesa” Rebeca es un personaje de mi novela La mujer prohibida, que a Omar le había gustado.

Sociólogo, docente, era amigo de Horacio González y ese era otro punto de contacto, porque Horacio me publicó un libro.

Ahora pienso que estarán conversando en algún bar del Universo.

Omar escribió microrrelatos llenos de nostalgia, siempre entre lo que se fue y lo que permanece, tratando a los sueños como realidad y a la realidad como sueños.

Su hermoso libro Intermitencias entre los que es y lo soñado, publicado por Editorial Nueva Generación empieza contando que él, Omar nació en mil novecientos cincuenta y ocho, de puro linaje boquense.

“La Boca. Una República en el extremo sur de una ciudad amnésica.” Tal vez lo boquense ha sido el aliento de su mirada de cuentista.

No lo sé, pero lo adivino.

Despido al amigo, al escritor, al viajero de los bares de Buenos Aires, al abuelo orgulloso.

Ya nos veremos, Omar, en un bar de la calle Defensa con un café y un libro en la mesa.

miércoles, 20 de septiembre de 2023

Borges y su biblioteca


Por Paula Ruggeri

Un sello en el canto (con excepción de aquellos libros con cantos dorados), un sello en la portada, y el mismo sello redondo cada cien páginas. Hasta, finalmente, sellar la última hoja.

Llegué a trabajar en la Biblioteca Nacional a los veinticuatro años, en 1995 y mi carrera laboral comenzaba así: la jefa de Procesos Técnicos de Libros, Beatriz (un nombre dantesco), me había asignado al puesto de sellado.

El trabajo resultó una mezcla de humillación y magia. Cada caja de libros que abría resultaba una sorpresa, el Quijote hubiera encontrado allí muchas novelas pastoriles.

Había libros de toda clase: filosofía, física, historia, relatos atrapantes. Recuerdo casi con amor una primera edición de A Tale of Two Cities, de Charles Dickens. Por supuesto, en su portada decía BOZ en grandes letras. (Boz era el seudónimo con el que Dickens se hizo famoso).  

Estaba dispuesta a mirar con curiosidad cada uno de esos libros, lo que me trajo algunos problemas y muchas maravillas. Probablemente por eso, al abrir una caja de libros para sellar, descubrí una anotación a mano, con letra pequeña y apretada, que decía claramente: Jorge Luis Borges, y añadía “Adrogué , 1941”. A ese libro siguieron otros más, con las mismas características, libros ingleses de Penguin Books, libros a veces alemanes, a veces italianos. Dante, pero también Rudolf Steiner. Con la prolija y pequeña letra de Jorge Luis Borges.

Hablé con Beatriz, pero a pesar de mis argumentos, tomó la polémica decisión de ingresar los libros al Depósito general, catalogados sin ninguna seña distintiva que permitiera rescatarlos y ubicados de forma desordenada y dispar.

Cuando esos libros hubieron cumplido el circuito hacia el olvido decretado por la bibliotecaria, tomé la decisión de realizar una pesquisa en la base de datos de Procesos Técnicos, buscando por editorial, idioma, año de edición.

Realicé así una lista de libros. Le mostré uno de los libros a un funcionario más alto, quien sugirió que podía tratarse de una broma. O sea, que alguien se había divertido imitando la letra de Jorge Luis Borges. En más de cincuenta libros (hasta ese momento, había ubicado a unos cincuenta).

Entonces elevé una nota al director, Héctor Yánover.

La nota la tengo a mi lado en una de sus tantas copias. Se la alcancé sin firma. Beatriz podía ponerse muy dantesca a veces y no era conveniente que supiera que yo seguía detrás de esos libros. A continuación la nota de 1995.

COLECCIÓN JORGE LUIS BORGES

NECESIDAD DE SU FORMACIÓN

 

 

No es una circunstancia común aquella que nos coloca en la posición de poseer parte de la biblioteca de uno de los escritores más importantes del siglo veinte, y guardar aquellos ejemplares que estudió en el período de su formación como escritor. Las bibliotecas personales de los escritores han sido siempre útiles a la hora de analizar su obra. Como ejemplo de esto, podemos recordar que las Lecciones de literatura de Vladimir Nabokov fueron enriquecidas luego de su muerte con las notas, a veces desordenadas y dispersas, que el propio Nabokov realizó en los márgenes de su edición del Quijote, y que éstas son estudiadas por universidades de todo el mundo.

                Jorge Luis Borges alude en toda su obra a Dante Alighieri; la Biblioteca Nacional posee el ejemplar de La Divina Comedia con el que realizó sus primeras lecturas y sus primeros comentarios.

                Entre 1968 y 1973, Jorge Luis Borges donó 156 libros. Muchos de ellos son libros que le enviaban autores noveles y antiguos alumnos admiradores de su profesor, otros son ediciones de su propia obra, más hay un porcentaje llamativo de libros que formaron parte de su propia biblioteca, y de cuyo estudio son prueba los trazos inconfundibles de su puño. El motivo por el cual los donó permanecerá para nosotros incierto, pero tal vez no sea equivocado pensar que quiso que esos ejemplares y esos comentarios nos fueran útiles hoy a nosotros, y no es descabellado pensar que ellos contienen una Cifra o un conjuro: tratándose de Borges, podemos abrigar esa seguridad.

                En términos puramente literarios o metafísicos (y como es sabido el universo borgeano impide establecer una diferencia entre la metafísica y la literatura), para hallar la Cifra o interpretar el sentido exacto del conjuro precisamos de todas las piezas del enigma y de todos los términos del silogismo.

                En términos bibliotecarios, se impone la creación de una colección, formada por todos esos ejemplares comentados, cuyo resguardo en el tesoro de la Biblioteca garantice su disposición a los investigadores y estudiosos de la obra y la personalidad de Borges.

 

Yo quería convencer, como es notorio, a quienes podían tomar una decisión en resguardo de los libros, para eso están las bibliotecas.

Yánover me buscó en la oficina de Procesos Técnicos de Libros, me reprendió por no haber dejado mi firma al fin del proyecto.

Luego se encerró en la oficina con Beatriz.

Cuando el director se fue, Beatriz ordenó que no me permitieran el acceso a las computadoras.

Los libros continuaron dispersos.

 

Luego asumió el director Oscar Sbarra Mitre , y  solicité una entrevista. Pude hablarle del tema, pero los libros continuaron dispersos y perdidos.

Me fui de la Biblioteca Nacional, como era previsible, en octubre de 1999. Sin embargo, seguí insistiendo con la necesidad de formar la colección y de una búsqueda sistemática.

Lo que sigue empieza a ser monótono.

Con mi compañero, Luis, estuvimos tipeando durante una madrugada invernal de 2000 una lista de ubicaciones de los libros anotados que parecía no terminar nunca. Como ya dije, yo no trabajaba para la Biblioteca, pero eso importaba poco en ese momento.  En 2001 logré alcanzarle esta lista de los libros a Josefina Delgado. Delgado los hizo buscar e ingresar a la Sala del Tesoro.

En 2003 redacto una breve carta al diario La Nación, pidiendo una búsqueda sistemática, luego de esto me contactó la escritora y amiga de Borges, Betina Edelberg, y recibo una comunicación telefónica de Horacio Salas, el entonces director de la Biblioteca.

La amistad de Betina resultó uno de esos hechos maravillosos que me trajeron estos libros, su hermosa casa en la avenida Quintana, sus hospitalarias tazas de café que acompañaron largas charlas, sus sabios y pertinentes consejos… su biblioteca.

La biblioteca de Betina contenía unas Mil y una noches en alemán, anotadas por Borges y obsequio de él, que ella me dejó observar a gusto. Sobre un mueble, en una esquina del luminoso living, tenía un reloj de arena. Ese reloj de arena, me explicó, había sido objeto de juegos con Borges.

—Tómelo —me dijo—, puede jugar con él.

Así lo hice, frente a la sonrisa de Betina, jugué con el reloj de arena y lo devolví respetuosamente a su lugar.

Aún vi algunas veces más a Betina, y tuvimos varias charlas por teléfono.

 

Cuando retorné a la Biblioteca Nacional Mariano Moreno (por unos años) en agosto de 2006, durante la gestión de Horacio González, encontré a la colección Jorge Luis Borges encaminada de la mano de Laura Rosato y Germán Álvarez. Con ellos y con el apoyo institucional que yo no tuve, la colección creció y tras una búsqueda sistemática, fueron hallados 700 volúmenes anotados por Jorge Luis.

Hace unos pocos días se inauguró el Centro de Estudios Jorge Luis Borges, que contiene la colección; hace dos meses se publicó el libro de Patricio Zunini, Borges en la biblioteca.

El Centro de Estudios es un gran logro principalmente de Rosato y Álvarez y de los funcionarios que supieron ver el potencial de este descubrimiento.

El libro Borges en la biblioteca es un brillante relato-pesquisa que da nueva luz a la biografía borgeana y descubre nuevos hechos en una lúcida investigación. Patricio Zunini, entre muchas páginas interesantes, menciona mi trabajo en las páginas referidas a Agüero 2502. Donde para mí empezó esta historia.

Esta historia que contiene pesquisas, ogros, nombres dantescos, personajes codiciosos, libros manuscritos por una poderosa mano, así, nada y todo le falta a mi relato para ser literatura.