viernes, 27 de febrero de 2015

SEDA ROJA




¿Se lleva la blusa entonces?
Si contestó Elsa. Qué hermosa era. Pero qué cara. Nerviosa miró a los costados, pero sólo se vio a sí misma, haciendo algo que no debía. Múltiples espejos devolvían su mirada de culpa y sentía que hacía ecos el temblor de su voz.
¿Quiere ver un foulard? Intencionada, Camila, la vendedora,  desplegó un divino rectángulo de seda verde sobre el mostrador—. Y con un brazalete en animal print.  Es soñado suspiró Camila
Ay sollozó en silencio Elsa—. Ustedes me van a matar. Es todo precioso
¿Se lo lleva, no? ¿Paga con tarjeta? Hay tres cuotas con Visa y con el Citi seis sin interés.
Pago con Visa.
Diligente, mientras una empleada envolvía, Camila pasó la tarjeta por el posnet.
No se va arrepentir le dijo sonriendo.
Claro que no exclamó Teresa.Pero te pido un favor… No puedo cargar tantas bolsas.
¿Se lo ponemos en la cartera? —dijo Camila, comprensiva. Está todo envuelto en papel de seda, si tiene sitio en la cartera…
Le dejó Elsa manipular su cartera con un raro sentimiento de impotencia, porque lo pidió ella misma.
Así dijo Camila satisfecha—. Todo acomodado, sin arrugar. Qué maxibolso divino. Es de la temporada pasada. Entran nuevos, pero más cerca de la Navidad explicó—. No nos dedicamos a las carteras, pero un modelo siempre hay.
Pero Elsa escuchaba el silencio del posnet y empezó a sentir angustia.
Va a venir un bolso en pitón dijo Camila—. ¿Le gusta el pitón? Es un print elegante.
“Por fin”, retuvo el aire Elsa. El posnet escupió papel , la birome saltó sobre el mostrador y, con aire ya indiferente, la vendedora dijo:
Le pido una firma, un número de documento y un teléfono.


A veces decía “Fondos insuficientes”. A veces decía “Secuestrar tarjeta”. Esta vez salió bien.
Sí. Salió bien, pero tenía miedo y unas incontenibles ganas de llorar.
Caminó aferrando la cartera como si su muerte fuera en ella. Cruzó esquinas, llegó a una avenida y paró un taxi con manos temblorosas.
Déjeme en esta esquina pidió, como si rogara por su muerte y contó los billetes que saltaban rebeldes del monedero. El taxista, un hombre joven, la miraba sin decir palabra. Contó los billetes arrugados y en montón.
Suerte le dijo mientras bajaba.
Caminó cinco cuadras, cruzó esquinas y calles, y llevaba la muerte en la cartera. Cuando iba a poner la llave en la cerradura la puerta se abrió de golpe. Un hombre grande de tamaño y de edad, fuerte, con un cigarrillo en la comisura le arrancó el bolso.
Oscar, yo… lloró Elsa tratando de rescatarlo.
Rompí las tarjetas, pero pediste reposición ¿no?
Elsa sólo lloró.
_¡No podemos vivir, Elsa! ¡No podemos! No te casaste con un hombre rico.
Ella lloró muy queda.
La voz ronca desnudó insultos dirigidos a la nada.
¿Cómo pagó los arreglos del auto, Elsa? Explicámelo. ¿Cómo pagamos las expensas? ¿Cómo comemos? Puta madre sollozó Oscar.


Ustedes me va a matar dijo Elsa con el corazón preso de angustia. La criminal esta vez era una blusa de seda roja.
Pero si es divina murmuró la vendedora indiferente. ¿Se la guardo en la cartera?


El mismo ritual, el taxi la dejó a cinco cuadras, y las caminó con la muerte en la cartera.
Cuando entró en su departamento la sorprendió el silencio de la voz ronca. No veía a Oscar por ningún lado.
Habrá salido.
Rauda, sacó la blusa de la cartera, envuelta en papel de seda, y la metió en el aparador. Allí entre bijouterie, telas de todo tipo y zapatos número 35 que nunca fueron usados, guardó esa muerte que llevaba oculta.


Todo era blanco menos la camisa leñadora de Oscar. Las paredes, el ambo del médico, la luz blanca para ver las placas.
El estudio vaciló el médico.
Oscar estaba sentado enfrente del hombre de blanco, con unas placas negras  entre ellos y unos Marlboro asomando de la camisa.
Dígalo.
Tiene unas tumoraciones.
Cáncer dijo Oscar, con su voz más ronca que nunca. Rió. Rió muy fuerte, con muchas ganas—. Doctor, permítame —sacó un Marlboro frente a la mirada impotente y desconcertada del médico.
Fúmelo. Para que no me olvide. Lo peor no es morir, lo peor es ser olvidable.
Y se fue sin querer oír más, con una carcajada.


Elsa llamó al entrar.
Elsa se acercó con prudencia.
¿Qué te compraste hoy? preguntó Oscar sonriendo y tirando una gran bolsa blanca por el aire.
¿Qué es eso? dijo Elsa, sintiendo la verdadera muerte.
Las fotos de unos tumores. Quiero verte linda. ¿Por qué no te ponés lo que te compraste? prendió un cigarrillo.
No fumes,  mi amor lloró Elsa.
Bah —dijo él y abrió el aparador. ¿Creíste que no lo había visto?
Sacó la blusa envuelta en papel. La desenvolvió.
-Hermosa. Ponete esto.
El hombre de setenta años con el cáncer en la garganta, con la voz más suave que podía murmuraba.
Hermosa. Hermosa mujer mía
Elsa se sentía sollozar sin poder hacerlo. Dejó que colgara de su cuello los collares, que con suavidad perforara con dos perlas sus orejas, que preguntara por inocencia sobre la tela de las blusas dobladas, esas blusas de seda salvaje que se apresuró a esconder y nunca usó.
¿Esta blusa roja? ¿Qué tal? dijo el hombre ronco sonriendo.
Elsa lloró.
No enronqueció él—. Mírame. Eres hermosa. Te amo.
Elsa lloró.
El desabotonó su vulgar blusa estampada….
Se sintió llorando desnuda. Y él puso sobre sus hombros la hermosa blusa de seda roja.
Oscar susurró.
Elsa dijo Oscar ronco y girándola despacio, muy suave y despacio, la besó hasta la garganta.

domingo, 15 de febrero de 2015

LAS GRULLAS DE EMIKO





Creo que las novelas de aventuras marcaron mi destino…Soñar con Malasia…(playas aburridas, diría Steve), imaginarme en tormentosas cubiertas, advirtiendo a la fragilidad humana que no me rendiría fácil, porque él, el Corsario Negro, me miraba a mí, rubia por un rato, y llamándome temporalmente, Honorata de WanGuld…
Todo claro, hasta cerrar las páginas del libro y abrir otro…Sí, mi afición a las aventuras entre dos tapas, produjo otra, irredimible y para siempre: mi sentimiento de amistad, amor, lealtad, a todos los aventureros y las aventureras.
Así conocí a Steve, y compartimos inolvidables hazañas culinarias en un par de calentadores eléctricos, y tardes mirando y debatiendo cine. Steve Seal, un ciclista joven, que había ahorrado con su trabajo de electricista en una fábrica de Melbourne durante 9 años para cumplir su sueño de recorrer el mundo en bicicleta, me recriminaba suavemente, al verme lagrimear con las películas: No es verdadero, decía con su fuerte acento australiano…Son sólo películas…Ficción
Reconozco que me hacía sonreír.La más fantasiosa de las películas parecía más real que ellos, Steve y Emiko, esa pareja de ciclistas que desde Alaska a mi casa, parecían tomarse todo con la misma filosofía
—Es cierto que el mundo es asombroso—decía Steve.
—Pero también es cierto que la gente se parece en todos lados—decía Emiko.
En Alaska comieron oso, y en otros lugares, iguana.
—La iguana parece chicken—me dijo Steve.
¿Y acá, en Buenos Aires? Bueno, les gusto la polenta, harina de maíz, hervida en agua. Y también el almidón de maíz. No son platos gourmet, pero son la energía que necesita un deportista. Y cargaron varios paquetes de harina de maíz en sus alforjas. Es además, el maíz, comida económica…
—Los argentinos tiene suerte—dijo Steve—. En Australia no hay opciones. Los pobres comen comida para perros.
Emiko se engripó. Acostada en la colchoneta de mi cuarto, intentaba repararse física y mentalmente de la pedaleada por la Patagonia(sí, sí recuerdo bien su larga travesía a fuerza de pedaleo, fueron bajando hacia el sur del continente por Chile y subiendo a Buenos Aires por la costa atlántica, haciendo desvíos cuando algún lugar interesante atraía su curiosidad). La velocidad no les interesaba, ni hacer marcas ni records, se perdían con gusto si perderse valía la pena: así es que el trayecto desde Alaska, había insumido seis años. Pero sí, me contó Emiko, le gustaba fantasear con el Guiness, era la primera mujer en emprender una vuelta al mundo en bici hasta la fecha.
Steve necesitaba hacer trámites de embajada, buscar repuestos, preparar el aspecto práctico de su sueño: de un puerto de Brasil, el plan era subirse a una barco a África y pagar el pasaje trabajando.
Yo me ocupé de ayudar a Emiko con su cansancio. Cocinaba arroz, le llevaba té, y charlábamos mucho.El arroz pasó a tener un pequeño y dulce valor: un plato de esos granos hervidos valía una hermosa sonrisa de Emiko: “como mi mamá”, me decía. “Ella me hace arroz de niña.” Se quejaba de su español, pero se hacía entender perfectamente.(Hablando de La Sonrisa de Emiko, creo que a alguien debería pintar un cuadro que se llame así.)
Emiko me repetía, riendo, que la cuidaba como su mamá en su infancia.A mí me gustaba y a ella también.
El improvisado cuarto de huéspedes estaba lleno de libros. Como escritora, no me gusta que me fotografíen frente a bibliotecas. Como madre, tengo montones de fotos con mis hijos en brazos frente a ellas. Yo volvía de un fracaso matrimonial con cien cajas de libros. No había ni un metro cuadrado para las bolsas de dormir de Steve y Emi, pero todos mis llamados para conseguir otros anfitriones fracasaron.
—Bueno—dije, y trabajé con esas cajas hasta lograr un dormitorio aceptable. Había mucho polvo por los libros, pero se los veía contentos. Ni qué decir la ayuda que representó su presencia para mi terremoto emocional, cocinar con Steve, charlar con Emi…
En Japón, me explicó Emiko, no contratan mujeres como periodistas de deportes. “Entonces pensé en dar la vuelta al mundo en bicicleta, así me contratan”, dijo con una simpleza tan maravillosa como su armoniosa complejidad. Claro, entonces la contratarían y así fue. Todas nosotras resolvemos nuestros problemas así,¿verdad? A eso me refiero con armoniosa complejidad. Cuando alguien es bellamente complejo, se ve simple. Se ve amistoso, como Emiko. En su corazón y en su mente está la piedra filosofal, la alquimia que torna y define los sucesos, los malos, los buenos, sonriendo.
Porque yo preparaba arroz para una mujer que había cruzado el Estrecho de Bering, y que había dormido noches y noches con su pareja en medio de selvas calientes y bosques helados, oyendo pisadas de animales, sintiendo presencias, me contaron ambos, fantasmales.
Pero en mi hogar, por las noches, se oía otra noche, tal vez, dolorosa. Era la casa de mis padres, esos que criaron cuatro hijos en los trágicos ‘70 argentinos. Una noche mi padre lloró. Y otra noche gritó.La guerra nicaragüense era un fantasma, como el periodismo en la noche siniestra de los ’70. Lloraba dormido, gritaba…
Esa noche, Steve tomó mi cabeza, gacha sobre la mesa de la sala, y suavemente me masajeó el cabello. Me dio un beso en el pelo, y volvió a su cuarto. Era de madrugada.
Ah, mi  padre…Tenía el consuelo del tango, pero no funcionaba siempre.
Disculpen que diga que el héroe sano es como el Unicornio: tal vez existe. Mi padre no era un unicornio.A la mañana siguiente, Emiko se levantó y nos pidió unas revistas. Con gran habilidad hizo varias figuras de pájaros, las unió con un cordón, y con una vieja llave de bronce, las colgó de una ventana.
—Para que se cure tu papá—me dijo con su sonrisa.
Ellos se fueron.
Cargaron sus alforjas, repartieron risas y abrazos.
Steve dijo: —Nunca digo adiós. Digo: hasta Luego.
Así fue.
Las grullas volaron con la brisa de la ventana durante años, hasta que un día sus alas decidieron salir por la ventana abierta, y usar un viento fuerte, fuerte, viento sureño, que volaba, con sus grullas, a Australia.
Anataga Hoshii Des,  Emiko.

jueves, 5 de febrero de 2015

Miss Pamela, su profesor de historia y los riesgos del revisar el pasado


El Doctor Ferdinand Papirus se clavó los anteojos en la nariz para mirar mejor a su aplicada alumna de Historia, la señorita Pamela Johannesburgo. Pensó amargamente que le había contado la escabrosa historia de Barbazul sin lograr excitarla, verdad es que tampoco se había excitado con el amorío de Carlos II de Inglaterra y la opulenta Duquesa de Cleveland. Ni siquiera se había dado cuenta de que no había sido en la Edad Media. "Por cierto", se dijo amargado, "este punto del programa, el medioevo tardío de Ciudad Gótica, tampoco la va a excitar. Tal vez deba agarrarla de los pelos, romperle la camisa, mirarla los ojos y decirle...

"Miss Pamela, sólo el Marqués de Sade le daría a usted clase de historia, ya que contarle las cruzadas a usted es verdademente sádico".

Pero jamás lo haría. Tenía setenta años, era un doctor de Oxford y debía resignarse a...

—¿Profesor? —Miss Pamela lo miró fijo con dos grandes ojos interrogantes.

Se resignó completamente.

—En el Medioevo tardío, Ciudad Gótica era un caos. El robo y el pillaje eran moneda corrientes, bajo una tiranía despótica que hambreaba a la población. Los pobres comían lo que podían, que no era mucho, pero ellos sí lo eran... muchisimos. Las estudiantes rubias estaban famélicas y los profesores no se veían mucho mejor. El Rey Fernando I predicaba la austeridad a través de sus heraldos, que lograban pedir un gesto patriótico a la población antes de que se los comieran en las plazas. Este rey era austero: sólo hacía cuatro festines por semana, una vez al mes una orgía romana y cada tanto bebía perlas en vinagre; tenía, eso sí, dos hijos disipados, disolutos y por completo imbéciles, en cuyo criterio confiaba plenamente. Los señores feudales de Ciudad Gótica no lo destituían por imbécil sólo para que no asumieran sus dos hijos, más imbéciles que él. El rey Fernando, siguiendo el buen ejemplo de Calígula, que nombró senador a su caballo, nombró a un caballo de su establo ministro plenipotenciario. Decían que era un caballo brillante, le cepillaban el pelo cien veces por día, razón por la cual lo perdió muy pronto. Caballo decidió que el problema de Ciudad Gótica era la pobreza y resolvió eliminar a todos los pobres. Para esto tomó un paquete de medidas... —se interrumpió, indeciso y desconcertado, al ver a su alumna haciéndose sensuales masajes en el cuello. Se quitó los anteojos, se restregó los ojos y volvió a colocárselos. ¿Estaba soñando?
—Miss Pamela ¿le gusta esta historia?
—Oh, yes —suspiró ella, inequívoca—. El período de Ciudad Gótica a. B. (antes de Batman), me parece fascinante.
—¿Quiere cenar conmigo? —el anciano profesor la miró ardientemente con sus ojos miopes, agrandados por la lujuria. Era demasiado bueno para ser verdad.
—Tal vez si me sigue contando esa fascinante y excitante historia gótica, pero antes me pondré algo cómodo, si quieres, sírvete algo de beber.
Los gustos de las estudiantes de Historia inglesas son inexplicables.

Tardes y mañanas. Horas y horas… Luego de desparramar su pecho abundante sobre el exhausto pero feliz profesor Papirus, Pamela suspiraba y jadeaba un poco.
—Cuéntame algo más de esa fascinante Ciudad Gótica a. de B.
Y apenas el profesor balbuceaba algún nuevo detalle histórico del Caballo ministro y del Rey Fernando... Pamela comenzaba suavemente a jadear de nuevo.
Un día, el profesor Papirus, que era el hombre más feliz de Oxford, decidió investigar un poco más sobre ese período de Ciudad Gótica, sobre el que, a decir verdad, no sabía tanto. Y fue a la biblioteca.
No había mucha información. El rey Fernando, con la población hambreada, había nombrado ministro a su caballo. Hasta el advenimiento de Batman, eso era todo. Hasta que leyó, en una gruesa enciclopedia, una anotación en lápiz “Cavallo metió a todo el pueblo en un corralito bancario”
Eso excitó su viejo instinto de historiador. Algo olía raro. La historia no podía ser tan simple. Llamó a su viejo colega el profesor Girlon, de Cambridge. Le respondió levemente furioso.
—Mira —le dijo—. La historia de Ciudad Gótica necesita una buena patada revisionista y no hablo del revisionismo que revisa los saldos de las librerías de viajes de Notting Hill. No había ningún caballo, salvo los de la policía montada que reprimían a los manifestantes. En Ciudad Gótica fue un simple hombre ministro de economía, llamado Domingo Cavallo el que realizó una incautación en gran escala de los ahorros y el dinero del pueblo que llamaron corralito. También redujo salarios, pagó jubilaciones de miseria, hizo despidos masivos y hundió a Ciudad Gótica en la ruina.
—¿No era un caballo?
—No —se impacientó Girlon—. Mira, mejor lee… —y a continuación le dio una bibliografía completa que Papirus anotó en su libreta.
Dos días después, con la vista cansada, se presentó en el aula. El aula no era la vieja aula, a esas alturas del siglo XXV, nadie estudiaba historia, así que ahora el profesor tenía una cama plegable, un televisor de plasma, aire acondicionado, un espejo en el techo y Miss Pamela estaba sentada en un silloncito rojo. Lo único que quedaba de la vieja aula era el pizarrón y la costumbre de Pamela de traer un cuaderno para disimular.
Papirus olió excitación. Comenzó la clase con voz ronca.
—Como sabes, preciosa Pamela, hay una corriente historiográfica llamada revisionismo, bueno, la conoces. Suele decir que lo escrito es mentira y escribir una mentira mejor. Pues según el revisionismo, y esto te va encantar, sabemos más de Ciudad Gótica antes de Batman…
—Soy toda oídos —dijo Pamela con un leve jadeo. Se desabrochó un botón.
—El caballo, en primer término…
—Ah —dijo Pamela y se desabrochó dos botones.
—No era un caballo —dijo feliz Papirus— sino un hombre, un ministro de economía, llamado Domingo Cavallo, que hizo tan horrendos ajustes económicos en los salarios… Pamela ¿qué le pasa? —dijo Papirus desconcertado.
Pamela se estaba abrochando la blusa y colocándose los anteojos. Se levantó y tomó su cuaderno. Miro fríamente al profesor a los ojos.
—No era un caballo —dijo, helada como el hielo.
—No… pero sabes, eso lo dicen los revisionistas.
—No me importa —dijo ella—. No era un caballo. Adiós. Ya no hay hombres —dijo amargada y dejó el aula.
Papirus se dejó caer en su silla de profesor. No entendía nada. ¡Qué importaba Ciudad Gótica antes de Batman! ¿Debería haberle hablado de Batman? ¿Traer un álbum de fotos de equitación?
Definitivamente, ya no entendía a las mujeres.
Se sentía viejo. Anotó mentalmente cada insulto que le iba a decir al doctor Gilmor. Por los problemas académicos que le había causado su revisionismo, por supuesto.