jueves, 21 de abril de 2022

El hombre del recorte de diario abajo del brazo

 Siempre me llamó la atención que haya gente que camine por la vida con algunos recortes de periódico sobre sobre su persona como acompañante. En esa rara compañía, una página de diario a veces amarilla y vieja, hay fotos de ellos mismos en un momento de gloria y no sé porqué, ese exhibicionismo narcisista me resulta cándido e insoportablemente egotista a la vez.

Sucedió hace más de 25 años, y se me perdonará la ingenuidad que voy a relatar porque yo era muy joven. Caminaba apurada por la avenida Rivadavia, con un sobretodo gris y una boina negra (si, por ese entonces me gustaba llevar boinas y sombreros, me parecía poético), cuando un hombre de aspecto vulgar me increpa:

"Ocho millones de televidentes quieren ver ese pedazo de cara"

¿Perdón?- pregunté sorprendida, comprendiendo vagamente que me hablaba a mí de mi propia cara.

"Ocho millones de televidentes..." Y extrajo de un bolsillo el  As de espadas, un recorte de periódico. En él se hablaba de un joven productor  de la televisión cultural argentina. Se trataba de él mismo en mejores tiempos.

Voy a ignorar su verdadero nombre. Produjo algunas buenas cosas y tuvo su reconocimiento.

Me contó su proyecto, pergeñado en cinco minutos, para mi pedazo de mi cara.

Lo escuché con atención. Mi trabajo de entonces en una biblioteca era horrible y mal pago. Tenía una jefa que se parecía a Pappo y que me gritaba que no me pagaban por leer ni por escribir.  Una oferta así, como conductora televisiva de un programa de cultura, forzosamente me tenía que interesar

Le di mi teléfono. Le dije dónde trabajaba. Hasta le regalé un revista que llevaba encima con dos artículos míos.

Lo demás es predecible. Antes de la primer prueba de cámara, él tenía que "conocerme bien" Dijo otras cosas que me voy ahorrar en esta página. Llamó unas diez veces más y desapareció.

Me pregunto que habrá hecho cuando el tiempo terminó de amarillear el papel de periódico.

martes, 5 de abril de 2022

El Diablo y el maestro. Cuento de Paula Ruggeri


 

El diablo era un diablo y el maestro un maestro pizzero.

El maestro sudaba por sus numerosos tatuajes de colores, en la tensa musculatura, sacando las pizzas del horno de barro.

El Diablo, con sus tersos pechos y sus largas piernas color cobre, no pensaba en sus músculos poderosos, sino en su corazón. Decían en el barrio que el maestro tenía un corazón de oro. Daba pizza a los hambrientos, a los mendigos y los niños.

—Te amo— —dijo el Diablo cruzando sus largas piernas. Sonriéndole, pensaba en el oro de su corazón.

Desde el horno de barro, lenguas de fuego daban calor y luz a la vieja pizzería. VULCANO, era su nombre. El maestro había heredado el oficio de su padre y su padre a su vez lo había heredado de un viejo napolitano que era su abuelo.

No era tan complicada la genealogía del maestro pizzero. Hablaba de ella con sencillez.

Al Diablo no le importaba nada. Sonreía (la sonrisa de la codicia) y decía con franqueza.

—Yo sólo quiero tu corazón.

Bello como sólo el diablo puede ser, miraba al maestro directamente a su pecho, ahí donde guardaba su magnífico corazón de oro.

El maestro, por su parte, ya se imaginaba las piernas del Diablo abrazadas a su espalda.

Ambos sonreían por motivos bien distintos. El diablo pensaba en el oro derretido de ese corazón tan mal guardado.

El maestro era más sencillo, sólo quería  llevar a esa mujer que tanto sonreía a su cama.

—¿Estás acá por mi corazón?— Preguntó sonriendo (la sonrisa de la lujuria). Y ofreció una porción de pizza recién sacada del horno. Chorreaba salsa de tomate y queso.

El Diablo comía despacio, haciendo sus cálculos.

“¿Si le digo que me dé su corazón, me lo dará? ¿O tendré que calentar un cuchillo y quitárselo?”

—¿Me miras así porque querés robarme el corazón? Sonreía el maestro— Me encanta mirarte comer.¿Cuál es tu nombre? — preguntó acariciando su mentón. Las lenguas de fuego del horno de barro dibujaban raras sombras de cobre en sus rostros.

Pero el diablo dijo que no lo recordaba.

Horas después sus cuerpos estaban entrelazados y en mi l roncos suspiros  el maestro le daba al diablo su corazón y el diablo no se enteraba.  Él quería oro.

—Dámelo—dijo el Diablo y mordió el pecho tatuado con sus pequeños dientes.

—Te voy a dar todo—dijo el maestro refiriéndose a otra cosa.

—Tu corazón— jadeó el diablo— de oro. Con él podré construir un palacio mejor, cambiar el auto y tal vez vivir de rentas. Para eso debes morir.

Al oír esto el maestro se levantó del catre y se empezó a tapar nuevamente. Con las bermudas a medio vestir sobre su cuerpo desnudo, dijo:

—Estás loca.

—Puede ser, pero te arrancaré el corazón.

El maestro tomó una horquilla de pizza y la amenazó con ella.

El Diablo contestó con una sonrisa de mil dientes de cobre. Un destello brilló en ellos y el maestro empezó a tener miedo de verdad.

—Dios mío— murmuró.

—Dios— Escupió el diablo. Dámelo. Tu corazón.

Sin poder resistir la súbita violencia que crecía en su pecho como un huracán, el maestro lo golpeó con la horquilla en la cabeza, que sangró y sangró mientras el diablo moría sin decir más palabra.

El maestro se sentó y suspiró. Su corazón de oro se había ido con el diablo que acababa de asesinar.

Limpió la horquilla y sin estupor contempló como el Diablo se desvanecía como simple arenilla.