jueves, 15 de diciembre de 2016

Un cuento de Navidad

Siempre me gustó leer en voz alta. Soy una narradora oral hecha de improvisación y paciencia. No me asustan las largas extensiones, a mis hijos les leí novelas enteras.
Ese invierno, muy crudo y difícil en el plano económico, (es difícil mantener un hogar siendo una mujer sola con menos de treinta años, dos hijos y un trabajo que visto desde hoy, era perfecto: sellaba los libros en la Biblioteca Nacional.)
Ese invierno, resolví que era hora de acercar a mis niños a Dickens, el gran poeta de la prosa, el que hacía alquimia y convertía la tristeza en alegría y la escasez en abundancia. Después de más de una hora en el trasporte público, me senté con Dani y Ger (ocho y seis años), y me comprometí a leer un canto por noche de Canción de Navidad.
Recuerdo sus ojos, fascinados, desde la primeras líneas, y cómo no tengo el libro cerca, corrijanme si no era así: "Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta, aunque en el ramo de la ferretería lo más muerto debe ser el clavo de un ataúd".
Pero recuerdan, su fantasma encadenado le anuncia  a un amargado Scrooge la visita de tres espíritus fantasmales: los fantasmas de las Navidades Pasadas, Presentes y Futuras.
Tuve que leer ese canto dos veces.
A la mañana siguiente los dejé durmiendo, para ir a sellar libros y ganarnos el pan.
A mi regreso, siete de la tarde, los niños también cansados de librar sus batallas personales en la escuela (los hijos de madres solas no son muy bien mirados por las señoritas maestras), arranqué con el primer Fantasma.
Estaban fascinados. Comenzó un amor por Dickens y por esa historia que continúa hoy.
Lo más increíble pasó en el cuarto canto: El Fantasma de las Navidades futuras, aquel que muestra a Scrooge su propia tumba. Llegué a casa de trabajar y habían cortado la luz.
-Maravilloso-susurré, imbuida de un espíritu dickensiano. -Encendí una vela y a la luz amarilla y escasa, terminé de leer la historia. Sus rostros infantiles, sus grandes ojos verdes, la emoción en sus pequeñas manos, son una visión que jamás olvidé.
A la mañana siguiente, yéndome a trabajar, sorprendí un movimiento en la camita de Ger.
Estaba despierto, tan temprano, y con el libro entre las manos, leyendo.
-Quería saber que se siente si lo leo yo, Me dijo.
Y mis ojos se llenaron de lágrimas. Y están llenos de lágrimas ahora.

jueves, 1 de diciembre de 2016

El hombre de la Ferrari

Buenos Aires, eterna como el agua y el aire, desnuda en sus calles recuerdos para que sean relatos. Un día fuiste joven y los buscavida de toda clase se abalanzaron con la educación de los vampiros sobre vos. Es una ciudad y la ciudad la hacen sus habitantes, es una ciudad afecta a lo gótico.
Cuando la situación económica no es buena, provee ayuda al sufrimiento de los fumadores. Inventa máquinas baratas para armar cigarrillos, tabaco en paquete, cigarrillos sueltos, y cajas de cincuenta cigarrillos, muy baratas, con unos cigarros espantosos.
Esos últimos estaba fumando yo, veintidós añitos, bolso con libros que vendía por esa época, y vestida humildemente con un top (cortito de tan pobre), y calzas grises (las negras salían diez pesos más).
Esperaba a mi marido de entonces en la esquina de San José 05, mítico bar dónde se reunían editores, ilustradores, autores y aficionados a la ciencia ficción.
Fumando esperaba cuando asoma por la calle un auto lustroso y lustrado, rojo fuego, que atónita descubrí, era una Ferrari.
Se estaciona justo dónde estoy yo y baja un hombre, de unos 35 años, elegante, o sea, un marciano.
.-Quería preguntarte¿ dónde conseguís ese tabaco holandés?- dijo con voz educada.
Un marciano, evidentemente.
- No, le explico - no son holandeses, son reberretas. Los consigo en Constitución.
-¿Me convidás?- Lo aspiró cómo a un exquisito tabaco holandés, pero yo sabía que era teatro.
-Te invito a cenar- dijo impertérrito, a lo que me negué un par de veces.
Valoré que me comprendiera. Estaba esperando a mi marido.
Saludó, y subió a su Ferrari con el cigarro todavía humeante entre los dedos.