sábado, 20 de septiembre de 2008

La trama oculta de los juegos olímpicos. cuarta y última parte

Viene del post anterior


La convivencia de dos seres tan disímiles fue ardua y, por momentos, violenta. En los planes de Chang, Ching era sólo una bomba de tiempo cultural, capaz de llevar todo el régimen a una decadente vida loca, de sumergir horas a los dictadores en la peluquería, de vestir a toda China en ojotas flúo, terminando con ella. Mientras, para Ching, que ignoraba todo esto, el ocio intelectual en que Chang había descansado años en la celda, sin idear ninguna estrategia para preservar la llama olímpica, era exasperante. Llevaban años discutiendo, la llama estaba por partir en su viaje alrededor del mundo, y nada. Chang no había hecho nada. Gritaba. Cosas incomprensibles. Eso sí. Todo el tiempo.
—Traerás el fin de este país inmundo —vociferaba Chang—. Tú, Christina Aguilera y Ricky Martin. Tú, con tus ojotas y tu pelo fucsia. Acabarás con este totalitarismo, y es más. Acabarás con una cultura milenaria. Tú —gritó salvajemente—. Tú causarás la explosión final del curso histórico que acabará con toda esta cultura para siempre y volveremos a la vida en pequeñas comunidades, como quería Bertrand Russell, sin capitalismo, sin comunismo, sin Living la vida loca...

—Chang —el rostro de Ching expresaba el infinito cansancio de quien tiene que convivir todos los días con un chiflado—. Basta. Tienes que trabajar. Si llegan a apagar la llama olímpica, zasss —hizo el gesto de cercenar el cuello—. Estamos acabados. Tú en traje y yo en ojotas. Muertos. ¿Lo entiendes? Tienes que hacer ¿comprendes el chino?

—Hacer —gruñó Chang—. Siempre la praxis. ¿Y la meditación? ¿La teoría?Debo leer. Vete. Tu pelo fucsia me distrae de este libro de Benjamin.

—¿Benjamin? ¿Faltan dos días para que la antorcha olímpica empiece su travesía y tú leyendo a Benjamin? Yo era feliz ¿entiendes? Tomaba, me drogaba, cada tanto hacía shows. Una tarde me desperté y había tres chicas desnudas durmiendo en el piso de mi cuarto. ¿Te imaginás?Espectaculares. Con unas... Como nunca viste. Yo sólo leía en la peluquería, cuando iba a ver a mi colorista. Y ahora, por culpa tuya, sé quién es Walter Benjamin. Y te digo más: lo leí. Y te digo más: no me sirvió para nada. ¡Libros! ¡Siempre libros! ¡Nunca trabajo! ¡Ya me tienes harto, Chang!

—Eres un vil producto posmoderno —dijo Chang con calma—. Leiste a Benjamin. ¿Pero lo entendiste?

—Llevé el libro a la peluquería como me recomendaste y mientras me hacían la iluminación leí un poco, pero el peluquero me hablaba. Ahora olvida a Benjamin y dime ¿qué hacemos con los cientos de activistas que preparan las mangueras y las bombitas de agua para el paso de la llama olímpica? No te olvides: dos días y zaas... —señaló su cuello.

—Púdrete. Eres feo, no tienes tetas y tuve que aguantarte años. La muerte será un consuelo para mí. Extraño la Universidad, mi Wagner, mi pipa de espuma de mar, mis alumnas de veinte años. Deseo volver a casa, donde tengo libros en griego, en lugar de una sola edición berreta china de un libro de Benjamin que leí cincuenta veces y que traduje yo mismo. El arte en la era de la reproductividad técnica. Reproductividad técnica... repro... re...

—¿Qué pasó? ¿te volviste tarado? —dijo Ching.

—No. Reproducción técnica. Benjamin. ¡Lo tengo! —exclamó—. ¡Llama al comando y diles que tengo instrucciones!

—¿No querrás llamarlos de nuevo para pedir pizza, no? —dijo Ching temeroso—. Tengo una salida al dia. Yo te la traigo.

—No, tonto. Los llamaré yo. ¿Eres mi secretario o qué? Toma nota. “Deben hacerse dieciséis antorchas idénticas en todo, indiferenciables, por tanto, en esencia, la misma. Quince harán la travesía, cada una con su correspondiente guardia munida de fósforos. Sólo una de ellas, el molde primigenio, quedará en Beijing, apagada, con una caja de fósforos al lado. Todas valen lo mismo, todas son arte reproducido gracias a la técnica. Todas llevarán la llama olimpica, menos la que permanecerá en todo momento en Beijing. Pueden lograr apagar una, dos, pero no quince. ¿ves? La antorcha de Beijing será oportumante encendida con la llama transportada por las otras.

—¿Y si apagan las quince? —preguntó Ching.

—Y si apagan las quince se usarán los fósforos —explicó práctico—. ¿Has escrito todo?

—Sí —Ching se dejó hacer al piso con la libreta en la mano—. ¿Somos libres, acaso?

—Así es. Somos libres. Yo daré clase y tu cantarás Living la vida loca. Pero canta aquí, en Beijing... China necesita gente como tú.

—¡Por fin dices una palabra amable!

Chang sonrió. Luego se sentó, aún sonriendo abrió el libro de Benjamin y se sumió en la lectura.

Y así fue. Eran dieciséis las antorchas olímpicas. Cuando una fue apagada en París para que no la apagaran, lo hicieron con la tranquilidad de que gracias a la técnica habia quince antorchas más.

—¿Y que fue de Chang y de su fiel secretario ? —pregunté a mi amigo.

—Tal vez Chun Kao haya muerto mientras estaban presos y hayan logrado ser libres. Tal vez Chang haya viajado a Argentina y tenga un autoservicio. Y a propósito ¿leiste a Benjamin?

Y me tuve que conformar con eso.

La trama oculta de los juegos olímpicos, tercera parte

Viene del post anterior
La celda era gris, con paredes mohosas y una minúscula ventana enrejada en una esquina. Los primeros tiempos Chang berreaba y se quejaba, como castigo, la única ventana, ese toldito azul, era tapiada. Tres meses después del encierro, Chang estaba silencioso y dócil como un buen perrito. Había terminado la primer fase de la tortura china.
Ahora venía la segunda.
Una mañana lo mudaron a una moderna celda-oficina, con escritorio, papel y lápiz. Era un avance, pero había también un enorme televisor de plasma encendido. Cuando lo dejaron allí, estaban transmitiendo los festejos del 31 de diciembre del pasado año dos mil. Aburrido. Pronto Chang descubrió con espanto que no sólo no podía cambiar de canal: tampoco podía apagarlo ni bajar el volumen. Era una refinada muestra de la moderna tortura. Mirar y oir era inevitable. El espéctáculo de la más espantosa perversión humana. Toda la maldita humanidad festejando estúpidamente el fin del milenio un año antes.
Fiesta decadente. La gente creía, evidenntemente, que chocaban los planetas... En el Ártico, una pareja se casaba en un templo de hielo. En Egipto, centenares de idiotas disfrazadas de Cleopatra se casaban con otros centenares de idiotas vestidos de faraones. Festejos en Sidney. Festejos en París. En el culo del mundo, bailaba Julio Bocca. Todo parecía más o menos organizado, con mejor o peor gusto.El cerebro estético de Chang se defendía de la tortura analizando las imágenes con un procedimiento sociológico. Su mente lo refugiaba y dos meses después, conviviendo día y noche con el televisor encendido, estaba interesado en nuevos aspectos de las imágenes vistas cientos de veces. ¿Sería posible realizar una ontología de las diferencias culturales a partir de este video? No se daba cuenta, pero ese pensamiento que él creía salvador denotaba los estragos que la refinada tortura causaba a su cerebro.
Sobre todo, lo fascinaban los festejos de Singapur. Si hubiera podido, hubiera detenido la imagen eternamente en el espectáculo. Era el más vulgar, escandalosamente estúpido y decadente de cuántos había visto...
En Singapur, frente a miles de personas, un chino con el pelo fucsia, la mirada extraviada, los brazos tatuados y con una musculosa mugrienta cantaba “Living la vida loca” causando el delirio y la euforia de una multitud. Ese chino era Ching.
Sin saberlo, Ching, cantante pop, que se creyó toda su vida a salvo de cualquier inquietud social y política, él, que nunca había leido un libro o abierto un diario, ahora estaba en los planes inmediatos de un profesor de estética en prisión, cuya mente extraviada confiaba su salvación politica y la perdición del régimen totalitario chino en él y su vida loca.
Porque ahora Chang tenía un idea. Y en esa idea estaba Ching ¿artista pop? ¿ejemplo de decadencia oriental? ¿Adicto en abstinencia de diez minutos arrojado al escenario? ¿La prueba viviente de que nunca debieron cruzarse Oriente y Occidente? A Chang se le ocurrió que era el secretario ideal. Que podría convencer fácilmente a sus captores de que Ching era imprescindible para ayudarlo a proteger la llama olímpica. Pensó (cerebro del mal, inteligencia suprema arrastrada a la venganza por un cautiverio injusto), pensó que Ching traería el fin de la cultura china. Que su pelo fucsia causaría la ruina de Oriente.
¿Desvariaba? Tal vez. Pero convenció a sus captores. Así la inteligencia china procedió a la rápida busca y captura del inocente y por supuesto apolítico Ching.

De modo que un lunes a las siete de la mañana, diez hombres fuertemente armados irrumpieron en perfecto silencio en el departamento de Ching en Singapur, y de su colchón con olor a cerveza lo trasladaron en andas a un camión cerrado, que lo llevó a un maloliente contenedor en el puerto, el cual subieron a un destartalado barco, que dejó al contenedor en Beijing. Todo ese trayecto lo realizó Ching (pelo fusia, calzoncillos del demonio de Tasmania, tatuaje de Sailor Moon en el pecho) completamente dormido.
Despertó en un cuarto blanco después de que le arrojaran diez baldes de agua fría. El baño lo llevó a la realidad. Un chino de traje, flanqueado por dos guardias de corps le recitó una letanía de una hora de la que el pobre Ching apenas entendió que era consagrado por la República Popular China a la noble causa de resguardar la llama olímpica y que toda traición a ese propósito sería castigada con la muerte. Y así lo llevaron frente a Chang, su jefe, que ahora lo contempla satisfecho. Un tatuaje de Sailor Moon era más de lo que esperaba.China y su régimen estaban acabados. Eso creía Chang

continuará el sábado 27 de septiembre

domingo, 10 de agosto de 2008

La trama oculta de los juegos olímpicos. segunda entrega

Viene del post anterior
En su sala de la Universidad de Beijing, el profesor Chang, satisfecho, desgranaba aquellas incómodas diferencias que en su momento tuvieron Hegel y Shopenhauer. Había cincuenta alumnos en la clase, en respetuoso silencio. Chang caminaba de una esquina a otra del aula, deteniéndose a veces a realizar una anotación en la pizarra verde, movimiento que causaba que las lapìceras de sus alumnos se aceleraran al unísono.
Disfrutaba. Era notorio que la admiración de los jóvenes era oxígeno para su espectacular ego. Por otra parte, en la primera fila, tercer asiento a la derecha, una jovencísima alumna cuya camisa estaba por explotar le sonreía con adoración. La mirada de Chang se dirigía cada vez con más frecuencia al tercer asiento a la derecha. Había contado la desavenencia de Schopenhauer y Hegel unas quinientas cincuenta veces. La sonrisa de la alumna se expandía más y más... Chang se distraía. Dos párrafos más y ya tenía que tirar la bomba. Siempre había un suspiro extático cuando concluía diciendo que en realidad los dos grandes cerebros competían por la misma cátedra. Cada vez que lo decía, ponía un dejo de tristeza realista en su voz, sus ojos rasgados se dirigían al piso con gravedad. La miseria humana. Eran jóvenes: no tenían la más puta idea de lo que era la miseria humana, así que era fácil ganarse sus mentes y corazones hablándoles de ella y escandalizando sus ingenuos corazones con la realidad realista, que él, Chang, conocía muy bien, no como ellos.
Hegel. Schopenhauer. El tercer botón de la camisa de la alumna sonriente era sostenido por un tembloroso hilo blanco a punto de romperse.
—Por supuesto —dijo Chang mirando a su derecha—, las consideraciones matemáticas de Hegel no merecen ser tenidas en cuenta... —En ese momento el tercer botón saltó, la tiza cayó de las manos del profesor. Sonrió en éxtasis.
Todo era perfecto en el mundo de Chang ese día, tan perfecto que no podía sospechar que se avecinaba un hecho trágico que cambiaría toda su existencia. La tragedia estaba a unos pasos del aula, pero él lo ignoraba. Por la ventana entraba un aire de primavera. Esa mañana le habían pasado el importante dato de que era casi con seguridad número cantado para el Nobel. Las veinteañeras lo amaban. Su sonrisa plácida era la de un argentino en una reposera oliendo el asado preparado por otro.
Un chirrido lo distrajo de su felicidad. Sonrió a su nueva enamorada de senos turgentes y a la vista, como disculpándose por dejar de mirarla.
Una mujer occidental, rubia, con un vestido ajustado de color gris y un grabador en la mano, solicitó en amable inglés una entrevista. Ahora la carne ya estaba casi dorándose en la parrilla. Sólo tenía que extender el plato de madera. Para Chang las entrevistas eran agua fresca para el sediento: le permitían manifestar su disconformidad con el régimen y acrecentar su popularidad, así que accedió.
Miró por última vez el escote de la chica de sonrisa comprensiva sin pensar que se despedía de él para siempre. Dijo una excusa que sus alumnas aceptaron de inmediato. Un profesor célebre y mediático tiene la admiración incondicional de sus alumnos. Y alumnas.
Ya estaba fuera del aula. La rubia sonreía y caminaba veloz por el pasillo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Chang, un poco molesto. Pero la periodista caminaba tan rápido delante de él que podía apreciar la panorámica. Mirar era parte de su metier, como profesor de Estética. La anatomía femenina era su especialidad, además del origen de la tragedia en la música.
—Vamos al camión dónde está el cameraman—dijo la rubia en pésimo chino.
—¿Es para la televisión?—preguntó Chang esperanzado—. ¿De qué país?
—Alemania —respondió la chica—. El programa más visto de Alemania—aclaró.
—¿Un programa político?—preguntó Chang, con la duda en la voz. Era cierto que lo entrevistaban seguido para la tele, pero para programas de cultura que tenían dos puntos de rating.
—No—dijo ella—, es un programa de juegos.
—Bueno —dijo Chang—. El precio de la fama, —Una vez lo habían entrevistado de una revista femenina. Antes de su entrevista había tres páginas con cremas antiarrugas. Después de eso, salió dos semanas con Naomí Campbell, cosa que no le había disgustado en absoluto, ni siquiera cuando ella decidió terminar la relación arrojándole un teléfono inalámbrico por la cabeza. Le dieron siete puntos en la frente, sonriendo feliz. Después de eso, su siguiente libro vendió dos millones de ejemplares, la segunda edición fue tan oportunamente quemada por las autoridades chinas, que luego el libro fue traducido a diecisiete idiomas y, en fin, por eso era candidato al Nobel. O sea, gracias a la revista femenina o a Naomí Campbell, era el intelectual chino con más reconocimiento en el mundo. Así que un programa de juegos o uno de cocina, todo venía bien. Era bueno para él, y eso quería decir malo para el régimen. Y eso era todo lo que importaba.
Caminaron rodeando el perímetro de la Universidad y se alejaron del ruido por una calle angosta y soleada.
—El camión está allá —dijo la rubia, lacónica.
Ahora estaban en un callejón. Cercado por muros altos y grises. Olía húmedo. Olía sucio.
—No veo ningún camión—dijo Chang, alarmado. La había seguido pensando en Naomí y en su meteórica carrera y no había notado cuánto habían caminado. Por supuesto, sus enemigos conocían todos sus costumbres y manías y sabían muy bien lo distraído que era. Y su costumbre de meditar mientras caminaba.
—Es cierto —concedió ella—. No hay camión.
Oyó el chirrido de un auto al frenar. Saltó involuntariamente. La rubia corrió. De un auto negro bajaron cinco hombres.
Se le echaron encima. Chang quiso gritar, pero una cinta pegajosa le fue colocada en la boca. Sus brazos fueron sujetos y sus piernas inmovilizadas. Vio un hombre portando una jeringa. Creyó reconocerlo ¿no era el marido de esa chica? ¿Cómo se llamaba? Tenía una expresión feroz. Le levantaron la manga del saco y la camisa. El marido de la chica cuyo nombre no recordaba le clavó la jeringa en la brazo.
Una cortina negra y pesada cayó sobre sus ojos y fláccido e inconsciente se desmoronó en el piso.
Lo cargaron en el baúl del auto. No fue nada difícil, él no era pesado y estaba inconsciente. Fue como cargar un muñeco de trapo.
Cuatro hombres subieron al auto, en el callejón quedó el de la jeringa. El marido de esa chica. Sonreía. Arrojó la jeringa y escupió con desprecio.
—Ahora está todo pagado —murmuró Chun Kao.
Continuará

sábado, 26 de julio de 2008

La trama oculta de los juegos olímpicos

En tiempos recientes, la accidentada travesía de la antorcha olímpica, que viajó por el mundo con rumbo a Beijing, mantuvo entretenidos a televidentes sin nada mejor que hacer, pero sobre todo permitió a esa maravillosa degeneración del periodismo, los monologuistas-que–hablan-sin-respirar, producidos por los canales de 24 horas, usar sus metáforas y circunloquios más floridos. Mientras vimos la noticia comprobadísima de que en París los manifestantes a favor de los tibetanos estuvieron tan cerca de apagar la llama que para que no lo hicieran sus guardianes la apagaron, en un absurdo notorio y delicioso, a su paso por San Francisco nos informaron la muy creíble, aunque no comprobada, versión de que la llama que vimos y que se intentaba apagar no era la verdadera, sino que la auténtica llama olímpica viajaba, segura, en un barco que rodeaba las costas del mundo, silencioso, portador del símbolo.
Bien. Todo esto me intrigó mucho. Hace tiempo estudié el chino y tengo un amigo en el Servicio Secreto que el otro día, cuando lo llamé para preguntarle por sus juanetes recién operados, me contó la verdad de la cosa. Claro, esa infidencia en un miembro conspicuo del servicio secreto chino sólo podía ser producto de un error del anestesista. Yo creí, sinceramente, que mi amigo sólo tenía un autoservicio y no sospechaba que sabía tantos secretos de Estado. Pero ahora que lo sé, lo haré público. Les contare la historia de Chang y Ching, jefe y subjefe, respectivamente, del Servicio Secreto para Los juegos olímpicos.

Una mañana cualquiera del albor del año 2000, en una oscura oficina del Servicio Secreto de la República Popular China, dos hombres de evidente mal humor, uno de ellos de uniforme militar, el otro de traje pero con un porte más bien marcial, mantenían un fuerte discusión. La discusión fue muy larga y por momentos demasiado discursiva, con esa retórica tan cara a los orientales, para los cuales el tiempo no tiene en absoluto el valor que tiene en Occidente. Un oriental puede estar dos horas eligiendo el menú, y nadie protestará, le traerán la comida tres horas después sin que haga más que enarcar la ceja. La gente en Oriente hace cola en el banco una hora más de lo necesario porque el cajero se llevó un libro al baño... y no se pasa a otra caja. Una mujer china tarda tres horas en sacarse la ropa y eso no importa, porque su esposo se demorará cinco horas en dar el asunto por terminado, cosa que está genial. Eso sí, el embarazo dura nueve meses exactos. Es que, al fin, somos todos humanos.
Bueno, decíamos que discutían en estos términos.
—No podemos matar a Chang —decía uno de ellos, mascando furioso un cigarro—. No podemos apresarlo. No podemos...
—¡Basta! —gritó su interlocutor. Éste era un chino alto, de mirada nerviosa y voz enérgica. Vestía un uniforme militar en el que colgaban varias medallas, dándole un poco de peso a su delgado cuerpo—. No quiero volver a escucharte, Chun Kao. Este profesor esta destruyendo nuestro prestigio. Tenemos que matarlo.
—¿Prestigio? —ironizó Liao Chun Kao—. Oye, tenemos el prestigio de comer más soja que nadie y más arroz que nadie. Sólo podemos aspirar a que en un futuro cercano el dos por ciento de nuestra población coma asadito los fines de semana y acabaremos con las vacas. ¿Prestigio?—prosiguió, cruel—. ¿Sabes cuál es nuestro prestigio? Hay un intelectual italiano que dijo en un diario de Europa que si todos los chinos nos limpiáramos nuestros amarillos culos con papel higiénico acabaríamos con el Amazonas en dos meses. Ahí tienes nuestro prestigio. ¡China! ¡Una conejera!
—Oye, Chun Kao. No lo permitiré. Malditos intelectuales. Hay que matarlos, oyes, a todos. ¿Dijo culos amarillos? ¿Cómo se llama?
—Olvídalo. Tu culo es amarillo y lo sabes muy bien. No puedes matar a cada persona que dice la verdad. Este enseña en Bologna, no en Biejing. Y olvida tu chauvinismo tradicional y moderniza tu orgullo. Somos el peligro amarillo. Amenazamos con dejar a Europa sin papel higiénico. Disfrútalo ¿quieres?
—No lo permitiré, te digo. Inventamos la pólvora. La porcelana. Y este Chang nos desprestigia en el mundo con sus proclamas infames. Y no podemos apresarlo, ni torturarlo ni condenarlo a muerte porque pronto, dicen, será candidato al Nobel. Y lo sabe y sigue diciendo lo que quiere en esa aula inmunda.
Chun Kao se tomó la barbilla. A pesar de sus chanzas, sabía que no podían estarse de brazos cruzados. Se le ocurrió una idea.
—Oye, Lun Peng —dijo—. Si sólo lo raptáramos
—Imposible —exclamó Lun Peng. Su nerviosismo rozaba la desesperación. Esa China era todo para él. Había sido educado en una escuela militar a latigazos y creía sinceramente que eran un buen modo de vida. La boca de Chang, el profesor de Estética de la Universidad de Beijing, estaría limpia si la hubieran lavado con jabón en la infancia, pero ahora sólo había un forma de cerrarla: cosiéndola. En eso creía, él, un militar chino profundamente idealista, con toda su alma—. Imposible —repitió y se retorció las manos.
—Más paciencia china, sólo eso te pido. Escucha —forzó su voz, habitualmente chillona, a alcanzar un tono grave y dijo con calma—. Lo raptamos. Lo llevamos a una celda. Lo ponemos a trabajar para nosotros. A escribir columnas hablando de los positivos cambios de nuestro régimen. Que se publiquen en Le Monde Diplomatique. ¿Entiendes? Nos conviene y él se desprestigia a la vez. Y mientras ponemos su cerebro estético a trabajar para nosotros. ¿Ya te olvidaste de los Juegos Olímpicos?
—Chun Kao, creo que tienes cabeza. China será sede de los Juegos Olímpicos en el 2008. Esta decidido. Y el cerebro de Chang nos puede servir.
—Así es —sonrió Chun Kao—. Por fin comprendes.
—Bien —Lun Peng se restregó las manos—. Lo arrestaremos. Acabamos con su disidencia y lo ponemos a trabajar para nosotros.
—Será el Jefe del Servicio Secreto para los Juegos Olímpicos. Lo encargaremos de todos los detalles del ceremonial y la seguridad de la llama en su viaje por el mundo. No podrá traicionarnos. La noticia de que trabaja y cobra sueldo del gobierno lo destruirá. ¿Dicen que es inteligente, no? ¿Con un coeficiente intelectual igual al de Galileo? Bien. Hagámoslo trabajar a favor nuestro. Y luego.. —sonrió ligeramente—, lo que tú quieras
—Encárgate —ordenó Lun Peng con voz marcial.
Tomó su gorra de visera militar, hizo la venia y se fue.
Chun Kao quedó solo. Tomó una de las fotos del escritorio.
—Chang —murmuró. Doctor en Filosofía, profesor de Estética, catedrático ejemplar. —La rompió en pedazos, la pisoteó. Miró los pedazos en el suelo, satisfecho. Escupió con desprecio—. Ahí tienes —murmuró.
Maldito el día que permitió que su mujer estudiara en la Universidad. Pero ahora Chang estaba acabado, acabado. Se fue.
Continuará

lunes, 14 de julio de 2008

Cómo ser un clásico sin perder actualidad

En mi aburrrida juventud, cuando pasaba tardes leyendo libros de epistemología en el prostíbulo en el que me ganaba la vida, leía a hurtadillas poemas de Zorrilla, tratando de aprender de él a escribir poemas de verdad clásicos. Pero un día en que la prostituta especializada en filósofos nietzcheanos se pescó paperas, me tocó a mí atender a uno de esos simpáticos nihilistas, esos seres amables que creen que estamos en la decadencia de la era cristiana. (Por favor, los que se preguntan que hacía leyendo libros de epistemología en un prostíbulo que busquen en las entradas antiguas el post que se llama Sï, todo es cierto). Este cliente, sumamente depresivo y deprimente, adoptó una malsana predilección por mí. Naturalmente, se interesaba en todas mis lecturas. El día que me vio con un libro de Zorrilla me dijo "¿para qué lees esto?". Él creía que Zorrilla, así como otros reconocidos clásicos de la poesía, era una lectura anticuada. Sorprendente si pensamos que él era un filósofo de cincuenta años y yo una prostituta de 20. Verdad es que como correspondía a mi profesión, estaba acostumbrada a todo tipo de bichos. La cuestión es que él decía que mis poemas y mis lecturas eran antiguos. Tenía, según él, que leer a Milan Kundera, amigo personal suyo, o al agradable conde de Lautremont. Cuestión: ese cliente logró regenerarme y hacerme dejar el prostíbulo. Me conseguí un trabajo decente donde pudiera leer tranquila los libros de mi preferencia. Como sea, la principal objeción que él hacía a Zorrila y a mis ejercicios poéticos eran en primer lugar las anticuadas rimas y métricas (el verso libre hoy es obligatorio) y la creencia en el amor (porque eso es de idiotas). Ahora seamos sinceros: no se obtienen becas del Fondo Nacional de las Artes ni Premios Municipales escribiendo poemas de amor; a esta altura, sólo a Sabina le queda bien la rima consonante. Fue la realidad, no el admirador de Nietzche, la que me convenció de que José Zorrilla necesitaba un poco de revoque y una mano de pintura.
Entiéndanlo, yo ya no aspiro a ser valorada como poeta. Pero si quiero que Zorrilla siga siendo un clásico.
Por lo cual modifiqué algunos versos de su poema más célebre, agregué palabras para que no fuera métricamente correcto, le quite su asquerosa rima consonante y la reemplacé por un remedo agrablemente asonante y, en fin, actualicé el sentimiento de la dulce Inés por el buen Diego.
Por supuesto, hay quien pueda escandalizarse pero hay que reciclar las cosas, hasta a Shakespeare se lo adapta y, además, mi paso por el prostíbulo me da un enfoque amoroso interdisciplinario que, creo yo, enriquece el bello poema clásico.
Con ustedes, el nuevo José Zorrilla.

Actualización de José Zorrila
Pasó un día y otro día
un mes y otro mes pasó
y un año pasado había
más de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.

Lloraba la bella Inés
su vuelta, aguas donde en vano,
oraba un mes y otro mes,
del crucifijo a los pies
do el galán puso por primera vez la mano
para avanzar ésta con un muy profundo interés.

Todas las tardes iba
después de traspuesto el sol,
a la despensa de la esquina,
y entre trago y trago pedía
la vuelta del español,
y el español no volvía.

(De Flandes jamás volvería,
la bella Inés no sabía
que Diego en verdad estaba
en un burdel de Sevilla.)

Pocas noches pasaron
antes que la bella Inés
con llorosa languidez,
a Dios rezando pidiera
la vuelta de un español cualquiera.

Frente al pobre almacenero
dejaba oír sus ruegos
que éste resignado oía
pues no era español sino griego.

Volvió pues Diego de Sevilla
y halló a la pobre niña entretenida
con unos quinientos españoles
que de la guerra volvían.

(Ante tan mayúsculo interés
por su lánguida prometida
Diego juzgó muy bien
que sin Flandes nada perdía.)

Y esta historia sólo la llora
un pobre inmigrante griego
viendo la bodega vacía
que su amor casto recibió por premio.

jueves, 26 de junio de 2008

Pecados capitales y no originales

Es sumamente difícil proseguir con los mismos viejos pecados capitales, la condición de pecador es muy fluctuante y evidentemente, Dios cambia de opinión tanto como cualquiera. Algunos dicen que fuimos hechos a su imagen y semejanza, otros sostienen que lo hicieron tres curas a su imagen y semejanza, lo cierto es que él se aburrió de los pecados viejos tanto como nosotros y ya no vamos al infierno por las mismas cuestiones que antes. Por ejemplo, si la envidia fue uno de los pecados capitales más populares durante varios siglos, ahora que no es menos popular se la llama muchas veces envidia sana, estableciendo diferencias discriminatorias entre los envidiosos. Algunos se irían al infierno, otros no. Se hizo tan corriente este nuevo concepto de la envidia que además de ser popular, ahora es pública y notoria, el envidioso no tiene reparos en declarar su sana envidia, y en definitiva, ya no espanta a nadie.
Un pecado que antes era espantoso es la lujuria, era un pasaporte directo al infierno. No sólo la lujuria era pecado, sino que su opuesto, la frialdad absoluta, era tenido por virtud y hablaba muy bien de una dama que fuera altiva y fría como el hielo. Ahora a una mujer así la llamarían histérica y eso me hace pensar que tendré que dejar de ser virgen algún día, ya que nadie parece reparar en lo adorable que es mi virtud y en cuán encantadora es mi altivez. ¿No les da vergüenza?. La cuestión es que ahora lo malo no es la lujuria, sino carecer de ella, eso se considera una disfunción, fíjense ustedes, ahora sería perfectamente posible ir al infierno por no sentir lujuria, ya que así como cambiaron las costumbres en la tierra, es posible que también se hayan relajado un tanto en el paraíso y que eso sea ahora una auténtica fiesta. Dios mío. Donde se aburren de verdad es en el infierno, donde no queda casi nadie. La población infernal descendió a tres vírgenes que se resisten a aceptar la realidad y a Lord Byron, único habitante del Infierno de sexo masculino que queda ahí, porque siempre le gustó hacer el verso y ahí puede practicarlo de variadas clases, hasta que se aburra de las vírgenes o hasta que dejen de serlo. Mi vecino también quiere ayudarme con mi problemática virginidad, pero le dije que lo voy a pensar, ya lo pensé y decidí esperar tres semanas más para responderle: no quiero que piense soy ligera. Después le voy a decir que lo quiero como amigo. Seguramente voy a irme al infierno por mi falta de lujuria, pero no me importa, siempre me gustó Byron. Y todas las épocas necesitan pecadores nefandos, si no los moralmente correctos no tendrían con quien compararse para sentirse realmente bien.
Otro pecado nefando era la gula, pero la ciencia destruyó para siempre este pecado tan bello que consiste en comer sin parar. En una época la gente comía y comía con la satisfacción de que sólo estaba pecando, ahora comemos y comemos remolacha hervida y brócoli. Y si no, comemos y comemos de todo sintiéndonos culpables porque somos adictos a la comida. La tiranía de lo saludable nos fustiga tanto como el viejo cura de la aldea. ¿Será que el pecado infame en el siglo XXI es el colesterol alto?
Y aquí está la cuestión. Cuando estas cosas eran un pecado, uno las cometía con la satisfacción natural de la maldad. Ese agradable placer se perdió completamente. Con el fundamentalismo de la salud, ahora la vieja y placentera gula es una conducta adictiva, la ausencia de lujuria una disfunción sexual que obliga a sentirse culpable por la ausencia de deseo e ir al consultorio, y la envidia es disculpada por ser sana, así ya no se trata de moral, aunque la culpa sigue estando. Una creía, ingenua y virgen como es, que el beneficio de abandonar el torturante concepto de pecado era deshacerse de la culpa. Y aquellos que sienten gula o no sienten lujuria portan la incómoda letra escarlata, mientras nos envidiamos todos sanamente.

sábado, 14 de junio de 2008

Clarimonda, la muerta enamorada

"Vengo de un país en el que no hay lunas ni soles, sólo un horizonte de inescrutable penumbra; no ya caminos ni senderos; no hay tierra en la que posar el pie, ni aire en que batir las alas."
Clarimonda dice esto. Clarimonda, la que "es tan bella que no hay paleta de pintor ni verso de poeta capaz de describirla". Pero sí puede hacerlo Téophile Gautier, su creador. Leí La muerta enamorada por primera vez, en una manoseada pero bella edición de Torres Agüero Editor, a los veintitrés años. La tengo en mi falda, ahora, y miro su prodigiosa tapa. Es de un rosa subido, tal vez de un morado intenso. Sus letras tienen un sesgo romántico, tal vez gótico. Su ilustración, un dibujo gris aterrador y erótico a la vez, una pareja desnuda huyendo, abrazada, de la guadaña de la muerte.
A mis 23 años, no prestaba atención a más detalles que el texto mismo. La muerta enamorada me arrebató y creí que Gautier había bajado de regiones innombradas, a raptarme de mi cuerpo y hacerme vivir las noches de Clarimonda.
Fue realmente curioso lo que ocurrió luego: busqué otros libros de Gautier. Ni siquiera recuerdo sus títulos. No me gustaron. Nada igualaba a la muerta enamorada, absolutamente nada. Pariente del diablo de Cazzote, pariente de Armida, pariente de la bella vampira de Dumas y de la mujer del collar de terciopelo negro, su pálida belleza no tenía igual.
Creí que Gautier, el gran Gautier, era sólo la muerta enamorada y con ella se había extinguido su gloria. Como dije, no prestaba atención a los créditos de un libro.
Una tarde de invierno, mi hija Daniela volaba de fiebre y se atormentaba por el fastidio, así que tomé el mejor libro breve que encontré en mi biblioteca. La muerta enamorada. Lo leí en voz alta. Las horas volaron.
"¡Desdichado, desdichado!", dijo Clarimonda, "¿Qué has hecho? ¿Por qué has escuchado a ese cura imbécil? ¿No eras feliz?".
Una vez que empecé a leer la historia, los ojos enormes y verdes de Daniela (nueve años) no me permitieron detenerme hasta llegar al final.
Pasaron años y libros. Hace poco me obsequiaron la misma edición de Torres Agüero, en perfecto estado. Ya tengo treinte y siete años, me interesan los editores, los traductores y los directores de las colecciones.
Entonces vi que no me gusta sólo Gautier. Me gusta Gautier traducido por Carlos Gardini. El mismo Carlos Gardini que admiro por la belleza e inteligencia de su obra. El mismo Carlos Gardini con el que compartí charlas inolvidables y que una vez compartió mi mesa y la de una Daniela casi mujer. El mismo narrador dueño de una erudición que empalidece la de muchos académicos, porque sabe emplearla. Y no sólo eso. Gardini dirigió la colección de Cuentos de Torres Agüero junto con Roberto Dulce. El Roberto Dulce que alguna vez tuvo una librería inolvidable llamada El Espejo Oscuro, donde Daniela estuvo conmigo cuando tenía tres años y donde tuve conversaciones increibles, sobre, por ejemplo, los cuentos de fantasmas de Louisa Alcott. El mismo que vino a mi casa y compartió mi cena y elogió a la diminuta Daniela, hace ya más de quince años, y conoció a Ger, su hermano de meses y al que vi jugar partidas de ajedrez interminables.
Así que la bella Clarimonda es la Clarimonda de Gautier, Gardini y Roberto Dulce.
Y era natural que a Daniela y a mí, nos enamorara su historia.

domingo, 8 de junio de 2008

El largo viaje de Europa

Una noche. Una noche densa como un manto negro, con millones de pequeñas luces centelleantes. El mar. Un mar denso como un manto negro con surcos rumorosos desatándose al llegar a la orilla.
La tempestad. La tempestad estaba por llegar.
La tempestad era yo. Y era él.
Lloraba en la orilla. Iba a hundirme para siempre en ese mar, haciéndolo mi amante y mi sepulcro. Yo era muy joven. Quien es joven sabe lo que es eso. Mil noches crees morir. Mil noches sobrevivís. Yo era muy joven.
La juventud es algo muy viejo. Sobre mí el acantilado, una piedra negra señalando el mar, como una afilada mano que dijera: ve. El acantilado que me vio nacer, ahora me vería morir.
Entonces llegó el trueno. Primero fue el trueno. Luego una mancha blanca en el horizonte. Se hizo cada vez más grande y galopaba en un bramido, en la inmensidad negra. Sus cascos eran fuego. Su fuerza era blanca. Sus ojos eran dos piedras negras.
Era él. Nunca había creído esa vieja historia. “Vendrá el Toro Blanco. Es un dios poderoso. Debes amarlo y temerlo. Te raptará y te llevará y nunca volverás. A vos. Sólo a vos.” Y la temblorosa anciana clavaba sus ojos negros en la tierra y sus manos desmenuzaban el maíz y se hacía el silencio. Y yo salía corriendo y me acostaba a reírme en la tierra.
Pero él era, el Toro Blanco, y juntos fuimos la tempestad. Cayó el manto negro del cielo y las estrellas se hicieron lluvia y la lluvia cayó sobre nosotros. Cabalgamos el mar. El mar se abría a nuestro paso y sus cascos de fuego.
Llegamos a una isla. Entonces, yo me llamaba Europa.
Pasaron las mil noches de su hermoso fulgor.
—Te dejaré —dijo él—, sabes que así es. Así es la vida. Tu vientre crecerá. Pesará mucho. Y caminarás sola con tu carga, toda la eternidad. Viajarás a otras islas y a otros mares. El día nacerá y la noche morirá y el día morirá y la noche nacerá y habrá muertos y desastres y guerras crueles. Y cosechas y fiestas y alegrías. Y tú las caminarás con el peso de tu vientre, sola. Esta será tu isla, Europa, y nacerán y morirán ciudades y reyes y será Roma y nacerán pastores y césares y morirán. Y nacerán pastores y morirán dioses y yo moriré. Y nacerán pastores y morirán hijos de dioses y pastores y tu seguirás. Y cruzarás otros mares y llegarás a otras islas y no te detendrás. Se te cansarán los pies y los senos de alimentar y llevar a tus hijos, pero mirarás el cielo, la Gran Vía que marca el amor materno de una antigua mujer como tú. Un día verás otras vías hechas de cruces, pero estas también se caerán.
“Pero la vía del cielo, el Gran Río, ése no morirá. Y tú seguirás.”
Y se fue, en un bramido, galopando la inmensidad y la noche.
Quedé nuevamente a orillas del mar, deseando morir, sola bajo las estrellas, frías, lejanas y crueles conmigo como el cielo, el mar y el blanco dolor del Toro Blanco. El dolor me volvió blanca a mí también y a mi viejo nombre, Europa.
Pero sabía que los héroes que matan minotauros y capturan vellocinos, sólo dan muerte, que los héroes que se hacen matar, sólo reciben muerte.
Y nada difícil hay en la muerte, lo difícil es dar la vida y recibir la vida. Junté fuerzas y partí, buscando el calor, buscando raíces y frutos y amparo.
Mi vientre crecía. Las estaciones pasaron y cayó la fruta madura y cayeron héroes en las guerras y cayeron dioses y nacieron otros. Y vi alzarse cruces y las vi caer, vi destruir y construir iglesias y mientras yo caminaba Roma nacía y moría y nacía, el mismo nombre para mil tiempos y vidas. Y la crucé y seguí caminando y volvieron guerras y armas más poderosas, pero el hambre siempre era hambre y los muertos eran siempre muertos. Y después llegó el combate al cielo y las bombas destruían igual las casas de madera que los palacios de piedra.
Y seguí caminando y mi vientre madurando y mis entrañas doliendo y mis labios en silencio.
Una noche, escuché un bramido que venía del mar. Venía a buscarme y a llevarme. Los grandes buques llevaban odios y amores y soledades más allá del océano.
Partí otra vez, otro mar, otras islas, tras el Atlántico inmenso, donde alumbrar caminos desconocidos y buscar sombras bajo otros árboles.
Crucé y desembarqué en un puerto de miles de gentes y de voces y caminé días y noches, sin saber que me detendría nuevamente en una orilla, para otra vez gritar y enmudecer de dolor, amor y soledad.
Sentí el beso de la brisa, que nunca me abandonó, y el llanto pequeño y su calor. Me abracé a mi hijo, a mi amor, y alcé los ojos.
Sobre mí, la vieja y eterna piedra negra, la gigantesca mano señalando el mar. La misma orilla, todas las orillas y el cielo de mi juventud, eterna y vieja, de donde una vez, un toro blanco bramó y me raptó... de mi misma... y me dio el mundo.

jueves, 8 de mayo de 2008

Soluciones mágicas para la depresión.

Como habrán notado padezco el síndrome del análisis. Muchas veces me dijeron: Paula, vos pensás demasiado. Desde hace unos días estoy deprimida. Leer a Dante a los doce años tal vez haya sido demasiado y desde entonces soy algo trágica. Mi anterior post, que tiene sólo dos días, es muy deprimente. Y pensé en ser del bando de los de la buena onda de una buena vez. Comer comida light. Manteca light, mayonesa light, chocolate light ¿y para cuándo los chorizos y el vacío y las empanadas de carne light?
Quiero decorar mi casa según el arte del feng shui. Poner cascadas para tropezarme y mojarme en todas las esquinas, la cama mirando al sur, sacar los espejos que tengo en el techo del dormitorio porque según la sabiduría oriental quedan feos (qué diantres, a mí me gustan). También tengo que cambiar mi apariencia personal. Tengo que vestirme de blanco, relajada. Túnicas de bambula y ojotas, aunque hace frío. Una bronquitis me ayudará a meditar y faltar al trabajo. El trabajo me hace mal. También puedo añadir una túnica azafrán.
Por último, puedo raparme la cabeza, agarrar una pandereta y bailar por plaza Flores, hare, krishna, hare.
Y así dejaré de pensar demasiado. De hecho, no pensaré absolutamente nada.
Aunque sí tengo un recurso cuando la realidad me abruma, que no es ninguna de esas tonterías. Tengo un disco de Jack Johnson. Es un músico maravilloso. Trasmite la auténtica buena onda: la que da la belleza y la serenidad de una vida que no se consigue con productos light y con decoración.
Es la paz de quienes saben contemplar el mar. Es la paz de quien sabe que la serenidad puede darse, pero no es permanente ni obligatoria y no tiene recetas, ni método, ni es superficial y no se consigue con un manual de decoración.
Y a veces, aunque ya no sé si Jack estaría de acuerdo o se lo cuestiona, sólo el análisis de la realidad que te rodea te permite alcanzar cierta serenidad. La de quien tiene un pensamiento, una mirada y no es cobarde.

martes, 6 de mayo de 2008

De crueles reales y provocadores de cartón pintado

Hoy me encuentro leyendo diarios y revistas y gracias a ellos descubro que los blogs recomendados por los grandes medios son aquellos en que una persona busca novia o novio y cuenta sus citas y peripecias con gran éxito de público. Bueno, supongo que los que están leyendo esto buscan otra cosa. Quiero decir que tal vez están hartos de esa especie que denomino provocadores de cartón pintado. Que hacen lo que hacen justamente porque no provocan a nadie ni a nada. Pero otros provocadores, ya no autores de blogs sino profesionales, tampoco lo hacen. Siguiendo esta línea de pensamiento, encuentro que algunas groserías, sino la inmensa mayoría de ellas, no desafían al poder sino que ayudan a definirlo. El poder y sus abusos son groseros y la mayor parte de las groserías son expresiones de esos abusos y esas violencias. O sea, son perfectamente coherentes con una sociedad donde ocurren distintos tipos de violencias y las estúpidas violencias verbales sólo las expresan, en claro acuerdo y aprobación de esa realidad. Por eso, los supuestos provocadores están en los grandes medios de comunicación y lo único que provocan es el horror, el horror, a quienes creímos que hacer humor ignorando a Moliére era imposible, o a quienes nos extrañamos de que a distinta hora y por el mismo canal, se aliente al violador y se denuncie la violación.
Entre horrores diversos y con matices, hay un cierto periodismo televisado que me espanta. Es aquel que se erige valientemente en juez y verdugo, abandonando toda anticuada pretensión de objetividad, para increpar, en un linchamiento proverbial, al funcionario al que le toque. Recordemos que el estado de derecho implica que todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Meditemos acerca de cuán válidos son los métodos de prueba, obligados para su exhibición televisiva a ser superficiales, de los periodistas, hoy llamados noteros. El espectáculo de la justicia por mano propia fascina y lleva al aplauso a mucha gente, en una sociedad que tantas veces justificó el ajusticiamiento por fuera del estado de derecho. Pero cuando se trata de políticos... todo recurso es válido. Hasta el linchamiento.
Políticos: una expresión que el periodismo televisivo usa para descalificar. "La perversa política ensució los sanos Juegos Olímpicos", declamaba un idiota por uno de los canales más vistos del país. Cualquier vocero de la dictadura militar hubiera dicho los mismo durante el sano Mundial del 78. La profesión de político, igualada a la delicuencia por tantos sectores que hasta disfrazan su fascismo (tosco, embrionario, todavía informe) de reclamo justo.
Por cierto, estos periodistas o noteros, son valientes y corajudos e independientes a más no poder cuando se trata de funcionarios, políticos, representantes del Estado nacional. Se vuelven repentinamente silenciosos, serviles y acomodaticios cuando se trata de grandes intereses económicos. Toda su profesionalidad periodística se va al carajo cuando la empresa que les paga el sueldo se ve afectada en sus intereses. Entonces, los vemos incurrir en una mediocridad que pasma. La de un empleado que quiere seguir cobrando. Y el riesgo, la emoción y la aventura del periodismo son repentinamente olvidados.
Y la crueldad de estos empleados cuando se vuelcan al supuesto humor. Cuando exhiben en un programa humorístico, por ejemplo, a un hombre alcoholizado al que detiene la policía conduciendo. Su índice de alcoholemia es altísimo. El hombre devaría, discute, delira. La imagen es repetida hasta el hartazgo. Los conductores ríen y el público ríe. Detras de esto, hay una vida, tal vez varias, arruinadas para siempre. Tal vez haya un hijo, un nieto, martirizado en la escuela. Tal vez una esposa que no se atreve a ir a la oficina. Tal vez haya una familia, que ahora, mientras yo escribo estas líneas, llora y sufre. Pero es tan fácil vestir la crueldad de inteligencia y el sadismo más atávico y violento, de justicia y es tan fácil reir de la enfermedad y de la debilidad del otro.
Aunque no para todos. Eso es para los crueles reales y los provocadores de cartón pintado cuya provocación es solamente un eco de violencia, una complicidad con el que discrimina, una multiplicacion masiva de la agresión por un medio tecnológico, que aún no ha sido catalogada como crimen. Que sólo provoca tristeza en quienes comprenden su naturaleza. Dante, que si era un provocador, los hubiera incluido en su infierno.
Creo que una de las desgracias del nuevo siglo es tener que añadir un círculo al infierno de Dante. En el clásico, esta gente no cabe.