domingo, 8 de junio de 2008

El largo viaje de Europa

Una noche. Una noche densa como un manto negro, con millones de pequeñas luces centelleantes. El mar. Un mar denso como un manto negro con surcos rumorosos desatándose al llegar a la orilla.
La tempestad. La tempestad estaba por llegar.
La tempestad era yo. Y era él.
Lloraba en la orilla. Iba a hundirme para siempre en ese mar, haciéndolo mi amante y mi sepulcro. Yo era muy joven. Quien es joven sabe lo que es eso. Mil noches crees morir. Mil noches sobrevivís. Yo era muy joven.
La juventud es algo muy viejo. Sobre mí el acantilado, una piedra negra señalando el mar, como una afilada mano que dijera: ve. El acantilado que me vio nacer, ahora me vería morir.
Entonces llegó el trueno. Primero fue el trueno. Luego una mancha blanca en el horizonte. Se hizo cada vez más grande y galopaba en un bramido, en la inmensidad negra. Sus cascos eran fuego. Su fuerza era blanca. Sus ojos eran dos piedras negras.
Era él. Nunca había creído esa vieja historia. “Vendrá el Toro Blanco. Es un dios poderoso. Debes amarlo y temerlo. Te raptará y te llevará y nunca volverás. A vos. Sólo a vos.” Y la temblorosa anciana clavaba sus ojos negros en la tierra y sus manos desmenuzaban el maíz y se hacía el silencio. Y yo salía corriendo y me acostaba a reírme en la tierra.
Pero él era, el Toro Blanco, y juntos fuimos la tempestad. Cayó el manto negro del cielo y las estrellas se hicieron lluvia y la lluvia cayó sobre nosotros. Cabalgamos el mar. El mar se abría a nuestro paso y sus cascos de fuego.
Llegamos a una isla. Entonces, yo me llamaba Europa.
Pasaron las mil noches de su hermoso fulgor.
—Te dejaré —dijo él—, sabes que así es. Así es la vida. Tu vientre crecerá. Pesará mucho. Y caminarás sola con tu carga, toda la eternidad. Viajarás a otras islas y a otros mares. El día nacerá y la noche morirá y el día morirá y la noche nacerá y habrá muertos y desastres y guerras crueles. Y cosechas y fiestas y alegrías. Y tú las caminarás con el peso de tu vientre, sola. Esta será tu isla, Europa, y nacerán y morirán ciudades y reyes y será Roma y nacerán pastores y césares y morirán. Y nacerán pastores y morirán dioses y yo moriré. Y nacerán pastores y morirán hijos de dioses y pastores y tu seguirás. Y cruzarás otros mares y llegarás a otras islas y no te detendrás. Se te cansarán los pies y los senos de alimentar y llevar a tus hijos, pero mirarás el cielo, la Gran Vía que marca el amor materno de una antigua mujer como tú. Un día verás otras vías hechas de cruces, pero estas también se caerán.
“Pero la vía del cielo, el Gran Río, ése no morirá. Y tú seguirás.”
Y se fue, en un bramido, galopando la inmensidad y la noche.
Quedé nuevamente a orillas del mar, deseando morir, sola bajo las estrellas, frías, lejanas y crueles conmigo como el cielo, el mar y el blanco dolor del Toro Blanco. El dolor me volvió blanca a mí también y a mi viejo nombre, Europa.
Pero sabía que los héroes que matan minotauros y capturan vellocinos, sólo dan muerte, que los héroes que se hacen matar, sólo reciben muerte.
Y nada difícil hay en la muerte, lo difícil es dar la vida y recibir la vida. Junté fuerzas y partí, buscando el calor, buscando raíces y frutos y amparo.
Mi vientre crecía. Las estaciones pasaron y cayó la fruta madura y cayeron héroes en las guerras y cayeron dioses y nacieron otros. Y vi alzarse cruces y las vi caer, vi destruir y construir iglesias y mientras yo caminaba Roma nacía y moría y nacía, el mismo nombre para mil tiempos y vidas. Y la crucé y seguí caminando y volvieron guerras y armas más poderosas, pero el hambre siempre era hambre y los muertos eran siempre muertos. Y después llegó el combate al cielo y las bombas destruían igual las casas de madera que los palacios de piedra.
Y seguí caminando y mi vientre madurando y mis entrañas doliendo y mis labios en silencio.
Una noche, escuché un bramido que venía del mar. Venía a buscarme y a llevarme. Los grandes buques llevaban odios y amores y soledades más allá del océano.
Partí otra vez, otro mar, otras islas, tras el Atlántico inmenso, donde alumbrar caminos desconocidos y buscar sombras bajo otros árboles.
Crucé y desembarqué en un puerto de miles de gentes y de voces y caminé días y noches, sin saber que me detendría nuevamente en una orilla, para otra vez gritar y enmudecer de dolor, amor y soledad.
Sentí el beso de la brisa, que nunca me abandonó, y el llanto pequeño y su calor. Me abracé a mi hijo, a mi amor, y alcé los ojos.
Sobre mí, la vieja y eterna piedra negra, la gigantesca mano señalando el mar. La misma orilla, todas las orillas y el cielo de mi juventud, eterna y vieja, de donde una vez, un toro blanco bramó y me raptó... de mi misma... y me dio el mundo.

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