sábado, 26 de julio de 2008

La trama oculta de los juegos olímpicos

En tiempos recientes, la accidentada travesía de la antorcha olímpica, que viajó por el mundo con rumbo a Beijing, mantuvo entretenidos a televidentes sin nada mejor que hacer, pero sobre todo permitió a esa maravillosa degeneración del periodismo, los monologuistas-que–hablan-sin-respirar, producidos por los canales de 24 horas, usar sus metáforas y circunloquios más floridos. Mientras vimos la noticia comprobadísima de que en París los manifestantes a favor de los tibetanos estuvieron tan cerca de apagar la llama que para que no lo hicieran sus guardianes la apagaron, en un absurdo notorio y delicioso, a su paso por San Francisco nos informaron la muy creíble, aunque no comprobada, versión de que la llama que vimos y que se intentaba apagar no era la verdadera, sino que la auténtica llama olímpica viajaba, segura, en un barco que rodeaba las costas del mundo, silencioso, portador del símbolo.
Bien. Todo esto me intrigó mucho. Hace tiempo estudié el chino y tengo un amigo en el Servicio Secreto que el otro día, cuando lo llamé para preguntarle por sus juanetes recién operados, me contó la verdad de la cosa. Claro, esa infidencia en un miembro conspicuo del servicio secreto chino sólo podía ser producto de un error del anestesista. Yo creí, sinceramente, que mi amigo sólo tenía un autoservicio y no sospechaba que sabía tantos secretos de Estado. Pero ahora que lo sé, lo haré público. Les contare la historia de Chang y Ching, jefe y subjefe, respectivamente, del Servicio Secreto para Los juegos olímpicos.

Una mañana cualquiera del albor del año 2000, en una oscura oficina del Servicio Secreto de la República Popular China, dos hombres de evidente mal humor, uno de ellos de uniforme militar, el otro de traje pero con un porte más bien marcial, mantenían un fuerte discusión. La discusión fue muy larga y por momentos demasiado discursiva, con esa retórica tan cara a los orientales, para los cuales el tiempo no tiene en absoluto el valor que tiene en Occidente. Un oriental puede estar dos horas eligiendo el menú, y nadie protestará, le traerán la comida tres horas después sin que haga más que enarcar la ceja. La gente en Oriente hace cola en el banco una hora más de lo necesario porque el cajero se llevó un libro al baño... y no se pasa a otra caja. Una mujer china tarda tres horas en sacarse la ropa y eso no importa, porque su esposo se demorará cinco horas en dar el asunto por terminado, cosa que está genial. Eso sí, el embarazo dura nueve meses exactos. Es que, al fin, somos todos humanos.
Bueno, decíamos que discutían en estos términos.
—No podemos matar a Chang —decía uno de ellos, mascando furioso un cigarro—. No podemos apresarlo. No podemos...
—¡Basta! —gritó su interlocutor. Éste era un chino alto, de mirada nerviosa y voz enérgica. Vestía un uniforme militar en el que colgaban varias medallas, dándole un poco de peso a su delgado cuerpo—. No quiero volver a escucharte, Chun Kao. Este profesor esta destruyendo nuestro prestigio. Tenemos que matarlo.
—¿Prestigio? —ironizó Liao Chun Kao—. Oye, tenemos el prestigio de comer más soja que nadie y más arroz que nadie. Sólo podemos aspirar a que en un futuro cercano el dos por ciento de nuestra población coma asadito los fines de semana y acabaremos con las vacas. ¿Prestigio?—prosiguió, cruel—. ¿Sabes cuál es nuestro prestigio? Hay un intelectual italiano que dijo en un diario de Europa que si todos los chinos nos limpiáramos nuestros amarillos culos con papel higiénico acabaríamos con el Amazonas en dos meses. Ahí tienes nuestro prestigio. ¡China! ¡Una conejera!
—Oye, Chun Kao. No lo permitiré. Malditos intelectuales. Hay que matarlos, oyes, a todos. ¿Dijo culos amarillos? ¿Cómo se llama?
—Olvídalo. Tu culo es amarillo y lo sabes muy bien. No puedes matar a cada persona que dice la verdad. Este enseña en Bologna, no en Biejing. Y olvida tu chauvinismo tradicional y moderniza tu orgullo. Somos el peligro amarillo. Amenazamos con dejar a Europa sin papel higiénico. Disfrútalo ¿quieres?
—No lo permitiré, te digo. Inventamos la pólvora. La porcelana. Y este Chang nos desprestigia en el mundo con sus proclamas infames. Y no podemos apresarlo, ni torturarlo ni condenarlo a muerte porque pronto, dicen, será candidato al Nobel. Y lo sabe y sigue diciendo lo que quiere en esa aula inmunda.
Chun Kao se tomó la barbilla. A pesar de sus chanzas, sabía que no podían estarse de brazos cruzados. Se le ocurrió una idea.
—Oye, Lun Peng —dijo—. Si sólo lo raptáramos
—Imposible —exclamó Lun Peng. Su nerviosismo rozaba la desesperación. Esa China era todo para él. Había sido educado en una escuela militar a latigazos y creía sinceramente que eran un buen modo de vida. La boca de Chang, el profesor de Estética de la Universidad de Beijing, estaría limpia si la hubieran lavado con jabón en la infancia, pero ahora sólo había un forma de cerrarla: cosiéndola. En eso creía, él, un militar chino profundamente idealista, con toda su alma—. Imposible —repitió y se retorció las manos.
—Más paciencia china, sólo eso te pido. Escucha —forzó su voz, habitualmente chillona, a alcanzar un tono grave y dijo con calma—. Lo raptamos. Lo llevamos a una celda. Lo ponemos a trabajar para nosotros. A escribir columnas hablando de los positivos cambios de nuestro régimen. Que se publiquen en Le Monde Diplomatique. ¿Entiendes? Nos conviene y él se desprestigia a la vez. Y mientras ponemos su cerebro estético a trabajar para nosotros. ¿Ya te olvidaste de los Juegos Olímpicos?
—Chun Kao, creo que tienes cabeza. China será sede de los Juegos Olímpicos en el 2008. Esta decidido. Y el cerebro de Chang nos puede servir.
—Así es —sonrió Chun Kao—. Por fin comprendes.
—Bien —Lun Peng se restregó las manos—. Lo arrestaremos. Acabamos con su disidencia y lo ponemos a trabajar para nosotros.
—Será el Jefe del Servicio Secreto para los Juegos Olímpicos. Lo encargaremos de todos los detalles del ceremonial y la seguridad de la llama en su viaje por el mundo. No podrá traicionarnos. La noticia de que trabaja y cobra sueldo del gobierno lo destruirá. ¿Dicen que es inteligente, no? ¿Con un coeficiente intelectual igual al de Galileo? Bien. Hagámoslo trabajar a favor nuestro. Y luego.. —sonrió ligeramente—, lo que tú quieras
—Encárgate —ordenó Lun Peng con voz marcial.
Tomó su gorra de visera militar, hizo la venia y se fue.
Chun Kao quedó solo. Tomó una de las fotos del escritorio.
—Chang —murmuró. Doctor en Filosofía, profesor de Estética, catedrático ejemplar. —La rompió en pedazos, la pisoteó. Miró los pedazos en el suelo, satisfecho. Escupió con desprecio—. Ahí tienes —murmuró.
Maldito el día que permitió que su mujer estudiara en la Universidad. Pero ahora Chang estaba acabado, acabado. Se fue.
Continuará

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