lunes, 13 de mayo de 2019

La Ninfa del Jardín


La Ninfa

Su pequeña fuente para ella es un lago. No importa que el ruido de las avenidas cercanas perturben las ondas de las aguas: ella está ahí, por voluntad de un escultor, como un último chiste de artista lanzado a la gran ciudad, antes de que se convierta en eso, una gran ciudad. Ahi, en ese Jardín Botánico que es una paradoja viva, verde, y piedra, un retiro para paseantes, para lectores y para enamorados.
Los escultores y los paisajistas trabajaron en común: el jardín esconde varios secretos y uno de ellos es que una pequeña escultura es completada por la curva de una planta colocada artísticamente detrás.
Cualquiera que haya plantado un árbol sabe que es una forma de poesía ¿cómo no iba ser maravilloso el trabajo de escultores y botánicos juntos?
De niña, paseaba mucho con mi madre por este gran jardín. La tierra de los senderos es roja (tierra traída, según mi madre, de la provincia de Misiones, dónde está el Iguazú y su catarata)
Ella sabe de paisajismo: así como Carlos Thays diseñó el Botánico de Buenos Aires, su bisabuelo el belga Gislain Espagne diseñó los parques de la ciudad de La Plata, capital de la Provincia de Buenos Aires, y una usina cultural, científica y artística como hay pocas. Contratado durante la época de su fundación, Gislain se ocupó de hacer traer bulbos y semillas de todas partes del mundo, trasladadas en condiciones severamente indicadas por él, distintas según cada bulbo, para hacer de los parques de La Plata una reserva de plantas y árboles que representara cada rincón del planeta.
Mi abuela me contó que a Gislain un señor le encargò un parque para su esposa. Bajo la ventana de ella había un terreno yermo. Gislain trabajó en silencio con ocho jardineros toda la noche. La señora durmió normalmente.
Cuando despertó, abrió la ventana para ver un hermoso parque…
Volviendo a ella, la ninfa del Jardìn Botánico; ella está ahí para recibirte. No importa cuán gris pongan los autos y colectivos el color celeste del día. Te olvidas las palabras histeria, desamor, pulsión, sentido, displacer. Olvidas a Flaubert, a Merimee , a Freud y a Eva Sunnz.
Mírala, se mueve. Da la vuelta alrededor de la fuente, ella te mira, no te mira, te busca con un movimiento de la mano, te habla de amor, te susurra, te dice que la mujer tuvo siempre un cuerpo fuerte, y que su seducción y la debilidad no tienen nada que hacer juntas.
Ella está acá, con su gracia, con su movimiento juguetón impreso en la piedra por un escultor para que nunca olvides que el amor es sólo un juego.

viernes, 29 de marzo de 2019

Quince esqueletos y el cofre y la botella de ron



Estoy en las últimas páginas de un nuevo libro y aunque una parte de mí está acostumbrada, en un rincón de mi persona todavía hay una pequeña niña que mira azorada. Esa que leía como si las letras de molde fueran aire que respiraba, esa que maldecía (y usaba la palabra “maldecir”), en idioma mosqueteril, esa que leía a Shakespeare con sus ocho años y su perro favorito a los pies, ignorando quien era Shakespeare, para su fortuna y por eso, dejándose capturar por esas líneas de diálogo que expandían luz.
La niña que cantaba con sus hermanos, también ávidos lectores, la canción de la Isla del Tesoro. “Quince esqueletos en el cofre del muerto y una botella de ron”
La niña que soñaba con ser escritora, como quien sueña escalar una montaña.
Todavía me mira, desde un ángulo que aún no es sepia, y me pregunta, y me cuestiona, y a veces, para mi alegría, me lee en silencio.


jueves, 21 de marzo de 2019

El Dragón que devora los Caminos

La campera negra, los vaqueros en los hombres y las calzas ajustadas como medias en las mujeres. Bolsos, mochilas, carteras las menos. Rostros agotados. De los ancianos a los adolescentes, todos tienen ojeras marcadas de dormir menos de lo que necesitan, y una mirada de no mirar nada.
Se acomodan como pueden, pero no hay comodidades. Son pocos los asientos para la cantidad de personas que el chófer hace subir al colectivo.
 A veces la gente tapa las puertas. A veces quedas casi encima del chófer y ese volante que frágil dirime tu destino y el de los demás, accidentales compañeros de ruta.
Todos llevan los auriculares puestos. Muchos viajan mirando sus teléfonos celulares. Se aíslan, apretujados por la multitud y a veces el interlocutor etéreo que de la nada les habla, les arranca una carcajada.
No están en las películas. Las ficciones se ocupan poco de ellos.
Son una multitud. Son muchas personas, de una en una, librando su batalla personal.
A veces alguien canta en voz alta. 
Hoy en un colectivo 25 atestado de gente, un hombre que vivía su locura personal de forma pública, cantaba desafiando unos versos propios que se repetían una y otra vez:
"Hoy es un bello día."
Es que no era un loco. Y ese no era un colectivo 25. Y esos no eran madrugadores yendo al trabajo.


"Es un bello día"_ Canta el juglar, y las damas y los caballeros, valientes y compuestos, miran sus celulares mientras el Dragón que devora los caminos los lleva a la Batalla.

martes, 22 de enero de 2019

Un poema en el alba

SUEÑO DEL ALBA

Acuérdate de esas noches
Amor que he tenido
Y perdido en el alba
Las sombras de nuestras voces
Del llanto y del goce
Por él amadas
Por este mi caro sueño
Yo me uní contigo
En la tierra y las aguas
Tú sabes que yo no miento
Si digo que soñé esa noche
Que un sueño me amara
Tus manos que me han dejado
La marca del hombre
Que ayer me dejara
Mi llanto que ayer muriera
Cuando entre tus brazos
Se iba mi alma
Acuérdate que esa noche
Yo cante este sueño
Que perdí en el alba
Únete a mí en el sueño
Pues a tu vida toda yo la soñara
Deja que muera el sueño
Que yo haré entre mis versos
La prisión del hombre
Que yo soñara

Si es que él lleva tu nombre
Tú no puedes saberlo pues eres sueño
Que ayer soñara

martes, 11 de diciembre de 2018

Jeanette

Ella había nacido en París en el siglo XIX y cuando apareció el corte ala garcon, solía decir que jamás se cortaría el pelo, acto temerario idéntico a perder el honor. Su prima, mi abuela de origen belga se reía: con su corte a la garcon, estrenaba un novio fundamental en mi génesis. Esas riñas tan vintage, propias de niñas anticuadas, serían parte importante del paisaje de mi infancia, donde mi abuela Tina vivía en mi casa y Jeanette venía a visitarla, trayendo siempre algo para mí.
Una vez fue un abanico de plumas pintadas en oro, que tenía, aseguró, más de cien años. Otra vez fueron unas mantillas de encaje y unas medias de seda negras bordadas. En la fiebre adolescente, mis amigas se fascinaban con esas prendas antiguas y bellas y las combinaban con prendas punk en la previa del baile.
No necesito decir que sólo me queda lo macizo: un cofre alajero de plata labrada.
También me daba lecciones de francés, un francés anticuado que me costaba muchísimo entender.
Y me enseñó a maquillarme. Sólo que mis ojos eran velados por una sutil materia negra que venía en una caja de cartón, circular, en polvo y era el rimmel que se usaba antes de la aparición del cepillo aplicador, ese que creemos que nació con el mundo y que fiel a su mundo propio, Jeanette no usó jamás.
Un día vino a casa, se sentó frente a mí y me entregó un par de tomos editados por Garnier París: el título que llevaban era Margarita a los veinte años.
Me hizo prometer que los leería, es más, que se los narraría luego. Satisfecha con mi afirmación, se fue.
Sucedía que para mí leer era divertido. Leer era Emilio Salgari, era Louisa M Alcott, era Alejandro Dumas.
Margarita a los veinte años resultó un libro soporífero.
Una vez al mes Jeanette venía de visita y me interrogaba sobre el libro en un aparte. Yo sufría la noche anterior leyendo desesperada entre bostezos la vida de la Margarita esa que tanto amaba Jeanette. El resumen sería que Margarita se enamoró de un capitán de barco, naufragaron juntos, él murió, ella sobrevivió. Hasta ahí, 40 páginas. Las 270 páginas sobrantes son el amor por Dios de Margarita, que a los veinte años se hace monja.
Jeanette me premió con un delicado polvo de arroz para el rostro, un antiguo iluminador, cuya envoltura era una caja de cartón circular, con unas rosas pintadas.
-Se coloca con un cisne- me dijo y se fue.
La vi pocas veces después de eso. Había pasado su mensaje a la niña Paula, que ella llamaba Paulette. Y tal vez estaba satisfecha en cuánto a mí y mis esperables naufragios.
Olvidé decir que Jeanette era no vidente, pero es un olvido intencionado.
Jeanne Daleas perdió la vista por una enfermedad a los veinte años. Y fue profesora de francés, consiguiendo en su combate con las instituciones ser la primer docente no vidente de la Argentina.

domingo, 2 de diciembre de 2018

Con la Muerte en la biblioteca

En la biblioteca familiar había desde Jean Paul Sartre a Agatha Crhistie, pasando por variados filósofos y filósofas, más libros y publicaciones varias de política internacional y geopolítica (la especialidad de mi padre) y de ciencias de la educación (la especialidad de mi madre). Mis hermanos y yo logramos que se colaran varios títulos de aventuras y yo en particular, de mitología griega y latina.
Mis hermanos y yo éramos niños tal vez demasiado estimulados, y de pequeños en cuadernos de tapa dura escribíamos nuestros propios relatos y los firmábamos con grandes mayúsculas, así como dibujamos selvas de colores en rollos de télex sin uso que nuestro padre a veces traía del diario.
Así fue en síntesis mi infancia en el hogar familiar. Cuando llegó la adolescencia, empecé a reparar en títulos de la biblioteca que por tener tapas tan poco atractivas y carecer de ilustraciones, hasta entonces no había leído.
Mi padre me recomendó "El largo adiós" de Chandler. Luego siguió la estremecedora "Cita en la oscuridad", de William Irish, cuyo nombre real es Cornell Woolrich. Siguió toda la saga Woolrich, desde La novia vestía de luto al Angel negro. Woolrich en distintas colecciones y ediciones: destaco la serie naranja de Hachette, porque las traducciones de Woolrich en especial solían ser de Rodolfo Walsh.
Ese dúo, Woolrich y Walsh, hizo más por mi vocación de escribir que todas las palabras, incluso de mis padres, que para bien y para mal recibí en todos mis años de cuadernos de tapa dura y espiralados, en pupitres, plazas, bares y mi misma habitación.
Me ayudaron a soportar los gritos de mi jefa bibliotecaria en mi escritorio de la Biblioteca Nacional, cuando la censora encubierta de guardiana de la cultura me encontraba con mi cuaderno-pecado.
Me acompañaron en cada ocasión, buena o mala, en que los precise.  Hasta estuvieron junto a mí, con una mano en cada hombro, cuando respondía a un miembro de la Rae que conoce más insultos para una mujer de los que tiene el diccionario.
Así escribí y publiqué El jardín de las delicias y La mujer prohibida.
Ni Woolrich ni Walsh figuran en los agradecimientos.
Pero lo bueno es que habitan, así lo siento, en las dos novelas.







viernes, 23 de noviembre de 2018

Gracias a ustedes

Ayer, ingresé como todos los días a éste espacio, y me encontré con esa cifra tan deseada por mí, 100.000 páginas vistas. Significa en crudo 100.000 clics, en las muchas y diferentes páginas escritas que ofrece este blog, más de diez años de trabajo placentero, dando lugar a las musas y a los amigos y amigas, los de siempre, los nuevos que me dio este espacio propio que comparto, con sus alegrías y melancolías.
Es posible que la melancolía esté más presente en este momento del blog, que es también un pequeño habitante del Naufragio de la Historia. Somos pequeñas narraciones y relatos dentro de esa Gran Narración, que es como siempre llamé a la Historia, incluso cuando trabajo en archivos y ediciones historiográficas. Me tienta menos el traje académico, con sus congresos y comunidades, que el fogón y sus alrededores, y que el contar historias en bares, en la vereda, en los trenes, y detectar, sonriendo levemente, que me oyen con interés desde el asiento o la mesa de atrás.
Este año publiqué con gran satisfacción una novela, La mujer prohibida. Fue un año satisfactorio y difícil. No elegí el camino más breve para el éxito, porque como decirlo, ni el éxito es mi objetivo, ni tengo un objetivo.
Narro para vivir.
Y agradezco enormemente que ustedes me acompañen y visiten y comenten.
Un abrazo simbólico pero no menos fuerte a cada amiga y amigo que me visita.
Seguimos, por supuesto.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Olga dormida

OLGA DORMIDA
Un cuento de Villa Paraíso
Paula Ruggeri

Olga está dormida. Cuatro AM.
Un párpado empieza a abrir.
No hay un rayo de luz. Se oye la respiración pausada de Nico y los primeros movimientos del bebe. Su mama de 16 años, duerme profundamente. Su hija. Su nieto. Y Nico el chiquito. Esa es su familia. Y por ellos abre los dos ojos seis días a la semana, a las 4 AM.
El despertador irrumpe la noche.
Entonces Olga, que está dormida, se despierta.
Tiene los dedos agarrrotados de frío. Duerme con una sola frazada, los chicos, con dos, el nieto, bien abrigado con sus enteritos de friza y sus pañales sequitos.
Olga se despierta, se envuelve en ese saco de lana que está a los pies de la cama y sacude a su hija por los hombros.
-Vamos.Las madres no son vagas-le dice.
-Mamá-se queja la chica y sonríe al bebe.
Olga va a la cama de Nico, su hijo de ocho años y le pone su propia frazada sobre las otras.
Camina hacia la cocina, chica, despintada y calienta agua para un par de mates. Un par. No más.
Mate y lima de uñas. Sus uñas deben estar perfectas. Sobre la mesa hay unos veinte esmaltes de colores.
Elige uno azul noche. Está de moda.
Son esmaltes baratos, pero como dijo su profesora en el curso que hizo para trabajar en esta profesión: “No importa si no es lindo, importa que se vea lindo”.
Con ese arte que sólo una manicura tiene se lima y pinta las uñas.
Se pone una blusa y un pantalón gastado. No le alcanza para comprarse ropa. Pero en la peluquería le dan una chaqueta blanca y con logo…..Y el pantalón…bueno, nunca le dijeron nada.
Mira las pequeñas camas una vez más antes de cerrar la puerta.

Empuja. Empuja-Empuja más. La espalda del hombre se curva y Olga pisa el suelo del vagón. Otro empujón, esta vez sobre la espalda de ella. Casi lo agradece. Por fin está dentro de ese vagón atestado dónde la gente, como una masa informe que respira al unísono, apretujada hasta límites del nazismo, va a trabajar.
Se tambalea y no hay donde caerse. No hay un centímetro de piso libre. Pasan las estaciones y la gente pega patadas al tren, por no poder subir.
Olga cierra los ojos y dormita un rato.
Pronto le toca el colectivo. Y como va a Recoleta, dónde no trabaja tanta gente, a veces se sienta.
 El colectivo ruge, la bocina suena, el chofer grita….Olga está sentada.
Respira aliviada

Entra apresurada, murmurando saludos: llegó a horario. Abre una puerta, hay varios guardapolvos colgados, entre ellos está el suyo, que lavó la semana pasada. Mira con ojo crítico: está para un lavado. Busca uno de los tantos que hay sin nombre bordado, y estruja el suyo hasta hacerlo un bollo y esconderlo. A la noche se lo llevará.
Diez de la mañana
-Quiero dorado-dijo la mujer. Era rubia, era alta, era vieja y era arrogante- Con un semicírculo negro en la base de la uña.
-Se usa mucho-repuso Olga.
-Ah, no, yo quiero ser original-dijo la rubia.
-Dorado y negro es muy original-repuso Olga- Si quiere poner esta mano aquí.
-¿Redondas o cuadradas?
-Redondas no se usan, cuadradas.

Dos de la tarde.
-¿Quiere elegir un esmalte? Ofreció y abrió el estante de su mesita donde guardaba colores por docenas.
-¿De qué marca son?
-Hay de distintas marcas. Todas son buenas. ¿Qué color?
-Un rojo sangre. Bien sangre. ¿Tenés?
Olga sonrió. Tenía cinco frascos, era el color más solicitado.

Nueve de la noche. El dolor de cabeza la estaba destrozando. Dejó el guardapolvo, tomó el bollo de tela para lavar, ese que tenía su nombre bordado, y lo metió en la cartera.
Pasó por caja.
-Te estoy liquidando-dijo el dueño. Le pagaba el 30% de que lo había trabajado en el día.-Olga-dijo al pagarle-Una cliente se quejó. Dice que tenés un temblor en las manos y le hiciste mal el trabajo. Por favor atendé eso porque a una manicura no le pueden temblar las manos.
Se sintió muda….
-¿Escuchaste?-dijo el dueño.



Olga está dormida. Sabe su sueño que el despertador va a sonar. 9, 8, 7….
Olga sueña que está en el tren y no puede bajar. Sus piernas no se mueven.
6, 5, 4….
Mis piernas….grita.
Sus piernas están rígidas. No se mueven.
Ay, mis piernas-gime.
Mamá-dice Nico desperezándose. Tiene ocho años-¿Qué te pasa?
Se oye un llanto ahogado-Dormí nene,  mamá está bien.
-Despertaste al bebe-reprocha Lucía -¿Qué te pasa?
Nada- ya se me está pasando-Pero su corazón sabe que algo no anda bien y se colma de angustia.
Pasa un rato hasta que por fin puede mover las piernas……
Empujar en el tren, respirar el aire respirado por decenas de personas, sentir que se ahoga y bajarse del tren semi ahogada. El colectivo no le guardó asiento. El tren y el colectivo son para ella cosas animadas, con voluntad.

Entra. Saluda. Va a buscar el guardapolvo.

-Un esmalte de Chanel-sonríe Olga.
-Ah, sí. Todo lo que elijo en esmaltes, en Chanel. Tienen colores únicos. Me doy el gusto-sonrió la mujer, de unos cincuenta años muy elegantes y pelo rubio tan, pero tan planchado….
-¿Cuadradas?
-Ay, no mi amor. Siempre las llevé redondas y no voy a cambiar ahora.
-Es más elegante. Por favor, ponga esta mano acá.
Tomó el esmalte rojo bordó….y su mano empezó a moverse sola incontrolable, el temblor era en las dos manos, pero una tenía el Chanel…ahora roto en el piso.

-Te estoy liquidando un resto del mes-dijo el dueño- Agarrá tu plata, tus cosas, y te vas.-
El fajo de billetes era muy pequeño.
-Hacete ver. Cuidá la salud.
Olga caminó hasta la salida y no quiso saludar a nadie.

Olga está dormida. Sueña que no puede correr el colectivo. Son las cuatro de la madrugada. A las seis dan cincuenta números en el Hospital.
Es como respirar en el tren pero respirando además el llanto de los niños y las quejas de los enfermos….
-¿Cuánta espera? ¿Es un chiste?-dijo la enfermera, gorda  y de piernas gruesas y siguió su camino pegando codazos.
-Preparate madre, le dijo una voz de mujer detrás de ella- De acá salís al mediodía con suerte.
Miró la hora en su celular. Las ocho
Llantos de niños. Quejas. Gemidos. Charlas insípidas.
Las horas pasaban caminando.

-Nombre, edad, dónde vive.
El médico garabateó algo en una planilla.
-Siéntese y cuénteme.
Olga contó. Rauda, casi feroz, sus síntomas.
-Perdí mi trabajo.
-¿De qué trabajaba?
-Soy manicura- Dijo Soy. En tiempo presente.
-Mal empleo para una enferma de Parkinson. Garabateó unos rectángulos de papel y selló y selló  y selló.
-Se hace estos exámenes y vuelve cuánto antes.

4 am- Olga está dormida. Tiene una mano caída de la cama y un ojo semiabierto.
Tiene miedo. Sus piernas. Ay-llora. Y sigue durmiendo.

-Bueno-Dijo el médico al fin- sacó una caja de un armario y varios blisters y  muestras de medicamentos. Anotó como siempre, apurado- Va a tomar esto según estas indicaciones. Vamos a tratar de aliviar esa rigidez. Y vuelva en dos meses.
-¿Voy a volver a trabajar?
-Vaya al Servicio Social. Subsuelo.
-Y escribió otra orden.
Olga caminó por el hospital con el manojo de papeles en las manos.
-Guarde eso madre que lo va a perder- rezongó una enfermera.

6 am- Olga duerme. Duerme más. Hoy no suena el despertador.
Hoy no hay tren ni colectivo, ni médico, ni nada.
Siente un llanto suave. Es su nieto.
Lucía ya se está moviendo.
Olga se levanta,  se pone el batón y susurra a su hija: seguí durmiendo, yo me ocupo.
Alzo al nieto. Se sentó con él y lo acunó.
Los primeros rayos de sol entraban por las rendijas….
Olga miraba a los ojos del bebé de seis meses…
El bebe la miraba a ella.
Pensó ¿cómo nunca me di cuenta de lo hermoso que es mi nieto?


Y la luz rosada del amanecer iluminó su sonrisa….

sábado, 29 de septiembre de 2018

El regalo de Navidad



EL REGALO DE NAVIDAD
Un cuento de Villa Paraíso
Paula Ruggeri


Llegó al bar en su camioneta vieja. Roja, despintada, era buena, fuerte y útil. A veces le hacían bromas, a veces le gritaban cosas desagradables. Cuando estaba en su viejo barrio, no pasaba nada. Era un barrio de plomeros, albañiles y electricistas. La vida transcurría al sol, de noche se dormía.
Nunca tocaba en su viejo barrio. Tocaba en barrios donde no se dormía. Y esta noche, menos aún. Habría fuegos de artificio, gritos, botellas rotas. El Niño Dios ha nacido--decía la voz plañidera de su abuelo cuando él era un niño. ¿Y dónde está el Niño Dios?¿ Adónde se llevó a su hija?
Esa noche de felicidad obligatoria, Ezequiel estaba desoladoramente triste y tenía que cantar, tocar su electroacústica y moverse. Los hombres son valientes, los hombres no lloran. ¿Cuánto coraje se le puede pedir a un hombre?
Baja las dos consolas, tres rollos de cables prolijamente separados, y lanza un chiflido a la gente del bar. Su Nochebuena ya empezó.

Se llevan las consolas y los cables. La Vela, se llama el bar. Al tomar su guitarra (electroacústica), ve los dos rollos de papel de regalo, la cinta scotch y la liviana bolsa floreada. No me tengo que olvidar del regalo-se prometió.
Los tomó junto con la guitarra.
Mientras acomodaba todo (la noche va ser una fiesta), prometió al dueño del bar, se volteó un momento para decirle a una camarera que lo miraba curiosa.
--Me hacés un favor--
--¿Qué?-- dijo desconfiada. Esa noche había planchado su cabellera azabache y se había escotado un poco. Ezequiel no reparó en nada de eso, contra la idea de la chica.
--¿Me podés dar una mano con el regalo de mi señora? Yo no sé envolverlo y…
--¡Pero claro!-dijo la camarera aliviada-- Démelo ¿que és?-- dijo curiosa.
--Un chal.
--Ay, ¡pero que hermoso es!.¡¡¡ Qué suerte tiene su mujer!!!! Ya se lo envuelvo.
Mientras la chica se empeñaba con los dos rollos, la cinta y el hermoso chal, Ezequiel empezaba a conectar los cables y luego, a probar su electroacústica.
--¿Todo bien, jefe?- dijo el dueño del bar, con amable desconfianza. Después de todo, no conocía a ese cantante de pelo aleonado y de nombre difícil-- Ezequiel Alfredo--al que pagaba para que animase la nochebuena en su pequeño bar.
--Todo muy bien. Conecto los cables y estoy listo--dijo desde el suelo, ocupado en llevar y traer cables . La guitarra estaba apoyada sobre una silla, vigilada de cerca por el ojo atento de Ezequiel Alfredo.
Es que su desgracia no le había anulado el profesionalismo. Ni la necesidad.
A los veinte minutos todo estaba conectado. Ezequiel pidió permiso para cambiarse en el baño. Una camisa azul brillante. Barata, pero brillaba. Los mismos jeans negros con los que llegó. Gel en el pelo, echado hacia atrás y un poco largo.
El propio Sandro no tendría objeciones a su aspecto.

--Hola…Hola…-Ezequiel Alfredo probó el micrófono. --Buenas Noches, --expresó con oficio--noche feliz, Nochebuena. Damas y Caballeros. Con ustedes…un servidor.
Y su potente voz de barítono cantó, en un falso susurro…
”Por ese palpitar/Que tiene tu mirar / Yo puedo presentir…”
Suenan aplausos aislados y ahora sí, empuña la guitarra.
“Yo puedo presentir…/Que tú debes sufrir…/Igual que sufro yo./”
--¡Sandro!, gritó un hombre con sorna.
--Gracias, contestó Ezequiel, impertérrito.
--Igual que sufro yo--corearon un par de señoras.
--Te amo--. Y las cuerdas vocales de Ezequiel se relajaron y temblaron en un hermoso vibrato. Se oyeron aplausos.

Unas tres horas después, cansado, Ezequiel comenzó a enrollar cables y guardar la guitarra en su funda. Las consolas ¡qué pesadas eran a esa hora, el día de Navidad!
--Mil doscientos-- dijo el dueño del bar, contando dos veces los billetes de cien. --Sacá pronto todo de acá y que te vaya bien. Tenés talento.
Ezequiel guardó el dinero en el bolsillo. Tenía todavía la camisa azul brillante toda sudada. No le habían dado tiempo de cambiarse.
Comprobó que tenía el regalo antes de intentar arrancar el auto.
Tenía un problema. El auto amagaba con arrancar y no arrancaba. Su coche, un Renault Pickup de los 90, daba tirones y rugía de pura impotencia.
--Vinimos hasta acá-dijo calmo Ezequiel-- Vamos a regresar a casa. Es Navidad.
En el asiento del acompañante estaba el paquete envuelto con esmero con papel brillante como su camisa azul.
El motor respiraba fuerte, asmático y volvía a rugir.
--Vamos a casa, no me falles.
Oyendo el ruego, la Renault arrancó.
Sentía el tirón fuerte en el volante y que el neumático de la derecha, emparchado, se iba rápidamente al desgaste.
--Dios-murmuró Ezequiel-- El regalo estaba ahí, en el asiento del acompañante. Pero hacía rato que su mujer no se subía al coche.
Daba igual. Tenía que estar con ella.
--¡Dios!-- dijo Ezequiel una vez más, asombrado.-- El auto se había quedado con la goma desinflada, en la entrada para coches de una gomería.
Y estaba abierta. El dueño celebraba la Navidad con su familia en el playón. Había armado una parrilla y toda la familia celebraba la Navidad con un asado.
--¿Qué se le ofrece jefe? ¿nos quedamos?-- dijo el dueño de la gomería, sonriente, con una remera roja, bermudas, y un gorro rojo festoneado de blanco.
Para Ezequiel era, efectivamente, Santa Klaus en persona.
--Necesito reemparchar este neumático.
--Imposible-dijo el hombre con voz experta--Ya lo emparchaste mucho. Es un riesgo, sabés.
--¿Qué se puede hacer?--dijo Ezequiel con voz desesperada.
--Te puedo ofrecer una emparchada--dijo el hombre, práctico-- Por 1200 pesos te pongo una goma segura y te vas tranquilo.

Se sentó en una silla que le ofrecieron. Cabeza gacha, manos entrelazadas.
Cuando el problema estuvo resuelto, entregó los recién ganados 1200 pesos y subió al Renault.
El auto rugía, respiraba asmáticamente, tironeaba y por fin arrancó.
¡Feliz Navidad! Oyó que lo saludaban a sus espaldas.
Sí. Una feliz navidad.

Entró en su casa procurando hacer silencio.
Llevaba el regalo en la mano.
--Sarah-- susurró.
--Sarah no está--dijo una voz grave de mujer, un poco vacilante.
--Feliz Navidad, Sarah-- besó su boca, con aliento a ginebra. El vaso y la botella estaban sobre la mesa. También una foto de la hija muerta en un portarretrato color rosa.
Pero ¿cuánto valor se puede pedir a una mujer?
--Sarah, mi amor, te traje un regalo.
Ezequiel abrió el paquete, cerrado con tanto esmero por una desconocida “qué suerte tiene su mujer”, recordó Ezequiel. Suerte.
Le colocó el chal, una maravilla de seda gris y plata, que contrastaba con los cabellos rubios de Sarah.
--Y ahora, la nena va a dormir, Sarah.
Y suavemente giró el portarretrato, mientras Sarah lloraba despacio.



domingo, 2 de septiembre de 2018

El camino a Ezeiza

Tenía un vestido negro, ligero. Un bolso con muchos folletines. Dos hijos, un novio y 25 años.
Tal vez algún que otro buitre rondando, algún que otro lobo mostrando el colmillo. Sellaba libros en dos bibliotecas y me ganaba el pan.
Una tarde, en una librería del Patio Bullrich, conocí al Escritor.
Hablábamos, (de Alejandro Dumas , la piratería, de si el escritor mentía como decía él o inventaba como decía yo). A mí me encantaba la conversación y el Escritor no parecía disgustado.
- Me tengo que ir-dijo- Al Aeropuerto.
-¿Ezeiza?- le dije, y agregué, con la inconsciencia por las distancias que me caracteriza- Yo vivo cerca. Te acompaño y charlamos en el camino.
Y así fue. No entendí cómo aparecieron varios hombres más (mis Editores, dijo el Escritor) y dos autos muy brillantes y lustrosos.
Y quedé sentada entre el Escritor y un Editor.
(Las mayúsculas pertenecen amis sensaciones de ese momento. Trato normalmente con editores y escritores desde hace años y sé que la minúscula está más que bien)
En la autopista se hizo de noche. Hablaba un Editor conmigo de la mágica Violeta Parra y me permití cantar un par de versos (el canto, mi otra afición). El otro Editor se afanaba en enumerar las notas periodísticas que se habían arreglado en distintos medios.
("Miren como gestionan, los secretarios, las páginas amables, de cada diario), cantó una vez Violeta, cuyo espíritu musical y brutalmente honesto se dibujaba en las sombras de la noche.
Se fue haciendo silencio, mientras Dumas y los piratas volvían a mi bolso.
Había descubierto El Otro Lado de Ser Escritor.
Ese que no me interesa y por eso no crucé.
Sólo me dejé envolver por las sombras y la brisa nocturna en una parada de colectivo.
Mi casa nunca estuvo cerca de Ezeiza.