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martes, 5 de abril de 2022

El Diablo y el maestro. Cuento de Paula Ruggeri


 

El diablo era un diablo y el maestro un maestro pizzero.

El maestro sudaba por sus numerosos tatuajes de colores, en la tensa musculatura, sacando las pizzas del horno de barro.

El Diablo, con sus tersos pechos y sus largas piernas color cobre, no pensaba en sus músculos poderosos, sino en su corazón. Decían en el barrio que el maestro tenía un corazón de oro. Daba pizza a los hambrientos, a los mendigos y los niños.

—Te amo— —dijo el Diablo cruzando sus largas piernas. Sonriéndole, pensaba en el oro de su corazón.

Desde el horno de barro, lenguas de fuego daban calor y luz a la vieja pizzería. VULCANO, era su nombre. El maestro había heredado el oficio de su padre y su padre a su vez lo había heredado de un viejo napolitano que era su abuelo.

No era tan complicada la genealogía del maestro pizzero. Hablaba de ella con sencillez.

Al Diablo no le importaba nada. Sonreía (la sonrisa de la codicia) y decía con franqueza.

—Yo sólo quiero tu corazón.

Bello como sólo el diablo puede ser, miraba al maestro directamente a su pecho, ahí donde guardaba su magnífico corazón de oro.

El maestro, por su parte, ya se imaginaba las piernas del Diablo abrazadas a su espalda.

Ambos sonreían por motivos bien distintos. El diablo pensaba en el oro derretido de ese corazón tan mal guardado.

El maestro era más sencillo, sólo quería  llevar a esa mujer que tanto sonreía a su cama.

—¿Estás acá por mi corazón?— Preguntó sonriendo (la sonrisa de la lujuria). Y ofreció una porción de pizza recién sacada del horno. Chorreaba salsa de tomate y queso.

El Diablo comía despacio, haciendo sus cálculos.

“¿Si le digo que me dé su corazón, me lo dará? ¿O tendré que calentar un cuchillo y quitárselo?”

—¿Me miras así porque querés robarme el corazón? Sonreía el maestro— Me encanta mirarte comer.¿Cuál es tu nombre? — preguntó acariciando su mentón. Las lenguas de fuego del horno de barro dibujaban raras sombras de cobre en sus rostros.

Pero el diablo dijo que no lo recordaba.

Horas después sus cuerpos estaban entrelazados y en mi l roncos suspiros  el maestro le daba al diablo su corazón y el diablo no se enteraba.  Él quería oro.

—Dámelo—dijo el Diablo y mordió el pecho tatuado con sus pequeños dientes.

—Te voy a dar todo—dijo el maestro refiriéndose a otra cosa.

—Tu corazón— jadeó el diablo— de oro. Con él podré construir un palacio mejor, cambiar el auto y tal vez vivir de rentas. Para eso debes morir.

Al oír esto el maestro se levantó del catre y se empezó a tapar nuevamente. Con las bermudas a medio vestir sobre su cuerpo desnudo, dijo:

—Estás loca.

—Puede ser, pero te arrancaré el corazón.

El maestro tomó una horquilla de pizza y la amenazó con ella.

El Diablo contestó con una sonrisa de mil dientes de cobre. Un destello brilló en ellos y el maestro empezó a tener miedo de verdad.

—Dios mío— murmuró.

—Dios— Escupió el diablo. Dámelo. Tu corazón.

Sin poder resistir la súbita violencia que crecía en su pecho como un huracán, el maestro lo golpeó con la horquilla en la cabeza, que sangró y sangró mientras el diablo moría sin decir más palabra.

El maestro se sentó y suspiró. Su corazón de oro se había ido con el diablo que acababa de asesinar.

Limpió la horquilla y sin estupor contempló como el Diablo se desvanecía como simple arenilla.

miércoles, 6 de octubre de 2021

EL REGALO DE NAVIDAD. Cuento

 

EL REGALO DE NAVIDAD

Paula Ruggeri

 

 

Llegó al bar en su camioneta vieja. Roja, despintada, era buena, fuerte y útil. A veces le hacían bromas, a veces le gritaban cosas desagradables. Cuando estaba en su viejo barrio, no pasaba nada. Era un barrio de plomeros, albañiles y electricistas. La vida transcurría al sol, de noche se dormía.

Nunca tocaba en su viejo barrio. Tocaba en barrios donde no se dormía. Y esta noche, menos aún. Habría fuegos de artificio, gritos, botellas rotas. El Niño Dios ha nacido--decía la voz plañidera de su abuelo cuando él era un niño. ¿Y dónde está el Niño Dios?¿ ¿Adónde se llevó a su hija?

Esa noche de felicidad obligatoria, Ezequiel estaba desoladoramente triste y tenía que cantar, tocar su electroacústica y moverse. Los hombres son valientes, los hombres no lloran. ¿Cuánto coraje se le puede pedir a un hombre?

Baja las dos consolas, tres rollos de cables prolijamente separados, y lanza un chiflido a la gente del bar. Su Nochebuena ya empezó.

 

Se llevan las consolas y los cables. La Vela, se llama el bar. Al tomar su guitarra (electroacústica), ve los dos rollos de papel de regalo, la cinta scotch y la liviana bolsa floreada. No me tengo que olvidar del regalo—se prometió.

Los tomó junto con la guitarra.

Mientras acomodaba todo (la noche va ser una fiesta), prometió al dueño del bar, se volteó un momento para decirle a una camarera que lo miraba curiosa.

—Me hacés un favor—

—¿Qué ?— dijo desconfiada. Esa noche había planchado su cabellera azabache y se había escotado un poco. Ezequiel no reparó en nada de eso, contra la idea de la chica.

—Me podés dar una mano con el regalo de mi señora? Yo no sé envolverlo y…

—¡Pero claro! —dijo la camarera aliviada-- Démelo ¿que és? —dijo curiosa.

—Un chal.

-—Ay, ¡qué hermoso es!.¡Qué suerte tiene su mujer! Ya se lo envuelvo.

Mientras la chica se empeñaba con los dos rollos, la cinta y el hermoso chal, Ezequiel empezaba a conectar los cables y luego, a probar su electroacústica.

-—¿Todo bien, jefe? — dijo el dueño del bar, con amable desconfianza. Después de todo, no conocía a ese cantante de pelo aleonado y de nombre difícil— Ezequiel Alfredo—-al que pagaba para que animase la nochebuena en su pequeño bar.

-—Todo muy bien. Conecto los cables y estoy listo-—dijo desde el suelo, ocupado en llevar y traer cables . La guitarra estaba apoyada sobre una silla, vigilada de cerca por el ojo atento de Ezequiel Alfredo.

Es que su desgracia no le había anulado el profesionalismo. Ni la necesidad.

A los veinte minutos todo estaba conectado. Ezequiel pidió permiso para cambiarse en el baño. Una camisa azul brillante. Barata, pero brillaba. Los mismos jeans negros con los que llegó. Gel en el pelo, echado hacia atrás y un poco largo.

El propio Sandro no tendría objeciones a su aspecto.

 

—-Hola…Hola…—Ezequiel Alfredo probó el micrófono. —Buenas Noches, -—expresó con oficio-—noche feliz, Nochebuena. Damas y Caballeros. Con ustedes…un servidor.

Y su potente voz de barítono cantó, en un falso susurro…

“Por ese palpitar/Que tiene tu mirar / Yo puedo presentir…”

Suenan aplausos aislados y ahora sí, empuña la guitarra.

“Yo puedo presentir…/Que tú debes sufrir…/Igual que sufro yo.”

—¡Sandro!, gritó un hombre con sorna.

-—Gracias, contestó Ezequiel, impertérrito.

—Igual que sufro yo—corearon un par de señoras.

—Te amo—. Y las cuerdas vocales de Ezequiel se relajaron y temblaron en un hermoso vibrato. Se oyeron aplausos.

 

Unas tres horas después, cansado, Ezequiel comenzó a enrollar cables y guardar la guitarra en su funda. Las consolas ¡qué pesadas eran a esa hora, el día de Navidad!

—Tres mil-— dijo el dueño del bar, contando dos veces los billetes de cien. —-Sacá pronto todo de acá y que te vaya bien. Tenés talento.

Ezequiel guardó el dinero en el bolsillo. Tenía todavía la camisa azul brillante toda sudada. No le habían dado tiempo de cambiarse.

Comprobó que tenía el regalo antes de intentar arrancar el auto.

Tenía un problema. El auto amagaba con arrancar y no arrancaba. Su coche, un Renault Pickup de los 90, daba tirones y rugía de pura impotencia.

-—Vinimos hasta acá—dijo calmo Ezequiel-— Vamos a regresar a casa. Es Navidad.

En el asiento del acompañante estaba el paquete envuelto con esmero con papel brillante como su camisa azul.

El motor respiraba fuerte, asmático y volvía a rugir.

—Vamos a casa, no me falles.

Oyendo el ruego, la Renault arrancó.

Sentía el tirón fuerte en el volante y que el neumático de la derecha, emparchado, se iba rápidamente al desgaste.

—Dios-murmuró Ezequiel—El regalo estaba ahí, en el asiento del acompañante. Pero hacía rato que su mujer no se subía al coche.

Daba igual. Tenía que estar con ella.

—¡Dios! — dijo Ezequiel una vez más, asombrado.-- El auto se había quedado con la goma desinflada, en la entrada para coches de una gomería.

Y estaba abierta. El dueño celebraba la Navidad con su familia en el playón. Había armado una parrilla y toda la familia celebraba la Navidad con un asado.

—¿Qué se le ofrece jefe? ¿nos quedamos? — dijo el dueño de la gomería, sonriente, con una remera roja, bermudas, y un gorro rojo festoneado de blanco.

Para Ezequiel era, efectivamente, Papá Noel en persona.

—Necesito reemparchar este neumático.

—Imposible—dijo el hombre con voz experta—Ya lo emparchaste mucho. Es un riesgo, sabés.

—¿Qué se puede hacer? —dijo Ezequiel con voz desesperada.

—Te puedo ofrecer una emparchada—dijo el hombre, práctico-- Por 3000 pesos te pongo una goma segura y te vas tranquilo.

 

Se sentó en una silla que le ofrecieron. Cabeza gacha, manos entrelazadas.

Cuando el problema estuvo resuelto, entregó los recién ganados 3000 pesos y subió al Renault.

El auto rugía, respiraba asmáticamente, tironeaba y por fin arrancó.

¡Feliz Navidad! Oyó que lo saludaban a sus espaldas.

Sí. Una feliz navidad.

 

Entró en su casa procurando hacer silencio.

Llevaba el regalo en la mano.

—Sarah— susurró.

—Sarah no está—dijo una voz grave de mujer, un poco vacilante.

—Feliz Navidad, Sarah—besó su boca, con aliento a ginebra. El vaso y la botella estaban sobre la mesa. También una foto de la hija muerta en un portarretrato color rosa.

Pero ¿cuánto valor se puede pedir a una mujer?

—Sarah, mi amor, te traje un regalo.

Ezequiel abrió el paquete, cerrado con tanto esmero por una desconocida “qué suerte tiene su mujer”, recordó Ezequiel. Suerte.

Le colocó el chal, una maravilla de seda gris y plata, que contrastaba con los cabellos rubios de Sarah.

—Y ahora, la nena va a dormir, Sarah.

Y suavemente giró el portarretrato, mientras Sarah lloraba despacio.

 

 

 

sábado, 27 de marzo de 2021

THE MOTIONLESS LOVER

 

THE MOTIONLESS LOVER

Paula Ruggeri

Translate from spanish by Claudia De Bella

I

 

The old poet was already dying. The doctor had gone away. There was nothing else to do. In the room, darkened by thick curtains the colour of rage, lighted only by a candle with the glow of death, the poet was lying down. His forehead was turning pale; his hands were already the same colour as the candlelight. His daughter was there. She was fourteen, with a pink complexion and a pain it was useless to show. His son was there. He was almost twenty and the pain in him was wrath-coloured. A blush in his skin, his hair red. His mood, the one of someone waiting for the minute of his liberation. Death was in the room. She was the only one who expressed absolutely nothing, except herself. 

“Clarisa. Go get my notebook with the red covers and bring it to me.”

The teenager stood up to do what she was required.

“Son.” The old man tried to speak loud and clear. “I’m sorry to tell you that you must keep the coffin in the house after I die.”

“When you die, Dad, which will happen soon, your dead little friend’s rotten coffin will fly out of the window. Smashed into pieces.”

“I’ve written my will, son. If you don’t keep the coffin, you can’t keep the house. Girl, Clarisa,” he said more softly, “you must read this notebook,” he took the red-covered notebook in his white, feeble hands, “and keep it inside the coffin. You mustn’t sleep in there without reading it first. And you only have time to do it until you turn fifteen. The notebook must be kept with the coffin. I entrust this to you. Sweet Clarisa.”

The girl could hardly speak. Her eyes met his father’s—that old, sad, crazy poet. They understood each other. They’d always understood each other.

“She’s not crazy like you,” the son cried. “And I want to see that will.” Hitting the wall angrily, he left the room.

Clarisa couldn’t stop the tears.

What will I do without you, father? That’s what her fragile hand said to the old man’s feeble hand.

The old man understood and smiled.

“Yes, Clarisa. You are crazy like me. And you’ve been asking yourself the same question since you were born.”

 

What’s their sanity worth

Compared to my heavenly madness?

 

His voice quivered when he uttered the lines of his most acclaimed poem.

“Don’t let them beat you. If you have to isolate yourself, do it. Take good care of the notebook. I’m leaving it to you. If you have children, tell them the secret at your dying time. Never pretend the secret doesn’t exist.”

“I won’t.”

“Blow the candle off. We’re in the dark, little darling. In the dark, light can lie down with the one who’s lying. And whisper the secret to him.”

“Father.” Her sobs felt more irrepressible, more insistent, only because everything was black, everything was dark.

Her crying muffled the old man’s last words.

“You’ll be a poet. You’ll be great. Greater than me.”

He had a confusing, restless dream. Clarisa appeared in the dream, dressed in white, whispering verses. Clarisa was lying still, the motionless lover. He slept that dream and died.

 

Raúl von Kotsch

1-15-1846     12-9-1926

His son John and his daughter Clarisa pray for his soul.

 

 

II

 

 “You’re crazy, just like your mother,” Pablo mumbled with satisfaction. “Your mom was crazy. She used to sleep in a coffin, my father says.”

“My mom wasn’t crazy. You´re an idiot, just like your father,” Clara said disdainfully, her complexion pink, her look hard. Life with her uncle had hardened her. When her mother was alive it was different. The house belonged just to both of them. They were happy. Her mom used to write poems, but had never published them. Clara thought her mother’s poems were great. She’d died two years ago. Clara hadn’t seen her uncle Juan in her whole life before that. He’d hardly visited her mother when she was ill. Now, he and his stupid son, Pablo, owned the old house and her life. They’d removed all the furniture, the pictures, the books. They’d sold everything. What they couldn’t sell, they threw away. But they couldn’t get rid of what they hated the most. The coffin. It was one of the valuable objects in the house. Just because her mother worshipped it. It used to be in the red room. She called it like that because of the heavy crimson curtains. Now, both the curtains and the coffin were in the attic. Now, there was a billiard table in the former red room. Uncle Juan used to gather there with his friends. They laughed and drank until dawn, on Saturdays. On weekdays, her uncle went to the Sock Market and Clara stayed at home, alone with her cousin. 

“At least I had a mother,” Clara said quietly, almost sweetly.

Pablo turned red. He raised his fist. And Clara started to run.

Up the stairs, down the stairs. Clara spent her days running from her cousin’s fists. Luckily, in summer afternoons he left with his blockheaded friends. And when he left, Clara was alone with her memories and her attic.

Everything that belonged to her was in the attic. The red curtains, her mother and grandfather’s notebooks. Raúl von Kotsch had been famous in his time. That’s why his son, no matter how much he hated to remember him, could never make the decision of getting rid of his manuscripts. They weren’t listed at the Stock Market, that was for sure. But it was worth waiting, in case they had any value some day.

Now Pablo was gone. He’d suddenly remembered they were waiting for him at some wild party and stopped beating her. When the door closed, Clara used her dress to wipe the tears and the blood in her face and, still crying, went to the attic. 

The stairway was steep and the ceiling too low. The door wasn’t locked. In any case, she was the only one who ever got in there. No one but her found any value in the things inside. She sat down on the old curtains, her hands on her knees, and cried for a long time.

“Poetry comforts you,” her mother used to say. “If you are alone and feel like crying, a poem is a better consolation than anything else.”

Her mother knew a lot. Clara picked out an old notebook among the many around. It was impossible to read them all. Sometimes she opened a notebook and it was her mother’s. Sometimes it was her grandfather’s. And sometimes it was some hideous accounting book of Uncle Juan’s. So Clara went downstairs, tore it to pieces and threw it away.

This one looked liked it belonged to her grandfather. But, strangely, it was prose. She was curious, despite her tears. When she read the beginning, she forgot her sorrow. It had been written to her.

 

I’m Raúl von Kotsch and I’m writing this to my daughter Clarisa and my descendants. This is the answer to the question you may have asked yourselves. Why do we have to keep the coffin?

 

The ink had faded. Clara needed glasses, but her uncle spent as little as possible on her. Just food, and a dress when he had no choice.

 

First I’ll tell you the story of the Motionless Lover. The coffin belongs to her. Her name was  Amalia Beatriz Saenz Zumarán. She was a poet. The night of her presentation in society, when she was fifteen, the whole brilliant local high-society was there. In the middle of the party, she fainted. When they loosened up her clothes, they found she was dead. She had a stain on her hand, which made the doctors decide to bury her at once. The memories of the plague were still fresh. She was put in the coffin, the coffin was nailed, and she was buried the next morning with no ceremony. Just her parents. Not even a priest. The vault was sealed. It was one of the biggest in the graveyard at that time; it had a small anteroom and a barred door.

But she wasn’t dead. She had catalepsy. She woke up inside the coffin. Terrified, she managed to open it with her fingernails and her blows. She was able to get out. She could make it to the vault anteroom. And she died of horror, embracing the bars, in the dark night. 

 

Clara sighed. Her nose kept bleeding, but she’d forgotten about it. She imagined Amalia, the motionless lover. The dark night.

 

The coffin ended up in our family’s hands, it hardly matters how. My father bought it, together with the weird story it contained. Necrophilia, Clarisa, is an important business for graveyard keepers. For Amelia’s family, the coffin was a horrid reminder. For the man who sold it, it was just money. For my father, as well as for me, it was a sacred relic.

To you, Clarisa, I leave the coffin and its secret. Its blessing doesn’t belong to me; its curse is not mine. They are the Motionless Lover’s possessions.

 

You’ll know everything

If you sleep inside me,

Death, Life, White, Black.

But when your spring day

Has passed

You’ll know, sleeping in me,

The same we, the dead,

Know about death.

 

Never get into the coffin after you turn fifteen. The Motionless Lover never forgives those who live longer than her. But if you’re not fifteen yet, spend a night, just one night, inside it. And you’ll be a poet. You’ll be great. And you’ll tell Life from Death.

 

Clara closed the notebook. She was excited. There were still twenty days to go before her fifteenth birthday. The time was right. She stood up. She went near the coffin. She took a deep breath. She opened it and lied down inside.

Close it.

The voice was in her head. She obeyed.

She fell asleep. First she saw her mother in the red room, writing like she used to when Clara was a child.

A man was looking at her. Blonde, high cheekbones. He smiled with tenderness. Suddenly, he raised his head. He looked at her, at Clara. He put his hands on his mouth, and then stretched them out to her—his kiss flew like a swirling breeze. White. Everything was white. The breeze surrounded her, seconds of heat and frost. She got dizzy.

Clara. Sweet girl.

It was a woman’s voice. She saw a young girl like her, strange, dressed in white. 

Death turns everything strange.

            Black hair, her skin as white as paper or as…

            Yes, Clara. Death is white. And life is sometimes black. Come closer.

            Clara did. The Motionless Lover smiled.

            I’ve been waiting for you. The spring of your life will come and you won’t return. But I’ll do something for you. Something you already know about… and something else.

            She stretched her white hand and shook her fingers.

            Magic, Clara. I’ll give you magic. Close your eyes. This poem will be yours.

And Clara thought in rhymes, for the first time in her short life. The lines were clear in her head. It was the Motionless Lover’s voice.

 

        The unknown one will come,

            The most mysterious.

            She’ll come as she is

            Tall, sad and painful.

            She’ll come from the South

            And she’ll be like the river

            When she dies.

 

Clara’s voice joined to the Motionless Lover’s.

 

        She’ll come with the music

            Unfamiliar hands

            Will play for me.

 

And Clara’s voice went on.

       

        The wounded happiness.

 

The breeze embraced her, softer, warmer. Now she was alone, writing in the red room.

 

            She’ll be my long-lost love,

            She’ll be my unholy illusion.

            Heaven’s blood

            Will fall on my head

            For I wrote her wounds.

                       

Now the Lover was facing her. She was smiling and crying at the same time.

 

I’ve given it to you, Clara. I’ve given you the secret, as I did to your grandfather and mother. Thank you, Clara. Thank you. I’ve cried through long nights with no days. Long days with no nights. My treasure, the one I never passed on. My secret is yours. You’ll be a poet. You’ll be great. Greater than me.

 

            She’s tall and painful.

            She comes from the South.

 

Clara felt a sudden pain. A deadly pain. She was pulled away from life. She was pulled away from the Motionless Lover’s arms.

Light hurt her. She was shaken with violence.

“Crazy like your mother,” she heard.

“Let me go,” Clara cried.

“No.”

“Let me go, Pablo.”

“Get out of there.”

Clara got out, crying.

“I knew you were doing that.”

“What I do is none of your business.”

“Is it comfortable?” he mocked.

“Don’t laugh at me.”

“You’re dead,” Pablo mocked again.

“No.”

“Yes. Booooooh.”

Clara hid her face.

“Crazy like your mother.”

Clara shivered with hate. Finally, she said slowly:

“You are scared.”

“Me?” he said in surprise.

“Yes. You don’t dare get inside.”

“Oh, yeah?” He turned red. “I don’t do it because I’m not crazy like you and your mother.”

“You don’t do it because you’re scared,” Clara said. She was still crying, but her voice sounded as mocking as his. Pablo turned red and shot out his fist. She ducked and laughed. She laughed at him.

“You don’t  dare”.

“I do, you’ll see. I’m going in, and when I get out I’ll beat you to death.”

“He, Pablo, the greatest. He, the strongest, because he’s a man and sixteen years old. The idiot.” 

“Bah. Crazy like your mother.”

Pablo put one leg into the coffin, then the other. He sat down. He insulted her some more and lied down.

And the coffin slammed close.

Clara whispered something. She ran downstairs and shut herself in the billiard room. The former red room.

 

After his son’s horrible death, after burying him, Juan von Kotsch locked himself in his bedroom, loaded his gun and shot himself.

 

 

III

Buenos Aires, October 24th, 1970

 

“I, Clara von Kotsch, mentally able, with no descendants or close relatives, leave my house and everything it contains to the Poet Society of the Americas, to be turned into its headquarters or for the purposes their members choose, including the property’s sale. I leave them everything it contains, except for the coffin in the attic. I hereby state my will that it must be destroyed after my death, so I’ve made special arrangements to have it done. The Poet Society of the Americas can dispose freely of everything else. I consider this Society my descendant.”

 

She is tall and painful.

She comes from the South.

Her feet are tired

And her gaze is sweet.

She is Heaven’s blood,

She is Hell’s crying.

Both of them are her.

 

She is the Motionless Lover

In the only starless night.

 

 

viernes, 2 de noviembre de 2018

Olga dormida

OLGA DORMIDA
Un cuento de Villa Paraíso
Paula Ruggeri

Olga está dormida. Cuatro AM.
Un párpado empieza a abrir.
No hay un rayo de luz. Se oye la respiración pausada de Nico y los primeros movimientos del bebe. Su mama de 16 años, duerme profundamente. Su hija. Su nieto. Y Nico el chiquito. Esa es su familia. Y por ellos abre los dos ojos seis días a la semana, a las 4 AM.
El despertador irrumpe la noche.
Entonces Olga, que está dormida, se despierta.
Tiene los dedos agarrrotados de frío. Duerme con una sola frazada, los chicos, con dos, el nieto, bien abrigado con sus enteritos de friza y sus pañales sequitos.
Olga se despierta, se envuelve en ese saco de lana que está a los pies de la cama y sacude a su hija por los hombros.
-Vamos.Las madres no son vagas-le dice.
-Mamá-se queja la chica y sonríe al bebe.
Olga va a la cama de Nico, su hijo de ocho años y le pone su propia frazada sobre las otras.
Camina hacia la cocina, chica, despintada y calienta agua para un par de mates. Un par. No más.
Mate y lima de uñas. Sus uñas deben estar perfectas. Sobre la mesa hay unos veinte esmaltes de colores.
Elige uno azul noche. Está de moda.
Son esmaltes baratos, pero como dijo su profesora en el curso que hizo para trabajar en esta profesión: “No importa si no es lindo, importa que se vea lindo”.
Con ese arte que sólo una manicura tiene se lima y pinta las uñas.
Se pone una blusa y un pantalón gastado. No le alcanza para comprarse ropa. Pero en la peluquería le dan una chaqueta blanca y con logo…..Y el pantalón…bueno, nunca le dijeron nada.
Mira las pequeñas camas una vez más antes de cerrar la puerta.

Empuja. Empuja-Empuja más. La espalda del hombre se curva y Olga pisa el suelo del vagón. Otro empujón, esta vez sobre la espalda de ella. Casi lo agradece. Por fin está dentro de ese vagón atestado dónde la gente, como una masa informe que respira al unísono, apretujada hasta límites del nazismo, va a trabajar.
Se tambalea y no hay donde caerse. No hay un centímetro de piso libre. Pasan las estaciones y la gente pega patadas al tren, por no poder subir.
Olga cierra los ojos y dormita un rato.
Pronto le toca el colectivo. Y como va a Recoleta, dónde no trabaja tanta gente, a veces se sienta.
 El colectivo ruge, la bocina suena, el chofer grita….Olga está sentada.
Respira aliviada

Entra apresurada, murmurando saludos: llegó a horario. Abre una puerta, hay varios guardapolvos colgados, entre ellos está el suyo, que lavó la semana pasada. Mira con ojo crítico: está para un lavado. Busca uno de los tantos que hay sin nombre bordado, y estruja el suyo hasta hacerlo un bollo y esconderlo. A la noche se lo llevará.
Diez de la mañana
-Quiero dorado-dijo la mujer. Era rubia, era alta, era vieja y era arrogante- Con un semicírculo negro en la base de la uña.
-Se usa mucho-repuso Olga.
-Ah, no, yo quiero ser original-dijo la rubia.
-Dorado y negro es muy original-repuso Olga- Si quiere poner esta mano aquí.
-¿Redondas o cuadradas?
-Redondas no se usan, cuadradas.

Dos de la tarde.
-¿Quiere elegir un esmalte? Ofreció y abrió el estante de su mesita donde guardaba colores por docenas.
-¿De qué marca son?
-Hay de distintas marcas. Todas son buenas. ¿Qué color?
-Un rojo sangre. Bien sangre. ¿Tenés?
Olga sonrió. Tenía cinco frascos, era el color más solicitado.

Nueve de la noche. El dolor de cabeza la estaba destrozando. Dejó el guardapolvo, tomó el bollo de tela para lavar, ese que tenía su nombre bordado, y lo metió en la cartera.
Pasó por caja.
-Te estoy liquidando-dijo el dueño. Le pagaba el 30% de que lo había trabajado en el día.-Olga-dijo al pagarle-Una cliente se quejó. Dice que tenés un temblor en las manos y le hiciste mal el trabajo. Por favor atendé eso porque a una manicura no le pueden temblar las manos.
Se sintió muda….
-¿Escuchaste?-dijo el dueño.



Olga está dormida. Sabe su sueño que el despertador va a sonar. 9, 8, 7….
Olga sueña que está en el tren y no puede bajar. Sus piernas no se mueven.
6, 5, 4….
Mis piernas….grita.
Sus piernas están rígidas. No se mueven.
Ay, mis piernas-gime.
Mamá-dice Nico desperezándose. Tiene ocho años-¿Qué te pasa?
Se oye un llanto ahogado-Dormí nene,  mamá está bien.
-Despertaste al bebe-reprocha Lucía -¿Qué te pasa?
Nada- ya se me está pasando-Pero su corazón sabe que algo no anda bien y se colma de angustia.
Pasa un rato hasta que por fin puede mover las piernas……
Empujar en el tren, respirar el aire respirado por decenas de personas, sentir que se ahoga y bajarse del tren semi ahogada. El colectivo no le guardó asiento. El tren y el colectivo son para ella cosas animadas, con voluntad.

Entra. Saluda. Va a buscar el guardapolvo.

-Un esmalte de Chanel-sonríe Olga.
-Ah, sí. Todo lo que elijo en esmaltes, en Chanel. Tienen colores únicos. Me doy el gusto-sonrió la mujer, de unos cincuenta años muy elegantes y pelo rubio tan, pero tan planchado….
-¿Cuadradas?
-Ay, no mi amor. Siempre las llevé redondas y no voy a cambiar ahora.
-Es más elegante. Por favor, ponga esta mano acá.
Tomó el esmalte rojo bordó….y su mano empezó a moverse sola incontrolable, el temblor era en las dos manos, pero una tenía el Chanel…ahora roto en el piso.

-Te estoy liquidando un resto del mes-dijo el dueño- Agarrá tu plata, tus cosas, y te vas.-
El fajo de billetes era muy pequeño.
-Hacete ver. Cuidá la salud.
Olga caminó hasta la salida y no quiso saludar a nadie.

Olga está dormida. Sueña que no puede correr el colectivo. Son las cuatro de la madrugada. A las seis dan cincuenta números en el Hospital.
Es como respirar en el tren pero respirando además el llanto de los niños y las quejas de los enfermos….
-¿Cuánta espera? ¿Es un chiste?-dijo la enfermera, gorda  y de piernas gruesas y siguió su camino pegando codazos.
-Preparate madre, le dijo una voz de mujer detrás de ella- De acá salís al mediodía con suerte.
Miró la hora en su celular. Las ocho
Llantos de niños. Quejas. Gemidos. Charlas insípidas.
Las horas pasaban caminando.

-Nombre, edad, dónde vive.
El médico garabateó algo en una planilla.
-Siéntese y cuénteme.
Olga contó. Rauda, casi feroz, sus síntomas.
-Perdí mi trabajo.
-¿De qué trabajaba?
-Soy manicura- Dijo Soy. En tiempo presente.
-Mal empleo para una enferma de Parkinson. Garabateó unos rectángulos de papel y selló y selló  y selló.
-Se hace estos exámenes y vuelve cuánto antes.

4 am- Olga está dormida. Tiene una mano caída de la cama y un ojo semiabierto.
Tiene miedo. Sus piernas. Ay-llora. Y sigue durmiendo.

-Bueno-Dijo el médico al fin- sacó una caja de un armario y varios blisters y  muestras de medicamentos. Anotó como siempre, apurado- Va a tomar esto según estas indicaciones. Vamos a tratar de aliviar esa rigidez. Y vuelva en dos meses.
-¿Voy a volver a trabajar?
-Vaya al Servicio Social. Subsuelo.
-Y escribió otra orden.
Olga caminó por el hospital con el manojo de papeles en las manos.
-Guarde eso madre que lo va a perder- rezongó una enfermera.

6 am- Olga duerme. Duerme más. Hoy no suena el despertador.
Hoy no hay tren ni colectivo, ni médico, ni nada.
Siente un llanto suave. Es su nieto.
Lucía ya se está moviendo.
Olga se levanta,  se pone el batón y susurra a su hija: seguí durmiendo, yo me ocupo.
Alzo al nieto. Se sentó con él y lo acunó.
Los primeros rayos de sol entraban por las rendijas….
Olga miraba a los ojos del bebé de seis meses…
El bebe la miraba a ella.
Pensó ¿cómo nunca me di cuenta de lo hermoso que es mi nieto?


Y la luz rosada del amanecer iluminó su sonrisa….

sábado, 29 de septiembre de 2018

El regalo de Navidad



EL REGALO DE NAVIDAD
Un cuento de Villa Paraíso
Paula Ruggeri


Llegó al bar en su camioneta vieja. Roja, despintada, era buena, fuerte y útil. A veces le hacían bromas, a veces le gritaban cosas desagradables. Cuando estaba en su viejo barrio, no pasaba nada. Era un barrio de plomeros, albañiles y electricistas. La vida transcurría al sol, de noche se dormía.
Nunca tocaba en su viejo barrio. Tocaba en barrios donde no se dormía. Y esta noche, menos aún. Habría fuegos de artificio, gritos, botellas rotas. El Niño Dios ha nacido--decía la voz plañidera de su abuelo cuando él era un niño. ¿Y dónde está el Niño Dios?¿ Adónde se llevó a su hija?
Esa noche de felicidad obligatoria, Ezequiel estaba desoladoramente triste y tenía que cantar, tocar su electroacústica y moverse. Los hombres son valientes, los hombres no lloran. ¿Cuánto coraje se le puede pedir a un hombre?
Baja las dos consolas, tres rollos de cables prolijamente separados, y lanza un chiflido a la gente del bar. Su Nochebuena ya empezó.

Se llevan las consolas y los cables. La Vela, se llama el bar. Al tomar su guitarra (electroacústica), ve los dos rollos de papel de regalo, la cinta scotch y la liviana bolsa floreada. No me tengo que olvidar del regalo-se prometió.
Los tomó junto con la guitarra.
Mientras acomodaba todo (la noche va ser una fiesta), prometió al dueño del bar, se volteó un momento para decirle a una camarera que lo miraba curiosa.
--Me hacés un favor--
--¿Qué?-- dijo desconfiada. Esa noche había planchado su cabellera azabache y se había escotado un poco. Ezequiel no reparó en nada de eso, contra la idea de la chica.
--¿Me podés dar una mano con el regalo de mi señora? Yo no sé envolverlo y…
--¡Pero claro!-dijo la camarera aliviada-- Démelo ¿que és?-- dijo curiosa.
--Un chal.
--Ay, ¡pero que hermoso es!.¡¡¡ Qué suerte tiene su mujer!!!! Ya se lo envuelvo.
Mientras la chica se empeñaba con los dos rollos, la cinta y el hermoso chal, Ezequiel empezaba a conectar los cables y luego, a probar su electroacústica.
--¿Todo bien, jefe?- dijo el dueño del bar, con amable desconfianza. Después de todo, no conocía a ese cantante de pelo aleonado y de nombre difícil-- Ezequiel Alfredo--al que pagaba para que animase la nochebuena en su pequeño bar.
--Todo muy bien. Conecto los cables y estoy listo--dijo desde el suelo, ocupado en llevar y traer cables . La guitarra estaba apoyada sobre una silla, vigilada de cerca por el ojo atento de Ezequiel Alfredo.
Es que su desgracia no le había anulado el profesionalismo. Ni la necesidad.
A los veinte minutos todo estaba conectado. Ezequiel pidió permiso para cambiarse en el baño. Una camisa azul brillante. Barata, pero brillaba. Los mismos jeans negros con los que llegó. Gel en el pelo, echado hacia atrás y un poco largo.
El propio Sandro no tendría objeciones a su aspecto.

--Hola…Hola…-Ezequiel Alfredo probó el micrófono. --Buenas Noches, --expresó con oficio--noche feliz, Nochebuena. Damas y Caballeros. Con ustedes…un servidor.
Y su potente voz de barítono cantó, en un falso susurro…
”Por ese palpitar/Que tiene tu mirar / Yo puedo presentir…”
Suenan aplausos aislados y ahora sí, empuña la guitarra.
“Yo puedo presentir…/Que tú debes sufrir…/Igual que sufro yo./”
--¡Sandro!, gritó un hombre con sorna.
--Gracias, contestó Ezequiel, impertérrito.
--Igual que sufro yo--corearon un par de señoras.
--Te amo--. Y las cuerdas vocales de Ezequiel se relajaron y temblaron en un hermoso vibrato. Se oyeron aplausos.

Unas tres horas después, cansado, Ezequiel comenzó a enrollar cables y guardar la guitarra en su funda. Las consolas ¡qué pesadas eran a esa hora, el día de Navidad!
--Mil doscientos-- dijo el dueño del bar, contando dos veces los billetes de cien. --Sacá pronto todo de acá y que te vaya bien. Tenés talento.
Ezequiel guardó el dinero en el bolsillo. Tenía todavía la camisa azul brillante toda sudada. No le habían dado tiempo de cambiarse.
Comprobó que tenía el regalo antes de intentar arrancar el auto.
Tenía un problema. El auto amagaba con arrancar y no arrancaba. Su coche, un Renault Pickup de los 90, daba tirones y rugía de pura impotencia.
--Vinimos hasta acá-dijo calmo Ezequiel-- Vamos a regresar a casa. Es Navidad.
En el asiento del acompañante estaba el paquete envuelto con esmero con papel brillante como su camisa azul.
El motor respiraba fuerte, asmático y volvía a rugir.
--Vamos a casa, no me falles.
Oyendo el ruego, la Renault arrancó.
Sentía el tirón fuerte en el volante y que el neumático de la derecha, emparchado, se iba rápidamente al desgaste.
--Dios-murmuró Ezequiel-- El regalo estaba ahí, en el asiento del acompañante. Pero hacía rato que su mujer no se subía al coche.
Daba igual. Tenía que estar con ella.
--¡Dios!-- dijo Ezequiel una vez más, asombrado.-- El auto se había quedado con la goma desinflada, en la entrada para coches de una gomería.
Y estaba abierta. El dueño celebraba la Navidad con su familia en el playón. Había armado una parrilla y toda la familia celebraba la Navidad con un asado.
--¿Qué se le ofrece jefe? ¿nos quedamos?-- dijo el dueño de la gomería, sonriente, con una remera roja, bermudas, y un gorro rojo festoneado de blanco.
Para Ezequiel era, efectivamente, Santa Klaus en persona.
--Necesito reemparchar este neumático.
--Imposible-dijo el hombre con voz experta--Ya lo emparchaste mucho. Es un riesgo, sabés.
--¿Qué se puede hacer?--dijo Ezequiel con voz desesperada.
--Te puedo ofrecer una emparchada--dijo el hombre, práctico-- Por 1200 pesos te pongo una goma segura y te vas tranquilo.

Se sentó en una silla que le ofrecieron. Cabeza gacha, manos entrelazadas.
Cuando el problema estuvo resuelto, entregó los recién ganados 1200 pesos y subió al Renault.
El auto rugía, respiraba asmáticamente, tironeaba y por fin arrancó.
¡Feliz Navidad! Oyó que lo saludaban a sus espaldas.
Sí. Una feliz navidad.

Entró en su casa procurando hacer silencio.
Llevaba el regalo en la mano.
--Sarah-- susurró.
--Sarah no está--dijo una voz grave de mujer, un poco vacilante.
--Feliz Navidad, Sarah-- besó su boca, con aliento a ginebra. El vaso y la botella estaban sobre la mesa. También una foto de la hija muerta en un portarretrato color rosa.
Pero ¿cuánto valor se puede pedir a una mujer?
--Sarah, mi amor, te traje un regalo.
Ezequiel abrió el paquete, cerrado con tanto esmero por una desconocida “qué suerte tiene su mujer”, recordó Ezequiel. Suerte.
Le colocó el chal, una maravilla de seda gris y plata, que contrastaba con los cabellos rubios de Sarah.
--Y ahora, la nena va a dormir, Sarah.
Y suavemente giró el portarretrato, mientras Sarah lloraba despacio.



lunes, 11 de diciembre de 2017

lunes, ocho de la mañana

Son las ocho de la mañana y Constanza, a quien le quedaría mejor llamarse Gertrudis o Eufemia, espera ansiosa con su saco rosa tejido por ella misma y su boca furiosamente rosa que abra la veterinaria de la esquina. Golpea el piso con el pie, podría llevar mocasines, es verdad, pero lleva zapatos de taco aguja. La veterinaria no abre y ella tiene que fichar. O sea, que demostrar que llega ocho en punto a su tarea. La máquina de fichar es el orgullo de la Biblioteca: el agente que ficha tiene que poner sus manos sobre una superficie magnética que reconoce su identidad digital ("Hola, Constanza R" y " Adiós Constanza R", dice una pantalla) y además un cámara filma a todos los agentes que fichan. Si, es una biblioteca. Y en ella trabaja Constanza, que en treinta años de esfuerzo continúo y abstinencia sexual, logró que le digan Gertrudis. Así que ahí trabaja Gertrudis.
Ocho y tres minutos, no podrá comprar comida para los gatos. Taconeando camina la cuadra que la separa del enorme edificio. Cada piso del edificio equivale a tres: si, pero es una biblioteca. Es de cemento gris gris gris. Y con veinte años de trabajo, toda Bárbara, toda Pamela, toda Florencia, puede llamarse Gertrudis. De hecho, los cinco digitos que cada mañana y tarde se apoyan en la máquina de fichar pierden ¿cómo decirlo?, sensibilidad táctil. Y el corazón, ah, el corazón, rodeado de tantos libros polvorientos, tantas escaleras y tantas puertas para cerrar.
Gertrudis coloca satisfecha sus cinco dígitos en la maquina de fichar, pero jamás le saca la lengua a la cámara. Gertrudis elige a quien saluda: sonríe a las otras Gertrudis, a las que todavia son Florencias, les dirige un gesto de asco. Su saco fue tejido por ella misma y es rosa.
Cuando entra en la sala de lectura, su sala, donde se guardan los tesoros de la biblioteca, Gertrudis cerrará la puerta con traba y llave, como ya hace treinta años cerró ese casto saco rosa sobre su cuerpo y cuando llame un lector, le dirá que esos libros no son para lectores sino para investigadores. Cuando llame un investigador, le pedirá sus credenciales, cuando el investigador llegue con ellas, le dirá que no son válidas, cuando una credencial sin una mota de polvo sea válida, le pedirá al investigador el número de inventario interno del papel que desea ver, él no lo tiene, claro, si él no lo colocó!!!! El inventario sólo lo puede poner una bibliotecaria. Entonces Gertrudis, seria por fuera, imagen de la profesional, ríe, ríe, ríe, como una niña, con su saco tejido, color de rosa.