DEFINICIÓN DEL ESCRITOR MALDITO
Un escritor maldito es indefinible.
No obstante eso tiene dos ineludibles características.
La primera es que escribe.
La segunda es que está maldito.
Sabemos muy bien que cuando estemos muertos y enterrados un montón de imbéciles de la Sorbona se va a doctorar gracias a nosotros, que otro montón de hijos de puta se va a enriquecer haciendo nuestra biografía y que los futuros editores venderán cinco millones de ejemplares del mismo libro que si ahora vendemos sólo cinco ya podemos comprarnos una pizza de tres pesos para festejar.
Yo sé muy bien que futuros lectores se conmoverán al leer que me prostituí para pagar el gas, que sufrirán al saber que cargué bolsas en el puerto para comprar papel, que llorarán desconsolados al leer que me hice ciruja para dar de comer a mis hijos del pecado. Sé que se enamorarán de mí al ver mi foto de prontuario de cuando asalté una farmacia para comprarme las Iluminaciones de Rimbaud, que leí en la cárcel y que encima no me gustaron y que este mismo cuaderno en el que escribo y que robé en un supermercado lo subastará Sotheby’s. Mientras sé muy bien todo esto, tengo que aguantarme que la Humanidad me desprecie. ¿Y saben lo que les digo? Digo: Ja. .. y además... que les importa que haya sido prostituta, ladrona y ciruja si no es eso lo que me hizo una curtida mujer de la literatura, sino que fue enterarme de que mi padre era en realidad mi hermano y que por lo tanto mi madre se casó con mi abuelo.
Pero para saber qué es en definitiva un escritor maldito, lo definiremos así.
Un escritor maldito se define por la sonrisa irónica con que estampa su firma inmortal en la hoja que le tiende el empleado de tribunales, ente vulgar y bruto, al entregarle la última cédula de desalojo.
El blog de Paula Ruggeri. Contacto: paula.ruggeri743@gmail.com
miércoles, 3 de marzo de 2010
martes, 16 de febrero de 2010
Un día en el prostíbulo
Prosigo, porque quiero pasar este tramo del prostíbulo rápidamente. Aunque les parezca mentira, ser prostituta no tiene mucho de emocionante. Los portaligas molestan en verano, la profesión está injustamente vilipendiada y los epistemólogos son barbudos. Esto último puede parecer irrelevante y tal vez piensan que el hecho de que los epistemólogos lleven barba no guarda relación con la prostitución. pero esperen y verán.
Antes de que vean, les diré algo más asombroso: en la prostitución hay poco sexo. Como lo leen. Hay poco sexo y eso es una porquería.
Un tarde cualquiera yo me pasaba por el prostíbulo y le preguntaba a Bárbara (la rubia que no era rubia de la caja) si había alguien para mí. Bárbara, además de manejar la caja, distribuía los clientes según las profesiones entre las especialistas.
A mi me tocaban los epistemólogos. Por eso dije que en la prostitución hay poco sexo. Tenía compañeras afortunadas a las que le tocaban abogados, mafiosos rusos, médicos cirujanos, narcos colombianos, arquitectos, piratas del asfalto. Cada una tenía una especialidad y un rubro.
Mi jefe, ese editor devenido en proxeneta, había conservado la vieja manía de los estudios de tendencias y se le había ocurrido la prostitución temática: prostitutas profesionales para profesionales, era el lema del aburrido cabaret. Si te tocaban abogados, había que estudiar leyes, si te tocaban arquitectos, te conocías de memoria los edificios históricos y sus correspondientes historias. La que tenía suerte era especialista en narcos y veía elefantes rosas.
Yo no tenía suerte. Tenía que leer a Mario Bunge. Famoso epistemólogo argentino. Sí. Maldito sea.
Así que sigamos con que en una tarde cualquiera pregunto a Bárbara.
—¿Hay algo para mí?
—Nada todavía.
Un maldito día común, pero ya llevaba dos semanas sin sexo. Y sin ver un mango.
—¿No tenés un abogado para pasarme?
—Vos sabés que no hay abogados para vos. No sabés nada de derecho. Ahí tenés los dos últimos libros de Mario Bunge. Los dejó el jefe para que te actualizes.
—¿Y dónde están todos los epistemólogos?
Bárbara agarró el diario y me dijo mientras lo hojeaba con expresión aburrida.
—Hay un Congreso en Berlín. Mañana vuelven todos. Mejor que leas los libros. Es un congreso de Causalidad.
—Maldito Bunge —dije yo, y de pronto vi la luz. La puerta estaba abierta y en el dintel se perfiló, envuelto en rayos dorados, un barbudo. Enclenque. Con anteojos. Con pantalones arrugados.
Un epistemólogo sin plata para ir a Berlín. ¡Sexo!
Se acercó a la barra nervioso. Yo me pinté los labios furtivamente. Una buena prostituta tiene que manchar las camisas, si no es poco profesional.
—Necesito los últimos libros de Mario Bunge —dijo el cretino.
—¿Qué? —dije.
—Un librero de Corrientes me dijo que acá los tenían.
—Señor —dijo Bárbara con dignidad—. Esto es un prostíbulo, no una biblioteca pública. Si quiere los libros, los va a tener que pagar.
—Vamos —dijo el tipo, despectivo—. No me vas a decir que la loca ésta de los labios pintados puede entender los libros. ¿Para qué los quieren acá?
Ahora me tocó a mí indignarme.
—Escuche —le dije—. Sé todo sobre la causalidad. Sé que Mario Bunge no está seguro acerca de si la relación causal es gnoseológica u ontólogica. Y le puedo citar cada uno de los quinientos libros sobre la metodología de las ciencias sociales. Es más, para que vea cuanto sé, le diré entre nosotros que el psicoanálisis no es una ciencia.
Inútil discutir. Se llevó los libros y no lo vi más.
—Los pagó —dijo Bárbara y se encogió de hombros, volviendo a su crucigrama.
—Mejor —dije yo. Los epistemólogos son terribles a la hora del sexo explícito, porque son muy poco explícitos. Me explico, se creen que las etimologías se pueden inventar y que los guiones se colocan en cualquier lado.
Dicen: "Sac-ate esto". "Hac-eme esto o-tro". Y hay que preguntarles por las dudas: "¿quiere que le haga esto o-tro o esto Otro?". Porque no es lo mismo "o-tro" que "Otro".
En fin.
La prostitución temática era una idea genial que como muchas ideas geniales, fracasó. Los clientes empezaron a pedir que les escribiéramos las ponencias, que les hiciéramos monografías y resúmenes y y eso hizo huir a los mafiosos rusos, los piratas del asfalto y los narcos colombianos. Único para captar las tendencias, el jefe puso una fotocopiadora, después puso una mesa de libros de saldos y al fin alquiló un local a la vuelta de Filosofía y Letras. O sea cambió de rubro.
Y me quedé sin trabajo
Antes de que vean, les diré algo más asombroso: en la prostitución hay poco sexo. Como lo leen. Hay poco sexo y eso es una porquería.
Un tarde cualquiera yo me pasaba por el prostíbulo y le preguntaba a Bárbara (la rubia que no era rubia de la caja) si había alguien para mí. Bárbara, además de manejar la caja, distribuía los clientes según las profesiones entre las especialistas.
A mi me tocaban los epistemólogos. Por eso dije que en la prostitución hay poco sexo. Tenía compañeras afortunadas a las que le tocaban abogados, mafiosos rusos, médicos cirujanos, narcos colombianos, arquitectos, piratas del asfalto. Cada una tenía una especialidad y un rubro.
Mi jefe, ese editor devenido en proxeneta, había conservado la vieja manía de los estudios de tendencias y se le había ocurrido la prostitución temática: prostitutas profesionales para profesionales, era el lema del aburrido cabaret. Si te tocaban abogados, había que estudiar leyes, si te tocaban arquitectos, te conocías de memoria los edificios históricos y sus correspondientes historias. La que tenía suerte era especialista en narcos y veía elefantes rosas.
Yo no tenía suerte. Tenía que leer a Mario Bunge. Famoso epistemólogo argentino. Sí. Maldito sea.
Así que sigamos con que en una tarde cualquiera pregunto a Bárbara.
—¿Hay algo para mí?
—Nada todavía.
Un maldito día común, pero ya llevaba dos semanas sin sexo. Y sin ver un mango.
—¿No tenés un abogado para pasarme?
—Vos sabés que no hay abogados para vos. No sabés nada de derecho. Ahí tenés los dos últimos libros de Mario Bunge. Los dejó el jefe para que te actualizes.
—¿Y dónde están todos los epistemólogos?
Bárbara agarró el diario y me dijo mientras lo hojeaba con expresión aburrida.
—Hay un Congreso en Berlín. Mañana vuelven todos. Mejor que leas los libros. Es un congreso de Causalidad.
—Maldito Bunge —dije yo, y de pronto vi la luz. La puerta estaba abierta y en el dintel se perfiló, envuelto en rayos dorados, un barbudo. Enclenque. Con anteojos. Con pantalones arrugados.
Un epistemólogo sin plata para ir a Berlín. ¡Sexo!
Se acercó a la barra nervioso. Yo me pinté los labios furtivamente. Una buena prostituta tiene que manchar las camisas, si no es poco profesional.
—Necesito los últimos libros de Mario Bunge —dijo el cretino.
—¿Qué? —dije.
—Un librero de Corrientes me dijo que acá los tenían.
—Señor —dijo Bárbara con dignidad—. Esto es un prostíbulo, no una biblioteca pública. Si quiere los libros, los va a tener que pagar.
—Vamos —dijo el tipo, despectivo—. No me vas a decir que la loca ésta de los labios pintados puede entender los libros. ¿Para qué los quieren acá?
Ahora me tocó a mí indignarme.
—Escuche —le dije—. Sé todo sobre la causalidad. Sé que Mario Bunge no está seguro acerca de si la relación causal es gnoseológica u ontólogica. Y le puedo citar cada uno de los quinientos libros sobre la metodología de las ciencias sociales. Es más, para que vea cuanto sé, le diré entre nosotros que el psicoanálisis no es una ciencia.
Inútil discutir. Se llevó los libros y no lo vi más.
—Los pagó —dijo Bárbara y se encogió de hombros, volviendo a su crucigrama.
—Mejor —dije yo. Los epistemólogos son terribles a la hora del sexo explícito, porque son muy poco explícitos. Me explico, se creen que las etimologías se pueden inventar y que los guiones se colocan en cualquier lado.
Dicen: "Sac-ate esto". "Hac-eme esto o-tro". Y hay que preguntarles por las dudas: "¿quiere que le haga esto o-tro o esto Otro?". Porque no es lo mismo "o-tro" que "Otro".
En fin.
La prostitución temática era una idea genial que como muchas ideas geniales, fracasó. Los clientes empezaron a pedir que les escribiéramos las ponencias, que les hiciéramos monografías y resúmenes y y eso hizo huir a los mafiosos rusos, los piratas del asfalto y los narcos colombianos. Único para captar las tendencias, el jefe puso una fotocopiadora, después puso una mesa de libros de saldos y al fin alquiló un local a la vuelta de Filosofía y Letras. O sea cambió de rubro.
Y me quedé sin trabajo
martes, 9 de febrero de 2010
Mi primer aventura prostibularia
Creo que el gesto de poner en el pañuelo ropa interior de encaje rojo me predestinó. Como sea, ni bien nació mi hija la dejé con una monja, dándole precisas instrucciones de que la dejara hacer todo lo que se le diera la gana, para que el día de mañana fuera una persona de provecho a la sociedad. Luego me fui a una humilde pensión de mala muerte a escribir una novela, cosa que hice en cinco días: un récord. Con el manuscrito en la mano, me presenté en una editorial.
El galante editor me atendió de inmediato.
—Humm —dijo—, la literatura femenina se va a poner de moda dentro de diez años, pero veremos qué podemos hacer. Para que podamos vender tu libro (cosa que, como sabés, es muy difícil) hay que elaborar una estrategia publicitaria. ¿Qué tal si vas a una guerra, como tu amigo Reverte y volvés como una heroína?
—No soy amiga de Reverte —repuse—. Faltan siete años para que lo conozca.
—Humm, qué lástima. Podríamos haber puesto una faja en el libro que dijera: "¡ Y es amiga de Reverte!". Bueno, otro. ¿No conocés a Stephen King?
—Tampoco —dije desolada.
—¿A Danielle Steel por lo menos?
—Soy la ahijada de la Momia de Titanes en el Ring —dije tratando de ayudar.
—Eso no sirve para nada. Bueno, cuando vuelvas de la guerra podemos poner en la tapa del libro una foto de vos desnuda con fondo de Vietnam. Esas cosas siempre ayudan.
—¿Y si muero en la guerra?
—Tenés razon. Vamos a sacar la foto antes.
—Prefiero no ir a ninguna guerra, gracias.
—Bueno, entonces vamos a tomar medidas drásticas. Vas a ser prostituta y llamaremos a tu libro. "Memorias de una vulgar prostituta". Así nos adelantamos a una tendencia mundial.
—¿Por qué vulgar? —protesté
—Perdón, te veo el bretel del corpiño y es rojo —justificó el editor.
—Bueno. Supongo que es todo de mentira ¿no? No tengo que prostituirme de verdad.
—Perdón otra vez. Esta no es una fábrica de best-sellers. Acá editamos obras literarias de calidad. No le mentimos al público. Si en la solapa dice que sos prostituta, es porque lo sos. Lo tomás o lo dejás —dijo sirviendo dos vasos de whisky.
—Lo tomo —dije decidida y bebí de mi vaso. Un auténtico whisky escocés "La Ruina de los Campbell"—. ¿Cómo me prostituyo? —pregunté.
—Bueno —dijo el tipo y sacó un habano—. Primero vas a tener que mostrarme lo que sabés hacer. Tus habilidades, bah. Lo que hacés con tu marido.
—No tengo marido —repuse acordándome del rayo de luz y el cascote en la cabeza.
—No importa —prosiguió él—. No hace falta estar casada para esto. Después de mostrarme tu talento, vas a esta dirección —me dio una tarjeta— y hablas con Bárbara, que es la rubia que está en la caja. Con ella arreglás tu horario —se aflojó la corbata y aclaró—. El 80 % de todo lo que ganes es para la caja y no podés tener arreglos personales con los clientes—. Y se abrió el cuello de la camisa, tomando un trago.
—¿Y mi novela? —pregunté.
—¿Qué novela?
El galante editor me atendió de inmediato.
—Humm —dijo—, la literatura femenina se va a poner de moda dentro de diez años, pero veremos qué podemos hacer. Para que podamos vender tu libro (cosa que, como sabés, es muy difícil) hay que elaborar una estrategia publicitaria. ¿Qué tal si vas a una guerra, como tu amigo Reverte y volvés como una heroína?
—No soy amiga de Reverte —repuse—. Faltan siete años para que lo conozca.
—Humm, qué lástima. Podríamos haber puesto una faja en el libro que dijera: "¡ Y es amiga de Reverte!". Bueno, otro. ¿No conocés a Stephen King?
—Tampoco —dije desolada.
—¿A Danielle Steel por lo menos?
—Soy la ahijada de la Momia de Titanes en el Ring —dije tratando de ayudar.
—Eso no sirve para nada. Bueno, cuando vuelvas de la guerra podemos poner en la tapa del libro una foto de vos desnuda con fondo de Vietnam. Esas cosas siempre ayudan.
—¿Y si muero en la guerra?
—Tenés razon. Vamos a sacar la foto antes.
—Prefiero no ir a ninguna guerra, gracias.
—Bueno, entonces vamos a tomar medidas drásticas. Vas a ser prostituta y llamaremos a tu libro. "Memorias de una vulgar prostituta". Así nos adelantamos a una tendencia mundial.
—¿Por qué vulgar? —protesté
—Perdón, te veo el bretel del corpiño y es rojo —justificó el editor.
—Bueno. Supongo que es todo de mentira ¿no? No tengo que prostituirme de verdad.
—Perdón otra vez. Esta no es una fábrica de best-sellers. Acá editamos obras literarias de calidad. No le mentimos al público. Si en la solapa dice que sos prostituta, es porque lo sos. Lo tomás o lo dejás —dijo sirviendo dos vasos de whisky.
—Lo tomo —dije decidida y bebí de mi vaso. Un auténtico whisky escocés "La Ruina de los Campbell"—. ¿Cómo me prostituyo? —pregunté.
—Bueno —dijo el tipo y sacó un habano—. Primero vas a tener que mostrarme lo que sabés hacer. Tus habilidades, bah. Lo que hacés con tu marido.
—No tengo marido —repuse acordándome del rayo de luz y el cascote en la cabeza.
—No importa —prosiguió él—. No hace falta estar casada para esto. Después de mostrarme tu talento, vas a esta dirección —me dio una tarjeta— y hablas con Bárbara, que es la rubia que está en la caja. Con ella arreglás tu horario —se aflojó la corbata y aclaró—. El 80 % de todo lo que ganes es para la caja y no podés tener arreglos personales con los clientes—. Y se abrió el cuello de la camisa, tomando un trago.
—¿Y mi novela? —pregunté.
—¿Qué novela?
martes, 2 de febrero de 2010
Sí, todo es cierto
Un amable lector me pregunta si es cierto que estuve en la cárcel y fui prostituta.
Pero claro que sí, amigo ¿para qué voy a mentir? ¿Podría tener la más mínima aspiración a ser un fenómeno editorial sin el paso obligatorio por el penal y sin haber sido prostituta? Sin embargo, y a pesar de que ambas experiencias son entrañables y forman parte de lo más querible de mi pasado patibulario, no creo, amigo mío, que tengas que desdeñar otro hito en mi curriculum que mencioné al pasar: también repartí pollos en moto y no quiero que eso se desdeñe por ser menos espectacular. Pero tengo que contarlo todo desde el comienzo.
Nací en el seno de una familia de aristócratas venidos a menos: mi abuelo era conde, como Athos, y un primo suyo era Comandante de la Guardia Suiza.
De chica me sacaban a pasear por la avenida Santa Fe con un tapado de armiño y una cruz de oro y granates en el cuello bendecida por Pablo VI, hasta que al tapado lo agarró la polilla y empeñaron la cruz para pagar el gas. Me enseñaron el delicado manejo de tal cantidad de cubiertos que nunca tuve que usar en mi vida, que me haría una tarjeta que dijera Paula Ruggeri: experta en cubiertos que usted nunca vio.
Todo tenía mucho nivel, yo tomé la comunión con un vestido blanco hasta el piso, hablaba francés con la prima Jeanette y todos las navidades recibíamos una carta del Papa. Una vez que la leíamos, se la vendíamos al librero de la esquina y págabamos con eso el pavo de Nochebuena. Para una familia católica el pavo de Nochebuena es tan imprescindible como el pesebre, pero era caro y la carta del Papa nos sacó del apuro todas las navidades hasta que...
Hasta que cumplí dieciocho años. El cura de San Patrick decidió que yo era ideal para hacer de Virgen María en el pesebre viviente de Nochebuena. Ensayaba con un pañuelo celeste en la cabeza mientras la familia aguardaba la carta del Papa para encargar el pavo. Y en un ensayo sucedió.
Estaba en el retablo, sola. Una ventana en una esquina permitía el paso a un rayo solar. Trataba de rezar un Padre Nuestro pero en la parte de "perdona nuestros deudas" me acordaba de todas las deudas que tenía mi madre y se me trababa la lengua. Pero de golpe me envolvió la luz abrasadora.
Fue muy rápido (demasiado para mi gusto, pero bueno), primero el rayo, después entró una paloma y por últimó se me cayó un cascote en la cabeza. Yo traté de relajarme y disfrutar, había visto todos los bodrios de María y José que pasan en la tele por Navidad y sabía perfectamente lo que sucedía.
Después del primer desmayo y el tercer atraso resultó evidente que estaba embarazada. ¿Y quién carajo me iba a creer lo del rayo de luz? Además, me pareció que la profesión de mesías no era buena para mi hija. Así que enfrenté a mi madre y le dije:
—Mamá, estoy embarazada del jardinero, pero no del de casa, del de otra casa y lo echaron por tomar cerveza, se volvió a Paraguay.
—Hija —dijo mi madre, con la calma que sólo una dama como ella puede tener—. Comprenderás que no puedes permanecer en esta casa de tus ancestros, etc... porque el Papa se va enojar... etc... y ya no tendremos pavo en Nochebuena y eso es un pecado. Así que toma tus cosas y algunos alimentos frugales y vete por esos caminos de Dios.
Me estaba diciendo que agarre la Panamericana. Así que yo agarré un palo de escoba, le até un pañuelo y dentro del pañuelo puse unos mendrugos de pan con jamón serrano, "Los tres mosqueteros", mi ropa interior de encaje rojo y una caja de anticonceptivos y me fui lejos, adonde me esperaba la cárcel, la prostitución y la rehabilitación social sobre una moto repartiendo pollos, pero eso es otra historia. La saga continúa.
Pero claro que sí, amigo ¿para qué voy a mentir? ¿Podría tener la más mínima aspiración a ser un fenómeno editorial sin el paso obligatorio por el penal y sin haber sido prostituta? Sin embargo, y a pesar de que ambas experiencias son entrañables y forman parte de lo más querible de mi pasado patibulario, no creo, amigo mío, que tengas que desdeñar otro hito en mi curriculum que mencioné al pasar: también repartí pollos en moto y no quiero que eso se desdeñe por ser menos espectacular. Pero tengo que contarlo todo desde el comienzo.
Nací en el seno de una familia de aristócratas venidos a menos: mi abuelo era conde, como Athos, y un primo suyo era Comandante de la Guardia Suiza.
De chica me sacaban a pasear por la avenida Santa Fe con un tapado de armiño y una cruz de oro y granates en el cuello bendecida por Pablo VI, hasta que al tapado lo agarró la polilla y empeñaron la cruz para pagar el gas. Me enseñaron el delicado manejo de tal cantidad de cubiertos que nunca tuve que usar en mi vida, que me haría una tarjeta que dijera Paula Ruggeri: experta en cubiertos que usted nunca vio.
Todo tenía mucho nivel, yo tomé la comunión con un vestido blanco hasta el piso, hablaba francés con la prima Jeanette y todos las navidades recibíamos una carta del Papa. Una vez que la leíamos, se la vendíamos al librero de la esquina y págabamos con eso el pavo de Nochebuena. Para una familia católica el pavo de Nochebuena es tan imprescindible como el pesebre, pero era caro y la carta del Papa nos sacó del apuro todas las navidades hasta que...
Hasta que cumplí dieciocho años. El cura de San Patrick decidió que yo era ideal para hacer de Virgen María en el pesebre viviente de Nochebuena. Ensayaba con un pañuelo celeste en la cabeza mientras la familia aguardaba la carta del Papa para encargar el pavo. Y en un ensayo sucedió.
Estaba en el retablo, sola. Una ventana en una esquina permitía el paso a un rayo solar. Trataba de rezar un Padre Nuestro pero en la parte de "perdona nuestros deudas" me acordaba de todas las deudas que tenía mi madre y se me trababa la lengua. Pero de golpe me envolvió la luz abrasadora.
Fue muy rápido (demasiado para mi gusto, pero bueno), primero el rayo, después entró una paloma y por últimó se me cayó un cascote en la cabeza. Yo traté de relajarme y disfrutar, había visto todos los bodrios de María y José que pasan en la tele por Navidad y sabía perfectamente lo que sucedía.
Después del primer desmayo y el tercer atraso resultó evidente que estaba embarazada. ¿Y quién carajo me iba a creer lo del rayo de luz? Además, me pareció que la profesión de mesías no era buena para mi hija. Así que enfrenté a mi madre y le dije:
—Mamá, estoy embarazada del jardinero, pero no del de casa, del de otra casa y lo echaron por tomar cerveza, se volvió a Paraguay.
—Hija —dijo mi madre, con la calma que sólo una dama como ella puede tener—. Comprenderás que no puedes permanecer en esta casa de tus ancestros, etc... porque el Papa se va enojar... etc... y ya no tendremos pavo en Nochebuena y eso es un pecado. Así que toma tus cosas y algunos alimentos frugales y vete por esos caminos de Dios.
Me estaba diciendo que agarre la Panamericana. Así que yo agarré un palo de escoba, le até un pañuelo y dentro del pañuelo puse unos mendrugos de pan con jamón serrano, "Los tres mosqueteros", mi ropa interior de encaje rojo y una caja de anticonceptivos y me fui lejos, adonde me esperaba la cárcel, la prostitución y la rehabilitación social sobre una moto repartiendo pollos, pero eso es otra historia. La saga continúa.
domingo, 27 de diciembre de 2009
Volvé, Dickens
La vidriera era oscura. Tan oscura era, negro de hollín, negro de noche, que si no fuera por la cartulina amarilla que decía "Manos: cinco pesos" hubiera seguido de largo. Pasé de largo treinta veces, cincuenta, cien, no sé cuántas, pero un día me detuve.
Manos: cinco pesos. Alcé la vista y unas letras que supieron ser luminosas decían JOANNA, peluquería . No decían eso, el nombre era otro. No me interesa ser realista al extremo de perjudicar a la gente buena. eso se los dejó a muchos de mis colegas. La mezcla del periodismo y la literatura es un monstruo de dos cabezas que siempre me fue ajeno.
JOANNA, peluquería. Toqué la puerta. Un mujer joven, delgada y menuda, peinada con una sencilla cola de caballo, abrió la puerta, trabada por una cadena.
-¿Sí? inquirió. Tenía esa cara de pocos amigos que da el cansancio.
Le señalé el cartel.
El interior era alumbrado por una luz de cuadro de Van Gogh que se obtiene fácilmente con una lampara de 25, esa luz amarilla de los bares donde se emborrachan sus personajes. El espejo estaba rajado, el tapizado de la butaca, roto, con la gomaespuma asomando.
Lo único que brillaba era un televisor.
Me ofreció una silla. El televisor era en blanco y negro y estaban dando una telenovela. Joanna, supongamos que es su nombre, no le podía sacar los ojos de encima. Puso una mesita a regañadientes y encima de ella una toalla sucia. Luego empezó a limarme la uñas. Cada diez segundos se daba vuelta a mirar la pantalla: una joven actriz ( después reconocí a Emilia Attias) resistía con heroísmo el acoso de un vulgar malandrín. Su nobleza era maravillosa. Así lo vi, porque estaba viéndolo con Joanna. Si lo hubiera visto en mi casa o en cualquier otro lado, hubiera pensado que eran dos actores patéticos con un guión de cuarta pensado para idiotas. Pero no era así, entendí , ella era noble y bella y él un vulgar malandra. Ella jamás venderá un milímetro de su piel. Ella es como Joanna, imagino. Entonces viene el corte y me pone una mano de calcio. Sacudiéndose la aventura de la mirada, me pregunta si quiero un par de medias por dos pesos.
Veo un diploma colgado en la pared, con manchas verdes. Veo que Joanna se recibió de peluquera en una academia en 1990. Tal vez tenga mi edad, pero parece más joven. Su corazón puro y sin mácula la mantuvo así.
Me llevo las medias, las manos esmaltadas y la absoluta conciencia de que el peor actor del mundo tiene una misión que cumplir y que la peor de las ficciones es mejor que lo real.
Ya lo sabía. Lo sabía cuando leía Los tres mosqueteros en el fondo de mi casa de Villa Urquiza. Lo supe siempre pero lo había olvidado. Ahora yo escribo ficciones y me preocupan demasiado los engranajes, tuercas y tornillos.
Esto pasó hace dos meses. Ahora camino por esa calle todos los días y busco la peluquería de Joanna, con sus vidrios de hollín. Y no la encuentro. Se esfumó, como un fantasma que vivió demasiado tiempo a la sombra de la gran avenida y se fue, en busca de refugio, con su televisor y sus heroínas de corazón puro. Como ella misma.
Manos: cinco pesos. Alcé la vista y unas letras que supieron ser luminosas decían JOANNA, peluquería . No decían eso, el nombre era otro. No me interesa ser realista al extremo de perjudicar a la gente buena. eso se los dejó a muchos de mis colegas. La mezcla del periodismo y la literatura es un monstruo de dos cabezas que siempre me fue ajeno.
JOANNA, peluquería. Toqué la puerta. Un mujer joven, delgada y menuda, peinada con una sencilla cola de caballo, abrió la puerta, trabada por una cadena.
-¿Sí? inquirió. Tenía esa cara de pocos amigos que da el cansancio.
Le señalé el cartel.
El interior era alumbrado por una luz de cuadro de Van Gogh que se obtiene fácilmente con una lampara de 25, esa luz amarilla de los bares donde se emborrachan sus personajes. El espejo estaba rajado, el tapizado de la butaca, roto, con la gomaespuma asomando.
Lo único que brillaba era un televisor.
Me ofreció una silla. El televisor era en blanco y negro y estaban dando una telenovela. Joanna, supongamos que es su nombre, no le podía sacar los ojos de encima. Puso una mesita a regañadientes y encima de ella una toalla sucia. Luego empezó a limarme la uñas. Cada diez segundos se daba vuelta a mirar la pantalla: una joven actriz ( después reconocí a Emilia Attias) resistía con heroísmo el acoso de un vulgar malandrín. Su nobleza era maravillosa. Así lo vi, porque estaba viéndolo con Joanna. Si lo hubiera visto en mi casa o en cualquier otro lado, hubiera pensado que eran dos actores patéticos con un guión de cuarta pensado para idiotas. Pero no era así, entendí , ella era noble y bella y él un vulgar malandra. Ella jamás venderá un milímetro de su piel. Ella es como Joanna, imagino. Entonces viene el corte y me pone una mano de calcio. Sacudiéndose la aventura de la mirada, me pregunta si quiero un par de medias por dos pesos.
Veo un diploma colgado en la pared, con manchas verdes. Veo que Joanna se recibió de peluquera en una academia en 1990. Tal vez tenga mi edad, pero parece más joven. Su corazón puro y sin mácula la mantuvo así.
Me llevo las medias, las manos esmaltadas y la absoluta conciencia de que el peor actor del mundo tiene una misión que cumplir y que la peor de las ficciones es mejor que lo real.
Ya lo sabía. Lo sabía cuando leía Los tres mosqueteros en el fondo de mi casa de Villa Urquiza. Lo supe siempre pero lo había olvidado. Ahora yo escribo ficciones y me preocupan demasiado los engranajes, tuercas y tornillos.
Esto pasó hace dos meses. Ahora camino por esa calle todos los días y busco la peluquería de Joanna, con sus vidrios de hollín. Y no la encuentro. Se esfumó, como un fantasma que vivió demasiado tiempo a la sombra de la gran avenida y se fue, en busca de refugio, con su televisor y sus heroínas de corazón puro. Como ella misma.
miércoles, 16 de diciembre de 2009
La leyenda del capitán Maldito
LA LEYENDA DEL CAPITÁN MALDITO
¿Conocen la historia del Capitán Maldito? ¿No?
Ignorantes.
El Capitán Maldito era conocido por ese nombre tanto en Maracaibo como en Lima y Tierra del Fuego. Con solo oír su nombre, los hombres temblaban como Gudurix y las mujeres gritaban como la rubia de King Kong. A la noche, cuando los niños no se querían tomar la sopa, se les decía: vendrá el Capitán Maldito y te llevará. Su fama era peor que la de Satanás, que tiene bastante mala fama. Su final fue tan triste que de solo recordarlo me pongo a llorar. A su muerte los hábitos monjiles quedaron de luto y en las islas británicas hubo un desmayo masivo de cinco minutos a las cinco de la tarde por parte de las ladys, en señal de duelo.
Se conserva un retrato de él en el Convento de las Carmelitas de Bogotá. En él vemos al Capitán Maldito posar con aire siniestro. Tracemos su retrato.
El Capitán Maldito llevaba con apostura un parche en el ojo izquierdo y el derecho era de vidrio. Ustedes dirán que no veía un carajo, sí, les digo yo, pero por eso era tanto más temible. Es famoso que, blandiendo el sable de aquí para allá le cortó la cabeza a su propio lugarteniente. También se cuenta que una vez mandó a ahorcar al gobernador de Santa Guadalupe de los Arenales y en lugar de eso sus hombres ahorcaron al cocinero. Todo lo que dijo el Capitán Maldito esa noche fue que la comida era mucho mejor. Es que parece que el gobernador de Santa Guadalupe de los Arenales cocinaba unos platos de primera.
Prosigamos. De su brazo derecho pende un temible garfio de hierro retorcido y oxidado, que más de una herida mortal, más de un hueso roto, a él se deben. En cuanto al brazo izquierdo, era ortopédico. Esto a nadie debe asombrar. Simple maravilla de la medicina incaica.
Se cuenta qué, así como Byron se ponía hosco cundo se hacía notar su cojera, el Capitán Maldito se ponía de igual modo cuando algún desprevenido se ofrecía a estrechar su mano. Es famoso lo sucedido durante el encuentro entre el Capitán Maldito y Lord Julian Wade. Lord Julian, enviado por el rey Jacobo, tenía la misión de ofrecer al Capitán Maldito el gobierno de Jamaica. La derrota del elegante inglés fue total y esto por un incidente, que nos apresuramos a relatar.
Frente a sendas botellas de ron, el Capitán trazaba frente a un admirado Sir Julian las líneas de su plan de gobierno. Su más cara medida era incentivar peregrinaciones de monjas desde el continente. Tal piadosa intención, llegó a lo más profundo del corazón de Sir Julian. Conmovido, pronunció la frase fatal:
—Capitán, estrechemos nuestras manos.
¡Frase cortés, digna en todo del elegante británico! Frase sencilla, sí, pero no para el Capitán Maldito, a quien la sola palabra manos sublevaba la sangre. Frase imbécil pronunciada por un Sir Julian alcoholizado con ron de mala calidad, dicen algunos. Haciéndola corta: el Capitán Maldito enrojeció y cuál lo haría una doncella ruborosa, ofendida en el íntimo pudor, desenvainó el sable y seccionó de un solo golpe, las dos manos del imbécil de Sir Julian.
Es que Sir Julian era un imbécil y nuestro capitán era sensible como una poeta mexicana.
El capitán, anécdotas aparte, en su estampa retratada adelantaba con hidalguía una pata de palo, labrada en una magnífica muestra del arte caribeño. Poseía, además, en finas incrustaciones, topacios, rubíes y esmeraldas de gran valor. Como se ve, no era ningún tacaño y además, sabía muy bien la parte del botín que le correspondía: las tres cuartas partes y el resto lo repartía con generosidad y justicia.
Semejante pinta coronaba una peligrosa pero breve carrera. Tal vez a eso se deba el penetrante aroma de su recuerdo, que satura el ambiente monástico y a las pálidas solteronas por elección en largas jornadas de té y canasta.
Fue un fin triste y peor aún, desconsiderado e irrespetuoso por parte del Señor el que acabó con la espada más temible de la isla de la Tortuga.
La suave, lisa y dulce lady Fairling cortaba rosas de su jardín, sin notar que su rubio cabello estaba sucio y desarreglado. Tampoco le preocupaba que su aérea falda blanca estaba agujereada y que sus finos y delicados pies se hallaban calzados por apenas una media roja y otra naranja. Esas nimiedades parecían desmentir la delicadeza de su talle y de hecho lo hacían. Porque la suave, dulce y lisa lady Fairling era el bruto John el Tuerto, por eso era lisa y su disfraz se lo había procurado Bill el ciruja, por eso no era tan elegante como el de una auténtica Lady británica. Pero John el Tuerto no se preocupaba por eso, porque, como ya hemos dicho, el Capitán Maldito no veía un carajo.
Corrió rápidamente por la isla de la Tortuga la voz de que una suave y dulce, aunque lisa, lady inglesa había llegado a la isla a cortar rosas y estudiar a los pájaros. Rápidamente se enteró el Capitán Maldito, que jugaba una partida de truco con Lady Ashton y Lady Dursdey, las dos últimas ladys que habían llegado a la isla con el pretexto de estudiar pajarracos y sin engañar a nadie, salvo tal vez a Lord Ashton y Lord Dursdey.
—¿Así que tenemos otra, eh?—murmuró el capitán —Señoras—dijo dejando las cartas sobre la mesa—Disculpadme.
Lady Ashton se desmayó. Lady Dursdey se rascó la oreja y levantó las cartas del Capitán para ver que tenía. Luego lanzó una puteada, porque hubiera ganado esa mano.
El cuarto jugador era Bill el ciruja. Sonrió enigmático.
El Capitán Maldito salió de la taberna.
Se equivocó diez veces el camino y trastabillando llegó hasta la suave, dulce y lisa Lady Fairling.
Lady Fairling, o sea, John el Tuerto, inclinado sobre un macizo de flores, giró la cabeza al oír la rotunda pata de palo del Capitán Maldito.
—¿Lady Fairling? —dijo el Capitán.
—Oh, yes—dijo el Tuerto, imitando a una lady como mejor sabía mientras buscaba el puñal entre las enaguas.
—Lady Fairling, tengo muchos compromisos. Ya hay demasiadas como usted en la isla. Por lo tanto va a tener que irse.
—Oh, no—murmuró el tuerto. Bill el ciruja había cosido un bolsillo a la enagua para guardar el puñal, así que el tuerto trataba de descoserlo.
—Está bien—dijo el capitán.
El Tuerto encontró el puñal.
—Tendré que hacerlo—dijo el Capitán, irritado.
Y cuando el tuerto tuvo el puñal bien aferrado, y comenzaba a girar, tenso, con un mohín de coquetería dirigido a la nublosa mirada del confiado capitán, este, que tenía bien ganada su fama de maldito, le cercenó el cuello de un sablazo.
—Me tienen harto las mujeres— suspiró. Tomó una aceituna de un platito que había en una mesa. Pues sí, había una mesa y un platito con aceitunas, aunque no lo hubiera dicho antes. Se sirvió tres más de un saque...y se atragantó con los carozos.
Así murió el más terrible de todos los piratas.
Les advertí que era un final desconsiderado. Pero yo no hago la historia.
Sólo la escribo.
¿Conocen la historia del Capitán Maldito? ¿No?
Ignorantes.
El Capitán Maldito era conocido por ese nombre tanto en Maracaibo como en Lima y Tierra del Fuego. Con solo oír su nombre, los hombres temblaban como Gudurix y las mujeres gritaban como la rubia de King Kong. A la noche, cuando los niños no se querían tomar la sopa, se les decía: vendrá el Capitán Maldito y te llevará. Su fama era peor que la de Satanás, que tiene bastante mala fama. Su final fue tan triste que de solo recordarlo me pongo a llorar. A su muerte los hábitos monjiles quedaron de luto y en las islas británicas hubo un desmayo masivo de cinco minutos a las cinco de la tarde por parte de las ladys, en señal de duelo.
Se conserva un retrato de él en el Convento de las Carmelitas de Bogotá. En él vemos al Capitán Maldito posar con aire siniestro. Tracemos su retrato.
El Capitán Maldito llevaba con apostura un parche en el ojo izquierdo y el derecho era de vidrio. Ustedes dirán que no veía un carajo, sí, les digo yo, pero por eso era tanto más temible. Es famoso que, blandiendo el sable de aquí para allá le cortó la cabeza a su propio lugarteniente. También se cuenta que una vez mandó a ahorcar al gobernador de Santa Guadalupe de los Arenales y en lugar de eso sus hombres ahorcaron al cocinero. Todo lo que dijo el Capitán Maldito esa noche fue que la comida era mucho mejor. Es que parece que el gobernador de Santa Guadalupe de los Arenales cocinaba unos platos de primera.
Prosigamos. De su brazo derecho pende un temible garfio de hierro retorcido y oxidado, que más de una herida mortal, más de un hueso roto, a él se deben. En cuanto al brazo izquierdo, era ortopédico. Esto a nadie debe asombrar. Simple maravilla de la medicina incaica.
Se cuenta qué, así como Byron se ponía hosco cundo se hacía notar su cojera, el Capitán Maldito se ponía de igual modo cuando algún desprevenido se ofrecía a estrechar su mano. Es famoso lo sucedido durante el encuentro entre el Capitán Maldito y Lord Julian Wade. Lord Julian, enviado por el rey Jacobo, tenía la misión de ofrecer al Capitán Maldito el gobierno de Jamaica. La derrota del elegante inglés fue total y esto por un incidente, que nos apresuramos a relatar.
Frente a sendas botellas de ron, el Capitán trazaba frente a un admirado Sir Julian las líneas de su plan de gobierno. Su más cara medida era incentivar peregrinaciones de monjas desde el continente. Tal piadosa intención, llegó a lo más profundo del corazón de Sir Julian. Conmovido, pronunció la frase fatal:
—Capitán, estrechemos nuestras manos.
¡Frase cortés, digna en todo del elegante británico! Frase sencilla, sí, pero no para el Capitán Maldito, a quien la sola palabra manos sublevaba la sangre. Frase imbécil pronunciada por un Sir Julian alcoholizado con ron de mala calidad, dicen algunos. Haciéndola corta: el Capitán Maldito enrojeció y cuál lo haría una doncella ruborosa, ofendida en el íntimo pudor, desenvainó el sable y seccionó de un solo golpe, las dos manos del imbécil de Sir Julian.
Es que Sir Julian era un imbécil y nuestro capitán era sensible como una poeta mexicana.
El capitán, anécdotas aparte, en su estampa retratada adelantaba con hidalguía una pata de palo, labrada en una magnífica muestra del arte caribeño. Poseía, además, en finas incrustaciones, topacios, rubíes y esmeraldas de gran valor. Como se ve, no era ningún tacaño y además, sabía muy bien la parte del botín que le correspondía: las tres cuartas partes y el resto lo repartía con generosidad y justicia.
Semejante pinta coronaba una peligrosa pero breve carrera. Tal vez a eso se deba el penetrante aroma de su recuerdo, que satura el ambiente monástico y a las pálidas solteronas por elección en largas jornadas de té y canasta.
Fue un fin triste y peor aún, desconsiderado e irrespetuoso por parte del Señor el que acabó con la espada más temible de la isla de la Tortuga.
La suave, lisa y dulce lady Fairling cortaba rosas de su jardín, sin notar que su rubio cabello estaba sucio y desarreglado. Tampoco le preocupaba que su aérea falda blanca estaba agujereada y que sus finos y delicados pies se hallaban calzados por apenas una media roja y otra naranja. Esas nimiedades parecían desmentir la delicadeza de su talle y de hecho lo hacían. Porque la suave, dulce y lisa lady Fairling era el bruto John el Tuerto, por eso era lisa y su disfraz se lo había procurado Bill el ciruja, por eso no era tan elegante como el de una auténtica Lady británica. Pero John el Tuerto no se preocupaba por eso, porque, como ya hemos dicho, el Capitán Maldito no veía un carajo.
Corrió rápidamente por la isla de la Tortuga la voz de que una suave y dulce, aunque lisa, lady inglesa había llegado a la isla a cortar rosas y estudiar a los pájaros. Rápidamente se enteró el Capitán Maldito, que jugaba una partida de truco con Lady Ashton y Lady Dursdey, las dos últimas ladys que habían llegado a la isla con el pretexto de estudiar pajarracos y sin engañar a nadie, salvo tal vez a Lord Ashton y Lord Dursdey.
—¿Así que tenemos otra, eh?—murmuró el capitán —Señoras—dijo dejando las cartas sobre la mesa—Disculpadme.
Lady Ashton se desmayó. Lady Dursdey se rascó la oreja y levantó las cartas del Capitán para ver que tenía. Luego lanzó una puteada, porque hubiera ganado esa mano.
El cuarto jugador era Bill el ciruja. Sonrió enigmático.
El Capitán Maldito salió de la taberna.
Se equivocó diez veces el camino y trastabillando llegó hasta la suave, dulce y lisa Lady Fairling.
Lady Fairling, o sea, John el Tuerto, inclinado sobre un macizo de flores, giró la cabeza al oír la rotunda pata de palo del Capitán Maldito.
—¿Lady Fairling? —dijo el Capitán.
—Oh, yes—dijo el Tuerto, imitando a una lady como mejor sabía mientras buscaba el puñal entre las enaguas.
—Lady Fairling, tengo muchos compromisos. Ya hay demasiadas como usted en la isla. Por lo tanto va a tener que irse.
—Oh, no—murmuró el tuerto. Bill el ciruja había cosido un bolsillo a la enagua para guardar el puñal, así que el tuerto trataba de descoserlo.
—Está bien—dijo el capitán.
El Tuerto encontró el puñal.
—Tendré que hacerlo—dijo el Capitán, irritado.
Y cuando el tuerto tuvo el puñal bien aferrado, y comenzaba a girar, tenso, con un mohín de coquetería dirigido a la nublosa mirada del confiado capitán, este, que tenía bien ganada su fama de maldito, le cercenó el cuello de un sablazo.
—Me tienen harto las mujeres— suspiró. Tomó una aceituna de un platito que había en una mesa. Pues sí, había una mesa y un platito con aceitunas, aunque no lo hubiera dicho antes. Se sirvió tres más de un saque...y se atragantó con los carozos.
Así murió el más terrible de todos los piratas.
Les advertí que era un final desconsiderado. Pero yo no hago la historia.
Sólo la escribo.
lunes, 7 de diciembre de 2009
Las puertas de La Alhambra
Sueño el perfume de la Alhambra
En el arco de tu pecho
Tu boca es una puerta,
Tu aliento, un jardín perfumado
Bailan violetas en un lecho borracho
Estrellas mareadas, mirá, es la luna loca
Que tambalea en un cielo hecho de topacios
Tu pecho, el arco de la Alhambra
Y todas sus puertas son bocas tibias
Rosadas, dulces. Me besan como esclavas
Cada flor de cristal me muerde los labios
Polvo de violetas baña tu espalda
Que abrazan mis piernas en medio del agua
Tan dulce es el beso de la espada
Que nadie creyera que al fin matara
Me besa furiosa y me deja exhausta
Y si no tuvieras furia y yo no desmayara
Pálida sobre el lecho, de mí misma raptada
Si en un sueño, dulce dueño
Me vieras rosada y exánime
Y un dulce de mieles de vos se adueñara
Fuera de mí mi espíritu
Vagando difuso
En las danzas más locas
En tu sueño confuso
Por jardines te llevaba
A yacer entre flores y hiedra
Te llevaba embriagada del beso divino
Besándote en el arco tenso de tu pecho
Soñando con puertas de plata
Con lechos de hiedra
Con jazmines y ámbar
Con la piel blanca de la luna
Reflejada en un lago de nácar
El perfume de tu beso me llevó embriagada
A las puertas de la Alhambra
En el arco de tu pecho
Tu boca es una puerta,
Tu aliento, un jardín perfumado
Bailan violetas en un lecho borracho
Estrellas mareadas, mirá, es la luna loca
Que tambalea en un cielo hecho de topacios
Tu pecho, el arco de la Alhambra
Y todas sus puertas son bocas tibias
Rosadas, dulces. Me besan como esclavas
Cada flor de cristal me muerde los labios
Polvo de violetas baña tu espalda
Que abrazan mis piernas en medio del agua
Tan dulce es el beso de la espada
Que nadie creyera que al fin matara
Me besa furiosa y me deja exhausta
Y si no tuvieras furia y yo no desmayara
Pálida sobre el lecho, de mí misma raptada
Si en un sueño, dulce dueño
Me vieras rosada y exánime
Y un dulce de mieles de vos se adueñara
Fuera de mí mi espíritu
Vagando difuso
En las danzas más locas
En tu sueño confuso
Por jardines te llevaba
A yacer entre flores y hiedra
Te llevaba embriagada del beso divino
Besándote en el arco tenso de tu pecho
Soñando con puertas de plata
Con lechos de hiedra
Con jazmines y ámbar
Con la piel blanca de la luna
Reflejada en un lago de nácar
El perfume de tu beso me llevó embriagada
A las puertas de la Alhambra
martes, 1 de diciembre de 2009
La Sorbona y yo
La Sorbona y yo
Como buena escritora maldita, que no piensa en su éxito sino en el de sus futuros nietos, hace años que junto basura. Es decir, guardo todos mis manuscritos. Cuando era joven los guardaba para esos seres brillantes de la Sorbona que iban a comprender y analizar cada borroneado de mis textos. Ya un poco mayorcita, conocí algunos tipos y tipas de la Sorbona y me volví práctica: los guardaba para esos atorrantes y vagos de la Sorbona que viven de becas y subsidios. De todas formas, a mí como a Napoleón, me interesa el aspecto, para unos pasado de moda, de la gloria.
La gloria póstuma es redituable de dos maneras. Una es la burguesa, y consiste en que los nietos se enriquecen vendiendo nuestra basura y en los suplementos un montón de gente cobra por discutir la inmoralidad de publicar lo que nosotros en vida decidimos dejar inédito( ja, ja, ja) O sea, el aspecto burgués es el de alimentar a muchos vagos, además de nuestros nietos. El otro aspecto no es burgués, es sacramente egipcio. En nuestra época no podemos aspirar a pirámides, pero nuestras sombras lastimosas estarán más satisfechas de una tumba en la Chacarita llena de latas de cerveza, paquetes de cigarrillos y pintadas en aerosol, más quejas de los parientes de nuestros vecinos por todos los que nos visitan en nuestra última morada, que de mirar nuestras tumbas para encontrar tres margaritas resecas de nuestros parientes y nada más.
En fin, de todas formas mi temperamento es más burgués que egipcio, y aunque me agrade la idea de latas de cerveza en mi tumba, me agrada más pensar en mis nietos con la calculadora en la mano vendiendo en Sotherbys las boludeces que guardo ahora en los cajones.
Como las cosas hay que hacerlas bien (y sugiero a todos los autores malditos que sigan mi ejemplo) cuando tengo un rato libre busco los poemas (horrendas imitaciones de Byron que escribía en 1995) y escribo frases de genio torturado en los márgenes (siempre cuido tachar una o dos palabras). Piense que mucha gente de letras se dedica a los estudios genéticos y tachar es necesario para ayudar a su trabajo. Un poeta que no tacha y no hace muchas versiones no colabora con los cupos de becas, algo así como que cierra puestos de trabajo de licenciados en Letras¿me explico?. Bueno, escribo una frase genial, un sábado a la tarde sin mucho que hacer, y tacho un poco.
Por ejemplo:
"Estoy poseída, poseída, poseída. Un demonio me persigue día y noche. Mi madre dice que es el portero que viene a cobrar las expensas, pero para mí es una musa que me empuja a escribir más y más, cada vez que toca el timbre escribo con tanta fuerza que el lápiz se rompe"(aquí una mancha negra que atestigua que rompí otro lápiz) "Escribo y escribo(anoto en el margen):las expensas aumentarán igual. Chopin y George Sand nunca las pagaban, tampoco Lautremont"
Guardo cuidadosamente, por supuesto, el lápiz que rompí en ocasión de escribir esto.
Bueno, ya lo saben. Hagan la fortuna de su descendencia, los estudios genéticos están en su apogeo y los genetistas de letras son cada vez más. Y la expensas van a seguir aumentando.Escriban cada papel que se les ponga en frente, tachen, hagan dibujitos, etc... Una puede ser maldita ahora porque no se imagina a Lautremont pagando las expensas ni a Chopin en la panadería.
Pero no hay que dejar a los nietos sin nada.¿O NO?
miércoles, 11 de noviembre de 2009
MERCADO NEGRO.CAPITULO CINCO Y FINAL
Viene del post anterior
ARRÁNCALO Y PARTÉSELO EN LA CABEZA
MacDillon despertó en una pesadillesca ciudad, ya saben cuál, me cansé de decirlo, Nueva York. Y se encaminó a su casa como sonámbulo. Y embocó la llave a duras penas. Aún podía verse una estrellita solitaria bailando sobre su cabeza. Entró y encendió la luz. Y sentada en su jergón roñoso, recostada más bien, en la pose de Madame Recamier, se hallaba una rubia espectacular. Como Isabel Sarli, pero más flaca y teñida.
—¿Tú eres el que busca a mi esposo? —susurró.
—¿Qué?—MacDillon estaba sordo como un topo.¿O era una tapia?
—¡Qué si tú eres el que busca a mi esposo!
—¿Y quién es tu esposo?
—¿No adivinas quién soy? —dijo la rubia teñida incorporándose y dejando ver dos pechos voluminosos enclaustrados en un corpiño que en mi opinión, tenía rellenos. Era como Ivana Trump, con más maquillaje. O sea, era lo que los hombres llaman un sueño y las mujeres llamamos una pajarraca.
—¿Quién eres?—Mac Dillon preguntó esto con la naturalidad y la calma de quien ha recibido doscientos dólares en lugar de tres mil y una golpiza del sargento García. O sea, como alguien que ha perdido la capacidad de asombro que es el origen de la filosofía según Karl Jaspers.
—Soy la futura viuda de MacEnroe.
—¿El tenista?
—No te hagas el idiota.
—Entonces el que se masturba con guantes de cirujano usados.
—-El mismo. Mi femineidad no soporta ese desprecio.¿Me comprendes?
—Claro—MacDillon buscaba como un loco un peine en sus bolsillos para hacerse bien la raya. Sería gratis esta vez.¡Bien!
—Si dinero es lo que buscas, aquí hay de sobra—ella le arrojó una cartera.
Pero él se arrojó sobre ella.Y fue, creánme, maravilloso. Se habían juntado el hambre y las ganas de comer. En fin. Patéticos. Eso terminó más rápido que una pizza delante de MacRae.
—Al fin un hombre me comprende—exclamó ella. Triste ¿eh?
“Al fin una mujer no me cobra, me paga” pensó él, no sin lógica.
—Matarás a ese cerdo.
—Claro.
—Y te casarás conmigo.
—Por supuesto.
—Y me harás el amor toda la noche.
—Bueno...la noche es larga.
—Y es toda nuestra.
—Pero yo me levanto temprano.
—¿Me estás diciendo que te levantas temprano o que es imposible de levantar?
—Qué romántica. Prueba.
—Probaré.
Y probó. De todas las formas. Pero fue imposible.
Al fin ella se hartó. Se arregló la ropa, repitió dos o tres palabrotas y le sugirió que hablaran de negocios.
—Mi marido va a estar mañana a las cinco en el fumadero de opio de la calle Cuarenta y ocho y la Decimonovena Avenida.¿Te ubicas o te hago un plano?
—¿Dónde está el bar con el busto de Jefferson pintado de rojo?
—Sí. El bar tiene un sótano. Ese sótano es un fumadero de opio. Al fondo a la derecha hay un baño. En el baño hay un caño. Arráncalo y partéselo en la cabeza. Será limpio, no hay mucho que se derrame. Barato para ti, pero yo te lo pagaré caro.
—¿Cuánto es caro?
—Carísimo. Me casaré contigo. Será el modo de que no abras la boca. Y serás el dueño del emporio MacEnroe.
—Oye. Yo leí novelas. No soy tan bruto como piensas. Las rubias siempre dicen eso y mienten.
—Pero yo soy castaña. Lo demás es agua oxigenada.
—Es verdad—reconoció él—Mañana a las cinco estaré ahí.
—Sí. Y te amaré para siempre.
“¡Y me pagará por ello!” —pensó MacDillon.
—Está bien-dijo—Lo mataré.
—-Eres mi héroe.
—¿Cómo te llamas?
—Evangelina Salazar de MacEnroe.
—Con eso me convences. Con ese nombre no puedes ser una arpía de novela.
—Claro que no. Me voy. Ahí queda mi cartera. Gasta lo que hay adentro, pero cuídala. Fue un regalo de bodas.
—Descuida. Podrás llevarla en el funeral.
—Claro que no—ella se mostró escandalizada—¿No ves que es roja? Sería una falta de respeto.
Bien, llegó la hora de mostrarse un poco rudo.
—Vete-dijo—Eres una perra. Cuando seas mi mujer, te trataré como mereces. Para mañana a esta hora serás viuda.
—Adiós—dijo ella y un destello extrañamente metálico asomó en su mirada. ¿Era lo que parecía?¿Tenía lentes de contacto de color? No podría asegurarlo.
En eso MacDillon reparó en un detalle. No conocía a MacEnroe. Salió al corredor y gritó.
—¡Evangelina!
—Salazar—se volvió ella con un mohín de coquetería.
—No lo conozco.
—¿A quién?
—A tu marido.
—En mi cartera hay fotos.
—Bien.
—¿Ya me puedo ir?
—Vete.
—Adiós.
Y se fue.
Y al día siguiente, MacDillon tomó la cartera y contó los billetes. Había allí tres mil dólares. Bailó horriblemente mal una polca.
Y luego miró la foto.
MacEnroe se parecía mucho a MacRae.
¿Extraño? Si A es igual a B...entonces MacEnroe era MacRae!
Pero se conocían desde la infancia. Transcurrieron juntos la adolescencia, con la vieja Lucy..¿sería posible?
¿Ya lo adivinaron, no?
A las cinco, MacDillon fue al bar de la Cuarenta y ocho y La Decimonovena avenida, con un busto de Jefferson pintado de rojo, descendió el sótano, fue al fondo, tornó a la derecha, entró al baño, le costó bastante arrancar el caño, fue hacia MacRae, que fumaba opio en una hamaca y le partió la cabeza.
Uf. Ni Chase lo hubiera hecho mejor. Qué escena violenta. Y en un solo párrafo.
Luego dejó el caño, salió, y en la esquina estaba Rose.
—Oh, Joe—parloteó—¡Te conseguí la motosierra!
La apartó suavemente.
—Olvídalo, nena. Me caso.
—¿Tú?
—Sí, yo ¿por qué no?
—¿Pero con quién?
—Ya lo sabrás—dijo sombrío.
—Mira. Algo pasa en el bar.
—Olvídalo, nena. Te enviaré un pavo relleno en Acción de Gracias.
—Pero mira. Está el sargento García.
—Tu amigo, eh, espero que le cobres caro.
—Pero viene hacia aquí.
—Es que eres guapa, Rose. Incluso vestida.
—Pero mira lo que lleva en la mano, Joe, eh, mira.
Y llevaba en la mano el caño sangriento.
Y en la otra mano, dos esposas.
Y tras de él venían veinte policías más.
Y ese fue el fin de MacDillon.
EPILOGO
Ya lo adivinaron, ¿no? Evangelina Salazar es la viuda de MacRae, que pagó su viudez con los tres mil dólares que su finado marido recibiera del ignoto para siempre MacEnroe a cambio de los guantes usados de cirujano.
Y MacDillon es un idiota.
Pero eso lo sabían desde el principio.
Pero Mary se entendió con él, por medio de Rose, que entre otras cosas, colaboraba con MacEnroe ayudándolo a calzarse los guantes.
Gracias a Dios, terminé este cuento. Ya puedo ir y confesarme.
ARRÁNCALO Y PARTÉSELO EN LA CABEZA
MacDillon despertó en una pesadillesca ciudad, ya saben cuál, me cansé de decirlo, Nueva York. Y se encaminó a su casa como sonámbulo. Y embocó la llave a duras penas. Aún podía verse una estrellita solitaria bailando sobre su cabeza. Entró y encendió la luz. Y sentada en su jergón roñoso, recostada más bien, en la pose de Madame Recamier, se hallaba una rubia espectacular. Como Isabel Sarli, pero más flaca y teñida.
—¿Tú eres el que busca a mi esposo? —susurró.
—¿Qué?—MacDillon estaba sordo como un topo.¿O era una tapia?
—¡Qué si tú eres el que busca a mi esposo!
—¿Y quién es tu esposo?
—¿No adivinas quién soy? —dijo la rubia teñida incorporándose y dejando ver dos pechos voluminosos enclaustrados en un corpiño que en mi opinión, tenía rellenos. Era como Ivana Trump, con más maquillaje. O sea, era lo que los hombres llaman un sueño y las mujeres llamamos una pajarraca.
—¿Quién eres?—Mac Dillon preguntó esto con la naturalidad y la calma de quien ha recibido doscientos dólares en lugar de tres mil y una golpiza del sargento García. O sea, como alguien que ha perdido la capacidad de asombro que es el origen de la filosofía según Karl Jaspers.
—Soy la futura viuda de MacEnroe.
—¿El tenista?
—No te hagas el idiota.
—Entonces el que se masturba con guantes de cirujano usados.
—-El mismo. Mi femineidad no soporta ese desprecio.¿Me comprendes?
—Claro—MacDillon buscaba como un loco un peine en sus bolsillos para hacerse bien la raya. Sería gratis esta vez.¡Bien!
—Si dinero es lo que buscas, aquí hay de sobra—ella le arrojó una cartera.
Pero él se arrojó sobre ella.Y fue, creánme, maravilloso. Se habían juntado el hambre y las ganas de comer. En fin. Patéticos. Eso terminó más rápido que una pizza delante de MacRae.
—Al fin un hombre me comprende—exclamó ella. Triste ¿eh?
“Al fin una mujer no me cobra, me paga” pensó él, no sin lógica.
—Matarás a ese cerdo.
—Claro.
—Y te casarás conmigo.
—Por supuesto.
—Y me harás el amor toda la noche.
—Bueno...la noche es larga.
—Y es toda nuestra.
—Pero yo me levanto temprano.
—¿Me estás diciendo que te levantas temprano o que es imposible de levantar?
—Qué romántica. Prueba.
—Probaré.
Y probó. De todas las formas. Pero fue imposible.
Al fin ella se hartó. Se arregló la ropa, repitió dos o tres palabrotas y le sugirió que hablaran de negocios.
—Mi marido va a estar mañana a las cinco en el fumadero de opio de la calle Cuarenta y ocho y la Decimonovena Avenida.¿Te ubicas o te hago un plano?
—¿Dónde está el bar con el busto de Jefferson pintado de rojo?
—Sí. El bar tiene un sótano. Ese sótano es un fumadero de opio. Al fondo a la derecha hay un baño. En el baño hay un caño. Arráncalo y partéselo en la cabeza. Será limpio, no hay mucho que se derrame. Barato para ti, pero yo te lo pagaré caro.
—¿Cuánto es caro?
—Carísimo. Me casaré contigo. Será el modo de que no abras la boca. Y serás el dueño del emporio MacEnroe.
—Oye. Yo leí novelas. No soy tan bruto como piensas. Las rubias siempre dicen eso y mienten.
—Pero yo soy castaña. Lo demás es agua oxigenada.
—Es verdad—reconoció él—Mañana a las cinco estaré ahí.
—Sí. Y te amaré para siempre.
“¡Y me pagará por ello!” —pensó MacDillon.
—Está bien-dijo—Lo mataré.
—-Eres mi héroe.
—¿Cómo te llamas?
—Evangelina Salazar de MacEnroe.
—Con eso me convences. Con ese nombre no puedes ser una arpía de novela.
—Claro que no. Me voy. Ahí queda mi cartera. Gasta lo que hay adentro, pero cuídala. Fue un regalo de bodas.
—Descuida. Podrás llevarla en el funeral.
—Claro que no—ella se mostró escandalizada—¿No ves que es roja? Sería una falta de respeto.
Bien, llegó la hora de mostrarse un poco rudo.
—Vete-dijo—Eres una perra. Cuando seas mi mujer, te trataré como mereces. Para mañana a esta hora serás viuda.
—Adiós—dijo ella y un destello extrañamente metálico asomó en su mirada. ¿Era lo que parecía?¿Tenía lentes de contacto de color? No podría asegurarlo.
En eso MacDillon reparó en un detalle. No conocía a MacEnroe. Salió al corredor y gritó.
—¡Evangelina!
—Salazar—se volvió ella con un mohín de coquetería.
—No lo conozco.
—¿A quién?
—A tu marido.
—En mi cartera hay fotos.
—Bien.
—¿Ya me puedo ir?
—Vete.
—Adiós.
Y se fue.
Y al día siguiente, MacDillon tomó la cartera y contó los billetes. Había allí tres mil dólares. Bailó horriblemente mal una polca.
Y luego miró la foto.
MacEnroe se parecía mucho a MacRae.
¿Extraño? Si A es igual a B...entonces MacEnroe era MacRae!
Pero se conocían desde la infancia. Transcurrieron juntos la adolescencia, con la vieja Lucy..¿sería posible?
¿Ya lo adivinaron, no?
A las cinco, MacDillon fue al bar de la Cuarenta y ocho y La Decimonovena avenida, con un busto de Jefferson pintado de rojo, descendió el sótano, fue al fondo, tornó a la derecha, entró al baño, le costó bastante arrancar el caño, fue hacia MacRae, que fumaba opio en una hamaca y le partió la cabeza.
Uf. Ni Chase lo hubiera hecho mejor. Qué escena violenta. Y en un solo párrafo.
Luego dejó el caño, salió, y en la esquina estaba Rose.
—Oh, Joe—parloteó—¡Te conseguí la motosierra!
La apartó suavemente.
—Olvídalo, nena. Me caso.
—¿Tú?
—Sí, yo ¿por qué no?
—¿Pero con quién?
—Ya lo sabrás—dijo sombrío.
—Mira. Algo pasa en el bar.
—Olvídalo, nena. Te enviaré un pavo relleno en Acción de Gracias.
—Pero mira. Está el sargento García.
—Tu amigo, eh, espero que le cobres caro.
—Pero viene hacia aquí.
—Es que eres guapa, Rose. Incluso vestida.
—Pero mira lo que lleva en la mano, Joe, eh, mira.
Y llevaba en la mano el caño sangriento.
Y en la otra mano, dos esposas.
Y tras de él venían veinte policías más.
Y ese fue el fin de MacDillon.
EPILOGO
Ya lo adivinaron, ¿no? Evangelina Salazar es la viuda de MacRae, que pagó su viudez con los tres mil dólares que su finado marido recibiera del ignoto para siempre MacEnroe a cambio de los guantes usados de cirujano.
Y MacDillon es un idiota.
Pero eso lo sabían desde el principio.
Pero Mary se entendió con él, por medio de Rose, que entre otras cosas, colaboraba con MacEnroe ayudándolo a calzarse los guantes.
Gracias a Dios, terminé este cuento. Ya puedo ir y confesarme.
lunes, 2 de noviembre de 2009
MERCADO NEGRO. CAPITULO 4
VIENE DEL POST ANTERIOR
>¿Y qué pasó entonces?<
Buena pregunta. Pero no tiene fácil respuesta. Ya se me ocurrirá algo. Oh, bien. Mac Dillon, llegó a su casa, cortó el piolín y vio desparramarse un montón de billetes. Pero qué se le iba a ocurrir contarlos. Era un montón de billetes.
De billetes de un dólar.
Doscientos miserables dólares de cambio chico.
Pero el muy idiota todavía no se dio cuenta. Está bailando una polca por la habitación y baila horriblemente mal. Con razón siempre tiene que pagar. ¿Quién lo haría gratis con un hombre que es feo, es tonto, baila mal y, detalle fundamental, no cuenta el dinero?
Su primer acercamiento a la realidad fue cuando quiso comprar una botella de whiskie la Ruina de los Campbell con un billete de un dólar y dijo, muy macho.
—Quédate con el vuelto, ejem, preciosa.
Y no digamos lo que le contestó Ejem, Preciosa.
Entonces metió la mano en el bolsillo y por fin contó el dinero. Creía tener trescientos dólares. Pero tenía tres. Compró chicles. Volvió al departamento. No era fuerte en matemáticas. Pero logró darse cuenta de que no tenía tres mil dólares. Entonces lo invadió su instinto criminal. Y no supo que hacer con él.
Decidió olvidar las últimas andanzas de Rose. Decidió acudir a ella, como siempre lo hacía cuando lo acometía el instinto criminal y no sabía que hacer con él.
Rose era secundariamente prostituta y pelirroja, pero primordialmente tenía buen corazón.
En el buen corazón de Rose pensaba Mac Dillon cuando le tocó el timbre.
—¿Quién es? — dijo una voz dulce como un violín en primavera.
—Ábreme.
—Ya voy.
—Perra.
—Sí, querido.
MacDillon masculló palabrotas. Entretanto, la lluvia caía y Nueva York parecía más sucia y bajo la lluvia monótona y mugrienta renacía el instinto criminal que venía a aplacar. Sólo Rose, la de buen corazón, podía ayudarlo.
Y allí estaba ella, la polaca pequeña y dulce, con su deshabillé de rosas desteñidas como sus mejillas marchitadas.
Con dulce sonrisa abrió la puerta y lo miró de arriba abajo.
—¿Qué haces aquí?
—Vine a destruirte.
—Destrúyeme rápido, entonces y vete.
—¿Qué pasó con tu buen corazón?
—Lo tiré al inodoro.
—Perra—dijo MacDillon y le tiró una bofetada.
—Gracias—dijo ella.
—¿Qué me dices?
—Gracias—repitió y le pegó un sartenazo que lo lanzó de nuevo a la calle.
—¿Qué se hizo de tu buen corazón? —repitió él atontado.
—Lo arrojé las alcantarillas podridas de esta ciudad putrefacta, dura y cruel. He aprendido, Joe. Me has enseñado la crueldad.¿Ves este abrelatas? —dijo extrayendo un pequeño artefacto del bretel de su corpiño— Te asombrarías de ver las cosas que he abierto con él.
—Bueno, Rose, como siempre, eres especial. Sin ti, no sabría que hacer.¿Cuánto te debo?
La dulce cara de Rose se amplió con una brillante sonrisa.
-Cuarenta dólares, amor...
—Espera, te debía veinte, está bien. Pero un timbrazo son quince ¿o
—Quince dólares de ahora, por el timbre, veinte me debías de la última vez.Suma cuarenta dólares porque el abrelatas me costó cinco.¿Fue brillante, no?
—Sí, no lo esperaba.¿Qué tal una motosierra la próxima vez?
—Oh, eso es caro.
—Tal vez pueda pagarlo.
—¿Estás de nuevo en el negocio?
—No te importa—masculló.
—Es igual. Avísame cuando quieras la motosierra, cariño. Abrígate y no tomes frío.¿Quieres pasar y tomar algo caliente?
—¿Cuánto sale eso?
—Oh, cinco dólares un té.
—¡Té en Nueva York! Estás loca, cariño.
—El café está tan caro...
—Déjalo, Rose. Otro día.
—Adiós, querido.
Qué dulce es esta Rose-pensaba Joe mientras volvía a hundirse en la ciudad acalambrada de putrefacción. Qué dulce una buena mujer en esta ciénaga asquerosa.
Se sentía relajado y optimista cuando cruzaba la calle con el semáforo en rojo. Se sentía tan optimista que no se dio cuenta cuando lo durmieron de un puñetazo.
...Sobre la cabeza de MacDillon bailaban estrellitas de colores en alocado círculo. Era un espectáculo digno de verse. Arrojado en la vía, lo contemplaba el Sargento García y otros dos policías igualmente asquerosos.
—Buenos días, Joe. Sabemos que buscas a MacEnroe. Sólo queremos decirte que lo olvides. Ya sabes que andamos detrás de ti.
—Y déjala en paz a Rose. Es una buena chica—agregó otro que mascaba chicle.
—Así que ya sabes.
Se fueron orondos dejándolo ahí. Lamentablemente, él estaba desmayado y no los oyó... Bueno, no se perdía de nada. Cuánto más tiempo duermas en Nueva York, mejor. Eso dicen.
¿Pero cómo sabían que buscaba a MacEnroe si él no buscaba a Mac Enroe? Mistery. Pero no es tan misterioso. Ya lo verán.
En realidad él sí buscaba a MacEnroe. Pero hasta ahora solo lo había buscado en la guía telefónica. Y no lo encontró. Uno no se encuentra multimillonarios petroleros en la guía. Así que llamó a MacRae. Y MacRae le dijo, solícito, que no se preocupara por MacEnroe. Qué no le iba a pagar un dólar más. Qué los que más tienen, siempre son los mas tacaños. Y que por favor, no volviera a llamar a la hora de la cena. Y le cortó.
¿Cómo hallar a MacEnroe? No lo sabemos. Pero MacEnroe supo hallarlo a él.¿Cómo?
Tal vez Rose lo supiera. Pero por ahora, yo no.
CONTINÚA EL LUNES 10 DE NOVIEMBRE
>¿Y qué pasó entonces?<
Buena pregunta. Pero no tiene fácil respuesta. Ya se me ocurrirá algo. Oh, bien. Mac Dillon, llegó a su casa, cortó el piolín y vio desparramarse un montón de billetes. Pero qué se le iba a ocurrir contarlos. Era un montón de billetes.
De billetes de un dólar.
Doscientos miserables dólares de cambio chico.
Pero el muy idiota todavía no se dio cuenta. Está bailando una polca por la habitación y baila horriblemente mal. Con razón siempre tiene que pagar. ¿Quién lo haría gratis con un hombre que es feo, es tonto, baila mal y, detalle fundamental, no cuenta el dinero?
Su primer acercamiento a la realidad fue cuando quiso comprar una botella de whiskie la Ruina de los Campbell con un billete de un dólar y dijo, muy macho.
—Quédate con el vuelto, ejem, preciosa.
Y no digamos lo que le contestó Ejem, Preciosa.
Entonces metió la mano en el bolsillo y por fin contó el dinero. Creía tener trescientos dólares. Pero tenía tres. Compró chicles. Volvió al departamento. No era fuerte en matemáticas. Pero logró darse cuenta de que no tenía tres mil dólares. Entonces lo invadió su instinto criminal. Y no supo que hacer con él.
Decidió olvidar las últimas andanzas de Rose. Decidió acudir a ella, como siempre lo hacía cuando lo acometía el instinto criminal y no sabía que hacer con él.
Rose era secundariamente prostituta y pelirroja, pero primordialmente tenía buen corazón.
En el buen corazón de Rose pensaba Mac Dillon cuando le tocó el timbre.
—¿Quién es? — dijo una voz dulce como un violín en primavera.
—Ábreme.
—Ya voy.
—Perra.
—Sí, querido.
MacDillon masculló palabrotas. Entretanto, la lluvia caía y Nueva York parecía más sucia y bajo la lluvia monótona y mugrienta renacía el instinto criminal que venía a aplacar. Sólo Rose, la de buen corazón, podía ayudarlo.
Y allí estaba ella, la polaca pequeña y dulce, con su deshabillé de rosas desteñidas como sus mejillas marchitadas.
Con dulce sonrisa abrió la puerta y lo miró de arriba abajo.
—¿Qué haces aquí?
—Vine a destruirte.
—Destrúyeme rápido, entonces y vete.
—¿Qué pasó con tu buen corazón?
—Lo tiré al inodoro.
—Perra—dijo MacDillon y le tiró una bofetada.
—Gracias—dijo ella.
—¿Qué me dices?
—Gracias—repitió y le pegó un sartenazo que lo lanzó de nuevo a la calle.
—¿Qué se hizo de tu buen corazón? —repitió él atontado.
—Lo arrojé las alcantarillas podridas de esta ciudad putrefacta, dura y cruel. He aprendido, Joe. Me has enseñado la crueldad.¿Ves este abrelatas? —dijo extrayendo un pequeño artefacto del bretel de su corpiño— Te asombrarías de ver las cosas que he abierto con él.
—Bueno, Rose, como siempre, eres especial. Sin ti, no sabría que hacer.¿Cuánto te debo?
La dulce cara de Rose se amplió con una brillante sonrisa.
-Cuarenta dólares, amor...
—Espera, te debía veinte, está bien. Pero un timbrazo son quince ¿o
—Quince dólares de ahora, por el timbre, veinte me debías de la última vez.Suma cuarenta dólares porque el abrelatas me costó cinco.¿Fue brillante, no?
—Sí, no lo esperaba.¿Qué tal una motosierra la próxima vez?
—Oh, eso es caro.
—Tal vez pueda pagarlo.
—¿Estás de nuevo en el negocio?
—No te importa—masculló.
—Es igual. Avísame cuando quieras la motosierra, cariño. Abrígate y no tomes frío.¿Quieres pasar y tomar algo caliente?
—¿Cuánto sale eso?
—Oh, cinco dólares un té.
—¡Té en Nueva York! Estás loca, cariño.
—El café está tan caro...
—Déjalo, Rose. Otro día.
—Adiós, querido.
Qué dulce es esta Rose-pensaba Joe mientras volvía a hundirse en la ciudad acalambrada de putrefacción. Qué dulce una buena mujer en esta ciénaga asquerosa.
Se sentía relajado y optimista cuando cruzaba la calle con el semáforo en rojo. Se sentía tan optimista que no se dio cuenta cuando lo durmieron de un puñetazo.
...Sobre la cabeza de MacDillon bailaban estrellitas de colores en alocado círculo. Era un espectáculo digno de verse. Arrojado en la vía, lo contemplaba el Sargento García y otros dos policías igualmente asquerosos.
—Buenos días, Joe. Sabemos que buscas a MacEnroe. Sólo queremos decirte que lo olvides. Ya sabes que andamos detrás de ti.
—Y déjala en paz a Rose. Es una buena chica—agregó otro que mascaba chicle.
—Así que ya sabes.
Se fueron orondos dejándolo ahí. Lamentablemente, él estaba desmayado y no los oyó... Bueno, no se perdía de nada. Cuánto más tiempo duermas en Nueva York, mejor. Eso dicen.
¿Pero cómo sabían que buscaba a MacEnroe si él no buscaba a Mac Enroe? Mistery. Pero no es tan misterioso. Ya lo verán.
En realidad él sí buscaba a MacEnroe. Pero hasta ahora solo lo había buscado en la guía telefónica. Y no lo encontró. Uno no se encuentra multimillonarios petroleros en la guía. Así que llamó a MacRae. Y MacRae le dijo, solícito, que no se preocupara por MacEnroe. Qué no le iba a pagar un dólar más. Qué los que más tienen, siempre son los mas tacaños. Y que por favor, no volviera a llamar a la hora de la cena. Y le cortó.
¿Cómo hallar a MacEnroe? No lo sabemos. Pero MacEnroe supo hallarlo a él.¿Cómo?
Tal vez Rose lo supiera. Pero por ahora, yo no.
CONTINÚA EL LUNES 10 DE NOVIEMBRE
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