¿Conocen la historia del Capitán Maldito? ¿No?
Ignorantes.
El Capitán Maldito era conocido por ese nombre tanto en Maracaibo como en Lima y Tierra del Fuego. Con solo oír su nombre, los hombres temblaban como Gudurix y las mujeres gritaban como la rubia de King Kong. A la noche, cuando los niños no se querían tomar la sopa, se les decía: vendrá el Capitán Maldito y te llevará. Su fama era peor que la de Satanás, que tiene bastante mala fama. Su final fue tan triste que de solo recordarlo me pongo a llorar. A su muerte los hábitos monjiles quedaron de luto y en las islas británicas hubo un desmayo masivo de cinco minutos a las cinco de la tarde por parte de las ladys, en señal de duelo.
Se conserva un retrato de él en el Convento de las Carmelitas de Bogotá. En él vemos al Capitán Maldito posar con aire siniestro. Tracemos su retrato.
El Capitán Maldito llevaba con apostura un parche en el ojo izquierdo y el derecho era de vidrio. Ustedes dirán que no veía un carajo, sí, les digo yo, pero por eso era tanto más temible. Es famoso que, blandiendo el sable de aquí para allá le cortó la cabeza a su propio lugarteniente. También se cuenta que una vez mandó a ahorcar al gobernador de Santa Guadalupe de los Arenales y en lugar de eso sus hombres ahorcaron al cocinero. Todo lo que dijo el Capitán Maldito esa noche fue que la comida era mucho mejor. Es que parece que el gobernador de Santa Guadalupe de los Arenales cocinaba unos platos de primera.
Prosigamos. De su brazo derecho pende un temible garfio de hierro retorcido y oxidado, que más de una herida mortal, más de un hueso roto, a él se deben. En cuanto al brazo izquierdo, era ortopédico. Esto a nadie debe asombrar. Simple maravilla de la medicina incaica.
Se cuenta qué, así como Byron se ponía hosco cundo se hacía notar su cojera, el Capitán Maldito se ponía de igual modo cuando algún desprevenido se ofrecía a estrechar su mano. Es famoso lo sucedido durante el encuentro entre el Capitán Maldito y Lord Julian Wade. Lord Julian, enviado por el rey Jacobo, tenía la misión de ofrecer al Capitán Maldito el gobierno de Jamaica. La derrota del elegante inglés fue total y esto por un incidente, que nos apresuramos a relatar.
Frente a sendas botellas de ron, el Capitán trazaba frente a un admirado Sir Julian las líneas de su plan de gobierno. Su más cara medida era incentivar peregrinaciones de monjas desde el continente. Tal piadosa intención, llegó a lo más profundo del corazón de Sir Julian. Conmovido, pronunció la frase fatal:
—Capitán, estrechemos nuestras manos.
¡Frase cortés, digna en todo del elegante británico! Frase sencilla, sí, pero no para el Capitán Maldito, a quien la sola palabra manos sublevaba la sangre. Frase imbécil pronunciada por un Sir Julian alcoholizado con ron de mala calidad, dicen algunos. Haciéndola corta: el Capitán Maldito enrojeció y cuál lo haría una doncella ruborosa, ofendida en el íntimo pudor, desenvainó el sable y seccionó de un solo golpe, las dos manos del imbécil de Sir Julian.
Es que Sir Julian era un imbécil y nuestro capitán era sensible como una poeta mexicana.
El capitán, anécdotas aparte, en su estampa retratada adelantaba con hidalguía una pata de palo, labrada en una magnífica muestra del arte caribeño. Poseía, además, en finas incrustaciones, topacios, rubíes y esmeraldas de gran valor. Como se ve, no era ningún tacaño y además, sabía muy bien la parte del botín que le correspondía: las tres cuartas partes y el resto lo repartía con generosidad y justicia.
Por último, conservaba la pierna izquierda, a cuyo término se observaba un delicado y fino pie, calzado por una elegante bota, más propia de una señorita que de un pirata cuya funesta catadura admiraba al mismo Morgan, de quien era mortal enemigo, y esto a causa de una novicia del convento de la Misericordiosa Crucifixión de Cristo, en Veracruz. Pero no profundicemos en lances tan misteriosos, pues todo lo que sabemos es que Morgan guardaba al Capitán Maldito un odio de esos que solo se sacian con la muerte y que el capitán correspondía de un mismo modo encarnizado. También sabemos que la doncella murió, en la flor de la juventud, aferrada de un brazo por la férrea mano de Morgan y del otro, por el garfio oxidado del capitán.
Hazañas semejantes coronaban una peligrosa pero breve carrera. Tal vez a eso se deba el penetrante aroma de su recuerdo, que satura el ambiente monástico y a las pálidas solteronas por elección en largas jornadas de té y canasta.
Fue un fin triste y peor aún, desconsiderado e irrespetuoso por parte del Señor el que acabó con la espada más temible de la isla de la Tortuga.
La suave, lisa y dulce lady Fairling cortaba rosas de su jardín, sin notar que su rubio cabello estaba sucio y desarreglado. Tampoco le preocupaba que su aérea falda blanca estaba agujereada y que sus finos y delicados pies se hallaban calzados por apenas una media roja y otra naranja. Esas nimiedades parecían desmentir la delicadeza de su talle y de hecho lo hacían. Porque la suave, dulce y lisa lady Fairling era el bruto John el Tuerto, por eso era lisa y su disfraz se lo había procurado Bill el ciruja, por eso no era tan elegante como el de una auténtica Lady británica. Pero John el Tuerto no se preocupaba por eso, porque, como ya hemos dicho, el Capitán Maldito no veía un carajo.
Corrió rápidamente por la isla de la Tortuga la voz de que una suave y dulce, aunque lisa, lady inglesa había llegado a la isla a cortar rosas y estudiar a los pájaros. Rápidamente se enteró el Capitán Maldito, que jugaba una partida de truco con Lady Ashton y Lady Dursdey, las dos últimas ladys que habían llegado a la isla con el pretexto de estudiar pajarracos y sin engañar a nadie, salvo tal vez a Lord Ashton y Lord Dursdey.
—¿Así que tenemos otra, eh?—murmuró el capitán —Señoras—dijo dejando las cartas sobre la mesa—Disculpadme.
Lady Ashton se desmayó. Lady Dursdey se rascó la oreja y levantó las cartas del Capitán para ver que tenía. Luego lanzó una puteada, porque hubiera ganado esa mano.
El cuarto jugador era Bill el ciruja. Sonrió enigmático.
El Capitán Maldito salió de la taberna.
Se equivocó diez veces el camino y trastabillando llegó hasta la suave, dulce y lisa Lady Fairling.
Lady Fairling, o sea, John el Tuerto, inclinado sobre un macizo de flores, giró la cabeza al oír la rotunda pata de palo del Capitán Maldito.
—¿Lady Fairling? —dijo el Capitán.
—Oh, yes—dijo el Tuerto, imitando a una lady como mejor sabía mientras buscaba el puñal entre las enaguas.
—Lady Fairling, tengo muchos compromisos. Ya hay demasiadas como usted en la isla. Por lo tanto va a tener que irse.
—Oh, no—murmuró el tuerto. Bill el ciruja había cosido un bolsillo a la enagua para guardar el puñal, así que el tuerto trataba de descoserlo.
—Está bien—dijo el capitán.
El Tuerto encontró el puñal.
—Tendré que hacerlo—dijo el Capitán, irritado.
Y cuando el tuerto tuvo el puñal bien aferrado, y comenzaba a girar, tenso, con un mohín de coquetería dirigido a la nublosa mirada del confiado capitán, este, que tenía bien ganada su fama de maldito, le cercenó el cuello de un sablazo.
—Me tienen harto las mujeres— suspiró. Tomó una aceituna de un platito que había en una mesa. Pues sí, había una mesa y un platito con aceitunas, aunque no lo hubiera dicho antes. Se sirvió tres más de un saque...y se atragantó con los carozos.
Así murió el más terrible de todos los piratas.
Les advertí que era un final desconsiderado. Pero yo no hago la historia.
Sólo la escribo.
El blog de Paula Ruggeri. Contacto: paula.ruggeri743@gmail.com
domingo, 16 de noviembre de 2008
viernes, 7 de noviembre de 2008
Tal vez haya conocido a Morgan
CAUTIVA
Vive en mis sueños
Un hombre moreno
De boca cruel
Amante de noches
De dulces heridas
De palabra de hiel
Yo cuanto quisiera
Ponerle cadenas
Al hombre que fue
En noche sin luna
En la selva oscura
Un lobo cruel
Una de estas noches
Corsario temible
Pudiera pasar
Que blanca y sumisa
Tan dulce cautiva
Te pueda matar
Ahora sonríes, hombre que eres
Mas que hombre, un lobo
¿Qué puedes temer?
De tan indefensa
Tan endeble presa
Una blanca mujer
No me encolerices
Corsario de los mares
Por lejano que estés
Tal vez no sonrieras
Si en mi pensamiento
Supieras leer
Que llega tan lejos
Que el más veloz navío
No huye de él
Yo no necesito ser fuerte
Ni temible ni lobo cruel
Yo soy mujer
Vive en mis sueños
Un hombre moreno
De boca cruel
Amante de noches
De dulces heridas
De palabra de hiel
Yo cuanto quisiera
Ponerle cadenas
Al hombre que fue
En noche sin luna
En la selva oscura
Un lobo cruel
Una de estas noches
Corsario temible
Pudiera pasar
Que blanca y sumisa
Tan dulce cautiva
Te pueda matar
Ahora sonríes, hombre que eres
Mas que hombre, un lobo
¿Qué puedes temer?
De tan indefensa
Tan endeble presa
Una blanca mujer
No me encolerices
Corsario de los mares
Por lejano que estés
Tal vez no sonrieras
Si en mi pensamiento
Supieras leer
Que llega tan lejos
Que el más veloz navío
No huye de él
Yo no necesito ser fuerte
Ni temible ni lobo cruel
Yo soy mujer
martes, 21 de octubre de 2008
INSTRUCCIONES PARA LAS REVOLUCIONARIAS
LO QUE USTED DEBE SABER SI QUIERE SER REVOLUCIONARIA
INCISO B” DEL REGLAMENTO DEL GRUPO REVOLUCIONARIO.
Apartado: mujeres. Versión anotada y explicada.
I
A: Los revolucionarios aceptan como absolutamente necesaria la participación de la mujer en el movimiento.
B: Su función primordial es cebar mate.
C: En el caso de ser hora del almuerzo o la cena, preparar la comida. Se les permite cuchichear mientras la hacen. Si hablan demasiado fuerte, interrumpiendo los procesos complejos de pensamiento de los intelectuales revolucionarios, pueden recibir amonestaciones. En el caso de estar casadas o en pareja, se considera la disciplina como obligación conyugal. En caso de ser solteras, cualquiera puede gritarles desde la puerta de la cocina. En ese caso están autorizadas a protestar de dos maneras. Se les puede decir machistas que no les importa. Se les puede pedir perdón. No se admite otro tipo de protesta. No se debe dejar hervir el agua del mate, no se puede dejar quemar la comida, no se puede dejar sucios los platos.
C 1: En caso de ser un asado, sólo se ocuparán de la ensalada, los vasos, los platos, las bebidas, servirlas, alcanzar diarios, fósforos, aspirinas, cigarrillos, vino y/o cualquier cosa excepto ir a la carnicería y encender el fuego, tareas demasiado complejas para la naturaleza femenina por su implicancia prometeica. Se les recomienda mantenerse juntas y a distancia prudencial, si son solteras. En caso contrario se debe estar humilde y sumisamente sentadas al lado de su compañero con el aspecto de una dulce mujercita revolucionaria. Se recomiendan los escotes profundos si quiere que le den la palabra alguna vez. Consultar inciso E. Vale cuchichear y sonreír, solo un poco y siempre y cuando no se esté definiendo el destino del planeta ni le hayan pedido más vino. Los chistes machistas serán festejados, atendiendo que los únicos insultos que causan enojo a una revolucionaria son fascista o burguesa o gorila. Vale considerar que total no les doy bola y si me enojo es peor. Todos los argumentos fraudulentos femeninos para dejarse pisotear son necesarios en este caso. El caso de ser un hombre revolucionario es distinto, si le dice cualquier insulto, le asiste el derecho internacional civil de enojarse. Ese no es su caso. Sentirse insultada cuando la insultan solo sirve para delatar que tiene la regla, que es una histérica y que está loca. Al hombre lo asiste el derecho y a la mujer el psiquiatra. Entérese de una buena vez. Recuerde que homosexual vale como insulto en círculos revolucionarios. Las estupideces de las minorías sexuales se dejan para los europeos, que es gente que no tiene nada que hacer. La sexualidad revolucionaria es la hegemónica. (Eso significa cabalmente no solo la posición del misionero sino la idiosincrasia del misionero, pero no se dice evangelizar, se dice concientizar. Si usted quiere ser concientizada a gusto, es recomendable tener ciertos tratos también con cerdos burgueses y proletarios sin conciencia de clase. Enemigos e inconscientes también tienen conciencia de esa para ofrecer). Lo principal a entender de la sexualidad revolucionaria es que la ideología se puede transmitir sexualmente. Algunas ideologías son, de hecho, enfermedades venéreas. Muchos hombres y mujeres revolucionarios lo entienden y lo aplican así. Si lo pasan o no mejor que usted depende de si es un curso acelerado o un seminario intensivo. También se puede ser revolucionaria haciendo revoluciones, pero no se considera imprescindible.
C2: Usted puede musitar cualquier insulto cuando va al baño. Es su única oportunidad. Dichos en el baño, no se enteran. En caso de insultar de todas maneras, las consecuencias serán irreparables. Si usted ve en cualquier lado a un hombre que la mira fijo, con expresión de odio invencible hasta la muerte, y no recuerda su nombre ni su rostro, es un revolucionario a quien llamó cobarde hace diez años. En caso de insultar a un revolucionario, asegúrese de que sea en lugar público e iluminado. Lo mejor es insultarlo en una manifestación llena de policías, si él se entretiene pegándole, después podrá por lo menos ver como le pegan a él. Finalmente podrán arreglar sus diferencias en el camión celular y acabarán fraternizando en el hospital. De todos modos, no se case con él. Sería un grave error.
II
(En caso de estar usted fea, o gorda o vieja, ya sabe que el revolucionario no se fija en esas cosas. Es solo por eso que no la saluda ni le dirige la palabra y no la abraza cuando consiguen el aumento, cantan el himno o derrocan al gobierno. Es útil consultar el punto D).
D: EL ABRAZO REVOLUCIONARIO
Circunstancia en las que es posible recibir un abrazo emocionado de un revolucionario
D1: En caso de estar gorda, fea o vieja, ninguna.
D2: Excluido lo aclarado en D1, usted puede ser abrazada en toda circunstancia. Si la asamblea tuvo el resultado esperado, por eso. Si no tuvo el resultado esperado, por eso. Si no hubo asamblea, por eso. Si el revolucionario se va a México con los zapatistas, por eso. Si se va a la esquina a comprar cigarrillos, por eso. Si por algún motivo usted no quiere ser abrazada cincuenta veces, cuente la cantidad de revolucionarios en la asamblea y si son cincuenta, no entre. Si pretende no ser abrazada en ninguna circunstancia, usted no es revolucionaria. Deje a Marx y lea Mujercitas, que es lo suyo. Si le parece que ya la abrazan demasiado, tal vez no sea mala idea que use corpiño, aunque sea una opresión burguesa.
E: ÚNICOS MODOS DE INTERVENIR EN UNA DENSA DISCUSIÓN POLÍTICA:
E1: Nunca le darán la palabra con las posibles excepciones siguientes: escote profundo, minifalda u otros artilugios bélicos. En caso de llevar ambas, tendrá la palabra cuantas veces quiera. Estarán ansiosos por escucharla. Lo cual no impide que se cumpla el punto E2
E2: Todas sus alocuciones empezarán con las siguientes fórmulas. “Lo que no entiendo es...” o “No entiendo” o “¿Me pueden explicar?”. En tal caso recibirá una respuesta sin ningún problema y en tono normal. Que usted no entienda es normal para ellos. De no hacerlo así y en el caso que usted discuta o confronte o, peor, demuestre esa infrecuente cosa que es la seguridad en sí misma, pueden suceder dos cosas. a) Que la discusión prosiga como si usted no hubiera dicho absolutamente nada. b) Que siga como si usted no hubiera dicho absolutamente nada excepto porque un revolucionario le contestará en voz baja, brevemente y mirándola de costado descalificándola con la actitud de Eugenia de Chicoff explicándole como usar los cubiertos. De todos modos la odiarán, con o sin escote.
OTROS GRUPOS SOCIALES Y CIRCUNSTANCIAS EN QUE ES VÁLIDO ESTE REGLAMENTO.
ESTE REGLAMENTO ES MULTIUSO. Aparte de los sindicatos, los partidos políticos, los movimientos de izquierda de todo tipo también se aplica a :
El Opus Dei (el apartado de abrazos es válido en : a) pasillos oscuros, b) detrás del altar, c) otros sitios ocultos al público, lo que garantiza consecuencias. Vale aclarar que al Señor no se le pide preservativos, mejor cómprelos.
Acción Católica, Asociación Cristiana de Jóvenes, grupos de oración, retiros espirituales, etc
Clubes de ajedrez
Reuniones de aficionados acerca de cualquier forma y género literario.
Reuniones de cualquier cosa.
Oficina y cualquier ámbito de trabajo
Asados por cualquier motivo.
Otros (a llenar por la interesada) ............................................................................................................................................................................................................................................................, etc...
CONCLUSIONES
Principalmente se tiene en cuenta como forma primigenia de la dinámica de cualquier grupo humano donde alternen hombres y mujeres, las reuniones de consorcio de los edificios. Cuando se formaron los consorcios de propietarios, se halló por fin la definición de humanidad. Aún así, los consorcios de propietarios tienen mayor equidad entre hombres y mujeres. Esa condición casi ideal se debe solo a que en sus reuniones no se come ni se toma mate. Las consecuencias de esta equidad demuestran que discriminar, y mantener ambiciones napoleónicas en los campos de batallas más reducidos y ridículos, no son conductas propiamente masculinas. Los idealistas que depositan su ingenuidad en el género femenino deberían dejar esos seminarios de antropología filosófica que les impiden asistir a la reunión de consorcio. Dado el caso, la discriminación es una cualidad que no tiene género, solo número. Esto debería servir para que aprendan que puestos a ser unos hijos de puta, da lo mismo ser mujer o hombre. Tal vez cuando se aviven verán que también ellos pueden cebar el mate y que nosotras también podemos cascar al oponente ideológico. Así resultará más variado y menos aburrido hacer la revolución.
INCISO B” DEL REGLAMENTO DEL GRUPO REVOLUCIONARIO.
Apartado: mujeres. Versión anotada y explicada.
I
A: Los revolucionarios aceptan como absolutamente necesaria la participación de la mujer en el movimiento.
B: Su función primordial es cebar mate.
C: En el caso de ser hora del almuerzo o la cena, preparar la comida. Se les permite cuchichear mientras la hacen. Si hablan demasiado fuerte, interrumpiendo los procesos complejos de pensamiento de los intelectuales revolucionarios, pueden recibir amonestaciones. En el caso de estar casadas o en pareja, se considera la disciplina como obligación conyugal. En caso de ser solteras, cualquiera puede gritarles desde la puerta de la cocina. En ese caso están autorizadas a protestar de dos maneras. Se les puede decir machistas que no les importa. Se les puede pedir perdón. No se admite otro tipo de protesta. No se debe dejar hervir el agua del mate, no se puede dejar quemar la comida, no se puede dejar sucios los platos.
C 1: En caso de ser un asado, sólo se ocuparán de la ensalada, los vasos, los platos, las bebidas, servirlas, alcanzar diarios, fósforos, aspirinas, cigarrillos, vino y/o cualquier cosa excepto ir a la carnicería y encender el fuego, tareas demasiado complejas para la naturaleza femenina por su implicancia prometeica. Se les recomienda mantenerse juntas y a distancia prudencial, si son solteras. En caso contrario se debe estar humilde y sumisamente sentadas al lado de su compañero con el aspecto de una dulce mujercita revolucionaria. Se recomiendan los escotes profundos si quiere que le den la palabra alguna vez. Consultar inciso E. Vale cuchichear y sonreír, solo un poco y siempre y cuando no se esté definiendo el destino del planeta ni le hayan pedido más vino. Los chistes machistas serán festejados, atendiendo que los únicos insultos que causan enojo a una revolucionaria son fascista o burguesa o gorila. Vale considerar que total no les doy bola y si me enojo es peor. Todos los argumentos fraudulentos femeninos para dejarse pisotear son necesarios en este caso. El caso de ser un hombre revolucionario es distinto, si le dice cualquier insulto, le asiste el derecho internacional civil de enojarse. Ese no es su caso. Sentirse insultada cuando la insultan solo sirve para delatar que tiene la regla, que es una histérica y que está loca. Al hombre lo asiste el derecho y a la mujer el psiquiatra. Entérese de una buena vez. Recuerde que homosexual vale como insulto en círculos revolucionarios. Las estupideces de las minorías sexuales se dejan para los europeos, que es gente que no tiene nada que hacer. La sexualidad revolucionaria es la hegemónica. (Eso significa cabalmente no solo la posición del misionero sino la idiosincrasia del misionero, pero no se dice evangelizar, se dice concientizar. Si usted quiere ser concientizada a gusto, es recomendable tener ciertos tratos también con cerdos burgueses y proletarios sin conciencia de clase. Enemigos e inconscientes también tienen conciencia de esa para ofrecer). Lo principal a entender de la sexualidad revolucionaria es que la ideología se puede transmitir sexualmente. Algunas ideologías son, de hecho, enfermedades venéreas. Muchos hombres y mujeres revolucionarios lo entienden y lo aplican así. Si lo pasan o no mejor que usted depende de si es un curso acelerado o un seminario intensivo. También se puede ser revolucionaria haciendo revoluciones, pero no se considera imprescindible.
C2: Usted puede musitar cualquier insulto cuando va al baño. Es su única oportunidad. Dichos en el baño, no se enteran. En caso de insultar de todas maneras, las consecuencias serán irreparables. Si usted ve en cualquier lado a un hombre que la mira fijo, con expresión de odio invencible hasta la muerte, y no recuerda su nombre ni su rostro, es un revolucionario a quien llamó cobarde hace diez años. En caso de insultar a un revolucionario, asegúrese de que sea en lugar público e iluminado. Lo mejor es insultarlo en una manifestación llena de policías, si él se entretiene pegándole, después podrá por lo menos ver como le pegan a él. Finalmente podrán arreglar sus diferencias en el camión celular y acabarán fraternizando en el hospital. De todos modos, no se case con él. Sería un grave error.
II
(En caso de estar usted fea, o gorda o vieja, ya sabe que el revolucionario no se fija en esas cosas. Es solo por eso que no la saluda ni le dirige la palabra y no la abraza cuando consiguen el aumento, cantan el himno o derrocan al gobierno. Es útil consultar el punto D).
D: EL ABRAZO REVOLUCIONARIO
Circunstancia en las que es posible recibir un abrazo emocionado de un revolucionario
D1: En caso de estar gorda, fea o vieja, ninguna.
D2: Excluido lo aclarado en D1, usted puede ser abrazada en toda circunstancia. Si la asamblea tuvo el resultado esperado, por eso. Si no tuvo el resultado esperado, por eso. Si no hubo asamblea, por eso. Si el revolucionario se va a México con los zapatistas, por eso. Si se va a la esquina a comprar cigarrillos, por eso. Si por algún motivo usted no quiere ser abrazada cincuenta veces, cuente la cantidad de revolucionarios en la asamblea y si son cincuenta, no entre. Si pretende no ser abrazada en ninguna circunstancia, usted no es revolucionaria. Deje a Marx y lea Mujercitas, que es lo suyo. Si le parece que ya la abrazan demasiado, tal vez no sea mala idea que use corpiño, aunque sea una opresión burguesa.
E: ÚNICOS MODOS DE INTERVENIR EN UNA DENSA DISCUSIÓN POLÍTICA:
E1: Nunca le darán la palabra con las posibles excepciones siguientes: escote profundo, minifalda u otros artilugios bélicos. En caso de llevar ambas, tendrá la palabra cuantas veces quiera. Estarán ansiosos por escucharla. Lo cual no impide que se cumpla el punto E2
E2: Todas sus alocuciones empezarán con las siguientes fórmulas. “Lo que no entiendo es...” o “No entiendo” o “¿Me pueden explicar?”. En tal caso recibirá una respuesta sin ningún problema y en tono normal. Que usted no entienda es normal para ellos. De no hacerlo así y en el caso que usted discuta o confronte o, peor, demuestre esa infrecuente cosa que es la seguridad en sí misma, pueden suceder dos cosas. a) Que la discusión prosiga como si usted no hubiera dicho absolutamente nada. b) Que siga como si usted no hubiera dicho absolutamente nada excepto porque un revolucionario le contestará en voz baja, brevemente y mirándola de costado descalificándola con la actitud de Eugenia de Chicoff explicándole como usar los cubiertos. De todos modos la odiarán, con o sin escote.
OTROS GRUPOS SOCIALES Y CIRCUNSTANCIAS EN QUE ES VÁLIDO ESTE REGLAMENTO.
ESTE REGLAMENTO ES MULTIUSO. Aparte de los sindicatos, los partidos políticos, los movimientos de izquierda de todo tipo también se aplica a :
El Opus Dei (el apartado de abrazos es válido en : a) pasillos oscuros, b) detrás del altar, c) otros sitios ocultos al público, lo que garantiza consecuencias. Vale aclarar que al Señor no se le pide preservativos, mejor cómprelos.
Acción Católica, Asociación Cristiana de Jóvenes, grupos de oración, retiros espirituales, etc
Clubes de ajedrez
Reuniones de aficionados acerca de cualquier forma y género literario.
Reuniones de cualquier cosa.
Oficina y cualquier ámbito de trabajo
Asados por cualquier motivo.
Otros (a llenar por la interesada) ............................................................................................................................................................................................................................................................, etc...
CONCLUSIONES
Principalmente se tiene en cuenta como forma primigenia de la dinámica de cualquier grupo humano donde alternen hombres y mujeres, las reuniones de consorcio de los edificios. Cuando se formaron los consorcios de propietarios, se halló por fin la definición de humanidad. Aún así, los consorcios de propietarios tienen mayor equidad entre hombres y mujeres. Esa condición casi ideal se debe solo a que en sus reuniones no se come ni se toma mate. Las consecuencias de esta equidad demuestran que discriminar, y mantener ambiciones napoleónicas en los campos de batallas más reducidos y ridículos, no son conductas propiamente masculinas. Los idealistas que depositan su ingenuidad en el género femenino deberían dejar esos seminarios de antropología filosófica que les impiden asistir a la reunión de consorcio. Dado el caso, la discriminación es una cualidad que no tiene género, solo número. Esto debería servir para que aprendan que puestos a ser unos hijos de puta, da lo mismo ser mujer o hombre. Tal vez cuando se aviven verán que también ellos pueden cebar el mate y que nosotras también podemos cascar al oponente ideológico. Así resultará más variado y menos aburrido hacer la revolución.
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COMO HACER UN ASADO,
CONSORCIOS,
REVOLUCIÓN
martes, 7 de octubre de 2008
Andrés
Siempre me ganó al ajedrez. Recuerdo la sensación de impotencia cruel, mi fría determinación de estudiar defensas y ataques para derrotarlo, sin lograrlo jamás. Mi sombría venganza consistía en esperar a que se durmiera (él iba a la escuela a la mañana y yo a la tarde) para robarme sus libros. Esos libros preciosos de la colección Robin Hood y de Sopena, Sandokan (nuestro mutuo favorito), Los tres mosqueteros, Rojo y Negro, Jane Eyre, La Divina Comedia: todos títulos que me abrieron un mundo inmenso y que robé de su biblioteca con una maldad vengativa que hoy me trae recuerdos encantadores. Por supuesto, era chica, así que los libros quedaban destruidos (pasión por la lectura, poca noción de que el libro también es un objeto). Para él no tenía justificación tanto manoseo. Se enfurecía cuando descubría que había sacado libros de sus estantes otra vez. Empecé a hacerlo a los siete años y a los 14 lo seguía haciendo. Una vez me robé Los tres mosqueteros (edición de bolsillo de Sopena, tapas verdes, ya por entonces casi partido al medio) y me olvidé de devolverlo. Pasaron cuatro meses y me olvidé hasta de que lo había robado. Vino una tarde furioso con la acusación de robo del libro y yo, convencida de que no lo tenía, empecé a mostrarle que mis escondites habituales estaban vacíos... hasta que levanté el colchón y ahí estaba. Se llevó el libro.
No sé dónde lo escondió. En esos años hubo mudanzas, cambios de cuartos, de muebles. Lo buscaba con desesperación. El libro no aparecía. Me compré mil versiones. Nunca conseguía la de Sopena. Hay libros que se enconden de una con una obsecación terrible, un sino fatal, como he comprobado varias veces. Ediciones Tor, Porrúa y ediciones pirateadas de todo tipo. Ninguna me satisfacía. Era esa, la de las tapas verdes, la que me había aprendido de memoria, la que quería yo.
Pasaron los años. Crecimos, nos hicimos jóvenes, después adultos. Él estudió, militó, viajó. Yo me hice madre, trabajé, leí, escribí. El viejo Salgari siempre fue un puente en la rivalidad de hermanos y yo nunca más quise jugar con él al ajedrez.
1998. Una bicicleta cargada con alforjas en el pasillo. Una bicicleta que ahora está en el Museo de Transporte de Luján. Dos golpes en mi puerta. Era Andrés, para despedirse antes de viajar pedaleando solo, durante un año, hasta Cuba. Fue su primer gran epopeya ciclista. En las manos llevaba mi, su, nuestro libro. Los tres mosqueteros, tapas verdes, Sopena.
—Te devuelvo el histórico —me dijo.
Ahora el libro está en una caja de madera. Tiene el valor de una reliquia y de algo más. Es mío y de Andrés. Alguna vez les escribí un poema a mis hijos, “Guarden el libro que tanto amé”. Está deshecho. Mi amigo Jaime me envió una hermosa edición de Sopena en tapas duras, más antigua, la misma traducción arcaica, que es la que leo habitualmente. Sin embargo, a veces necesito abrir el viejo. Con sus páginas amarillas, sus errores de imprenta, sus manchas. El olor del abordaje pirático al estante de Andrés.
Ahora Andrés estuvo en la Malasia, entre otros muchos lugares. Averiguó que Sandokán hubiera sido musulmán, entre otras cosas. Labuán ahora es un resort de lujo. Me mandó una postal con una foto de un praho. Estuvo viendo unos kriss, dice que en realidad se dice keris, el puñal típico de los tigrecillos. Su gira ciclista por el mundo, con la linda y aguerrida Karina, en un tandem (una bicicleta doble) llega a su fin, después de un año y unos días. Cumplieron un sueño, arriesgaron la vida. Pasaron por situaciones peligrosas, de alguna los salvó la velocidad en el pedaleo y mucha suerte. Vieron cosas maravillosas.
El domingo los vuelvo a ver: momento para recordarle el juramento que a los nueve años escribió en sus libros favoritos, El corsario negro, Cinco semanas en globo, Sandokán. "Juro que a los dieciocho años daré la vuelta al mundo a pie”.
Y finalmente lo hizo. En bici, que es parecido.
Para los quieran visitar el blog donde Andrés y Karina cuentan su viaje, ésta es la dirección
http://elmundoentandem.blogspot.com
Podrán ver, y leer, cosas asombrosas.
No sé dónde lo escondió. En esos años hubo mudanzas, cambios de cuartos, de muebles. Lo buscaba con desesperación. El libro no aparecía. Me compré mil versiones. Nunca conseguía la de Sopena. Hay libros que se enconden de una con una obsecación terrible, un sino fatal, como he comprobado varias veces. Ediciones Tor, Porrúa y ediciones pirateadas de todo tipo. Ninguna me satisfacía. Era esa, la de las tapas verdes, la que me había aprendido de memoria, la que quería yo.
Pasaron los años. Crecimos, nos hicimos jóvenes, después adultos. Él estudió, militó, viajó. Yo me hice madre, trabajé, leí, escribí. El viejo Salgari siempre fue un puente en la rivalidad de hermanos y yo nunca más quise jugar con él al ajedrez.
1998. Una bicicleta cargada con alforjas en el pasillo. Una bicicleta que ahora está en el Museo de Transporte de Luján. Dos golpes en mi puerta. Era Andrés, para despedirse antes de viajar pedaleando solo, durante un año, hasta Cuba. Fue su primer gran epopeya ciclista. En las manos llevaba mi, su, nuestro libro. Los tres mosqueteros, tapas verdes, Sopena.
—Te devuelvo el histórico —me dijo.
Ahora el libro está en una caja de madera. Tiene el valor de una reliquia y de algo más. Es mío y de Andrés. Alguna vez les escribí un poema a mis hijos, “Guarden el libro que tanto amé”. Está deshecho. Mi amigo Jaime me envió una hermosa edición de Sopena en tapas duras, más antigua, la misma traducción arcaica, que es la que leo habitualmente. Sin embargo, a veces necesito abrir el viejo. Con sus páginas amarillas, sus errores de imprenta, sus manchas. El olor del abordaje pirático al estante de Andrés.
Ahora Andrés estuvo en la Malasia, entre otros muchos lugares. Averiguó que Sandokán hubiera sido musulmán, entre otras cosas. Labuán ahora es un resort de lujo. Me mandó una postal con una foto de un praho. Estuvo viendo unos kriss, dice que en realidad se dice keris, el puñal típico de los tigrecillos. Su gira ciclista por el mundo, con la linda y aguerrida Karina, en un tandem (una bicicleta doble) llega a su fin, después de un año y unos días. Cumplieron un sueño, arriesgaron la vida. Pasaron por situaciones peligrosas, de alguna los salvó la velocidad en el pedaleo y mucha suerte. Vieron cosas maravillosas.
El domingo los vuelvo a ver: momento para recordarle el juramento que a los nueve años escribió en sus libros favoritos, El corsario negro, Cinco semanas en globo, Sandokán. "Juro que a los dieciocho años daré la vuelta al mundo a pie”.
Y finalmente lo hizo. En bici, que es parecido.
Para los quieran visitar el blog donde Andrés y Karina cuentan su viaje, ésta es la dirección
http://elmundoentandem.blogspot.com
Podrán ver, y leer, cosas asombrosas.
sábado, 20 de septiembre de 2008
La trama oculta de los juegos olímpicos. cuarta y última parte
Viene del post anterior
La convivencia de dos seres tan disímiles fue ardua y, por momentos, violenta. En los planes de Chang, Ching era sólo una bomba de tiempo cultural, capaz de llevar todo el régimen a una decadente vida loca, de sumergir horas a los dictadores en la peluquería, de vestir a toda China en ojotas flúo, terminando con ella. Mientras, para Ching, que ignoraba todo esto, el ocio intelectual en que Chang había descansado años en la celda, sin idear ninguna estrategia para preservar la llama olímpica, era exasperante. Llevaban años discutiendo, la llama estaba por partir en su viaje alrededor del mundo, y nada. Chang no había hecho nada. Gritaba. Cosas incomprensibles. Eso sí. Todo el tiempo.
—Traerás el fin de este país inmundo —vociferaba Chang—. Tú, Christina Aguilera y Ricky Martin. Tú, con tus ojotas y tu pelo fucsia. Acabarás con este totalitarismo, y es más. Acabarás con una cultura milenaria. Tú —gritó salvajemente—. Tú causarás la explosión final del curso histórico que acabará con toda esta cultura para siempre y volveremos a la vida en pequeñas comunidades, como quería Bertrand Russell, sin capitalismo, sin comunismo, sin Living la vida loca...
—Chang —el rostro de Ching expresaba el infinito cansancio de quien tiene que convivir todos los días con un chiflado—. Basta. Tienes que trabajar. Si llegan a apagar la llama olímpica, zasss —hizo el gesto de cercenar el cuello—. Estamos acabados. Tú en traje y yo en ojotas. Muertos. ¿Lo entiendes? Tienes que hacer ¿comprendes el chino?
—Hacer —gruñó Chang—. Siempre la praxis. ¿Y la meditación? ¿La teoría?Debo leer. Vete. Tu pelo fucsia me distrae de este libro de Benjamin.
—¿Benjamin? ¿Faltan dos días para que la antorcha olímpica empiece su travesía y tú leyendo a Benjamin? Yo era feliz ¿entiendes? Tomaba, me drogaba, cada tanto hacía shows. Una tarde me desperté y había tres chicas desnudas durmiendo en el piso de mi cuarto. ¿Te imaginás?Espectaculares. Con unas... Como nunca viste. Yo sólo leía en la peluquería, cuando iba a ver a mi colorista. Y ahora, por culpa tuya, sé quién es Walter Benjamin. Y te digo más: lo leí. Y te digo más: no me sirvió para nada. ¡Libros! ¡Siempre libros! ¡Nunca trabajo! ¡Ya me tienes harto, Chang!
—Eres un vil producto posmoderno —dijo Chang con calma—. Leiste a Benjamin. ¿Pero lo entendiste?
—Llevé el libro a la peluquería como me recomendaste y mientras me hacían la iluminación leí un poco, pero el peluquero me hablaba. Ahora olvida a Benjamin y dime ¿qué hacemos con los cientos de activistas que preparan las mangueras y las bombitas de agua para el paso de la llama olímpica? No te olvides: dos días y zaas... —señaló su cuello.
—Púdrete. Eres feo, no tienes tetas y tuve que aguantarte años. La muerte será un consuelo para mí. Extraño la Universidad, mi Wagner, mi pipa de espuma de mar, mis alumnas de veinte años. Deseo volver a casa, donde tengo libros en griego, en lugar de una sola edición berreta china de un libro de Benjamin que leí cincuenta veces y que traduje yo mismo. El arte en la era de la reproductividad técnica. Reproductividad técnica... repro... re...
—¿Qué pasó? ¿te volviste tarado? —dijo Ching.
—No. Reproducción técnica. Benjamin. ¡Lo tengo! —exclamó—. ¡Llama al comando y diles que tengo instrucciones!
—¿No querrás llamarlos de nuevo para pedir pizza, no? —dijo Ching temeroso—. Tengo una salida al dia. Yo te la traigo.
—No, tonto. Los llamaré yo. ¿Eres mi secretario o qué? Toma nota. “Deben hacerse dieciséis antorchas idénticas en todo, indiferenciables, por tanto, en esencia, la misma. Quince harán la travesía, cada una con su correspondiente guardia munida de fósforos. Sólo una de ellas, el molde primigenio, quedará en Beijing, apagada, con una caja de fósforos al lado. Todas valen lo mismo, todas son arte reproducido gracias a la técnica. Todas llevarán la llama olimpica, menos la que permanecerá en todo momento en Beijing. Pueden lograr apagar una, dos, pero no quince. ¿ves? La antorcha de Beijing será oportumante encendida con la llama transportada por las otras.
—¿Y si apagan las quince? —preguntó Ching.
—Y si apagan las quince se usarán los fósforos —explicó práctico—. ¿Has escrito todo?
—Sí —Ching se dejó hacer al piso con la libreta en la mano—. ¿Somos libres, acaso?
—Así es. Somos libres. Yo daré clase y tu cantarás Living la vida loca. Pero canta aquí, en Beijing... China necesita gente como tú.
—¡Por fin dices una palabra amable!
Chang sonrió. Luego se sentó, aún sonriendo abrió el libro de Benjamin y se sumió en la lectura.
Y así fue. Eran dieciséis las antorchas olímpicas. Cuando una fue apagada en París para que no la apagaran, lo hicieron con la tranquilidad de que gracias a la técnica habia quince antorchas más.
—¿Y que fue de Chang y de su fiel secretario ? —pregunté a mi amigo.
—Tal vez Chun Kao haya muerto mientras estaban presos y hayan logrado ser libres. Tal vez Chang haya viajado a Argentina y tenga un autoservicio. Y a propósito ¿leiste a Benjamin?
Y me tuve que conformar con eso.
La convivencia de dos seres tan disímiles fue ardua y, por momentos, violenta. En los planes de Chang, Ching era sólo una bomba de tiempo cultural, capaz de llevar todo el régimen a una decadente vida loca, de sumergir horas a los dictadores en la peluquería, de vestir a toda China en ojotas flúo, terminando con ella. Mientras, para Ching, que ignoraba todo esto, el ocio intelectual en que Chang había descansado años en la celda, sin idear ninguna estrategia para preservar la llama olímpica, era exasperante. Llevaban años discutiendo, la llama estaba por partir en su viaje alrededor del mundo, y nada. Chang no había hecho nada. Gritaba. Cosas incomprensibles. Eso sí. Todo el tiempo.
—Traerás el fin de este país inmundo —vociferaba Chang—. Tú, Christina Aguilera y Ricky Martin. Tú, con tus ojotas y tu pelo fucsia. Acabarás con este totalitarismo, y es más. Acabarás con una cultura milenaria. Tú —gritó salvajemente—. Tú causarás la explosión final del curso histórico que acabará con toda esta cultura para siempre y volveremos a la vida en pequeñas comunidades, como quería Bertrand Russell, sin capitalismo, sin comunismo, sin Living la vida loca...
—Chang —el rostro de Ching expresaba el infinito cansancio de quien tiene que convivir todos los días con un chiflado—. Basta. Tienes que trabajar. Si llegan a apagar la llama olímpica, zasss —hizo el gesto de cercenar el cuello—. Estamos acabados. Tú en traje y yo en ojotas. Muertos. ¿Lo entiendes? Tienes que hacer ¿comprendes el chino?
—Hacer —gruñó Chang—. Siempre la praxis. ¿Y la meditación? ¿La teoría?Debo leer. Vete. Tu pelo fucsia me distrae de este libro de Benjamin.
—¿Benjamin? ¿Faltan dos días para que la antorcha olímpica empiece su travesía y tú leyendo a Benjamin? Yo era feliz ¿entiendes? Tomaba, me drogaba, cada tanto hacía shows. Una tarde me desperté y había tres chicas desnudas durmiendo en el piso de mi cuarto. ¿Te imaginás?Espectaculares. Con unas... Como nunca viste. Yo sólo leía en la peluquería, cuando iba a ver a mi colorista. Y ahora, por culpa tuya, sé quién es Walter Benjamin. Y te digo más: lo leí. Y te digo más: no me sirvió para nada. ¡Libros! ¡Siempre libros! ¡Nunca trabajo! ¡Ya me tienes harto, Chang!
—Eres un vil producto posmoderno —dijo Chang con calma—. Leiste a Benjamin. ¿Pero lo entendiste?
—Llevé el libro a la peluquería como me recomendaste y mientras me hacían la iluminación leí un poco, pero el peluquero me hablaba. Ahora olvida a Benjamin y dime ¿qué hacemos con los cientos de activistas que preparan las mangueras y las bombitas de agua para el paso de la llama olímpica? No te olvides: dos días y zaas... —señaló su cuello.
—Púdrete. Eres feo, no tienes tetas y tuve que aguantarte años. La muerte será un consuelo para mí. Extraño la Universidad, mi Wagner, mi pipa de espuma de mar, mis alumnas de veinte años. Deseo volver a casa, donde tengo libros en griego, en lugar de una sola edición berreta china de un libro de Benjamin que leí cincuenta veces y que traduje yo mismo. El arte en la era de la reproductividad técnica. Reproductividad técnica... repro... re...
—¿Qué pasó? ¿te volviste tarado? —dijo Ching.
—No. Reproducción técnica. Benjamin. ¡Lo tengo! —exclamó—. ¡Llama al comando y diles que tengo instrucciones!
—¿No querrás llamarlos de nuevo para pedir pizza, no? —dijo Ching temeroso—. Tengo una salida al dia. Yo te la traigo.
—No, tonto. Los llamaré yo. ¿Eres mi secretario o qué? Toma nota. “Deben hacerse dieciséis antorchas idénticas en todo, indiferenciables, por tanto, en esencia, la misma. Quince harán la travesía, cada una con su correspondiente guardia munida de fósforos. Sólo una de ellas, el molde primigenio, quedará en Beijing, apagada, con una caja de fósforos al lado. Todas valen lo mismo, todas son arte reproducido gracias a la técnica. Todas llevarán la llama olimpica, menos la que permanecerá en todo momento en Beijing. Pueden lograr apagar una, dos, pero no quince. ¿ves? La antorcha de Beijing será oportumante encendida con la llama transportada por las otras.
—¿Y si apagan las quince? —preguntó Ching.
—Y si apagan las quince se usarán los fósforos —explicó práctico—. ¿Has escrito todo?
—Sí —Ching se dejó hacer al piso con la libreta en la mano—. ¿Somos libres, acaso?
—Así es. Somos libres. Yo daré clase y tu cantarás Living la vida loca. Pero canta aquí, en Beijing... China necesita gente como tú.
—¡Por fin dices una palabra amable!
Chang sonrió. Luego se sentó, aún sonriendo abrió el libro de Benjamin y se sumió en la lectura.
Y así fue. Eran dieciséis las antorchas olímpicas. Cuando una fue apagada en París para que no la apagaran, lo hicieron con la tranquilidad de que gracias a la técnica habia quince antorchas más.
—¿Y que fue de Chang y de su fiel secretario ? —pregunté a mi amigo.
—Tal vez Chun Kao haya muerto mientras estaban presos y hayan logrado ser libres. Tal vez Chang haya viajado a Argentina y tenga un autoservicio. Y a propósito ¿leiste a Benjamin?
Y me tuve que conformar con eso.
La trama oculta de los juegos olímpicos, tercera parte
Viene del post anterior
La celda era gris, con paredes mohosas y una minúscula ventana enrejada en una esquina. Los primeros tiempos Chang berreaba y se quejaba, como castigo, la única ventana, ese toldito azul, era tapiada. Tres meses después del encierro, Chang estaba silencioso y dócil como un buen perrito. Había terminado la primer fase de la tortura china.
Ahora venía la segunda.
Una mañana lo mudaron a una moderna celda-oficina, con escritorio, papel y lápiz. Era un avance, pero había también un enorme televisor de plasma encendido. Cuando lo dejaron allí, estaban transmitiendo los festejos del 31 de diciembre del pasado año dos mil. Aburrido. Pronto Chang descubrió con espanto que no sólo no podía cambiar de canal: tampoco podía apagarlo ni bajar el volumen. Era una refinada muestra de la moderna tortura. Mirar y oir era inevitable. El espéctáculo de la más espantosa perversión humana. Toda la maldita humanidad festejando estúpidamente el fin del milenio un año antes.
Fiesta decadente. La gente creía, evidenntemente, que chocaban los planetas... En el Ártico, una pareja se casaba en un templo de hielo. En Egipto, centenares de idiotas disfrazadas de Cleopatra se casaban con otros centenares de idiotas vestidos de faraones. Festejos en Sidney. Festejos en París. En el culo del mundo, bailaba Julio Bocca. Todo parecía más o menos organizado, con mejor o peor gusto.El cerebro estético de Chang se defendía de la tortura analizando las imágenes con un procedimiento sociológico. Su mente lo refugiaba y dos meses después, conviviendo día y noche con el televisor encendido, estaba interesado en nuevos aspectos de las imágenes vistas cientos de veces. ¿Sería posible realizar una ontología de las diferencias culturales a partir de este video? No se daba cuenta, pero ese pensamiento que él creía salvador denotaba los estragos que la refinada tortura causaba a su cerebro.
Sobre todo, lo fascinaban los festejos de Singapur. Si hubiera podido, hubiera detenido la imagen eternamente en el espectáculo. Era el más vulgar, escandalosamente estúpido y decadente de cuántos había visto...
En Singapur, frente a miles de personas, un chino con el pelo fucsia, la mirada extraviada, los brazos tatuados y con una musculosa mugrienta cantaba “Living la vida loca” causando el delirio y la euforia de una multitud. Ese chino era Ching.
Sin saberlo, Ching, cantante pop, que se creyó toda su vida a salvo de cualquier inquietud social y política, él, que nunca había leido un libro o abierto un diario, ahora estaba en los planes inmediatos de un profesor de estética en prisión, cuya mente extraviada confiaba su salvación politica y la perdición del régimen totalitario chino en él y su vida loca.
Porque ahora Chang tenía un idea. Y en esa idea estaba Ching ¿artista pop? ¿ejemplo de decadencia oriental? ¿Adicto en abstinencia de diez minutos arrojado al escenario? ¿La prueba viviente de que nunca debieron cruzarse Oriente y Occidente? A Chang se le ocurrió que era el secretario ideal. Que podría convencer fácilmente a sus captores de que Ching era imprescindible para ayudarlo a proteger la llama olímpica. Pensó (cerebro del mal, inteligencia suprema arrastrada a la venganza por un cautiverio injusto), pensó que Ching traería el fin de la cultura china. Que su pelo fucsia causaría la ruina de Oriente.
¿Desvariaba? Tal vez. Pero convenció a sus captores. Así la inteligencia china procedió a la rápida busca y captura del inocente y por supuesto apolítico Ching.
De modo que un lunes a las siete de la mañana, diez hombres fuertemente armados irrumpieron en perfecto silencio en el departamento de Ching en Singapur, y de su colchón con olor a cerveza lo trasladaron en andas a un camión cerrado, que lo llevó a un maloliente contenedor en el puerto, el cual subieron a un destartalado barco, que dejó al contenedor en Beijing. Todo ese trayecto lo realizó Ching (pelo fusia, calzoncillos del demonio de Tasmania, tatuaje de Sailor Moon en el pecho) completamente dormido.
Despertó en un cuarto blanco después de que le arrojaran diez baldes de agua fría. El baño lo llevó a la realidad. Un chino de traje, flanqueado por dos guardias de corps le recitó una letanía de una hora de la que el pobre Ching apenas entendió que era consagrado por la República Popular China a la noble causa de resguardar la llama olímpica y que toda traición a ese propósito sería castigada con la muerte. Y así lo llevaron frente a Chang, su jefe, que ahora lo contempla satisfecho. Un tatuaje de Sailor Moon era más de lo que esperaba.China y su régimen estaban acabados. Eso creía Chang
continuará el sábado 27 de septiembre
La celda era gris, con paredes mohosas y una minúscula ventana enrejada en una esquina. Los primeros tiempos Chang berreaba y se quejaba, como castigo, la única ventana, ese toldito azul, era tapiada. Tres meses después del encierro, Chang estaba silencioso y dócil como un buen perrito. Había terminado la primer fase de la tortura china.
Ahora venía la segunda.
Una mañana lo mudaron a una moderna celda-oficina, con escritorio, papel y lápiz. Era un avance, pero había también un enorme televisor de plasma encendido. Cuando lo dejaron allí, estaban transmitiendo los festejos del 31 de diciembre del pasado año dos mil. Aburrido. Pronto Chang descubrió con espanto que no sólo no podía cambiar de canal: tampoco podía apagarlo ni bajar el volumen. Era una refinada muestra de la moderna tortura. Mirar y oir era inevitable. El espéctáculo de la más espantosa perversión humana. Toda la maldita humanidad festejando estúpidamente el fin del milenio un año antes.
Fiesta decadente. La gente creía, evidenntemente, que chocaban los planetas... En el Ártico, una pareja se casaba en un templo de hielo. En Egipto, centenares de idiotas disfrazadas de Cleopatra se casaban con otros centenares de idiotas vestidos de faraones. Festejos en Sidney. Festejos en París. En el culo del mundo, bailaba Julio Bocca. Todo parecía más o menos organizado, con mejor o peor gusto.El cerebro estético de Chang se defendía de la tortura analizando las imágenes con un procedimiento sociológico. Su mente lo refugiaba y dos meses después, conviviendo día y noche con el televisor encendido, estaba interesado en nuevos aspectos de las imágenes vistas cientos de veces. ¿Sería posible realizar una ontología de las diferencias culturales a partir de este video? No se daba cuenta, pero ese pensamiento que él creía salvador denotaba los estragos que la refinada tortura causaba a su cerebro.
Sobre todo, lo fascinaban los festejos de Singapur. Si hubiera podido, hubiera detenido la imagen eternamente en el espectáculo. Era el más vulgar, escandalosamente estúpido y decadente de cuántos había visto...
En Singapur, frente a miles de personas, un chino con el pelo fucsia, la mirada extraviada, los brazos tatuados y con una musculosa mugrienta cantaba “Living la vida loca” causando el delirio y la euforia de una multitud. Ese chino era Ching.
Sin saberlo, Ching, cantante pop, que se creyó toda su vida a salvo de cualquier inquietud social y política, él, que nunca había leido un libro o abierto un diario, ahora estaba en los planes inmediatos de un profesor de estética en prisión, cuya mente extraviada confiaba su salvación politica y la perdición del régimen totalitario chino en él y su vida loca.
Porque ahora Chang tenía un idea. Y en esa idea estaba Ching ¿artista pop? ¿ejemplo de decadencia oriental? ¿Adicto en abstinencia de diez minutos arrojado al escenario? ¿La prueba viviente de que nunca debieron cruzarse Oriente y Occidente? A Chang se le ocurrió que era el secretario ideal. Que podría convencer fácilmente a sus captores de que Ching era imprescindible para ayudarlo a proteger la llama olímpica. Pensó (cerebro del mal, inteligencia suprema arrastrada a la venganza por un cautiverio injusto), pensó que Ching traería el fin de la cultura china. Que su pelo fucsia causaría la ruina de Oriente.
¿Desvariaba? Tal vez. Pero convenció a sus captores. Así la inteligencia china procedió a la rápida busca y captura del inocente y por supuesto apolítico Ching.
De modo que un lunes a las siete de la mañana, diez hombres fuertemente armados irrumpieron en perfecto silencio en el departamento de Ching en Singapur, y de su colchón con olor a cerveza lo trasladaron en andas a un camión cerrado, que lo llevó a un maloliente contenedor en el puerto, el cual subieron a un destartalado barco, que dejó al contenedor en Beijing. Todo ese trayecto lo realizó Ching (pelo fusia, calzoncillos del demonio de Tasmania, tatuaje de Sailor Moon en el pecho) completamente dormido.
Despertó en un cuarto blanco después de que le arrojaran diez baldes de agua fría. El baño lo llevó a la realidad. Un chino de traje, flanqueado por dos guardias de corps le recitó una letanía de una hora de la que el pobre Ching apenas entendió que era consagrado por la República Popular China a la noble causa de resguardar la llama olímpica y que toda traición a ese propósito sería castigada con la muerte. Y así lo llevaron frente a Chang, su jefe, que ahora lo contempla satisfecho. Un tatuaje de Sailor Moon era más de lo que esperaba.China y su régimen estaban acabados. Eso creía Chang
continuará el sábado 27 de septiembre
domingo, 10 de agosto de 2008
La trama oculta de los juegos olímpicos. segunda entrega
Viene del post anterior
En su sala de la Universidad de Beijing, el profesor Chang, satisfecho, desgranaba aquellas incómodas diferencias que en su momento tuvieron Hegel y Shopenhauer. Había cincuenta alumnos en la clase, en respetuoso silencio. Chang caminaba de una esquina a otra del aula, deteniéndose a veces a realizar una anotación en la pizarra verde, movimiento que causaba que las lapìceras de sus alumnos se aceleraran al unísono.
Disfrutaba. Era notorio que la admiración de los jóvenes era oxígeno para su espectacular ego. Por otra parte, en la primera fila, tercer asiento a la derecha, una jovencísima alumna cuya camisa estaba por explotar le sonreía con adoración. La mirada de Chang se dirigía cada vez con más frecuencia al tercer asiento a la derecha. Había contado la desavenencia de Schopenhauer y Hegel unas quinientas cincuenta veces. La sonrisa de la alumna se expandía más y más... Chang se distraía. Dos párrafos más y ya tenía que tirar la bomba. Siempre había un suspiro extático cuando concluía diciendo que en realidad los dos grandes cerebros competían por la misma cátedra. Cada vez que lo decía, ponía un dejo de tristeza realista en su voz, sus ojos rasgados se dirigían al piso con gravedad. La miseria humana. Eran jóvenes: no tenían la más puta idea de lo que era la miseria humana, así que era fácil ganarse sus mentes y corazones hablándoles de ella y escandalizando sus ingenuos corazones con la realidad realista, que él, Chang, conocía muy bien, no como ellos.
Hegel. Schopenhauer. El tercer botón de la camisa de la alumna sonriente era sostenido por un tembloroso hilo blanco a punto de romperse.
—Por supuesto —dijo Chang mirando a su derecha—, las consideraciones matemáticas de Hegel no merecen ser tenidas en cuenta... —En ese momento el tercer botón saltó, la tiza cayó de las manos del profesor. Sonrió en éxtasis.
Todo era perfecto en el mundo de Chang ese día, tan perfecto que no podía sospechar que se avecinaba un hecho trágico que cambiaría toda su existencia. La tragedia estaba a unos pasos del aula, pero él lo ignoraba. Por la ventana entraba un aire de primavera. Esa mañana le habían pasado el importante dato de que era casi con seguridad número cantado para el Nobel. Las veinteañeras lo amaban. Su sonrisa plácida era la de un argentino en una reposera oliendo el asado preparado por otro.
Un chirrido lo distrajo de su felicidad. Sonrió a su nueva enamorada de senos turgentes y a la vista, como disculpándose por dejar de mirarla.
Una mujer occidental, rubia, con un vestido ajustado de color gris y un grabador en la mano, solicitó en amable inglés una entrevista. Ahora la carne ya estaba casi dorándose en la parrilla. Sólo tenía que extender el plato de madera. Para Chang las entrevistas eran agua fresca para el sediento: le permitían manifestar su disconformidad con el régimen y acrecentar su popularidad, así que accedió.
Miró por última vez el escote de la chica de sonrisa comprensiva sin pensar que se despedía de él para siempre. Dijo una excusa que sus alumnas aceptaron de inmediato. Un profesor célebre y mediático tiene la admiración incondicional de sus alumnos. Y alumnas.
Ya estaba fuera del aula. La rubia sonreía y caminaba veloz por el pasillo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Chang, un poco molesto. Pero la periodista caminaba tan rápido delante de él que podía apreciar la panorámica. Mirar era parte de su metier, como profesor de Estética. La anatomía femenina era su especialidad, además del origen de la tragedia en la música.
—Vamos al camión dónde está el cameraman—dijo la rubia en pésimo chino.
—¿Es para la televisión?—preguntó Chang esperanzado—. ¿De qué país?
—Alemania —respondió la chica—. El programa más visto de Alemania—aclaró.
—¿Un programa político?—preguntó Chang, con la duda en la voz. Era cierto que lo entrevistaban seguido para la tele, pero para programas de cultura que tenían dos puntos de rating.
—No—dijo ella—, es un programa de juegos.
—Bueno —dijo Chang—. El precio de la fama, —Una vez lo habían entrevistado de una revista femenina. Antes de su entrevista había tres páginas con cremas antiarrugas. Después de eso, salió dos semanas con Naomí Campbell, cosa que no le había disgustado en absoluto, ni siquiera cuando ella decidió terminar la relación arrojándole un teléfono inalámbrico por la cabeza. Le dieron siete puntos en la frente, sonriendo feliz. Después de eso, su siguiente libro vendió dos millones de ejemplares, la segunda edición fue tan oportunamente quemada por las autoridades chinas, que luego el libro fue traducido a diecisiete idiomas y, en fin, por eso era candidato al Nobel. O sea, gracias a la revista femenina o a Naomí Campbell, era el intelectual chino con más reconocimiento en el mundo. Así que un programa de juegos o uno de cocina, todo venía bien. Era bueno para él, y eso quería decir malo para el régimen. Y eso era todo lo que importaba.
Caminaron rodeando el perímetro de la Universidad y se alejaron del ruido por una calle angosta y soleada.
—El camión está allá —dijo la rubia, lacónica.
Ahora estaban en un callejón. Cercado por muros altos y grises. Olía húmedo. Olía sucio.
—No veo ningún camión—dijo Chang, alarmado. La había seguido pensando en Naomí y en su meteórica carrera y no había notado cuánto habían caminado. Por supuesto, sus enemigos conocían todos sus costumbres y manías y sabían muy bien lo distraído que era. Y su costumbre de meditar mientras caminaba.
—Es cierto —concedió ella—. No hay camión.
Oyó el chirrido de un auto al frenar. Saltó involuntariamente. La rubia corrió. De un auto negro bajaron cinco hombres.
Se le echaron encima. Chang quiso gritar, pero una cinta pegajosa le fue colocada en la boca. Sus brazos fueron sujetos y sus piernas inmovilizadas. Vio un hombre portando una jeringa. Creyó reconocerlo ¿no era el marido de esa chica? ¿Cómo se llamaba? Tenía una expresión feroz. Le levantaron la manga del saco y la camisa. El marido de la chica cuyo nombre no recordaba le clavó la jeringa en la brazo.
Una cortina negra y pesada cayó sobre sus ojos y fláccido e inconsciente se desmoronó en el piso.
Lo cargaron en el baúl del auto. No fue nada difícil, él no era pesado y estaba inconsciente. Fue como cargar un muñeco de trapo.
Cuatro hombres subieron al auto, en el callejón quedó el de la jeringa. El marido de esa chica. Sonreía. Arrojó la jeringa y escupió con desprecio.
—Ahora está todo pagado —murmuró Chun Kao.
Continuará
En su sala de la Universidad de Beijing, el profesor Chang, satisfecho, desgranaba aquellas incómodas diferencias que en su momento tuvieron Hegel y Shopenhauer. Había cincuenta alumnos en la clase, en respetuoso silencio. Chang caminaba de una esquina a otra del aula, deteniéndose a veces a realizar una anotación en la pizarra verde, movimiento que causaba que las lapìceras de sus alumnos se aceleraran al unísono.
Disfrutaba. Era notorio que la admiración de los jóvenes era oxígeno para su espectacular ego. Por otra parte, en la primera fila, tercer asiento a la derecha, una jovencísima alumna cuya camisa estaba por explotar le sonreía con adoración. La mirada de Chang se dirigía cada vez con más frecuencia al tercer asiento a la derecha. Había contado la desavenencia de Schopenhauer y Hegel unas quinientas cincuenta veces. La sonrisa de la alumna se expandía más y más... Chang se distraía. Dos párrafos más y ya tenía que tirar la bomba. Siempre había un suspiro extático cuando concluía diciendo que en realidad los dos grandes cerebros competían por la misma cátedra. Cada vez que lo decía, ponía un dejo de tristeza realista en su voz, sus ojos rasgados se dirigían al piso con gravedad. La miseria humana. Eran jóvenes: no tenían la más puta idea de lo que era la miseria humana, así que era fácil ganarse sus mentes y corazones hablándoles de ella y escandalizando sus ingenuos corazones con la realidad realista, que él, Chang, conocía muy bien, no como ellos.
Hegel. Schopenhauer. El tercer botón de la camisa de la alumna sonriente era sostenido por un tembloroso hilo blanco a punto de romperse.
—Por supuesto —dijo Chang mirando a su derecha—, las consideraciones matemáticas de Hegel no merecen ser tenidas en cuenta... —En ese momento el tercer botón saltó, la tiza cayó de las manos del profesor. Sonrió en éxtasis.
Todo era perfecto en el mundo de Chang ese día, tan perfecto que no podía sospechar que se avecinaba un hecho trágico que cambiaría toda su existencia. La tragedia estaba a unos pasos del aula, pero él lo ignoraba. Por la ventana entraba un aire de primavera. Esa mañana le habían pasado el importante dato de que era casi con seguridad número cantado para el Nobel. Las veinteañeras lo amaban. Su sonrisa plácida era la de un argentino en una reposera oliendo el asado preparado por otro.
Un chirrido lo distrajo de su felicidad. Sonrió a su nueva enamorada de senos turgentes y a la vista, como disculpándose por dejar de mirarla.
Una mujer occidental, rubia, con un vestido ajustado de color gris y un grabador en la mano, solicitó en amable inglés una entrevista. Ahora la carne ya estaba casi dorándose en la parrilla. Sólo tenía que extender el plato de madera. Para Chang las entrevistas eran agua fresca para el sediento: le permitían manifestar su disconformidad con el régimen y acrecentar su popularidad, así que accedió.
Miró por última vez el escote de la chica de sonrisa comprensiva sin pensar que se despedía de él para siempre. Dijo una excusa que sus alumnas aceptaron de inmediato. Un profesor célebre y mediático tiene la admiración incondicional de sus alumnos. Y alumnas.
Ya estaba fuera del aula. La rubia sonreía y caminaba veloz por el pasillo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Chang, un poco molesto. Pero la periodista caminaba tan rápido delante de él que podía apreciar la panorámica. Mirar era parte de su metier, como profesor de Estética. La anatomía femenina era su especialidad, además del origen de la tragedia en la música.
—Vamos al camión dónde está el cameraman—dijo la rubia en pésimo chino.
—¿Es para la televisión?—preguntó Chang esperanzado—. ¿De qué país?
—Alemania —respondió la chica—. El programa más visto de Alemania—aclaró.
—¿Un programa político?—preguntó Chang, con la duda en la voz. Era cierto que lo entrevistaban seguido para la tele, pero para programas de cultura que tenían dos puntos de rating.
—No—dijo ella—, es un programa de juegos.
—Bueno —dijo Chang—. El precio de la fama, —Una vez lo habían entrevistado de una revista femenina. Antes de su entrevista había tres páginas con cremas antiarrugas. Después de eso, salió dos semanas con Naomí Campbell, cosa que no le había disgustado en absoluto, ni siquiera cuando ella decidió terminar la relación arrojándole un teléfono inalámbrico por la cabeza. Le dieron siete puntos en la frente, sonriendo feliz. Después de eso, su siguiente libro vendió dos millones de ejemplares, la segunda edición fue tan oportunamente quemada por las autoridades chinas, que luego el libro fue traducido a diecisiete idiomas y, en fin, por eso era candidato al Nobel. O sea, gracias a la revista femenina o a Naomí Campbell, era el intelectual chino con más reconocimiento en el mundo. Así que un programa de juegos o uno de cocina, todo venía bien. Era bueno para él, y eso quería decir malo para el régimen. Y eso era todo lo que importaba.
Caminaron rodeando el perímetro de la Universidad y se alejaron del ruido por una calle angosta y soleada.
—El camión está allá —dijo la rubia, lacónica.
Ahora estaban en un callejón. Cercado por muros altos y grises. Olía húmedo. Olía sucio.
—No veo ningún camión—dijo Chang, alarmado. La había seguido pensando en Naomí y en su meteórica carrera y no había notado cuánto habían caminado. Por supuesto, sus enemigos conocían todos sus costumbres y manías y sabían muy bien lo distraído que era. Y su costumbre de meditar mientras caminaba.
—Es cierto —concedió ella—. No hay camión.
Oyó el chirrido de un auto al frenar. Saltó involuntariamente. La rubia corrió. De un auto negro bajaron cinco hombres.
Se le echaron encima. Chang quiso gritar, pero una cinta pegajosa le fue colocada en la boca. Sus brazos fueron sujetos y sus piernas inmovilizadas. Vio un hombre portando una jeringa. Creyó reconocerlo ¿no era el marido de esa chica? ¿Cómo se llamaba? Tenía una expresión feroz. Le levantaron la manga del saco y la camisa. El marido de la chica cuyo nombre no recordaba le clavó la jeringa en la brazo.
Una cortina negra y pesada cayó sobre sus ojos y fláccido e inconsciente se desmoronó en el piso.
Lo cargaron en el baúl del auto. No fue nada difícil, él no era pesado y estaba inconsciente. Fue como cargar un muñeco de trapo.
Cuatro hombres subieron al auto, en el callejón quedó el de la jeringa. El marido de esa chica. Sonreía. Arrojó la jeringa y escupió con desprecio.
—Ahora está todo pagado —murmuró Chun Kao.
Continuará
sábado, 26 de julio de 2008
La trama oculta de los juegos olímpicos
En tiempos recientes, la accidentada travesía de la antorcha olímpica, que viajó por el mundo con rumbo a Beijing, mantuvo entretenidos a televidentes sin nada mejor que hacer, pero sobre todo permitió a esa maravillosa degeneración del periodismo, los monologuistas-que–hablan-sin-respirar, producidos por los canales de 24 horas, usar sus metáforas y circunloquios más floridos. Mientras vimos la noticia comprobadísima de que en París los manifestantes a favor de los tibetanos estuvieron tan cerca de apagar la llama que para que no lo hicieran sus guardianes la apagaron, en un absurdo notorio y delicioso, a su paso por San Francisco nos informaron la muy creíble, aunque no comprobada, versión de que la llama que vimos y que se intentaba apagar no era la verdadera, sino que la auténtica llama olímpica viajaba, segura, en un barco que rodeaba las costas del mundo, silencioso, portador del símbolo.
Bien. Todo esto me intrigó mucho. Hace tiempo estudié el chino y tengo un amigo en el Servicio Secreto que el otro día, cuando lo llamé para preguntarle por sus juanetes recién operados, me contó la verdad de la cosa. Claro, esa infidencia en un miembro conspicuo del servicio secreto chino sólo podía ser producto de un error del anestesista. Yo creí, sinceramente, que mi amigo sólo tenía un autoservicio y no sospechaba que sabía tantos secretos de Estado. Pero ahora que lo sé, lo haré público. Les contare la historia de Chang y Ching, jefe y subjefe, respectivamente, del Servicio Secreto para Los juegos olímpicos.
Una mañana cualquiera del albor del año 2000, en una oscura oficina del Servicio Secreto de la República Popular China, dos hombres de evidente mal humor, uno de ellos de uniforme militar, el otro de traje pero con un porte más bien marcial, mantenían un fuerte discusión. La discusión fue muy larga y por momentos demasiado discursiva, con esa retórica tan cara a los orientales, para los cuales el tiempo no tiene en absoluto el valor que tiene en Occidente. Un oriental puede estar dos horas eligiendo el menú, y nadie protestará, le traerán la comida tres horas después sin que haga más que enarcar la ceja. La gente en Oriente hace cola en el banco una hora más de lo necesario porque el cajero se llevó un libro al baño... y no se pasa a otra caja. Una mujer china tarda tres horas en sacarse la ropa y eso no importa, porque su esposo se demorará cinco horas en dar el asunto por terminado, cosa que está genial. Eso sí, el embarazo dura nueve meses exactos. Es que, al fin, somos todos humanos.
Bueno, decíamos que discutían en estos términos.
—No podemos matar a Chang —decía uno de ellos, mascando furioso un cigarro—. No podemos apresarlo. No podemos...
—¡Basta! —gritó su interlocutor. Éste era un chino alto, de mirada nerviosa y voz enérgica. Vestía un uniforme militar en el que colgaban varias medallas, dándole un poco de peso a su delgado cuerpo—. No quiero volver a escucharte, Chun Kao. Este profesor esta destruyendo nuestro prestigio. Tenemos que matarlo.
—¿Prestigio? —ironizó Liao Chun Kao—. Oye, tenemos el prestigio de comer más soja que nadie y más arroz que nadie. Sólo podemos aspirar a que en un futuro cercano el dos por ciento de nuestra población coma asadito los fines de semana y acabaremos con las vacas. ¿Prestigio?—prosiguió, cruel—. ¿Sabes cuál es nuestro prestigio? Hay un intelectual italiano que dijo en un diario de Europa que si todos los chinos nos limpiáramos nuestros amarillos culos con papel higiénico acabaríamos con el Amazonas en dos meses. Ahí tienes nuestro prestigio. ¡China! ¡Una conejera!
—Oye, Chun Kao. No lo permitiré. Malditos intelectuales. Hay que matarlos, oyes, a todos. ¿Dijo culos amarillos? ¿Cómo se llama?
—Olvídalo. Tu culo es amarillo y lo sabes muy bien. No puedes matar a cada persona que dice la verdad. Este enseña en Bologna, no en Biejing. Y olvida tu chauvinismo tradicional y moderniza tu orgullo. Somos el peligro amarillo. Amenazamos con dejar a Europa sin papel higiénico. Disfrútalo ¿quieres?
—No lo permitiré, te digo. Inventamos la pólvora. La porcelana. Y este Chang nos desprestigia en el mundo con sus proclamas infames. Y no podemos apresarlo, ni torturarlo ni condenarlo a muerte porque pronto, dicen, será candidato al Nobel. Y lo sabe y sigue diciendo lo que quiere en esa aula inmunda.
Chun Kao se tomó la barbilla. A pesar de sus chanzas, sabía que no podían estarse de brazos cruzados. Se le ocurrió una idea.
—Oye, Lun Peng —dijo—. Si sólo lo raptáramos
—Imposible —exclamó Lun Peng. Su nerviosismo rozaba la desesperación. Esa China era todo para él. Había sido educado en una escuela militar a latigazos y creía sinceramente que eran un buen modo de vida. La boca de Chang, el profesor de Estética de la Universidad de Beijing, estaría limpia si la hubieran lavado con jabón en la infancia, pero ahora sólo había un forma de cerrarla: cosiéndola. En eso creía, él, un militar chino profundamente idealista, con toda su alma—. Imposible —repitió y se retorció las manos.
—Más paciencia china, sólo eso te pido. Escucha —forzó su voz, habitualmente chillona, a alcanzar un tono grave y dijo con calma—. Lo raptamos. Lo llevamos a una celda. Lo ponemos a trabajar para nosotros. A escribir columnas hablando de los positivos cambios de nuestro régimen. Que se publiquen en Le Monde Diplomatique. ¿Entiendes? Nos conviene y él se desprestigia a la vez. Y mientras ponemos su cerebro estético a trabajar para nosotros. ¿Ya te olvidaste de los Juegos Olímpicos?
—Chun Kao, creo que tienes cabeza. China será sede de los Juegos Olímpicos en el 2008. Esta decidido. Y el cerebro de Chang nos puede servir.
—Así es —sonrió Chun Kao—. Por fin comprendes.
—Bien —Lun Peng se restregó las manos—. Lo arrestaremos. Acabamos con su disidencia y lo ponemos a trabajar para nosotros.
—Será el Jefe del Servicio Secreto para los Juegos Olímpicos. Lo encargaremos de todos los detalles del ceremonial y la seguridad de la llama en su viaje por el mundo. No podrá traicionarnos. La noticia de que trabaja y cobra sueldo del gobierno lo destruirá. ¿Dicen que es inteligente, no? ¿Con un coeficiente intelectual igual al de Galileo? Bien. Hagámoslo trabajar a favor nuestro. Y luego.. —sonrió ligeramente—, lo que tú quieras
—Encárgate —ordenó Lun Peng con voz marcial.
Tomó su gorra de visera militar, hizo la venia y se fue.
Chun Kao quedó solo. Tomó una de las fotos del escritorio.
—Chang —murmuró. Doctor en Filosofía, profesor de Estética, catedrático ejemplar. —La rompió en pedazos, la pisoteó. Miró los pedazos en el suelo, satisfecho. Escupió con desprecio—. Ahí tienes —murmuró.
Maldito el día que permitió que su mujer estudiara en la Universidad. Pero ahora Chang estaba acabado, acabado. Se fue.
Continuará
Bien. Todo esto me intrigó mucho. Hace tiempo estudié el chino y tengo un amigo en el Servicio Secreto que el otro día, cuando lo llamé para preguntarle por sus juanetes recién operados, me contó la verdad de la cosa. Claro, esa infidencia en un miembro conspicuo del servicio secreto chino sólo podía ser producto de un error del anestesista. Yo creí, sinceramente, que mi amigo sólo tenía un autoservicio y no sospechaba que sabía tantos secretos de Estado. Pero ahora que lo sé, lo haré público. Les contare la historia de Chang y Ching, jefe y subjefe, respectivamente, del Servicio Secreto para Los juegos olímpicos.
Una mañana cualquiera del albor del año 2000, en una oscura oficina del Servicio Secreto de la República Popular China, dos hombres de evidente mal humor, uno de ellos de uniforme militar, el otro de traje pero con un porte más bien marcial, mantenían un fuerte discusión. La discusión fue muy larga y por momentos demasiado discursiva, con esa retórica tan cara a los orientales, para los cuales el tiempo no tiene en absoluto el valor que tiene en Occidente. Un oriental puede estar dos horas eligiendo el menú, y nadie protestará, le traerán la comida tres horas después sin que haga más que enarcar la ceja. La gente en Oriente hace cola en el banco una hora más de lo necesario porque el cajero se llevó un libro al baño... y no se pasa a otra caja. Una mujer china tarda tres horas en sacarse la ropa y eso no importa, porque su esposo se demorará cinco horas en dar el asunto por terminado, cosa que está genial. Eso sí, el embarazo dura nueve meses exactos. Es que, al fin, somos todos humanos.
Bueno, decíamos que discutían en estos términos.
—No podemos matar a Chang —decía uno de ellos, mascando furioso un cigarro—. No podemos apresarlo. No podemos...
—¡Basta! —gritó su interlocutor. Éste era un chino alto, de mirada nerviosa y voz enérgica. Vestía un uniforme militar en el que colgaban varias medallas, dándole un poco de peso a su delgado cuerpo—. No quiero volver a escucharte, Chun Kao. Este profesor esta destruyendo nuestro prestigio. Tenemos que matarlo.
—¿Prestigio? —ironizó Liao Chun Kao—. Oye, tenemos el prestigio de comer más soja que nadie y más arroz que nadie. Sólo podemos aspirar a que en un futuro cercano el dos por ciento de nuestra población coma asadito los fines de semana y acabaremos con las vacas. ¿Prestigio?—prosiguió, cruel—. ¿Sabes cuál es nuestro prestigio? Hay un intelectual italiano que dijo en un diario de Europa que si todos los chinos nos limpiáramos nuestros amarillos culos con papel higiénico acabaríamos con el Amazonas en dos meses. Ahí tienes nuestro prestigio. ¡China! ¡Una conejera!
—Oye, Chun Kao. No lo permitiré. Malditos intelectuales. Hay que matarlos, oyes, a todos. ¿Dijo culos amarillos? ¿Cómo se llama?
—Olvídalo. Tu culo es amarillo y lo sabes muy bien. No puedes matar a cada persona que dice la verdad. Este enseña en Bologna, no en Biejing. Y olvida tu chauvinismo tradicional y moderniza tu orgullo. Somos el peligro amarillo. Amenazamos con dejar a Europa sin papel higiénico. Disfrútalo ¿quieres?
—No lo permitiré, te digo. Inventamos la pólvora. La porcelana. Y este Chang nos desprestigia en el mundo con sus proclamas infames. Y no podemos apresarlo, ni torturarlo ni condenarlo a muerte porque pronto, dicen, será candidato al Nobel. Y lo sabe y sigue diciendo lo que quiere en esa aula inmunda.
Chun Kao se tomó la barbilla. A pesar de sus chanzas, sabía que no podían estarse de brazos cruzados. Se le ocurrió una idea.
—Oye, Lun Peng —dijo—. Si sólo lo raptáramos
—Imposible —exclamó Lun Peng. Su nerviosismo rozaba la desesperación. Esa China era todo para él. Había sido educado en una escuela militar a latigazos y creía sinceramente que eran un buen modo de vida. La boca de Chang, el profesor de Estética de la Universidad de Beijing, estaría limpia si la hubieran lavado con jabón en la infancia, pero ahora sólo había un forma de cerrarla: cosiéndola. En eso creía, él, un militar chino profundamente idealista, con toda su alma—. Imposible —repitió y se retorció las manos.
—Más paciencia china, sólo eso te pido. Escucha —forzó su voz, habitualmente chillona, a alcanzar un tono grave y dijo con calma—. Lo raptamos. Lo llevamos a una celda. Lo ponemos a trabajar para nosotros. A escribir columnas hablando de los positivos cambios de nuestro régimen. Que se publiquen en Le Monde Diplomatique. ¿Entiendes? Nos conviene y él se desprestigia a la vez. Y mientras ponemos su cerebro estético a trabajar para nosotros. ¿Ya te olvidaste de los Juegos Olímpicos?
—Chun Kao, creo que tienes cabeza. China será sede de los Juegos Olímpicos en el 2008. Esta decidido. Y el cerebro de Chang nos puede servir.
—Así es —sonrió Chun Kao—. Por fin comprendes.
—Bien —Lun Peng se restregó las manos—. Lo arrestaremos. Acabamos con su disidencia y lo ponemos a trabajar para nosotros.
—Será el Jefe del Servicio Secreto para los Juegos Olímpicos. Lo encargaremos de todos los detalles del ceremonial y la seguridad de la llama en su viaje por el mundo. No podrá traicionarnos. La noticia de que trabaja y cobra sueldo del gobierno lo destruirá. ¿Dicen que es inteligente, no? ¿Con un coeficiente intelectual igual al de Galileo? Bien. Hagámoslo trabajar a favor nuestro. Y luego.. —sonrió ligeramente—, lo que tú quieras
—Encárgate —ordenó Lun Peng con voz marcial.
Tomó su gorra de visera militar, hizo la venia y se fue.
Chun Kao quedó solo. Tomó una de las fotos del escritorio.
—Chang —murmuró. Doctor en Filosofía, profesor de Estética, catedrático ejemplar. —La rompió en pedazos, la pisoteó. Miró los pedazos en el suelo, satisfecho. Escupió con desprecio—. Ahí tienes —murmuró.
Maldito el día que permitió que su mujer estudiara en la Universidad. Pero ahora Chang estaba acabado, acabado. Se fue.
Continuará
lunes, 14 de julio de 2008
Cómo ser un clásico sin perder actualidad
En mi aburrrida juventud, cuando pasaba tardes leyendo libros de epistemología en el prostíbulo en el que me ganaba la vida, leía a hurtadillas poemas de Zorrilla, tratando de aprender de él a escribir poemas de verdad clásicos. Pero un día en que la prostituta especializada en filósofos nietzcheanos se pescó paperas, me tocó a mí atender a uno de esos simpáticos nihilistas, esos seres amables que creen que estamos en la decadencia de la era cristiana. (Por favor, los que se preguntan que hacía leyendo libros de epistemología en un prostíbulo que busquen en las entradas antiguas el post que se llama Sï, todo es cierto). Este cliente, sumamente depresivo y deprimente, adoptó una malsana predilección por mí. Naturalmente, se interesaba en todas mis lecturas. El día que me vio con un libro de Zorrilla me dijo "¿para qué lees esto?". Él creía que Zorrilla, así como otros reconocidos clásicos de la poesía, era una lectura anticuada. Sorprendente si pensamos que él era un filósofo de cincuenta años y yo una prostituta de 20. Verdad es que como correspondía a mi profesión, estaba acostumbrada a todo tipo de bichos. La cuestión es que él decía que mis poemas y mis lecturas eran antiguos. Tenía, según él, que leer a Milan Kundera, amigo personal suyo, o al agradable conde de Lautremont. Cuestión: ese cliente logró regenerarme y hacerme dejar el prostíbulo. Me conseguí un trabajo decente donde pudiera leer tranquila los libros de mi preferencia. Como sea, la principal objeción que él hacía a Zorrila y a mis ejercicios poéticos eran en primer lugar las anticuadas rimas y métricas (el verso libre hoy es obligatorio) y la creencia en el amor (porque eso es de idiotas). Ahora seamos sinceros: no se obtienen becas del Fondo Nacional de las Artes ni Premios Municipales escribiendo poemas de amor; a esta altura, sólo a Sabina le queda bien la rima consonante. Fue la realidad, no el admirador de Nietzche, la que me convenció de que José Zorrilla necesitaba un poco de revoque y una mano de pintura.
Entiéndanlo, yo ya no aspiro a ser valorada como poeta. Pero si quiero que Zorrilla siga siendo un clásico.
Por lo cual modifiqué algunos versos de su poema más célebre, agregué palabras para que no fuera métricamente correcto, le quite su asquerosa rima consonante y la reemplacé por un remedo agrablemente asonante y, en fin, actualicé el sentimiento de la dulce Inés por el buen Diego.
Por supuesto, hay quien pueda escandalizarse pero hay que reciclar las cosas, hasta a Shakespeare se lo adapta y, además, mi paso por el prostíbulo me da un enfoque amoroso interdisciplinario que, creo yo, enriquece el bello poema clásico.
Con ustedes, el nuevo José Zorrilla.
Actualización de José Zorrila
Pasó un día y otro día
un mes y otro mes pasó
y un año pasado había
más de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.
Lloraba la bella Inés
su vuelta, aguas donde en vano,
oraba un mes y otro mes,
del crucifijo a los pies
do el galán puso por primera vez la mano
para avanzar ésta con un muy profundo interés.
Todas las tardes iba
después de traspuesto el sol,
a la despensa de la esquina,
y entre trago y trago pedía
la vuelta del español,
y el español no volvía.
(De Flandes jamás volvería,
la bella Inés no sabía
que Diego en verdad estaba
en un burdel de Sevilla.)
Pocas noches pasaron
antes que la bella Inés
con llorosa languidez,
a Dios rezando pidiera
la vuelta de un español cualquiera.
Frente al pobre almacenero
dejaba oír sus ruegos
que éste resignado oía
pues no era español sino griego.
Volvió pues Diego de Sevilla
y halló a la pobre niña entretenida
con unos quinientos españoles
que de la guerra volvían.
(Ante tan mayúsculo interés
por su lánguida prometida
Diego juzgó muy bien
que sin Flandes nada perdía.)
Y esta historia sólo la llora
un pobre inmigrante griego
viendo la bodega vacía
que su amor casto recibió por premio.
Entiéndanlo, yo ya no aspiro a ser valorada como poeta. Pero si quiero que Zorrilla siga siendo un clásico.
Por lo cual modifiqué algunos versos de su poema más célebre, agregué palabras para que no fuera métricamente correcto, le quite su asquerosa rima consonante y la reemplacé por un remedo agrablemente asonante y, en fin, actualicé el sentimiento de la dulce Inés por el buen Diego.
Por supuesto, hay quien pueda escandalizarse pero hay que reciclar las cosas, hasta a Shakespeare se lo adapta y, además, mi paso por el prostíbulo me da un enfoque amoroso interdisciplinario que, creo yo, enriquece el bello poema clásico.
Con ustedes, el nuevo José Zorrilla.
Actualización de José Zorrila
Pasó un día y otro día
un mes y otro mes pasó
y un año pasado había
más de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.
Lloraba la bella Inés
su vuelta, aguas donde en vano,
oraba un mes y otro mes,
del crucifijo a los pies
do el galán puso por primera vez la mano
para avanzar ésta con un muy profundo interés.
Todas las tardes iba
después de traspuesto el sol,
a la despensa de la esquina,
y entre trago y trago pedía
la vuelta del español,
y el español no volvía.
(De Flandes jamás volvería,
la bella Inés no sabía
que Diego en verdad estaba
en un burdel de Sevilla.)
Pocas noches pasaron
antes que la bella Inés
con llorosa languidez,
a Dios rezando pidiera
la vuelta de un español cualquiera.
Frente al pobre almacenero
dejaba oír sus ruegos
que éste resignado oía
pues no era español sino griego.
Volvió pues Diego de Sevilla
y halló a la pobre niña entretenida
con unos quinientos españoles
que de la guerra volvían.
(Ante tan mayúsculo interés
por su lánguida prometida
Diego juzgó muy bien
que sin Flandes nada perdía.)
Y esta historia sólo la llora
un pobre inmigrante griego
viendo la bodega vacía
que su amor casto recibió por premio.
jueves, 26 de junio de 2008
Pecados capitales y no originales
Es sumamente difícil proseguir con los mismos viejos pecados capitales, la condición de pecador es muy fluctuante y evidentemente, Dios cambia de opinión tanto como cualquiera. Algunos dicen que fuimos hechos a su imagen y semejanza, otros sostienen que lo hicieron tres curas a su imagen y semejanza, lo cierto es que él se aburrió de los pecados viejos tanto como nosotros y ya no vamos al infierno por las mismas cuestiones que antes. Por ejemplo, si la envidia fue uno de los pecados capitales más populares durante varios siglos, ahora que no es menos popular se la llama muchas veces envidia sana, estableciendo diferencias discriminatorias entre los envidiosos. Algunos se irían al infierno, otros no. Se hizo tan corriente este nuevo concepto de la envidia que además de ser popular, ahora es pública y notoria, el envidioso no tiene reparos en declarar su sana envidia, y en definitiva, ya no espanta a nadie.
Un pecado que antes era espantoso es la lujuria, era un pasaporte directo al infierno. No sólo la lujuria era pecado, sino que su opuesto, la frialdad absoluta, era tenido por virtud y hablaba muy bien de una dama que fuera altiva y fría como el hielo. Ahora a una mujer así la llamarían histérica y eso me hace pensar que tendré que dejar de ser virgen algún día, ya que nadie parece reparar en lo adorable que es mi virtud y en cuán encantadora es mi altivez. ¿No les da vergüenza?. La cuestión es que ahora lo malo no es la lujuria, sino carecer de ella, eso se considera una disfunción, fíjense ustedes, ahora sería perfectamente posible ir al infierno por no sentir lujuria, ya que así como cambiaron las costumbres en la tierra, es posible que también se hayan relajado un tanto en el paraíso y que eso sea ahora una auténtica fiesta. Dios mío. Donde se aburren de verdad es en el infierno, donde no queda casi nadie. La población infernal descendió a tres vírgenes que se resisten a aceptar la realidad y a Lord Byron, único habitante del Infierno de sexo masculino que queda ahí, porque siempre le gustó hacer el verso y ahí puede practicarlo de variadas clases, hasta que se aburra de las vírgenes o hasta que dejen de serlo. Mi vecino también quiere ayudarme con mi problemática virginidad, pero le dije que lo voy a pensar, ya lo pensé y decidí esperar tres semanas más para responderle: no quiero que piense soy ligera. Después le voy a decir que lo quiero como amigo. Seguramente voy a irme al infierno por mi falta de lujuria, pero no me importa, siempre me gustó Byron. Y todas las épocas necesitan pecadores nefandos, si no los moralmente correctos no tendrían con quien compararse para sentirse realmente bien.
Otro pecado nefando era la gula, pero la ciencia destruyó para siempre este pecado tan bello que consiste en comer sin parar. En una época la gente comía y comía con la satisfacción de que sólo estaba pecando, ahora comemos y comemos remolacha hervida y brócoli. Y si no, comemos y comemos de todo sintiéndonos culpables porque somos adictos a la comida. La tiranía de lo saludable nos fustiga tanto como el viejo cura de la aldea. ¿Será que el pecado infame en el siglo XXI es el colesterol alto?
Y aquí está la cuestión. Cuando estas cosas eran un pecado, uno las cometía con la satisfacción natural de la maldad. Ese agradable placer se perdió completamente. Con el fundamentalismo de la salud, ahora la vieja y placentera gula es una conducta adictiva, la ausencia de lujuria una disfunción sexual que obliga a sentirse culpable por la ausencia de deseo e ir al consultorio, y la envidia es disculpada por ser sana, así ya no se trata de moral, aunque la culpa sigue estando. Una creía, ingenua y virgen como es, que el beneficio de abandonar el torturante concepto de pecado era deshacerse de la culpa. Y aquellos que sienten gula o no sienten lujuria portan la incómoda letra escarlata, mientras nos envidiamos todos sanamente.
Un pecado que antes era espantoso es la lujuria, era un pasaporte directo al infierno. No sólo la lujuria era pecado, sino que su opuesto, la frialdad absoluta, era tenido por virtud y hablaba muy bien de una dama que fuera altiva y fría como el hielo. Ahora a una mujer así la llamarían histérica y eso me hace pensar que tendré que dejar de ser virgen algún día, ya que nadie parece reparar en lo adorable que es mi virtud y en cuán encantadora es mi altivez. ¿No les da vergüenza?. La cuestión es que ahora lo malo no es la lujuria, sino carecer de ella, eso se considera una disfunción, fíjense ustedes, ahora sería perfectamente posible ir al infierno por no sentir lujuria, ya que así como cambiaron las costumbres en la tierra, es posible que también se hayan relajado un tanto en el paraíso y que eso sea ahora una auténtica fiesta. Dios mío. Donde se aburren de verdad es en el infierno, donde no queda casi nadie. La población infernal descendió a tres vírgenes que se resisten a aceptar la realidad y a Lord Byron, único habitante del Infierno de sexo masculino que queda ahí, porque siempre le gustó hacer el verso y ahí puede practicarlo de variadas clases, hasta que se aburra de las vírgenes o hasta que dejen de serlo. Mi vecino también quiere ayudarme con mi problemática virginidad, pero le dije que lo voy a pensar, ya lo pensé y decidí esperar tres semanas más para responderle: no quiero que piense soy ligera. Después le voy a decir que lo quiero como amigo. Seguramente voy a irme al infierno por mi falta de lujuria, pero no me importa, siempre me gustó Byron. Y todas las épocas necesitan pecadores nefandos, si no los moralmente correctos no tendrían con quien compararse para sentirse realmente bien.
Otro pecado nefando era la gula, pero la ciencia destruyó para siempre este pecado tan bello que consiste en comer sin parar. En una época la gente comía y comía con la satisfacción de que sólo estaba pecando, ahora comemos y comemos remolacha hervida y brócoli. Y si no, comemos y comemos de todo sintiéndonos culpables porque somos adictos a la comida. La tiranía de lo saludable nos fustiga tanto como el viejo cura de la aldea. ¿Será que el pecado infame en el siglo XXI es el colesterol alto?
Y aquí está la cuestión. Cuando estas cosas eran un pecado, uno las cometía con la satisfacción natural de la maldad. Ese agradable placer se perdió completamente. Con el fundamentalismo de la salud, ahora la vieja y placentera gula es una conducta adictiva, la ausencia de lujuria una disfunción sexual que obliga a sentirse culpable por la ausencia de deseo e ir al consultorio, y la envidia es disculpada por ser sana, así ya no se trata de moral, aunque la culpa sigue estando. Una creía, ingenua y virgen como es, que el beneficio de abandonar el torturante concepto de pecado era deshacerse de la culpa. Y aquellos que sienten gula o no sienten lujuria portan la incómoda letra escarlata, mientras nos envidiamos todos sanamente.
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