martes, 3 de abril de 2012

ANA Y EL HIPOGRIFO



Había una campesina llamada Ana y su historia pobló la fábula.
Quería algo difícil: quería trepar la montaña más alta de los Pirineos, quería ver su tierra desde las alturas y quería hacerlo antes de cumplir los veinte años. Aunque le dijeron que las niñas no juraban, ella había jurado hacerlo muy niña aún. Mientras le quedaba tiempo, el sueño fue sólo sueño. Pero llegó la primavera de los diecinueve años. La última antes de cumplir los veinte. Era la única joven del pueblo a la que nadie había podido casar y esa situación no iba a durar mucho más. Ya habían acordado su matrimonio y el año entrante la hallaría casada. Era preciso encontrar el medio de subir a la montaña pronto. El sueño tenía que dejar de serlo.
La más alta de las montañas era una cumbre escarpada y sobre ella se suspendía una tormenta. Hacía años, una bruja predijo que la tormenta no se iría hasta que una joven que no conociera el amor llegara hasta ella y tocará las nubes con sus dedos. No pudo decirlo muchas veces antes de que la quemaran en la plaza del pueblo, pero con decirlo una vez fue suficiente. La pequeña Ana juró acabar con la tormenta.
Una noche sintió una voz que la llamaba. Salió de la granja. La voz era de mujer y parecía venir de unos árboles cercanos. Corrió hasta ellos. No sabía explicarse por qué acudía a ese llamado, parecía sobrenatural. Le resultaba irresistible. Al llegar a los árboles no vio a mujer alguna. Solo había una zorra.
La zorra la miraba. Era raro que estuviera allí. Y que no hubiera caído en las muchas trampas que siempre había cerca de los corrales. Pero esta zorra la miraba a ella. Se volvió, caminó unos pasos y volvió a mirarla.
Ana dio unos pasos también. Qué impulso la llevaba, no sabía pero el llamado del animal era irresistible. La zorra la volvió mirar con sus ojos inteligentes y dio unos pasos más lejos.
Ana caminó tres pasos más, sin dejar de considerar el peligro. Las brujas solían usar zorras para comunicarse. El trato con brujas era el medio mas seguro de morir joven. Pero sintió nuevamente el llamado, y comprendió que no era pronunciado por ninguna voz humana y que una fuerza misteriosa y potente la impelía a caminar detrás de la zorra y lo hizo, y luego a correr, y lo hizo y al fin se halló en el camino a las cumbres.
Corrió hasta que las piernas no dieron más. Cayó a la tierra, casi desvanecida. Se permitió descansar, pero no mucho. Pronto estaban corriendo otra vez.
Estaban en un bosque oscuro y Ana se alegro de haber llevado yesca. Ahora caminaban. A la zorra parecía no agradarle la pequeña luz que usaba para guiarse en la espesura. Los ruidos del bosque, el ulular de los búhos, los árboles que parecían inclinarse y murmurar a su paso, todo ello asustaba a la joven que no quería separase de su yesca, lo único que le daba un poco de seguridad sin saber adonde iba ni por qué. Así reflexionaba cuando la zorra se detuvo. Alzó las orejas. Tenía el pelo erizado y miró a Ana con alarma.”Quieta”decía su mirada. “Quieta y silencio”. Ana obedeció. Pronto se oyeron voces. Salteadores, pensó. No tengo nada que puedan robarme. Como si hubiera leído sus pensamientos, la zorra la miró profundamente y volvió a erizar el pelo. Ana comprendió. Sí, tenía algo que podían robarle. El sudor del miedo la invadió. Los hombres se acercaban. Ana no comprendía sus palabras. Se preguntó si serían gitanos, de los que se contaban tantas cosas extrañas y a los que se perseguía y se temía tanto. Como a las brujas. En ese momento, dio un traspié y quebró un diminuta rama. La zorra la miró espantada y echó a correr. Pero Ana quedó paralizada. Pronto los hombres asomaron entre los árboles. No eran gitanos. Eran extranjeros, pero no parecían gitanos. Uno era alto, con una larga barba rubia. El otro era bajo y grueso. Vestían ricas ropas y su presencia a esas horas de la noche en un bosque oscuro era tan difícil de explicar como la de ella misma. Uno murmuró algo a su compañero y éste se fue. Quedaron a solas, Ana y el hombre rubio. Ana retrocedió. El hombre se adelantó.
-La tormenta- pensaba Ana. La montaña. No debía conocer a ningún hombre.
Como si entendiera al menos su miedo, el hombre sonrió y mostró su puño, adornado por un cuchillo.
Ana gritó. Y antes de que terminara de gritar, una pesada rama cayó sobre el hombre y acabó con él.
Y entonces se escuchó el rezongo de una vieja. Parecía que el bosque era centro de reunión, esa noche. Sin salir de su asombro, vio como se materializaba una anciana bruja que saltó sobre el hombre muerto y protestó enojada.
-¡Vas a subir la cumbre o eso también lo tengo que hacer yo por ti!
Detrás apareció la zorra, y parecía que una risa aviesa bailaba en sus ojos inteligentes. Parecía la mirada de otra bruja.
-Vamos, niña, que no tenemos toda la noche. Todavía hay mucho por hacer.


En un claro la vieja encendió un fuego y de entre sus ropas extrajo una hoja amarilla, de su zapato sacó una larga aguja, con la aguja se pinchó el dedo y escribió unas líneas incomprensibles. De adentro de su sombrero de bruja sacó una hogaza de pan, sobre la hogaza cayeron gotas de su sangre.
-Come niña, tiene buen sabor.
Ana lo miró con aprensión.
-Estuvo a punto de ser tu sangre la que corriera. Tal vez no te hubiera disgustado tanto ¿eh? Las jóvenes son todas iguales. No rechaces el bocado porque yo te quité el otro. ¿Qué, te enojas? No me importa. Te ayudé y te voy a seguir ayudando. Esta hoja, se la darás al primer ciervo que encuentres, montarás en él y él te llevará. Puedes dormir cuando llegues a la cumbre y detengas la tormenta, ahora, ve, corre, el ciervo te espera.
Y Ana, a quien la vieja desagradaba bastante, corrió.
Ya había luz y era suerte, porque se estaba quedando sin yesca. El bosque era grande pero en la mañana, menos amenazador. Y en un claro, encontró al ciervo. El ciervo estaba en actitud de espera . Puso la hoja a sus pies.
El ciervo la leyó y con toda naturalidad le preguntó.
-¿Conoces al hipogrifo?
-No.
-Te llevaré hasta él. Cuando lo encontremos le darás la misma hoja, solo que con tres gotas de sangre de tu seno blanco que tendrás que lastimar, es la moneda en que se paga al hipogrifo. La sangre de una virgen, es la única moneda que acepta.
-Por eso tenía que ser casta.
-Por eso.
Ana montó sobre el ciervo, que la llevó hasta el fin del bosque subiendo la montaña. El ascenso era difícil, pero el ciervo era ágil, los manchones de verde iban cediendo a la piedra a medida que subía. Por fin, al límite de sus fuerzas, el ciervo se detuvo frente a una gruta. El viento era terrible y los oídos de Ana zumbaban. Sentía un mareo muy fuerte. La rodeaba la bruma.
.-Aquí te dejo-dijo el ciervo.
-¿Qué tengo que hacer?-gritó Ana.
Pero el ciervo bajaba de nuevo y no le respondió.
Tenía la hoja amarilla. La dejo ir. Giró y se perdió hacia arriba en un remolino. El frío le congelaba los huesos. Abrazada a la piedra, soportaba la fuerza del viento creyendo que se iba a volar.
Entonces se ennegreció la montaña, el viento se hizo más terrible y Ana ni siquiera pudo gritar cuando inmensas alas grises la sobrevolaron y el hipogrifo descendió a muy escasas rocas de distancia. Su cuerpo era de un caballo, pero tenía garras, como las águilas, sólo que de gran tamaño, su cabeza era la de un águila y su mirada era terrible. Ana descubrió sus pechos, pero no tenía con que herirse, temblando de frío, buscó con lo ojos casi cegados por el viento alguna piedra filosa, pero el Hipogrifo tendió su garra y con ella hirió levemente a la doncella. Fueron tres gotas exactas de sangre roja las que vertió y recogió la garra. Luego el animal pareció mirar más benignamente a la joven, inclinó el largo cuello cubierto de crines y de plumas, y Ana, con el pecho aún descubierto, montó en él, sujetó las crines, se abrazó al cuello del hipogrifo y se halló envuelta en viento, elevándose. Hacia abajo, una inmensa mancha verde que desaparecía, hacia arriba, la cumbre y la tormenta, que ya veía arreciar, negra y tétrica. Las alas grises batían el aire de la montaña y la joven cumplía su sueño en vuelo. Largo fue el ascenso y una vez el hipogrifo descendió en el pico exacto de una roca, allí, en equilibrio sobre sus garras, se mantuvo un largo e imponente momento: la montaña llegaba a su fin y gruesas gotas caían del aire, pronto llegarían a la tormenta. El sueño se volvía pesadilla cuánto mas cerca estaba de alcanzarlo. Parecía preguntarse el Hipogrifo si la joven resistiría, pero ella se estrechó mas fuerte a su cuello y lo alentó a seguir. Entonces extendió sus alas. Dominaba los vientos con ellas, y un graznido potente y desafiante, como un grito de guerra atronó las estelas negras de viento. Ana gritó, escondiendo las cabeza entre las plumas grises, entonces de un envión se vio impelida nuevamente a las alturas.
La tormenta arreciaba, agua y granizo, el cielo se veía negro, rayos y truenos daban un concierto ensordecedor, el hipogrifo seguía ascendiendo.
Nuevamente se detuvo. Esta vez, el animal inclinó el largo cuello y la depositó en la cumbre helada. Ya nada la protegía. El hipogrifo emprendió vuelo en círculos alrededor de la cumbre, instándola a actuar. Sólo una cosa tenía que hacer, levantar las manos y tocar la nube, el negro espeso que se cernía sobre ella cubriéndola de blanco mortal. Casi no podía respirar, el corazón estallaba en el pecho, cada segundo que pasaba la muerte la cercaba más y más. Pero con un supremo esfuerzo se puso de pie y entonces el viento voló su capa, su piel sufría el castigo de la tempestad, pero su mano tocó la nube...Y la tormenta desapareció. Se hizo jirones en el aire frío de la montaña y el cielo celeste iluminó a Ana y a su valiente hipogrifo. Que la llevó muy lejos, donde nadie fuera a hacerle pagar su hazaña con la hoguera y donde conoció el amor hasta que anciana, volvió a la montaña para descansar.



sábado, 3 de marzo de 2012

La alumna Pamela, el profesor eminente y los peligros de revisar la Historia



El Doctor Ferdinand Papirus se clavó los anteojos en la nariz para mirar mejor a su aplicada alumna de Historia, la señorita Pamela Johannesburgo. Pensó amargamente que le había contado la escabrosa historia de Barbazul sin lograr excitarla, verdad es que tampoco se había excitado con el amorío de Carlos II de Inglaterra y la opulenta Duquesa de Cleveland. Ni siquiera se había dado cuenta de que no había sido en la Edad Media. "Por cierto", se dijo amargado, "este punto del programa, el medioevo tardío de Ciudad Gótica, tampoco la va a excitar. Tal vez deba agarrarla de los pelos, romperle la camisa, mirarla los ojos y decirle...

"Miss Pamela, sólo el Marqués de Sade le daría a usted clase de historia, ya que contarle las cruzadas a usted es verdademente sádico".

Pero jamás lo haría. Tenía setenta años, era un doctor de Oxford y debía resignarse a...

—¿Profesor? —Miss Pamela lo miró fijo con dos grandes ojos interrogantes.

Se resignó completamente.

—En el Medioevo tardío, Ciudad Gótica era un caos. El robo y el pillaje eran moneda corrientes, bajo una tiranía despótica que hambreaba a la población. Los pobres comían lo que podían, que no era mucho, pero ellos sí lo eran... muchisimos. Las estudiantes rubias estaban famélicas y los profesores no se veían mucho mejor. El Rey Fernando I predicaba la austeridad a través de sus heraldos, que lograban pedir un gesto patriótico a la población antes de que se los comieran en las plazas. Este rey era austero: sólo hacía cuatro festines por semana, una vez al mes una orgía romana y cada tanto bebía perlas en vinagre; tenía, eso sí, dos hijos disipados, disolutos y por completo imbéciles, en cuyo criterio confiaba plenamente. Los señores feudales de Ciudad Gótica no lo destituían por imbécil sólo para que no asumieran sus dos hijos, más imbéciles que él. El rey Fernando, siguiendo el buen ejemplo de Calígula, que nombró senador a su caballo, nombró a un caballo de su establo ministro plenipotenciario. Decían que era un caballo brillante, le cepillaban el pelo cien veces por día, razón por la cual lo perdió muy pronto. Caballo decidió que el problema de Ciudad Gótica era la pobreza y resolvió eliminar a todos los pobres. Para esto tomó un paquete de medidas... —se interrumpió, indeciso y desconcertado, al ver a su alumna haciéndose sensuales masajes en el cuello. Se quitó los anteojos, se restregó los ojos y volvió a colocárselos. ¿Estaba soñando?
—Miss Pamela ¿le gusta esta historia?
—Oh, yes —suspiró ella, inequívoca—. El período de Ciudad Gótica a. B. (antes de Batman), me parece fascinante.
—¿Quiere cenar conmigo? —el anciano profesor la miró ardientemente con sus ojos miopes, agrandados por la lujuria. Era demasiado bueno para ser verdad.
—Tal vez si me sigue contando esa fascinante y excitante historia gótica, pero antes me pondré algo cómodo, si quieres, sírvete algo de beber.
Los gustos de las estudiantes de Historia inglesas son inexplicables.

Tardes y mañanas. Horas y horas… Luego de desparramar su pecho abundante sobre el exhausto pero feliz profesor Papirus, Pamela suspiraba y jadeaba un poco.
—Cuéntame algo más de esa fascinante Ciudad Gótica a. de B.
Y apenas el profesor balbuceaba algún nuevo detalle histórico del Caballo ministro y del Rey Fernando... Pamela comenzaba suavemente a jadear de nuevo.
Un día, el profesor Papirus, que era el hombre más feliz de Oxford, decidió investigar un poco más sobre ese período de Ciudad Gótica, sobre el que, a decir verdad, no sabía tanto. Y fue a la biblioteca.
No había mucha información. El rey Fernando, con la población hambreada, había nombrado ministro a su caballo. Hasta el advenimiento de Batman, eso era todo. Hasta que leyó, en una gruesa enciclopedia, una anotación en lápiz “Cavallo metió a todo el pueblo en un corralito bancario”
Eso excitó su viejo instinto de historiador. Algo olía raro. La historia no podía ser tan simple. Llamó a su viejo colega el profesor Girlon, de Cambridge. Le respondió levemente furioso.
—Mira —le dijo—. La historia de Ciudad Gótica necesita una buena patada revisionista y no hablo del revisionismo que revisa los saldos de las librerías de viajes de Notting Hill. No había ningún caballo, salvo los de la policía montada que reprimían a los manifestantes. En Ciudad Gótica fue un simple hombre ministro de economía, llamado Domingo Cavallo el que realizó una incautación en gran escala de los ahorros y el dinero del pueblo que llamaron corralito. También redujo salarios, pagó jubilaciones de miseria, hizo despidos masivos y hundió a Ciudad Gótica en la ruina.
—¿No era un caballo?
—No —se impacientó Girlon—. Mira, mejor lee… —y a continuación le dio una bibliografía completa que Papirus anotó en su libreta.
Dos días después, con la vista cansada, se presentó en el aula. El aula no era la vieja aula, a esas alturas del siglo XXV, nadie estudiaba historia, así que ahora el profesor tenía una cama plegable, un televisor de plasma, aire acondicionado, un espejo en el techo y Miss Pamela estaba sentada en un silloncito rojo. Lo único que quedaba de la vieja aula era el pizarrón y la costumbre de Pamela de traer un cuaderno para disimular.
Papirus olió excitación. Comenzó la clase con voz ronca.
—Como sabes, preciosa Pamela, hay una corriente historiográfica llamada revisionismo, bueno, la conoces. Suele decir que lo escrito es mentira y escribir una mentira mejor. Pues según el revisionismo, y esto te va encantar, sabemos más de Ciudad Gótica antes de Batman…
—Soy toda oídos —dijo Pamela con un leve jadeo. Se desabrochó un botón.
—El caballo, en primer término…
—Ah —dijo Pamela y se desabrochó dos botones.
—No era un caballo —dijo feliz Papirus— sino un hombre, un ministro de economía, llamado Domingo Cavallo, que hizo tan horrendos ajustes económicos en los salarios… Pamela ¿qué le pasa? —dijo Papirus desconcertado.
Pamela se estaba abrochando la blusa y colocándose los anteojos. Se levantó y tomó su cuaderno. Miro fríamente al profesor a los ojos.
—No era un caballo —dijo, helada como el hielo.
—No… pero sabes, eso lo dicen los revisionistas.
—No me importa —dijo ella—. No era un caballo. Adiós. Ya no hay hombres —dijo amargada y dejó el aula.
Papirus se dejó caer en su silla de profesor. No entendía nada. ¡Qué importaba Ciudad Gótica antes de Batman! ¿Debería haberle hablado de Batman? ¿Traer un álbum de fotos de equitación?
Definitivamente, ya no entendía a las mujeres.
Se sentía viejo. Anotó mentalmente cada insulto que le iba a decir al doctor Gilmor. Por los problemas académicos que le había causado su revisionismo, por supuesto.

jueves, 26 de enero de 2012

RUBIA DE ALMA

Como Huckleberry Finn decìa que su amigo el negro Jim era “blanco de alma”, yo creí, alentada por la humanidad desde muy chica, que a pesar de ser morena e inteligente, atributos de intelectual en los castings hollywoodenses, yo era rubia y tonta de alma. Es así. Sé que no soy rubia, pero merezco ser rubia. Sé que las rubias no son tontas, pero, ahora, partiendo de que soy rubia; nos merecemos ser tontas. Nos merecemos la piedad de una visión tonta de la vida. Pensaría menos pensamientos sin reconocimiento y mal pagos. Nos merecemos que nos crean, también las rubias, que de verdad estudiamos geopolítica y por eso publicamos nuestro análisis de la batalla de la Vuelta de Obligado, y que de verdad somos poetas líricas pero como no nos dan, no me dan ese reconocimiento, aquí estoy, ejerciendo a veces de humorista. Nunca me esforcé en aprender técnicas para ser humorista, aprendí a serlo atendiendo el teléfono. Para atender a Pérez-Reverte o al Doctor Troncoso Rodríguez hay que entender de absurdos. Uno me conocía, el otro no. Pero los dos me confirmaron lo que ya sabía: accidentalmente era morena e inteligente. pero idealmente, en mi esencia platónica, era rubia y era tonta.
Hablemos sólo de Troncoso Rodríguez.
Pasé todo el verano del 2005 despertando cada mañana de mis pocas horas de sueño atendiendo adormilada el teléfono, escuchando temerosa una voz estridente que gritaba ¿DOÑA PAUUULA RUUUUGERI? Habla el doctor Troncoso desde Londres.
Londres. El Doctor Troncoso presidía la SOCIEDAD PLANETARIA DE AMIGOS DEL ESCRITOR CLÁSICO y se comunicó conmigo por el trabajo que yo había realizado, en la Biblioteca Nacional, con la colección perdida del reconocido y fallecido autor Jorge Luis Lugones. No quiero más problemas, así que casi todos los nombres de la narración son ficticios y lo que relato también. En principio, se realizó en Londres en el 2004 una subasta de libros y objetos de Jorge Luis, de los cuales, se decía, unos pertenecían a la Biblioteca Nacional. Mi primer llamado del doctor Troncoso lo recibí para pedirme que fuera perito en el proceso judicial iniciado al librero que vendía uno de los libros.
Me confundió mucho. En la Biblioteca Nacional no habían querido ingresar los libros anotados por Jorge Luis porque la investigación la había hecho yo y yo era rubia y tonta. ¿Este hombre pensaba sin verme que era morena e inteligente?
Bueno, era genial. Viajaba a Londres, en el viaje un brebaje de la azafata me volvía inteligente, periciaba el libro rodeada de expertos y con lupa (me imaginaba las miradas lujuriosas de los expertos cuando me inclinaba sobre el libro, otro fruto de mi mente rubia y tonta) y justo, justo esa semana, ¡tocaba Paul en Londres! Pero me tuve que negar. Yo no conocía el ejemplar en cuestión y hubiera sido irresponsable mi actuación en el caso. Punto…pero no final. El doctor Troncoso se aficionó a llamarme.
—La Sociedad compró una casa, antigua, al lado del monasterio donde vivieron Chopin y George Sand…
—Una casa donde vivió Antonio Machado…
—Y donde se alojó Jorge Luis de joven…
—En un lugar llamado Valdemosa…
Cada mañana de ese verano me habló de la casa. Ya me había hablado de la subasta durante la primavera y me había enviado el catálogo de Bloomsbury por correo. Ahora me mandó un ramo de rosas amarillas con una cinta roja. Troncoso era español.
—Y queremos hacer una biblioteca, mucha gente importante está poniendo dinero…
Ya estábamos casi a fin de enero.
—Y yo quisiera que usted venga a vivir a Valdemosa con sus hijos y forme la biblioteca. ¿Me escucha bien Doña Pauuula?
Si. Lo había escuchado, yo estaba sin trabajo, por rubia y tonta… De golpe todo me parecía increíble y cruel. ¿Y mis afectos? ¿Y mi pareja?
Me mandó fotos de la casa y de Valdemosa a mi e-mail.
Y ya no mandaba rosas. Raudo, me mandó una tarjeta de crédito a mi nombre.
Empecé a despertarme. Busqué información sobre Valdemosa.
¿Qué tiene que ver el estudio de Jorge Luis Lugones con supongamos, el tráfico de personas? No lo sé, ni lo quise averiguar. Mientras, decidí que todo eso estaba algo podrido y mandé a Troncoso a conseguirse cocaína de mejor calidad.
Hace poco, en mayo pasado, me fracturé una pierna. Le dije a mi marido que pusiera en venta el catálogo de Bloomsbury dedicado por Troncoso en Mercado Libre y un libro repetido de Reverte con una dedicatoria apurada, “a la novia de Artagnan”. No mezclo a los dos personajes. Uno es un canalla (Troncoso) y otro un escritor que admiré en demasía y del que me distancié. Sigo guardando sus libros dedicados a Paula. Pero pensé que la venta, ya que no podía trabajar por el accidente sufrido, me podía servir.
Puse en venta las dos cosas. Con el catálogo me compré una bata lila (le especifiquè claramente a mi marido que la quería lila, que combina mejor con mi alma rubia) y el dvd original de Legalmente Rubia. Con el libro de Reverte mi marido me compró una buclera (¿qué hace una rubia sin bucles?) y el dvd original de Legalmente Rubia 2.
Mientras, la Biblioteca Nacional expuso la colección Borges iniciada por mí. Pero además de rubia y tonta, tenía la pierna en una bota Walker y sólo me movía por la casa, con muletas, con una bata lila y bucles imaginariamente rubios…

jueves, 5 de enero de 2012

MI PEQUEÑA ALDEA GALA

Camino desde la gran avenida, que en realidad es una avenida de barrio, con comercios atendidos por sus dueños, muchas veces amables, otras quejosos, humanos que no necesitan que los humanicen. Prefiero que se quejen del calor, de los impuestos, del gato de la vecina o que me elogien el azul de la remera, el color de ojos, la cartera vieja, a que me digan como el vendedor trajeado dela inmensa empresa de medicina que visité ayer: Un hijo te cuesta ..y con la calculadora me dice...y luego otro hijo te cuesta...y vos decís que con estas personas quién quiere androides. Como decía, comercios de barrio, y yo caminé esta mañana las cinco cuadras que me separan del gran shoping pueblerino con el ambicioso objeto de hacerme con una cortina para la ducha. Todo son gracias y felíz año y camino contestando saludos. Tomo la calle soleada que me devolverá a mi casa. Veo la rotisería de siempre y aunque es difícil que me anime a comprarles con el olor a aceite quemado que se siente a lo lejos, igual me gusta mirarla. Es la casa de comidas fantasma. Comida hay, sino no habría olor a aceite. Pero en las mesas de fórmica, con manteles de papel y sillas de caño laqueado gastadas, nunca , nunca en cinco años vi a nadie comiendo. Pero ellos siempre, siempre cocinan,y pienso en esos comensales que tal vez espían desde la esquina, esperando que yo me aleje, para entrar. En la otra esquina en diagonal, veo que la zapateria del Mago del Calzado está cerrada. Durante un tiempo, el Mago del Calzado, un señor paraguayo muy culto, y yo, hicimos un canje benficioso para los dos: él me arreglaba zapatos, yo le pagaba con libros. Entre otros le pagué los tacos de unas botas con El crimen de la guerra de Juan Bautista Alberdi, el manifiesto del prócer argentino contra la criminal guerra del Paraguay en que intervino como invasor la Argentina además de Brasil. Una guerra de la que aún la tradición oral de las madres paraguayas cuenta historias terribles. Pero a mí se me terminaron los zapatos por arreglar y los libros que a Elvio podían interesarle y hace tiempo que no lo veo.

En esa esquina hay una avenida rápida y peligrosa, que autos y colectivos cruzan a gran velocidad y el humor del semáforo es cambiante.
Entonces me encuentro con mi primera ancianita

Es tan baja que casi no sobrepasa mi cintura. Es flaquita, parece muy anciana y muy viva. Me dice que se anima a cruzar cuando lo haga yo y me limito a darle el brazo. Mientras cruzamos me cuenta que fue a buscar chocolate, pero por el calor no había, que se quedó sin chocolate y que es hija de vascos-Por eso soy terca-concluye y concluye el peligroso paso por la temida avenida inquietante para mi, para ella un monstruo como un río con cocodrilos. "Muchas gracias..."y me alejo porque camino más rápido.

Entonces veo a la persona más deliciosa del barrio.

Tiene casi noventa años, alta y flaca. La primera vez que la vi tenía una bata acolchada verde. Era otoño y la calle estaba cubierta de hojas de árbol marrones. Señora, me llamó desde detrás de una reja. Estaba descalza y trepada a la ultima rendija de la reja, tenia el cabello largo y blanco suelto y lo sacudía el viento.-Señora-me gritó con voz en la que temblaba la indignación. "¿cuando va venir el intendente a sacar las hojas?" No me acuerdo que le dije. Gracias, recuerdo, me dijo compungida. "Las hojas ensucian todo".


Hoy estaba con un largo camisón blanco bordado tal vez hace décadas, con los pies descalzos doblados sobre la reja, las manos abrazando los barrotes y el pelo largo y blanco de siempre.
Señorita, gritó alborozada- qué lindo sombrerito.
Gracias, le dije. Llevo un sombrero de rafia porque el sol de Buenos Aires se ensaña con quienes pisan sus baldosas. "Es hermoss...", la oigo gritar a lo lejos...
Dos cuadras. Paso sin sobresaltos por el instituto de música,donde oigo tronar una bateria, por un taller mecánico, por una vidriería donde un hombre me pregunta ociosamente si tengo calor y por fin llegó a mi lugar favorito.
La esquina de casa.


En la pizzería Chaplin, Beto, que dejó la amargura con que lo retraté hace tiempo por un buen ánimo creciente desde que vende helado con la pizza, me sirve un vaso de agua fría. La cocinera está sentada en la calle tomando mate.
Y ahora entro en mi casa.Abro la bolsa de la cortina de baño. Es chica. No me sirve ¿pero me tiene que importar?
Fue otra mañana apacible en mi pueblecito galo particular.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Caso curioso, sí.

Curioso, mi querido Watson, pero no lo suficiente, hubiera dicho Sherlock y me hubiera despedido con una sonata de violín. Curioso, diría asímismo Hércules Poirot, pero evidente Hastings, y tal vez me habría despedido galantemente, con una rosa de su jardín. En cambio, el padre Brown hubiera dicho "equívoco" y Henry Merrivale hubiera hablado de la maldita malignidad de las cosas. Y con un gruñido, me hubiera también despedido. Así que agoté mi reserva de autores clásicos y detectives favoritos y voy al asunto.
Gertrudis era de ésas. De ésas que uno llama Gertrudis porque es mejor no convocarlas acá. En ese lugar, edificio, desde ese patio y ese aula que frecuentamos de chicos de lunes a viernes, intentó imponerme su amistad. No sé cómo decirlo, Gertrudis creía que burlándose de mis lecturas podíamos tener una amistad. Y de mi ropa, y comentando mi pelo y hablando de todas esas cosas de las que hablan las Gertrudis. Debo decir que logró bastante. A fuerza de imposición y de abuso de la cortesía, tan peligrosa a veces, que me enseñaron en mi familia, pasaba largas horas en casa. Horas en las que obtenía datos. Y se los proporcionaba a la otra Gertrudis, su madre.
Así supo que éramos, mis hermanos y yo, nietos de italianos. Y ahi viene lo curioso.
Se terminaba la escuela secundaria y aún seguía viendo a Gertrudis. Un día se despidió de mi. Toda elegante, con insólitos zapatos de taco, me dijo que venía a despedirse porque viajaba ¡a Italia! A estudiar, allá, física nuclear con una beca. Y claro ¡adónde sino a la ciudad de mi abuelo! Así que Gertrudis, vestida de modelo y sin una maleta, se tomaba frente a mis ojos un taxi a Ezeiza para ir a Milano.
Volvió a los tres meses. Dijo que ella, porque era mi amiga, habia pedido el legajo de mi familia en Milano. Y que había tratado de conseguir la partida de nacimiento de mi abuelo, pero, ah, valía cien dólares. Entonces intervino la madre. Pueden tener propiedades aún en Milán. Averiguarlo cuesta cien dólares más.
Mis padres les dijeron que no sin decirme a mí por qué. Todo lo que preguntaba yo a Gertrudis me respondía con evasivas. ¿El idioma italiano? Muy difícil, ella se manejaba en inglés. Presumia que algo de italiano entendíamos. En fin, Gertrudis hija y madre nos querían estafar. Cuando nos mudamos no les dimos la dirección. Ni ciao, ni ci vediamo. Addio, como a los muertos.
Pero pasan los años. Y la memoria no se pierde pero se archiva. Y existen las redes sociales Y Gertudis me contactó.
Casi no teníamos de qué hablar. Todo lo que decia era despreciativo y, en particular, hacia las ex compañeras que habían hecho una carrera interesante, a las que viven en Europa, a las que eran periodistas... y a mí. Tal vez por salvar la charla, le pregunté como habia sido su juvenil experiencia italiana...
Un silencio. Larguísimo silencio. Estaría tratando de recordar qué corno tenía ella que ver con Italia. Durante su silencio, yo recordé. Todo.
Sé que los viejos compañeros se reunieron y los que hablaron con Gertrudis me borraron de su lista.
No me importa. Poirot me lo dijo bien. Madame, cuidado con esa demoseille. Gertrudis y Paulette son nombres que no se llevan bien.
Por supuesto, tenemos los documentos familiares, enviados por el municipio de Milano, desde hace veinte años, y no nos costaron más que la estampilla de la carta escrita en italiano por uno de mis hermanos.
Curioso. Me encantaría escribir una novela con Gertrudis como protagonista. Pero no sé por qué, creo que me faltarían hechos con que hacer un argumento.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

EL CUENTO DEL RAYO

Hoy tengo un deseo.
Deseo contarles una historia.
Es más vieja que la manzana dorada y más antigua que los dedos de dios. Más vieja que el atardecer y más fuerte que la tormenta. Cuando la conozcan, les pasará lo que a mí: se olvidarán de quién la ha contado y la recordarán sólo al ver, tal vez, una estrella, o al sentir el beso suave de otros labios.
O tal vez se la olviden para siempre.
Ésta es la historia.
Hubo una era en que el hombre y la mujer eran uno, en el mundo cálido y líquido de la unión perfecta. El mundo era pequeño y dormía en un amanecer eterno, mecido por líquenes y alumbrado por rayos de luna.
Y entonces sucedió la desgracia. Vino como la tormenta, la catástrofe.
Cayó el rayo y nos separó.
El rayo alumbró la muerte y el conflicto, el grito y la discordia entre los dos seres fragmentados. El mundo creció, maduró, envejeció. Hubo hambre en el antiguo vergel, en el manantial puro hubo sed.
Desde entonces nos estamos buscando y nos amamos y nos peleamos porque deseamos, sin saberlo, volver a sentirnos completos en el mundo del origen.
Esta Noche espero que se vean las estrellas.
Estos son mis Sueños y Deseos, los poemas que se escribieron en noches estrelladas en este mundo viejo.

I
En un sueño de mi dulce dueño
Soñaba yo que su dueña era

Dulces son cadenas si me atan a su pecho
Y dulces mis piernas, esclavas de su espalda
Dulce es el infierno a sus brazos atada

Es un sueño el que mi dulce dueño
Quiso al fin que su dueña fuera

II
La Flecha ardiente derramada
El Beso más dulce
Que nunca diera Espada

III
Tengo sed
Sed de amante lluvia que derrita la máscara
Que me despoje de escudo y me desarme de lanza
Y quede desnuda la rosa encarnada
Que se esconde en noche junto a alta ventana
Ser envuelta en ámbar

Mi deseo es siempre el mismo, aunque pueda contar a veces cosas tristes (el caer del rayo), la felicidad está en no dejar pasar las nubes sin verlas ni aún llorando. Así, mis deseos, copas amigas, ámbar en mis labios, noches de amor y la mano de mi compañero junto a mí cada noche.
Perfumes y secretos. Y deseos.

lunes, 5 de diciembre de 2011

¿DONDE ESTÁN?

La pregunta es para Reverte, desde hace años y luego de que me dijera amablemente que me dejara de escribir mariconadas con referencias literarias y más gentilmente, si cabe, "escribe lo que te salga del chichi". Je ne comprende pas. En mi castellano argentino, eso no se entiende. Ahórrenme las traducciones, aunque algunas cosas muy bonitas me escribió el simpático Montero Glez también. Pero me fui del asunto. ¿Dónde están las casi cien cartas que le escribí a Pérez Reverte y que nunca devolvió? Ésas donde le escribía a veces también mi hija, donde le hablaba del pintor Gerardo, que falleció hace unos años y que si es inteligente, el señor Reverte conserva una magnífica obra de él. La historia de Gerardo Néstor Estevez es triste: fue mi pareja de los veinte años y con él aprendí a posar. Falleció joven, pero una persona allegada a él se apropió de su obra. En poder del hijo que tuve con él sólo hay tres dibujos. Así que espero que Reverte conserve esa rara obra; por lo demás, yo sí conservo el hermoso dibujo que Roberto Fontanarrosa le obsequió y que él no valoró suficientemente para llevárselo, así que quedó en mis manos. Dedicado a Arturo en tinta china, sé que el Negro genial estaría contento de saber que lo tengo yo.
¿Dónde están las cartas que el caballero español no devuelve? No sé. Pero tengo una.
La publiqué varias veces. La publiqué incluso en una revista de letras reconocida. Fue una carta que explotó en mis manos en una cocina repleta de platos por lavar, entre gritos de mis hijos pequeños, luego de hablar cinco minutos con este ubicado señor que me contaba sus éxitos y sus giras. Por alguna razón inexplicable, necesitaba exhibirlos frente a una joven madre sola que vivía en un monoblock de Lugano. Bastante movilizada, esa noche le escribí una carta que al día siguiente fotocopié antes de enviar. Y que luego corregí hasta convertirla en un cuento un poco teatral de lo que verdaderamente es un escritor. Un escritor: alguien que desea genuinamente escribir y lo hace en cualquier circunstancia. Un escritor: uno que no piensa que el mérito es vender libros sino escribirlos. Así que no sé dónde están las cartas que de joven envié a Reverte, las que hablaban de Ulises y del troyano Héctor, entre otras cosas, pero sé dónde hay una y la publico acá. Es mi autoretrato, en parte, también era una forma de responder a la invasión en mi hogar de esa exhibición de poder masculino coherente con la década infame de los noventa: dinero, foto en el diario, entrevistas en la tele, reloj costoso... pero el lujo para Reverte era hablar de gente como Melville. Ése es un autor que sí hubiera deseado conocer. Es probable que no tuviera reloj.

LA CARTA:

¿DÓNDE ESTÁS, BOB FOSSE?

Ah, cuando yo era joven. Vivía en Siberia, era feliz, no tenía sífilis, no había conocido a Bob.
Fue aquí, en África. Podía elegir a cualquiera, pero tuvo que ser él.
Me abandonó. Y aquí, en el corazón de África, planeo mi siniestra venganza, con el latir de los tambores del siniestro brujo de la tribu, quien gusta de la buena música cuando se prepara esos estofados de antropólogo australiano como sólo él lo sabe hacer.
—Diablos —se dijo la escritora y arregló la cinta de la máquina de escribir—. Cómo conmover a la platea, ésa era la cosa. —Qué difícil. Qué dura es la vida del artista. Y cómo están los mosquitos. Me gasto el sueldo en espirales y repelentes que no sirven para nada. Y el calor no se aguanta más: la remera se me pega al cuerpo pero si me la saco me van a ver los vecinos porque mi cuñado no viene a ponerme la cortina.
Es una noche calenturienta en África Ecuatorial y pican los mosquitos. Aquí en África la vida es dura, pero además es corta. Maldición, cada aforismo que digo me recuerda a Bob. No siempre la vida fue tan dura, después de todo. En realidad. En fin, que en África no hay dinero para mosquiteros, el sueldo se te va solamente en la quinina, y apenas hay que conformarse con cortinas de bambú. Pero soy una mujer curtida y un mosquito de más o de menos no es nada para mí. Si sólo tuviera a mi Bob.

Suena el teléfono. La escritora arroja al suelo un sombrero inexistente y lo patea. Es su cuñado, para decirle que no puede poner la cortina hoy y que mañana Camila baila jazz en la escuela y si no sabe cómo se vestían las bailarinas de jazz. Cómo habrán notado, el lema de la literatura de este prodigio de escritora es que nada se pierde y todo se transforma.

Decía que era una noche calenturienta y pican los mosquitos. ¿Ya les hable de Bumba Catunga? Lloro solitaria pero no estoy sola. Conmigo está Bumba Catunga, el fiel sirviente negro, que ronca panza arriba. Si en un rato no lo despiertan los mosquitos, lo sacudiré para que tome su quinina. Hace tanto calor que lloro y no se nota porque las lágrimas se evaporan haciendo señales de humo que dicen “¿dónde estás, Bob Fosse?”, “Te cavaste la fosa, Bob Fosse”, “te arrancaré los ojos Bob", etc...
Bob etc... salió a comprar cigarrillos hace veinte años y aún no ha regresado. Ahora debe estar mucho más viejo, prefiero al negro, pero se duerme. Es lógico, de día lo hago trabajar. Pero no es como mi Bob Fosse. Él cocinaba, lavaba, planchaba. ¿Dónde estás, Bob Fosse?
Las hienas ríen como mi destino. ¿Estarán digiriendo a mi Bob, etc...? Era tan pesado que podrían digerirlo veinte años. Era indigesto.

Bah, esto es una porquería, se dijo la escritora. El problema es que el negro está dormido, por eso es aburrido. Si estuviera despierto sería más emocionante. Lo voy a despertar.

Tomé el látigo y le acaricié con él la espalda.
—Despierta, Bumba Catunga —que quiere decir “hombre con rulos”—. Necesito pasión ardiente. Si no me sirves, arrancaré el tótem del poblado otra vez y después te tocará lavarlo.
—No, por favor —en su voz temblaba la súplica—. Médico brujo hará mucho mal. Dice que ser arpía chiflada.
—Si, soy arpía y me gusta serlo y me gustó mucho ese totem la semana pasada, me gusta más que vos, pero no quiero problemas con la tribu y si no me satisfaces, te azotaré.
—Entonces azótame, me duele menos.
—Ah, mond dieu. Maldito seas, Bumba Catunga. No quiero lastimarte. Sólo bésame.
—Ama, es que si sólo te lavaras los dientes a la mañana...
—Imbécil, una aventurera como yo no se lava los dientes jamás. Bésame.
—Con la boca cerrada sí, ama.
—Maldita sea, quién dijo en la boca. ¿También querés que te haga un mapa?
—Dice médico brujo que francesa ser malvada.
—Ahí si me lavo, te lo juro.
—Eso dijo la semana pasada y no era verdad
—Me puse perfume.
—No insistas, amita, me duele la cabeza.
—Maldición, Bumba Catunga, empiezo a creer que eres un impotente, como dicen en el poblado. Dime que no es verdad.
—Es verdad. ¿Me venderás nuevamente?
—No, Bumba Catunga. Tu conversación me agrada y encuentro que ese totem me gusta mucho.
—¡No, ama! ¡El totem sagrado no! Médico brujo enojar. Quemar esta casa. Yo me voy.
Sale corriendo.
Me quedo sola. Las hienas ríen.
—¡Oh, Bob Fosse! —Mis ojos se llenan de lágrimas—. ¿Dónde estás, Bob Fosse?

—¡Bien! —se dijo la escritora satisfecha y en eso el viento le rompió dos ventanas y le arrojó las macetas al piso, sin que ella se percate en su ensueño de gloria—. El éxito... —suspiró—. Función a sala llena... —volvió a suspirar—. Con Cecilia Roth como la aventurera intrépida, y Ricardo Darín como Bumba Catunga. ¿O Denzel Washington estaría mejor?
Y llena de confianza en el futuro, distraídamente aplastó un mosquito
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viernes, 25 de noviembre de 2011

Mis 19 años

Diecinueve años. Buena edad para empezar a trabajar. Sólo que yo estaba embarazada de cinco meses. Por motivos inextricables, tal vez debido a mi estructura ósea más bien grande, la panza de embarazada no se veía. Ventajas y desventajas, nadie me daba el asiento en ningún lado, pero podía conseguir un trabajo. Y lo hice. Tuve mi primer entrevista en el Consejo del Menor, que estaba en Humberto Primo y San Juan, con la discreta panza de cinco meses. La jefa me explicó en pocas palabras. "Esto es una beca. Trabajás siete horas, no tenés vacaciones ni días por enfermedad. No tenés ningún derecho". "Tengo todos mis derechos", le contesté, con la impavidez de mis 19 años, "pero no los reconocen".
Curiosamente, la respuesta le gustó. Y quedé contratada.
Tengo recuerdos terribles y otros divertidos. Me acuerdo que me escondía en mi box cuando alguna mujer declaraba "me atendió un chica embarazada" y la asistente social, digna representante de la clase media alta que no era como esas mujeres que tenían seis o siete hijos, respondía "Se equivocó de piso. Acá no hay ninguna embarazada".
Mientras, el ascensor no andaba nunca y yo subía y bajaba escaleras con legajos.
Mientras mi trabajo fue hacer legajos, mis primeros horrores a lo Conrad fueron leyendo la letra apurada de las asistentes sociales. Recuerdo una historia: "la mujer dice que vivían con el marido y seis menores del trabajo de cartonero de él, pero el caballo se empacó en las vias del tren, el hombre trataba de hacerlo caminar cuando el tren los arrolló y mató al marido y al caballo que era su única propiedad. Se solicita subsidio".
Intenté imitar la redacción de una asistente social sin éxito. Escriben muy mal, apuradas, trabajando, y sus informes, cuanto peor escritos, eran más terribles que la mejor prosa de Dickens. Era la burocracia, que escondía la sangre en un nombre con número debajo en una carpeta de cartón, y cuando la carpeta de cartón se extraviaba, una familia quedaba sin hotel, sin comida, sin medicamentos. Me convertí en una máquina de buscar legajos (19 años) y hasta me llamaban de otros departamentos para que los buscara, mi fama de encontrar los legajos se extendió por los siete pisos, pero era sencillamente que los encontraba... buscándolos. Aprendí una regla muy sencilla de la investigación de documentos que después apliqué en mi trabajo en archivos de todo tipo: "si la carpeta de Rodriguez Juan se perdió, no la busqués en la R. Buscala en la S". Porque si se perdió, es porque no está en dónde debe estar, sino en otro lado. Por supuesto, también yo perdí legajos. Y me escondía muerta de vergüenza, cuando una mujer, cuyo nombre todavía recuerdo, venía a preguntar por su trámite estraviado por mí. 19 años y siete meses de embarazo.
Se habían dado cuenta. La primer medida fue no dejarme subir escaleras. La segunda... qué hacer con los derechos.... El delegado gremial dijo generosamente que trabajara hasta el día del parto y volviera diez días después; ahora pienso que tendría a alguien para darle mi beca y pensó que yo no volvería. Trabajé hasta el día del parto, pero a los diez días todavía no podía caminar. Durante veinte dias me fingieron la firma en la planilla, entonces una de las jefas vino a mi casa y me dijo que si no volvía no me podían conservar el puesto. Y volví. Consejo del Menor y la Familia. Donde trabajamos parturientas menores de edad (entonces eras mayor a los 21) y enfermos.
Empecé a hacer una inquieta revuelta interior al ritmo de los llantos y las gracias de mi hija. Cuando escuchaba llorar un bebé en el pasillo de la oficina perdía leche de mis pechos. Cuando veía a esas madres con mamaderas llenas de... té, se me partia el corazón. Empecé a robar la leche maternizada del departamento de Salud. Era un departamento poco saludable que estaba en el quinto piso, donde tenían algunas cajas de leche para bebés, encanutadas como el tesoro del Tío Rico. Recuerdo cómo, con una mujer que limpiaba, empezamos a repartirla al estilo Robin Hood en versión poco épica.
Tengo muchos recuerdos. Algunos se los voy a ahorrar. La mayoria, en realidad. La leche maternizada la venía a buscar una nena flaquita de ojos grandes que me recordaban Africa. Vivía en una pensión que su madre no pagaba, con dos mellizos recién nacidos y otros dos hermanos. Se negaban a atenderla siendo durísimos con ella. "Que venga tu madre". Y, a escondidas, yo le daba las bolsas de leche maternizada. No sólo era para los recién nacidos, la madre también comía eso.
Un dia la mujer vino. Tenía la estatura de una niña y ojos agrandados por el asombro de la tragedia cotidiana. Él, el padre de los niños, estaría en el mismo lugar donde estaría el padre de mi hija. Tal vez por eso, la idea de ser dura con ella me parecía cruel y estúpida.
Fueron crueles y estúpidas. Esas mujeres, que habían estudiado una carrera, que tenían un salario y una casa y a veces un marido, eran muchas veces crueles y estúpidas. Y yo cruel con ellas. Las odiaba. Ahora soy un poco mayor y entiendo un poco la teoría del espejo. Para ellas, eso era un trabajo. A veces, es cierto, lloraban a escondidas. Nadie es tan cruel. Pero esas mujeres desamparadas no eran un espejo para ellas. No se veían en ellas.
Yo sí.
Yo hacia poco tiempo habia parido una hija en la Maternidad Sardá después de haber hecho parte del trabajo de parto en un colectivo acompañada por mi madre.
Por eso tal vez, al año de trabajar y a los seis meses de nacida mi hija, harta de llorar tragedias por decenas todas las noches, cansada de perder leche escuchando llantos infantiles, harta de la crueldad estúpida y del mal banal, me busqué una buena asamblea sindical,le canté las cuarenta y una al delegado, que me indicó amablemente que me iban a reventar a cadenazos y me gané un maravilloso despido al día siguiente.
Empezaba otra historia. Pero ésa no se me olvidó. Y Matasiete, vos, viejo animal del gremio, te estoy buscando. Acordate. Tengo una cadena de imborrables recuerdos.

martes, 8 de noviembre de 2011

SUEÑO EN EL PALACIO

Sueño el perfume de La Alhambra
En el arco de tu pecho
Tu boca es una puerta,
Tu aliento, un jardín perfumado
Bailan violetas en un lecho borracho
Estrellas mareadas, mirá, es la luna loca
Que tambalea en un cielo hecho de topacios
Tu pecho, el arco de La Alhambra
Y todas sus puertas son bocas tibias
Rosadas, dulces. Me besan como esclavas
Cada flor de cristal me muerde los labios
Polvo de violetas baña tu espalda
Que abrazan mis piernas en medio del agua

Tan dulce es el beso de la espada
Que nadie creyera que al fin matara
Me besa furiosa y me deja exhausta

Y si no tuvieras furia y yo no desmayara
Pálida sobre el lecho, de mí misma raptada
Si en un sueño, vos mi dueño
Me vieras rosada y exánime
Y un dulce de mieles de vos se adueñara
Fuera de mí mi espíritu
Vagando difuso
En la danzas más locas
En tu sueño confuso
Por jardines te llevara
A yacer entre flores y hiedra
No era sueño:
Te llevaba embriagada del beso divino
Besándote en el arco tenso de tu pecho
Cruzamos puertas de plata
Nos abrazamos en lechos de hiedra
Con jazmines y ámbar
Con la piel blanca de la luna
Reflejada en un lago de nácar

El perfume de tu beso me llevó embriagada
A las puertas de la Alhambra

viernes, 7 de octubre de 2011

La tormenta pasa

La tormenta pasa. A veces crees que no pasará nunca. A veces, un solo segundo, pensarás que te matara. Puede ser cuando balearon tu calle y acostaste a tus hijos en el piso y vos encima de ellos, porque estás en el primer piso, las recortadas disparan plomo hacia arriba y esos ventanales que tanto amaste ahora son el enemigo...¿importa cuándo? ¿hay que vivir en un lugar muy raro o exótico para que ocurra? No...la tormenta pasa por todos los sitios.Por los que ocupan un rincón en el diario, tan chico que parece una noticia sobre un zoológico lejano, hasta los que ocupan toda la pantalla de los canales de tu país, y ni hace falta, ni podés verlas, porque para eso hay que cruzar...el salón con ventanal dónde está el televisor y llueven las balas. Y pasó.Esa tormenta que creía que me mataría. Y que mató a otros. Por eso una vez escribí que la ficción está, tiene que estar, para recordar entre los vivos la memoria de los que se fueron.
Pasan las tormentas. Nací en primavera, en 1970, bajo el signo del Escorpión. Es el signo de todos. Todos tenemos nuestro veneno, en la dulzura, o el otro, el letal. Hay quienes matan con un beso, decía Wilde. Y por él pasó la tormenta, la tormenta de un beso.
Pasa la tormenta. Ahora tenés 23 años y tus hijos son niños, muy niños. La amiga dejó de serlo y te echó del departamento que ya no podías pagar, con la ayuda de diez hombres y en diez minutos. Tu trabajo de promotora y modelo se esfuma, la amiga que dejó de serlo se quedó con tu ropa y tu agenda y tus manuscritos. Estás bajo la lluvia de mayo, en la vereda de Julián Alvárez al 900, y mientras tus pertenencias se mojan, tu cabeza no piensa en la tormenta, sino en dónde pasar la noche. Y viene una señora con un termo de café con leche y otra con medias para tus chicos y otra que te dice Cuando Dios te cierra un puerta, te abre una ventana, y por un segundo tu cabeza escapa a la tormenta y se ríe de esos mlitantes teóricos y fervorosos amigos tuyos que prefieren discutir a Lenin durante horas y piensan que la simple caridad o la más digna solidaridad son "métodos del sistema para mantenerse". Tal vez la señora del termo fuera leninista. No lo sé. No es imposible. Tal vez fuera católica, es más, del Opus Dei. Para mi, siempre será la señora del termo y quisiera para ella la corona del Reina de Inglaterra, el tejado del Taj Mahal y un arco iris sin lluvia cada atardecer.
Esa tormenta también pasó. La amiga que ya no era amiga se borró de mi mente.No la reconocería. Tengo más presente a la señora del termo.Si no fuera así, la tormenta hubiera quedado en el pecho para siempre...
Ahora es de noche y estoy durmiendo. Viajo hacia atrás, todavía más. El piso es enorme, en Recoleta. Era mi barrio de infancia y entonces no valía nada. Habia una juguetería a la que ya no podía ir porque la policía habia montado una ratonera y habían matado al hijo adolescente del juguetero. Era el año 1976. La tormenta estaba pasando y yo tenia cinco años. Tenia un camisón celeste y me despertaron rasguidos y ruidos extraños. Me levanté. Caminé por el enorme pasillo. Un piso en Recoleta, dirán. No sé qué hora de la noche era. Vi a mi madre con una amiga suya rompiendo cosas. Discos. Hacían un ruido seco, metálico, casi un disparo y ya habia oído disparos. Libros. Tardaban más en romper los libros. Los fragmentos iban a bolsas y las bolsas al incinerador del edificio. Cuando me vieron me enviaron a dormir.
Libros. Pasaron dos años y no vivía en un piso en Recoleta. Eramos cuidadores de un techo sin herederos en Villa Urquiza. Un techo para un matrimonio sin ingresos con cuatro hijos. Si pasó la tormenta por ahí no me di cuenta. Leía Los tres mosqueteros en esa casa soleada y me reía de como Artagnan lleva a sus tres amigos y a los cuatro lacayos a tomar chocolate a lo de un cura gascón que lo invitó a merendar...los mosqueteros, mis amigos, no tenían comida ¡y eran los héroes! Y mientras pasaba páginas, absorta, mi madre me sacudía los hombros y me daba una taza de harina mezclada con agua. Mi almuerzo.
Hoy hay tormenta en Buenos Aires.Llueve mucho.Todo está húmedo, pero ya casi no siento la fractura de mi pierna. La tormenta pasa siempre.Creo que puedo decir que se puede vivir confiando en que pase, como dice Edmundo Dantés al final del Conde de Montecristo, "ESPERAR Y CONFIAR". Aunque creas , por un segundo, que te puede matar.Lo único errado es creer, estés donde estés, que por tu casa, tu pueblo, tu país, no va a pasar la tormenta.