jueves, 5 de enero de 2012

MI PEQUEÑA ALDEA GALA

Camino desde la gran avenida, que en realidad es una avenida de barrio, con comercios atendidos por sus dueños, muchas veces amables, otras quejosos, humanos que no necesitan que los humanicen. Prefiero que se quejen del calor, de los impuestos, del gato de la vecina o que me elogien el azul de la remera, el color de ojos, la cartera vieja, a que me digan como el vendedor trajeado dela inmensa empresa de medicina que visité ayer: Un hijo te cuesta ..y con la calculadora me dice...y luego otro hijo te cuesta...y vos decís que con estas personas quién quiere androides. Como decía, comercios de barrio, y yo caminé esta mañana las cinco cuadras que me separan del gran shoping pueblerino con el ambicioso objeto de hacerme con una cortina para la ducha. Todo son gracias y felíz año y camino contestando saludos. Tomo la calle soleada que me devolverá a mi casa. Veo la rotisería de siempre y aunque es difícil que me anime a comprarles con el olor a aceite quemado que se siente a lo lejos, igual me gusta mirarla. Es la casa de comidas fantasma. Comida hay, sino no habría olor a aceite. Pero en las mesas de fórmica, con manteles de papel y sillas de caño laqueado gastadas, nunca , nunca en cinco años vi a nadie comiendo. Pero ellos siempre, siempre cocinan,y pienso en esos comensales que tal vez espían desde la esquina, esperando que yo me aleje, para entrar. En la otra esquina en diagonal, veo que la zapateria del Mago del Calzado está cerrada. Durante un tiempo, el Mago del Calzado, un señor paraguayo muy culto, y yo, hicimos un canje benficioso para los dos: él me arreglaba zapatos, yo le pagaba con libros. Entre otros le pagué los tacos de unas botas con El crimen de la guerra de Juan Bautista Alberdi, el manifiesto del prócer argentino contra la criminal guerra del Paraguay en que intervino como invasor la Argentina además de Brasil. Una guerra de la que aún la tradición oral de las madres paraguayas cuenta historias terribles. Pero a mí se me terminaron los zapatos por arreglar y los libros que a Elvio podían interesarle y hace tiempo que no lo veo.

En esa esquina hay una avenida rápida y peligrosa, que autos y colectivos cruzan a gran velocidad y el humor del semáforo es cambiante.
Entonces me encuentro con mi primera ancianita

Es tan baja que casi no sobrepasa mi cintura. Es flaquita, parece muy anciana y muy viva. Me dice que se anima a cruzar cuando lo haga yo y me limito a darle el brazo. Mientras cruzamos me cuenta que fue a buscar chocolate, pero por el calor no había, que se quedó sin chocolate y que es hija de vascos-Por eso soy terca-concluye y concluye el peligroso paso por la temida avenida inquietante para mi, para ella un monstruo como un río con cocodrilos. "Muchas gracias..."y me alejo porque camino más rápido.

Entonces veo a la persona más deliciosa del barrio.

Tiene casi noventa años, alta y flaca. La primera vez que la vi tenía una bata acolchada verde. Era otoño y la calle estaba cubierta de hojas de árbol marrones. Señora, me llamó desde detrás de una reja. Estaba descalza y trepada a la ultima rendija de la reja, tenia el cabello largo y blanco suelto y lo sacudía el viento.-Señora-me gritó con voz en la que temblaba la indignación. "¿cuando va venir el intendente a sacar las hojas?" No me acuerdo que le dije. Gracias, recuerdo, me dijo compungida. "Las hojas ensucian todo".


Hoy estaba con un largo camisón blanco bordado tal vez hace décadas, con los pies descalzos doblados sobre la reja, las manos abrazando los barrotes y el pelo largo y blanco de siempre.
Señorita, gritó alborozada- qué lindo sombrerito.
Gracias, le dije. Llevo un sombrero de rafia porque el sol de Buenos Aires se ensaña con quienes pisan sus baldosas. "Es hermoss...", la oigo gritar a lo lejos...
Dos cuadras. Paso sin sobresaltos por el instituto de música,donde oigo tronar una bateria, por un taller mecánico, por una vidriería donde un hombre me pregunta ociosamente si tengo calor y por fin llegó a mi lugar favorito.
La esquina de casa.


En la pizzería Chaplin, Beto, que dejó la amargura con que lo retraté hace tiempo por un buen ánimo creciente desde que vende helado con la pizza, me sirve un vaso de agua fría. La cocinera está sentada en la calle tomando mate.
Y ahora entro en mi casa.Abro la bolsa de la cortina de baño. Es chica. No me sirve ¿pero me tiene que importar?
Fue otra mañana apacible en mi pueblecito galo particular.

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