El diablo era un diablo y el maestro un maestro pizzero.
El maestro sudaba por sus numerosos tatuajes de colores,
en la tensa musculatura, sacando las pizzas del horno de barro.
El Diablo, con sus tersos pechos y sus largas piernas color
cobre, no pensaba en sus músculos poderosos, sino en su corazón. Decían en el
barrio que el maestro tenía un corazón de oro. Daba pizza a los hambrientos, a
los mendigos y los niños.
—Te amo— —dijo el Diablo cruzando sus largas piernas.
Sonriéndole, pensaba en el oro de su corazón.
Desde el horno de barro, lenguas de fuego daban calor y
luz a la vieja pizzería. VULCANO, era su nombre. El maestro había heredado el
oficio de su padre y su padre a su vez lo había heredado de un viejo napolitano
que era su abuelo.
No era tan complicada la genealogía del maestro pizzero.
Hablaba de ella con sencillez.
Al Diablo no le importaba nada. Sonreía (la sonrisa de la
codicia) y decía con franqueza.
—Yo sólo quiero tu corazón.
Bello como sólo el diablo puede ser, miraba al maestro
directamente a su pecho, ahí donde guardaba su magnífico corazón de oro.
El maestro, por su parte, ya se imaginaba las piernas del
Diablo abrazadas a su espalda.
Ambos sonreían por motivos bien distintos. El diablo pensaba
en el oro derretido de ese corazón tan mal guardado.
El maestro era más sencillo, sólo quería llevar a esa mujer que tanto sonreía a su
cama.
—¿Estás acá por mi corazón?— Preguntó sonriendo (la
sonrisa de la lujuria). Y ofreció una porción de pizza recién sacada del horno.
Chorreaba salsa de tomate y queso.
El Diablo comía despacio, haciendo sus cálculos.
“¿Si le digo que me dé su corazón, me lo dará? ¿O tendré
que calentar un cuchillo y quitárselo?”
—¿Me miras así porque querés robarme el corazón? Sonreía
el maestro— Me encanta mirarte comer.¿Cuál es tu nombre? — preguntó
acariciando su mentón. Las lenguas de fuego del horno de barro dibujaban raras
sombras de cobre en sus rostros.
Pero el diablo dijo que no lo recordaba.
Horas después sus cuerpos estaban entrelazados y en mi l
roncos suspiros el maestro le daba al
diablo su corazón y el diablo no se enteraba.
Él quería oro.
—Dámelo—dijo el Diablo y mordió el pecho tatuado con sus
pequeños dientes.
—Te voy a dar todo—dijo el maestro refiriéndose a otra
cosa.
—Tu corazón— jadeó el diablo— de oro. Con él podré
construir un palacio mejor, cambiar el auto y tal vez vivir de rentas. Para eso
debes morir.
Al oír esto el maestro se levantó del catre y se empezó a
tapar nuevamente. Con las bermudas a medio vestir sobre su cuerpo desnudo, dijo:
—Estás loca.
—Puede ser, pero te arrancaré el corazón.
El maestro tomó una horquilla de pizza y la amenazó con
ella.
El Diablo contestó con una sonrisa de mil dientes de
cobre. Un destello brilló en ellos y el maestro empezó a tener miedo de verdad.
—Dios mío— murmuró.
—Dios— Escupió el diablo. Dámelo. Tu corazón.
Sin poder resistir la súbita violencia que crecía en su
pecho como un huracán, el maestro lo golpeó con la horquilla en la cabeza, que
sangró y sangró mientras el diablo moría sin decir más palabra.
El maestro se sentó y suspiró. Su corazón de oro se había
ido con el diablo que acababa de asesinar.
Limpió la horquilla y sin estupor contempló como el
Diablo se desvanecía como simple arenilla.
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