EL REGALO DE NAVIDAD
Paula Ruggeri
Llegó al bar en su camioneta vieja.
Roja, despintada, era buena, fuerte y útil. A veces le hacían bromas, a veces
le gritaban cosas desagradables. Cuando estaba en su viejo barrio, no pasaba
nada. Era un barrio de plomeros, albañiles y electricistas. La vida transcurría
al sol, de noche se dormía.
Nunca tocaba en su viejo barrio. Tocaba
en barrios donde no se dormía. Y esta noche, menos aún. Habría fuegos de
artificio, gritos, botellas rotas. El Niño Dios ha nacido--decía la voz
plañidera de su abuelo cuando él era un niño. ¿Y dónde está el Niño Dios?¿ ¿Adónde
se llevó a su hija?
Esa noche de felicidad obligatoria,
Ezequiel estaba desoladoramente triste y tenía que cantar, tocar su
electroacústica y moverse. Los hombres son valientes, los hombres no lloran.
¿Cuánto coraje se le puede pedir a un hombre?
Baja las dos consolas, tres rollos de
cables prolijamente separados, y lanza un chiflido a la gente del bar. Su
Nochebuena ya empezó.
Se llevan las consolas y los cables. La
Vela, se llama el bar. Al tomar su guitarra (electroacústica), ve los dos
rollos de papel de regalo, la cinta scotch y la liviana bolsa floreada. No me
tengo que olvidar del regalo—se prometió.
Los tomó junto con la guitarra.
Mientras acomodaba todo (la noche va ser
una fiesta), prometió al dueño del bar, se volteó un momento para decirle a una
camarera que lo miraba curiosa.
—Me hacés un favor—
—¿Qué ?— dijo desconfiada. Esa noche
había planchado su cabellera azabache y se había escotado un poco. Ezequiel no
reparó en nada de eso, contra la idea de la chica.
—Me podés dar una mano con el regalo de
mi señora? Yo no sé envolverlo y…
—¡Pero claro! —dijo la camarera
aliviada-- Démelo ¿que és? —dijo curiosa.
—Un chal.
-—Ay, ¡qué hermoso es!.¡Qué suerte tiene
su mujer! Ya se lo envuelvo.
Mientras la chica se empeñaba con los
dos rollos, la cinta y el hermoso chal, Ezequiel empezaba a conectar los cables
y luego, a probar su electroacústica.
-—¿Todo bien, jefe? — dijo el dueño del
bar, con amable desconfianza. Después de todo, no conocía a ese cantante de
pelo aleonado y de nombre difícil— Ezequiel Alfredo—-al que pagaba para que
animase la nochebuena en su pequeño bar.
-—Todo muy bien. Conecto los cables y
estoy listo-—dijo desde el suelo, ocupado en llevar y traer cables . La
guitarra estaba apoyada sobre una silla, vigilada de cerca por el ojo atento de
Ezequiel Alfredo.
Es que su desgracia no le había anulado
el profesionalismo. Ni la necesidad.
A los veinte minutos todo estaba
conectado. Ezequiel pidió permiso para cambiarse en el baño. Una camisa azul
brillante. Barata, pero brillaba. Los mismos jeans negros con los que llegó.
Gel en el pelo, echado hacia atrás y un poco largo.
El propio Sandro no tendría objeciones a
su aspecto.
—-Hola…Hola…—Ezequiel Alfredo probó el
micrófono. —Buenas Noches, -—expresó con oficio-—noche feliz, Nochebuena. Damas
y Caballeros. Con ustedes…un servidor.
Y su potente voz de barítono cantó, en
un falso susurro…
“Por ese palpitar/Que tiene tu mirar /
Yo puedo presentir…”
Suenan aplausos aislados y ahora sí,
empuña la guitarra.
“Yo puedo presentir…/Que tú debes
sufrir…/Igual que sufro yo.”
—¡Sandro!, gritó un hombre con sorna.
-—Gracias, contestó Ezequiel,
impertérrito.
—Igual que sufro yo—corearon un par de
señoras.
—Te amo—. Y las cuerdas vocales de
Ezequiel se relajaron y temblaron en un hermoso vibrato. Se oyeron aplausos.
Unas tres horas después, cansado,
Ezequiel comenzó a enrollar cables y guardar la guitarra en su funda. Las
consolas ¡qué pesadas eran a esa hora, el día de Navidad!
—Tres mil-— dijo el dueño del bar,
contando dos veces los billetes de cien. —-Sacá pronto todo de acá y que te
vaya bien. Tenés talento.
Ezequiel guardó el dinero en el
bolsillo. Tenía todavía la camisa azul brillante toda sudada. No le habían dado
tiempo de cambiarse.
Comprobó que tenía el regalo antes de
intentar arrancar el auto.
Tenía un problema. El auto amagaba con
arrancar y no arrancaba. Su coche, un Renault Pickup de los 90, daba tirones y
rugía de pura impotencia.
-—Vinimos hasta acá—dijo calmo Ezequiel-—
Vamos a regresar a casa. Es Navidad.
En el asiento del acompañante estaba el
paquete envuelto con esmero con papel brillante como su camisa azul.
El motor respiraba fuerte, asmático y
volvía a rugir.
—Vamos a casa, no me falles.
Oyendo el ruego, la Renault arrancó.
Sentía el tirón fuerte en el volante y
que el neumático de la derecha, emparchado, se iba rápidamente al desgaste.
—Dios-murmuró Ezequiel—El regalo estaba
ahí, en el asiento del acompañante. Pero hacía rato que su mujer no se subía al
coche.
Daba igual. Tenía que estar con ella.
—¡Dios! — dijo Ezequiel una vez más,
asombrado.-- El auto se había quedado con la goma desinflada, en la entrada
para coches de una gomería.
Y estaba abierta. El dueño celebraba la
Navidad con su familia en el playón. Había armado una parrilla y toda la
familia celebraba la Navidad con un asado.
—¿Qué se le ofrece jefe? ¿nos quedamos? —
dijo el dueño de la gomería, sonriente, con una remera roja, bermudas, y un
gorro rojo festoneado de blanco.
Para Ezequiel era, efectivamente, Papá
Noel en persona.
—Necesito reemparchar este neumático.
—Imposible—dijo el hombre con voz
experta—Ya lo emparchaste mucho. Es un riesgo, sabés.
—¿Qué se puede hacer? —dijo Ezequiel con
voz desesperada.
—Te puedo ofrecer una emparchada—dijo el
hombre, práctico-- Por 3000 pesos te pongo una goma segura y te vas tranquilo.
Se sentó en una silla que le ofrecieron.
Cabeza gacha, manos entrelazadas.
Cuando el problema estuvo resuelto,
entregó los recién ganados 3000 pesos y subió al Renault.
El auto rugía, respiraba asmáticamente,
tironeaba y por fin arrancó.
¡Feliz Navidad! Oyó que lo saludaban a
sus espaldas.
Sí. Una feliz navidad.
Entró en su casa procurando hacer
silencio.
Llevaba el regalo en la mano.
—Sarah— susurró.
—Sarah no está—dijo una voz grave de
mujer, un poco vacilante.
—Feliz Navidad, Sarah—besó su boca, con
aliento a ginebra. El vaso y la botella estaban sobre la mesa. También una foto
de la hija muerta en un portarretrato color rosa.
Pero ¿cuánto valor se puede pedir a una
mujer?
—Sarah, mi amor, te traje un regalo.
Ezequiel abrió el paquete, cerrado con
tanto esmero por una desconocida “qué suerte tiene su mujer”, recordó Ezequiel.
Suerte.
Le colocó el chal, una maravilla de seda
gris y plata, que contrastaba con los cabellos rubios de Sarah.
—Y ahora, la nena va a dormir, Sarah.
Y suavemente giró el portarretrato,
mientras Sarah lloraba despacio.
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