EL LARGO VIAJE DE EUROPA
Una noche. Una noche densa como un manto negro, con millones
de pequeñas luces centelleantes. El mar. Un mar denso como un manto negro con
surcos rumorosos desatándose al llegar a la orilla.
La
tempestad. La tempestad estaba por llegar.
La
tempestad era yo. Y era él.
Lloraba en
la orilla. Iba a hundirme para siempre en ese mar, haciéndolo mi amante y mi
sepulcro. Yo era muy joven. Quien es joven sabe lo que es eso. Mil noches crees
morir. Mil noches sobrevivís. Yo era muy joven.
La juventud
es algo muy viejo. Sobre mí el acantilado, una piedra negra señalando el mar,
como una afilada mano que dijera: vé. El acantilado que me vio nacer. Ahora me
vería morir.
Entonces
llegó el trueno. Primero fue el trueno. Luego una mancha blanca en el
horizonte. Se hizo cada vez más grande y galopaba en un bramido, en la
inmensidad negra. Sus cascos eran fuego. Su fuerza era blanca. Sus ojos eran
dos piedras negras.
Era él.
Nunca había creído esa vieja historia. “Vendrá el Toro Blanco. Es un dios
poderoso. Debes amarlo y temerlo. Te raptará y te llevará y nunca volverás. A
vos. Sólo a vos.” Y la temblorosa anciana clavaba sus ojos negros en la tierra
y sus manos desmenuzaban el maíz y se hacía el silencio. Y yo salía corriendo y
me acostaba a reírme en la tierra.
Pero él
era, el Toro Blanco, y juntos fuimos la tempestad. Cayó el manto negro del
cielo y las estrellas se hicieron lluvia y la lluvia cayó sobre nosotros.
Cabalgamos el mar. El mar se abría a nuestro paso y sus cascos de fuego.
Llegamos a
una isla. Entonces, yo me llamaba Europa.
Pasaron las
mil noches de su hermoso fulgor.
—Te dejaré
—dijo él—, sabes que así es. Así es la vida. Tu vientre crecerá. Pesará mucho.
Y caminarás sola con tu carga, toda la eternidad. Viajarás a otras islas y a
otros mares. El día nacerá y la noche morirá y el día morirá y la noche nacerá
y habrá muertos y desastres y guerras crueles. Y cosechas y fiestas y alegrías.
Y tú las caminarás con el peso de tu vientre, sola. Esta será tu isla, Europa,
y nacerán y morirán ciudades y reyes y será Roma y nacerán pastores y césares y
morirán. Y nacerán pastores y morirán dioses y yo moriré. Y nacerán pastores y
morirán hijos de dioses y pastores y tu seguirás. Y cruzarás otros mares y
llegarás a otras islas y no te detendrás. Se te cansarán los pies y los senos
de alimentar y llevar a tus hijos, pero mirarás el cielo, la Gran Vía que marca
el amor materno de una antigua mujer como tú. Un día verás otras vías hechas de
cruces, pero estas también se caerán.
“Pero la vía
del cielo, el Gran Río, ése no morirá. Y tú seguirás.”
Y se fue,
en un bramido, galopando la inmensidad y la noche.
Quedé
nuevamente a orillas del mar, deseando morir, sola bajo las estrellas, frías,
lejanas y crueles conmigo como el cielo, el mar y el blanco dolor del Toro
Blanco. El dolor me volvió blanca a mí también y a mi viejo nombre, Europa.
Pero sabía
que los héroes que matan minotauros y capturan vellocinos, sólo dan muerte, que
los héroes que se hacen matar, sólo reciben muerte.
Y nada
difícil hay en la muerte, lo difícil es dar la vida y recibir la vida. Junté
fuerzas y partí, buscando el calor, buscando raíces y frutos y amparo.
Mi vientre
crecía. Las estaciones pasaron y cayó la fruta madura y cayeron héroes en las
guerras y cayeron dioses y nacieron otros. Y vi alzarse cruces y las vi caer,
vi destruir y construir iglesias y mientras yo caminaba Roma nacía y moría y
nacía, el mismo nombre para mil tiempos y vidas. Y la crucé y seguí caminando y
volvieron guerras y armas más poderosas, pero el hambre siempre era hambre y
los muertos eran siempre muertos. Y después llegó el combate al cielo y las
bombas destruían igual las casas de madera que los palacios de piedra.
Y seguí
caminando y mi vientre madurando y mis entrañas doliendo y mis labios en
silencio.
Una noche,
escuché un bramido que venía del mar. Venía a buscarme y a llevarme. Los
grandes buques llevaban odios y amores y soledades más allá del océano.
Partí otra
vez, otro mar, otras islas, tras el Atlántico inmenso, donde alumbrar caminos
desconocidos y buscar sombras bajo otros árboles.
Crucé y
desembarqué en un puerto de miles de gentes y de voces y caminé días y noches,
sin saber que me detendría nuevamente en una orilla, para otra vez gritar y
enmudecer de dolor, amor y soledad.
Sentí el
beso de la brisa, que nunca me abandonó, y el llanto pequeño y su calor. Me
abracé a mi hijo, a mi amor, y alcé los ojos.
Sobre mí,
la vieja y eterna piedra negra, la gigantesca mano señalando el mar. La misma
orilla, todas las orillas y el cielo de mi juventud, eterna y vieja, de donde
una vez, un toro blanco bramó y me raptó... de mi misma... y me dio el mundo.
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