viernes, 9 de noviembre de 2007

Dos mosquitos, una selva y un antropólogo

Los dos textos que incluí en el blog tienen varios años. ¿Dónde estás Bob Fosse? tiene su origen en una carta que le escribía a un amigo que tenía la costumbre de llamarme por teléfono desde lugares recónditos y consiguientemente exóticos. Era de noche, mis hijos dormían, tenía la carta por escribir y estaba en la cocina sentada frente a una pila de platos que melancólicamente había dejado para el día siguiente. Entonces decidí escribirle como si estuviera en África. Al día siguiente, releí la carta y me pareció potable, por eso le saqué una fotocopia antes de enviarla y despues trabajé sobre ella. Un amigo me señaló que el texto era amargo, a mí no me lo parece. Justamente lo maravilloso de ser escritor es que dos mosquitos se conviertan en una selva, o que un llamado telefónico despierte cualquier fantasía que se plasma en el papel. Eso es lo bello del oficio y no publicar libros, salir en los diarios y ganar dinero. Lo último puede o no suceder, pero el nacimento de un escritor está en un niño que fantasea mucho y que crece sin perder la costumbre. El segundo texto sobre el antropólogo y su hija es buen ejemplo de eso, lo escribí hace casi diez años cuando trabajaba en una biblioteca universitaria y luchaba por clasificar los inclasificables e insoportables libros del antropólogo Gregory Bateson, quien fuera pareja de la también antropóloga Margaret Mead, con quien tuvo la mala idea de concebir una hija brillante que publicó un libro de entrevistas con su padre. A leerlo una se imagina que él está en el geriátrico y que ella está con un grabador en una mano y una cucharada de puré en la otra. Mientras come su purecito, el viejo antropólogo reinventaba todas las ciencias, incluso algunas desconocidas.
Para entonces había clasificado toda la colección de psicoánalisis de Amorrortu más una colección llamada El Elefante Blanco con textos de linguística. Bateson había sido el colmo, el ejemplo vivo de que las cumbres del pensamiento abstracto son justamente la idiotez y la sanata, con el agravante del que sanatea se lo cree, así que cuando ví ese libro de su hija supe que era hora de la venganza.
Y ahí, en ese escritorio de mi trabajo, escribí el nuevo diálogo entre Bateson, ahora Batteefon y su hija.
Entonces volviendo al comienzo, lo bello del oficio de escribir es que toda injusticia, todo aburrimiento, y hasta todo mal trago se sanan sobre el papel.
Y como decía John Dickson Carr, que Dios tenga en la gloria de los novelistas buenos, la vida se parece menos a una pila de platos sin lavar.

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