Mis días llegaban rápidos a su fin y yo lo sabía. Me esperaba la más amarga de las noches, la que no tiene retorno ni electricidad. Sabía que iba a extrañar el cine de trasnoche, pero no tenía remedio. Mi obligación era suicidarme. Había llegado mi hora.
Yo, Penélope Saturnina López, por fin podía decir mi nombre completo, ése que pondrían en mi triste lápida, que mi afiebrada, pasional y trastornada poesía haría célebre. ‘Saturnina’ sería como decir ‘Alfonsina’, ese nombre de esperpento acabaría teñido de gloria póstuma.
Lo cierto es que yo, poeta maldita, tenía el deber, llegada mi edad, de suicidarme. Era imprescindible que pereciera, joven y trágica. Además, me había abandonado un hombre. No añadas, infame lector, que me abandonaron todos, eso no es cierto. Sólo me abandonaron los que me interesaron. Todos los demás seguían a mi alrededor, cuál faunos impotentes frente a esa formidable Diana que era yo en mi fracasada y trágica juventud. La magnitud de mi fracaso era tal que ni siquiera pude darme muerte. ¿Para qué? La busqué, no la hallé, pero lo que hallé fue más horroroso que ella misma. Mi deber ya no fue el mismo desde entonces, desde entonces mi deber era enseñar el horror.
Mi profesor de taller de poesia me había explicado que si no había nacido en Francia, era inútil intentar ser una poeta del Parnaso francés. Tardé un poco en convencerme. Creí primero que con un diccionario y un ligero acento y una boina haría el cambio estético profundo que necesitaba para que algún día estuviera, ya no triste, ya no ajada, sino encerrada entre dos tapas de cartón, mal encuadernada, en un meláncólica edición en la estantería de un joven de letras, justo entre Verlaine y Rimbaud.
Mala idea, meterse entre esos dos, pero bueno. No haber nacido en París no me daba oportunidad de cometer ese error cuando encarnara entre dos tapas...
Ah, París. Qué daría yo por París. Mi diario íntimo y mis poemas inéditos que, con el tiempo, cuando esté muerta y no lo pueda disfrutar, valdrán una fortuna.
Pero hablábamos de la tragedia horrorosa de mi juventud. La que, con su piedra de toque, hizo de mí un ser más allá del bien y del mal, y tan indiferente a Adán como a la Serpiente.
Tristemente me dirigí al puerto para dar fin a mi triste vida, pero mi interior, a pesar de mi apariencia lastimosa, de mis lágrimas de cocodrilo, se sacudía de gozo. Estaba colocando el punto final a mi obra maestra: yo misma. Veía mi futuro glorioso. “Arrancada en la flor de la juventud en su innata melancolía”... “Tronchada su gentil naturaleza de sílfide por la bestialidad de la bestia humana”... “Ella no comprendía el mundo y pereció para poder seguir sin comprenderlo y sin pasar por idiota”.
Me dirigí al puerto una noche de mayo. El viento ululaba una canción de tristeza infinita. Desesperada, asomaba la cabeza en todas las tabernas, buscando un hombre lo suficientemente sobrio para ser divertido. Así caminaba, pateando latas. Mi pecho subía y bajaba bajo la blusa, suspiraba ligeramente, largaba un ay lastimero cada cinco metros, en fin, cumplía con todos las reglas del estilo para suicidarse excepto que llevaba un impermeable. Mi excelente "Manual de estilo para suicidas" no daba muchas instrucciones en cuanto a vestimenta: sólo indicaba un delicado pijama de seda para suicidarse en la cama, como José Asunción Silva, o una malla enteriza, estilo competición, para hundirse en el mar. Yo llevaba un trench de gabardina con su típico lazo. Llovía y total ya iba a mojarme bien cuando me arrojara al río.....
Camino, pues, cuidando suspirar cada cinco metros, un dos, tres, cuatro, cinco: suspiro; ...un, dos, tres....
Tan concentrada estaba, que casi no veo a los dos malandras que se plantan delante de mí. Me detuve y les dije con dulce sonrisa, como quien está más allá de todo, en el último trance.
—Ya es tarde. Demasiado tarde —y quise avanzar sin verlos a mi inmortal destino pero, grosero, uno de ellos, con un parche en el ojo, plantó su sucia manaza en mi hombro.
—¿No tiene ni aún cinco minutos para escuchar nuestra oferta? —dijo con vozarrón beodo—. Si usted quiere suicidarse, nosotros le ofrecemos una alternativa mejor. ¿No desea vengarse del mundo que la desprecia? ¿Por qué morir sin llevarse unos cuantos por delante?
—¿Y cuál es esa alternativa? —inquirí, más interesada, pero no sin antes quitar su sucia mano de mi impermeable, en la que dejó una desagradable y grasosa mancha.
—La piratería. Venga, vamos a una taberna. Vos -dijo su compañero-, pasanos a buscar en dos horas. Vamos a ver cuanto ron aguanta la dama.
Y tomándome del brazo, me llevó hacia la taberna. Mientras me hablaba, yo casi no lo escuchaba, una perspectiva encantadora nacía ante mis ojos. Byron, el Corsario, Morgan, Bernis y yo, con el torso desnudo, tiznada de pólvora, un aro en la nariz, cañoneando buques ingleses y violando prisioneros antes de pasarlos por la quilla, mientras el mundo me cree muerta.
En la taberna bebimos ron, firmé su camisa con mi sangre, luego más ron, más, más y más, y no recuerdo nada salvo que me desperté en la cubierta de un barco. Me habían tirado dos baldazos de agua fría y yo recordé que el oficio de pirata, además de romántico, tiene sus aspectos desagradables.
Me rodeaba un círculo de pobres diablos desastrados, tan desnutridos que pensé que me iban a comer, y el del parche en el ojo, que me había hablado por primera vez, me tiró una desagradable patada en las costillas, con lo cual dije un ‘ay’ lastimero y me encontré con la triste realidad de que no estaba en el barco del Capitán Blood, que sí sabía cómo tratar a una dama.
—Sos la primera imbécil que cae en dos meses. Tu labor como pirata es meter en esas latas que vez ahí —señaló pilas y pilas de latas de ese atún ‘El Pirata’ que venden en los super chinos a cinco pesos—, todo el atún que pescan estos idiotas. Mejor suicidarse, ¿no? —y lanzó una risotada vulgar y soez—. Ahora arriba y a laburar. Ustedes a sus puestos, manga de giles. Vos, Gordo, asegurate que encontremos un cardumen esta vez o te cuelgo del palo mayor.
No tengo que explicarles nada, ¿verdad? Claro y rotundo horror. Una esclavitud peor que ser repositora de Jumbo. ¡Yo meter atún en latas! Jamás, me dije. Me levanté, digna y gravemente, y dije con firmeza.
—Colgadme. No trabajaré junto a esta infame y sudorosa canaille. No pondré atún en ninguna de esas latas. Antes me lo comeré.
—Con que esas tenemos, ¿eh? —gritó el tuerto—. ¡Átenla al palo mayor! ¡El látigo de nueve colas! ¡El potro!
—¡Motín! —grité—. ¡Motín! —Y dando el ejemplo, me precipité al tonel más cercano y empecé a comer atún a cuatro manos.
La tripulación hambrienta sólo necesitaba un líder para amotinarse. Se abalanzaron sobre los toneles a comer, mientras el Gordo arrojaba al capitán por la borda. Guiada por él, bajamos a su camarote y confiscamos el ron y sus revistas porno.
—Sea nuestra capitana —me dijo el Gordo con lágrimas en los ojos—. La obedeceremos hasta la muerte.
Qué decir. La fiebre del emocionante momento me encegueció. Me vi al frente de esa infame canaille, conduciéndolos a heroicas empresas, haciendo de ellos el terror de los atunes, convirtiéndolos, en fin, en hombres de provecho. Ya podía sentir su sudorosa gratitud en noches estrelladas en éxtasis a repetición, ordenando las maniobras en los intervalos. Ya veía, en fin, hileras y más hileras de atún ‘El Pirata’ desapareciendo de las góndolas de los supermercados. Ya me veía comprando por fin mi departamento en Montparnasse, donde sería una artista enigmática, exótica, deliciosa, créanme.
Pero un verso magnífico interrumpió ese mediocre ensueño. Un verso increíble, inmortal. Y volviendo a la realidad, negué tristemente con la cabeza.
—No puedo —le respondí—. Esta horrorosa historia me hizo comprender la trascendencia de la vida. Ahora me dedicaré a la literatura. Sólo obedeceme en una cosa.
—Lo que usted quiera. Usted nos rescató de la esclavitud.
Entonces le saqué la revista que tenía entre las manos y le dije arrobadora:
—Hazme feliz.
Bajé del barco entre los vítores de la tripulación al día siguiente. Retorné a mi hogar y, marcada por el horror, escribí versos inmortales y trágicos.
El blog de Paula Ruggeri. Contacto: paula.ruggeri743@gmail.com
martes, 28 de septiembre de 2010
miércoles, 8 de septiembre de 2010
El hombre que volvió de la guerra
Recuerdo cómo me atormentaba la infantil conciencia cuando jugaba con la cinta de la máquina de escribir de mi padre, una Remington negra, capaz de disparar certeros análisis políticos, anecdóticas notas de color, columnas científicas o simplemente poemas apresurados y pasionales. Mis dedos manchados de tinta roja y negra lavaban su culpa siendo frotados con piedra pómez por mi abuela, intentando que el dueño de la Remington, mi padre, no se diera cuenta de quién le había tocado la máquina de escribir.
Me atraía, igual que los libros de su biblioteca. Si mis lecturas empezaron con Salgari y Dumas, siguieron con libros titulados "Alrededor del 68", la colección íntegra de una revista de geopolítica llamada Estrategia y títulos tales como "Problemas raciales en el Asia soviética musulmana" o "El pacto Roca-Runciman". La biblioteca de literatura se unía a la del periodista político y poeta insomne, asi que tambien me llamaban los poemas de Silva, de Claudio de Alas, de Byron.
Pero esas lecturas llegaron después, cuando el hombre ya habia vuelto de la guerra y hablaba, simplemente hablaba.
Recuerdo el día que mi madre me pidió que avisara a la maestra que yo faltaría al dia siguiente a la escuela, ya que mi padre se iba a Panamá. Era el año 1979. Mi padre, el temible usuario de la máquina de escribir, era un hombre muy alto que a veces, cuando aparecía en los actos escolares se lo distinguia por su cabeza, cuello y hombros asomando entre los padres. Era el padre más alto, también el más ausente. Viajaba mucho, pero este viaje a Panamá fue distinto.
Lo despedimos en Ezeiza. Era tan común que viajara que nunca lo despedíamos, ese viaje sin duda era especial. Mi padre iba a una guerra. No en Panamá, en Nicaragua. Apenas captaba yo el sentido de la palabra guerra.
Pasaron días, muchos días. Mi madre pedía que escribiéramos cartas. Que fueran alegres, porque la guerra era triste. Me recuerdo tachando y corrigiendo cada chiste, siguiendo insistentemente la regla de los humoristas que me gustaba leer, de hacer un chiste por párrafo. Lo considero, aún hoy, mi primer ejercicio real de escritora. Escribir una carta alegre cuando todo era triste. Una profesional.
Pasaron dos meses. Sólo un tiempo en Nicaragua y el fluir de cables de telex se cortó. Recuerdo a un hombre que solía visitarnos, un periodista de la agencia para la que mi padre trabajaba. Venia a dar ánimos con nada.
Nada.
Recuerdo noches durmiendo en el dormitorio de mi madre, sintiendo que, de algún modo, era yo quien la consolaba de las pesadillas. Recuerdo mi pregunta inútil de cada mañana cuando veía al portero. ¿Alguna carta? ¿algo?
Dos meses. Un día, los telex volvieron. Traían crónicas de batallas, de combates, de bombardeos. Tenemos aún el último, el cable en el que dice que le quitaron todo, la cámara, el anotador, la máquina de escribir, pero conserva la cabeza sobre los hombros, memoriza y por eso transmite. Ese cable contiene el diálogo en el que discute su retorno, dice que todavía aguanta, le dicen que vuelva.
Muchas veces mi madre me dijo. "Tu padre fue el único periodista del mundo que estuvo en estas dos batallas" y yo siempre, también ahora, olvido el nombre de las batallas.
Lo que no puedo olvidar fue el día en que lo fuimos a buscar a Ezeiza.
Yo, feliz, el día anterior dije, como tres meses antes, que faltaba a la escuela para ir a buscar a mi padre al aeropuerto. Venía de Panamá.
El vuelo llegó y la gente que arribaba lo hacía sin mi padre. No lo veíamos por ningún lado. Siendo tan alto, era difícil confundirlo. Mi madre dijo, preocupada, que tal vez no venía en ese vuelo.
Pero yo llevaba un rato mirando a un hombre. Lo miraba con conmiseración.
Tenía la mirada perdida, le faltaba pelo y su cara estaba roja e hinchada. Miraba sin ver. Era muy alto, pero lo disfrazaba un poco encorvándose. Miraba sin ver.
—Mamá —le tiré la manga—. Ahí está papá.
—¿Qué? No —dijo ella, y seguía mirando para otro lado.
—Ahí está —grité y corrí.
El hombre me vio. Abrió los brazos. Sonrió. No tenia dientes, pero era mi padre.
Me atraía, igual que los libros de su biblioteca. Si mis lecturas empezaron con Salgari y Dumas, siguieron con libros titulados "Alrededor del 68", la colección íntegra de una revista de geopolítica llamada Estrategia y títulos tales como "Problemas raciales en el Asia soviética musulmana" o "El pacto Roca-Runciman". La biblioteca de literatura se unía a la del periodista político y poeta insomne, asi que tambien me llamaban los poemas de Silva, de Claudio de Alas, de Byron.
Pero esas lecturas llegaron después, cuando el hombre ya habia vuelto de la guerra y hablaba, simplemente hablaba.
Recuerdo el día que mi madre me pidió que avisara a la maestra que yo faltaría al dia siguiente a la escuela, ya que mi padre se iba a Panamá. Era el año 1979. Mi padre, el temible usuario de la máquina de escribir, era un hombre muy alto que a veces, cuando aparecía en los actos escolares se lo distinguia por su cabeza, cuello y hombros asomando entre los padres. Era el padre más alto, también el más ausente. Viajaba mucho, pero este viaje a Panamá fue distinto.
Lo despedimos en Ezeiza. Era tan común que viajara que nunca lo despedíamos, ese viaje sin duda era especial. Mi padre iba a una guerra. No en Panamá, en Nicaragua. Apenas captaba yo el sentido de la palabra guerra.
Pasaron días, muchos días. Mi madre pedía que escribiéramos cartas. Que fueran alegres, porque la guerra era triste. Me recuerdo tachando y corrigiendo cada chiste, siguiendo insistentemente la regla de los humoristas que me gustaba leer, de hacer un chiste por párrafo. Lo considero, aún hoy, mi primer ejercicio real de escritora. Escribir una carta alegre cuando todo era triste. Una profesional.
Pasaron dos meses. Sólo un tiempo en Nicaragua y el fluir de cables de telex se cortó. Recuerdo a un hombre que solía visitarnos, un periodista de la agencia para la que mi padre trabajaba. Venia a dar ánimos con nada.
Nada.
Recuerdo noches durmiendo en el dormitorio de mi madre, sintiendo que, de algún modo, era yo quien la consolaba de las pesadillas. Recuerdo mi pregunta inútil de cada mañana cuando veía al portero. ¿Alguna carta? ¿algo?
Dos meses. Un día, los telex volvieron. Traían crónicas de batallas, de combates, de bombardeos. Tenemos aún el último, el cable en el que dice que le quitaron todo, la cámara, el anotador, la máquina de escribir, pero conserva la cabeza sobre los hombros, memoriza y por eso transmite. Ese cable contiene el diálogo en el que discute su retorno, dice que todavía aguanta, le dicen que vuelva.
Muchas veces mi madre me dijo. "Tu padre fue el único periodista del mundo que estuvo en estas dos batallas" y yo siempre, también ahora, olvido el nombre de las batallas.
Lo que no puedo olvidar fue el día en que lo fuimos a buscar a Ezeiza.
Yo, feliz, el día anterior dije, como tres meses antes, que faltaba a la escuela para ir a buscar a mi padre al aeropuerto. Venía de Panamá.
El vuelo llegó y la gente que arribaba lo hacía sin mi padre. No lo veíamos por ningún lado. Siendo tan alto, era difícil confundirlo. Mi madre dijo, preocupada, que tal vez no venía en ese vuelo.
Pero yo llevaba un rato mirando a un hombre. Lo miraba con conmiseración.
Tenía la mirada perdida, le faltaba pelo y su cara estaba roja e hinchada. Miraba sin ver. Era muy alto, pero lo disfrazaba un poco encorvándose. Miraba sin ver.
—Mamá —le tiré la manga—. Ahí está papá.
—¿Qué? No —dijo ella, y seguía mirando para otro lado.
—Ahí está —grité y corrí.
El hombre me vio. Abrió los brazos. Sonrió. No tenia dientes, pero era mi padre.
miércoles, 25 de agosto de 2010
¿Estas buscando un millonario?
Recuerdo haber visto hace muchos años una película llamada “Cómo casar un millonario” o algo así. Trabajaban Lauren Bacall, Marilyn Monroe y Betty Grable. La vi cuando tenía quince años y una notable experiencia de la vida. Para decirlo con pocas palabras: la vida ya me hacía callos a tan tierna edad y sabía perfectamente donde estaba lleno, literalmente lleno, de millonarios generosos y tal vez casaderos.
Así que miré la película con una mezcla de suficiencia y compasión por las peripecias de las protagonistas, ignorantes de que lo único que tenían que hacer para atraer millonarios era sentarse a leer en el Jardín Botánico.
La primera vez tenía catorce años y trataba de leer una biografía de Schubert. Ningún lugar mejor que el Botánico: oasis rumoroso, umbrío, celestial y lleno de gatos en medio de la selva de cemento. Me senté en un banco y a los dos minutos se sentó un viejo. Nada en su aspecto denotaba al millonario, pero la excentricidad en el vestuario de esos raros seres es conocida y los más reconocidos expertos en la materia aseguran haber visto millonarios vestidos como mendigos en King Cross sólo para tener las fuertes sensaciones que les niega el insano tedio de estar llenos de plata.
Éste del que les hablo era un hombre de entre setenta y cinco y ochenta años, con sombrero y bastón. Rápidamente me saludó, me preguntó qué leía y, sin esperar respuesta, me contó que tenía una refinería de petróleo, un convenio con la Shell, una casa de diecisiete habitaciones y que necesitaba cariño.
"¡Pobre hombre!”, pensé y le dediqué una compasiva sonrisa. Luego traté de seguir leyendo.
Pero era inútil. Los millonarios son muy extraños, les encanta enumerar tristemente sus riquezas sin comprender que la compasión de los pobres es limitada. Siguió enumerando sus posesiones y su falta de cariño. Tal vez piensen que yo era ingenua, pero no: si todo eso lo hubiera acompañado con un gestito de idea, yo hubiera considerado que era un viejo cínico, pero no hubo ningún gestito de idea, sólo una mirada de Leopardi degollado que partía el corazón. Mientras hablaba de sus acciones en distintas compañías, mencionaba como quien lamenta hacerlo su falta de amor, su necesidad desesperada de una mujer desinteresada que quisiera vivir en una de sus diecisiete habitaciones, hasta que la piedad que sentía fue tan insoportable que me levanté y me fui a otro banco.
Pero es inútil: leer en el Botánico es imposible. El fino gusto de los millonarios los atrae irresistiblemente allí y son incapaces de callarse la bocota. Así como los gatos van a buscar la comida de las viejas del barrio y los mendigos piden monedas en el centro, el Botánico es el lugar donde los millonarios mendigan AMOR. A una no le queda más que establecer su escala de prioridades y elegir una tabla de valores para su escasa compasión: primero los mendigos, después los gatos y por último los millonarios. Y desde que dejé mi etapa borderline, a los dieciocho años, nunca más fui a leer al Botánico. Me busqué un bar de Puente Pacífico lo suficientemente ruinoso y sucio para garantizar que la nariz delicada de los millonarios no se asomaran por ahí.
Pero una nunca está a salvo de ellos. Mi último encuentro con un millonario fue en noviembre pasado y en un lugar sorprendente.
Barrio del Once.
Colectivo 26, repleto. Gente transpirada. Un viejo estaba sentado, me mira con expresión tan lasciva que pienso que está en coma. Se levanta y me da el asiento (¿no estaba en coma?).
Había varias viejas decrépitas colgadas de los caños, pero no, me lo da a mí. Ya conozco la situación: si le cedo el asiento que él me da, de puro langa, a una vieja, me va a matar. Así que me siento, pero le pregunté si iba a bajar.
Me dijo que se bajaba pero no se bajó, y al fin, veinte minutos después, me da una tarjeta y me dice: Te llamo.
Mi apreciación de que era un viejo langa estaba firmemente errada.
La tarjeta dice "Magoya Company" y tiene un nombre: Joseph Magoya, President y un número y un teléfono adónde él me va a llamar y no me va a encontrar.
Guardé la tarjeta. Medio colectivo 26 me miró con reprobación.
Pero no me importa. De ahora en más, no volveré a tirar la tarjeta de un millonario, puede que me contrate Forbes. Mi olfato para los millonarios es único. Siempre supe dónde encontrar millonarios, siempre. Me pregunto si Forbes sabrá cuántos millonarios poderosos toman el 26. Mientras, me dicen vanidosa. ¿Pero qué quieren que haga? Me echaron a perder, no es mi culpa.
Así que miré la película con una mezcla de suficiencia y compasión por las peripecias de las protagonistas, ignorantes de que lo único que tenían que hacer para atraer millonarios era sentarse a leer en el Jardín Botánico.
La primera vez tenía catorce años y trataba de leer una biografía de Schubert. Ningún lugar mejor que el Botánico: oasis rumoroso, umbrío, celestial y lleno de gatos en medio de la selva de cemento. Me senté en un banco y a los dos minutos se sentó un viejo. Nada en su aspecto denotaba al millonario, pero la excentricidad en el vestuario de esos raros seres es conocida y los más reconocidos expertos en la materia aseguran haber visto millonarios vestidos como mendigos en King Cross sólo para tener las fuertes sensaciones que les niega el insano tedio de estar llenos de plata.
Éste del que les hablo era un hombre de entre setenta y cinco y ochenta años, con sombrero y bastón. Rápidamente me saludó, me preguntó qué leía y, sin esperar respuesta, me contó que tenía una refinería de petróleo, un convenio con la Shell, una casa de diecisiete habitaciones y que necesitaba cariño.
"¡Pobre hombre!”, pensé y le dediqué una compasiva sonrisa. Luego traté de seguir leyendo.
Pero era inútil. Los millonarios son muy extraños, les encanta enumerar tristemente sus riquezas sin comprender que la compasión de los pobres es limitada. Siguió enumerando sus posesiones y su falta de cariño. Tal vez piensen que yo era ingenua, pero no: si todo eso lo hubiera acompañado con un gestito de idea, yo hubiera considerado que era un viejo cínico, pero no hubo ningún gestito de idea, sólo una mirada de Leopardi degollado que partía el corazón. Mientras hablaba de sus acciones en distintas compañías, mencionaba como quien lamenta hacerlo su falta de amor, su necesidad desesperada de una mujer desinteresada que quisiera vivir en una de sus diecisiete habitaciones, hasta que la piedad que sentía fue tan insoportable que me levanté y me fui a otro banco.
Pero es inútil: leer en el Botánico es imposible. El fino gusto de los millonarios los atrae irresistiblemente allí y son incapaces de callarse la bocota. Así como los gatos van a buscar la comida de las viejas del barrio y los mendigos piden monedas en el centro, el Botánico es el lugar donde los millonarios mendigan AMOR. A una no le queda más que establecer su escala de prioridades y elegir una tabla de valores para su escasa compasión: primero los mendigos, después los gatos y por último los millonarios. Y desde que dejé mi etapa borderline, a los dieciocho años, nunca más fui a leer al Botánico. Me busqué un bar de Puente Pacífico lo suficientemente ruinoso y sucio para garantizar que la nariz delicada de los millonarios no se asomaran por ahí.
Pero una nunca está a salvo de ellos. Mi último encuentro con un millonario fue en noviembre pasado y en un lugar sorprendente.
Barrio del Once.
Colectivo 26, repleto. Gente transpirada. Un viejo estaba sentado, me mira con expresión tan lasciva que pienso que está en coma. Se levanta y me da el asiento (¿no estaba en coma?).
Había varias viejas decrépitas colgadas de los caños, pero no, me lo da a mí. Ya conozco la situación: si le cedo el asiento que él me da, de puro langa, a una vieja, me va a matar. Así que me siento, pero le pregunté si iba a bajar.
Me dijo que se bajaba pero no se bajó, y al fin, veinte minutos después, me da una tarjeta y me dice: Te llamo.
Mi apreciación de que era un viejo langa estaba firmemente errada.
La tarjeta dice "Magoya Company" y tiene un nombre: Joseph Magoya, President y un número y un teléfono adónde él me va a llamar y no me va a encontrar.
Guardé la tarjeta. Medio colectivo 26 me miró con reprobación.
Pero no me importa. De ahora en más, no volveré a tirar la tarjeta de un millonario, puede que me contrate Forbes. Mi olfato para los millonarios es único. Siempre supe dónde encontrar millonarios, siempre. Me pregunto si Forbes sabrá cuántos millonarios poderosos toman el 26. Mientras, me dicen vanidosa. ¿Pero qué quieren que haga? Me echaron a perder, no es mi culpa.
martes, 10 de agosto de 2010
LA REVOLUCION COMIENZA EN CUALQUIER SITIO
Es un lugar pequeño. Muchos caminantes sin duda lo rehuyen. Es una casa de comidas con aspecto descuidado. Ese descuido melancólico que a veces rodea lo que amamos demasiado. No puedo explicar muy bien ese concepto, porque no es un concepto. A veces los lugares descuidados lo son porque sus dueños trabajan mucho. Y no hay tiempo para decoraciones vanas, para diseños. No hay tiempo para el espejismo. Hay tiempo de volar entre las cacerolas, preparando y lavando lo que los albañiles, los taxistas y las escritoras del barrio van a comer.
De entrada me gustó el nombre de la pizzería. Chaplin. No sólo se llama así, sino que el recuerdo del cómico triste ronda por todo el pequeño local. Como si la melancolía del noticiero y el diario sobre las mesas de fórmica, mirados por solitarios trabajadores, no bastara, un póster desteñido de la película El pibe y un muñeco muy viejo de Chaplin nos recuerdan que el nombre no fue puesto porque si.
A Chaplin le hubiera gustado. La mujer de mediana edad y aspecto juvenil lava la lechuga con energía detrás de un mostrador desde donde el comprador ve cómo se prepara la comida, en cacerolas abolladas y ennegrecidas, algunas sin manijas. Hay un póster de socio de Boca Juniors lleno de hollín del dueño, Beto, que siempre con ojos de estupor comenta las últimas noticias policiales, con un asombro resignado, a veces insoportable, de la crueldad de la vida.(Beto siempre ve la crueldad de la vida, hasta en días soleados como el de hoy, cuando yo escribo sobre él y no lo sabe ni lo sabrá tal vez nunca).
Hace mucho que quiero escribir sobre Chaplin y hoy me dieron la ocasión.
La revolución empieza en cualquier lado. Eso lo declaré al principio. Un chico muy serio envuelve y entrega los pedidos. Desde hace tres años, me habitué a un diario abierto sobre el mostrador, que leía el chico muy serio. Al reclamo de atención por parte de Beto, cuando por concentración en la lectura el chico no reaccionaba, siempre envolvía la comida con un gruñido que los lectores conocemos muy bien. Pero desde hace una semana veo un libro. Fui tres veces en la semana y el señalador marcaba cada vez una página más avanzada. Hoy mi joven amigo estaba a treinta páginas del final. Envolvió mi pedido con un gruñido. El libro se cerró, desequilibrado por la cantidad de páginas pasadas y el chico gruñó más fuerte.
No logo. Un edición muy gastada, de tapas negras, con el plastificado roto. No logo de Naomi Klein, a quien nunca lei.
Me fui pensando que la revolución empieza en cualquier lado. Cualquier sitio es un buen lugar. Recordé mientras caminaba al escritorio a escribir esto la casa de madera de mi tío, el socialista hijo de italianos, que trabajaba en una jamonería y que tenia una biblioteca que envidiarían muchos escritores (y debo añadir que unas lecturas que a muchos autores les hacen falta). Recordé esa villa miseria contruida por italianos donde con lámparas de kerosén, después de la larga jornada en la jamonería o en la papelera cercana a la villa, leían a Rosa de Luxemburgo, a Bakunin, a Byron, a John Dickson Carr, a Alejandro Dumas. No necesitaban ser escritores o intelectuales. El conocimiento no es para los que lo ejercen como medio de vida: es para todos. Es una riqueza humana que de un modo infame pretenden convencernos de que es privativa de quienes pueden pagarse estudios universitarios y pertenecer a la casta de los que poseen los medios del conocimiento, que son hoy día una casta burguesa comparable a quienes poseen los medios de producción, los que Marx quería distribuir entre el pueblo. Hoy los medios de conocimiento son también un pasaporte social que se compra caro. Pero a diferencia de mis ex compañeros de militancia estudiantil, los que gritaban “universidad para los trabajadores”, yo no quiero eso. Yo misma no necesito a la Universidad. Yo pude leer a Splenger y a Descartes y a Leibniz, a Schopenhauer y a Spinoza en un cuarto donde compartía dos colchones con mis dos hijos pequeños. Que se crean otros que necesitan un mediador entre los libros y ellos. Mi amigo, el que envuelve los paquetes en Chaplin, sabe que no necesita más que su hambre de saber y sus preguntas para empezar la revolución.
De entrada me gustó el nombre de la pizzería. Chaplin. No sólo se llama así, sino que el recuerdo del cómico triste ronda por todo el pequeño local. Como si la melancolía del noticiero y el diario sobre las mesas de fórmica, mirados por solitarios trabajadores, no bastara, un póster desteñido de la película El pibe y un muñeco muy viejo de Chaplin nos recuerdan que el nombre no fue puesto porque si.
A Chaplin le hubiera gustado. La mujer de mediana edad y aspecto juvenil lava la lechuga con energía detrás de un mostrador desde donde el comprador ve cómo se prepara la comida, en cacerolas abolladas y ennegrecidas, algunas sin manijas. Hay un póster de socio de Boca Juniors lleno de hollín del dueño, Beto, que siempre con ojos de estupor comenta las últimas noticias policiales, con un asombro resignado, a veces insoportable, de la crueldad de la vida.(Beto siempre ve la crueldad de la vida, hasta en días soleados como el de hoy, cuando yo escribo sobre él y no lo sabe ni lo sabrá tal vez nunca).
Hace mucho que quiero escribir sobre Chaplin y hoy me dieron la ocasión.
La revolución empieza en cualquier lado. Eso lo declaré al principio. Un chico muy serio envuelve y entrega los pedidos. Desde hace tres años, me habitué a un diario abierto sobre el mostrador, que leía el chico muy serio. Al reclamo de atención por parte de Beto, cuando por concentración en la lectura el chico no reaccionaba, siempre envolvía la comida con un gruñido que los lectores conocemos muy bien. Pero desde hace una semana veo un libro. Fui tres veces en la semana y el señalador marcaba cada vez una página más avanzada. Hoy mi joven amigo estaba a treinta páginas del final. Envolvió mi pedido con un gruñido. El libro se cerró, desequilibrado por la cantidad de páginas pasadas y el chico gruñó más fuerte.
No logo. Un edición muy gastada, de tapas negras, con el plastificado roto. No logo de Naomi Klein, a quien nunca lei.
Me fui pensando que la revolución empieza en cualquier lado. Cualquier sitio es un buen lugar. Recordé mientras caminaba al escritorio a escribir esto la casa de madera de mi tío, el socialista hijo de italianos, que trabajaba en una jamonería y que tenia una biblioteca que envidiarían muchos escritores (y debo añadir que unas lecturas que a muchos autores les hacen falta). Recordé esa villa miseria contruida por italianos donde con lámparas de kerosén, después de la larga jornada en la jamonería o en la papelera cercana a la villa, leían a Rosa de Luxemburgo, a Bakunin, a Byron, a John Dickson Carr, a Alejandro Dumas. No necesitaban ser escritores o intelectuales. El conocimiento no es para los que lo ejercen como medio de vida: es para todos. Es una riqueza humana que de un modo infame pretenden convencernos de que es privativa de quienes pueden pagarse estudios universitarios y pertenecer a la casta de los que poseen los medios del conocimiento, que son hoy día una casta burguesa comparable a quienes poseen los medios de producción, los que Marx quería distribuir entre el pueblo. Hoy los medios de conocimiento son también un pasaporte social que se compra caro. Pero a diferencia de mis ex compañeros de militancia estudiantil, los que gritaban “universidad para los trabajadores”, yo no quiero eso. Yo misma no necesito a la Universidad. Yo pude leer a Splenger y a Descartes y a Leibniz, a Schopenhauer y a Spinoza en un cuarto donde compartía dos colchones con mis dos hijos pequeños. Que se crean otros que necesitan un mediador entre los libros y ellos. Mi amigo, el que envuelve los paquetes en Chaplin, sabe que no necesita más que su hambre de saber y sus preguntas para empezar la revolución.
viernes, 6 de agosto de 2010
Un antiguo cuento ruso
En la Rusia de los zares, existía la leyenda del pájaro de fuego. Era único, como el fénix, pero en caso de morir, ocasionaría la desgracia a su dueño y a toda su descendencia. Sólo podía vivir en una jaula de oro, de lo contrario moría, la jaula a su vez debía estar en un palacio, y si se cumplían todas las condiciones, los manzanos daban manzanas de oro y el poder y la fortuna permanecían al lado de su afortunado poseedor. El pájaro de fuego nunca lo abandonaría voluntariamente, pero podía ser robado. A lo largo de la historia de la aristocracia rusa, fue robado innumerables veces, dejando desastre y pobreza al que lo perdía y trayendo riqueza a quien lo ganaba.
El pájaro de fuego era, entonces, el pájaro más codiciado de toda Rusia, por el que los hombres corrían riesgos increíbles y cometían los crímenes más espantosos, por eso se decía que además de la fortuna, atraía a la desgracia.
Era un ave de gran tamaño, sus plumas eran llamaradas. Su pico y sus garras eran de oro puro, y tenía una larga cola iridiscente. Proyectaba largos haces de luz en su derredor día y noche. Por la noche, por sí solo podía iluminar todo un palacio. Se dice que su último poseedor fue Rasputín y que su caída en desgracia se debió a la muerte del pájaro. Lo cierto es que ya no fue visto nunca más y que tampoco hubo más zares en Rusia.
IVÁN, EL LOBO GRIS Y EL PÁJARO DE FUEGO
El zar Berendei estaba muy insatisfecho del rumbo que tomaban sus negocios, así que llamó a sus tres hijos y les ordenó ir en busca del pájaro de fuego. El menor de ellos, llamado Iván, emprendió la cabalgata solo por los caminos de la gran Rusia. Al llegar la noche se detuvo en campo abierto, dio de comer al caballo y se echó a dormir sobre la dura estepa. Al despertar no encontró a su caballo, hasta que, desesperado, vio el túmulo de sus huesos. Estaba muy abatido, sin saber cómo proseguir cuando un gran lobo gris le inquirió que le pasaba.
—Ha muerto mi caballo, ¿cómo quieres que esté? No puedo seguir mi camino ni volver a mi hogar.
—Tu caballo me lo comí yo. Y no puedo creer que llames hogar a ese palacio. Me da pena verte triste, zarevitz. ¿Adónde vas?
—Voy en busca del pájaro de fuego.
—En tu caballo hubieras tardado tres años en llegar hasta él. Y no hubieras vivido tanto tiempo en estos caminos sin alguien que te guíe. Mira los buitres, cómo rondan sobre nuestras cabezas. Seguramente esperaban llevarse a la boca algo más que tu caballo. Como me lo he comido y aunque creo que no valía gran cosa, te serviré para compensarte. El zar Afrón se ha vuelto asombrosamente rico en poco tiempo. Podríamos comprobar que lámpara prodigiosa alumbra sus jardines. Sube a mi grupa, zarevitz. Te llevaré al pájaro de fuego.
Iván hizo como le decía. El lobo corrió como una exhalación cruzando la estepa, luego azotó los bosques como un huracán, temblando los árboles a su paso, mientras Iván sentía sudor frío y vértigo aferrado a sus crines, sin poder hablar. Por fin rodearon un lago y tras él se alzaban altas murallas: los dominios del zar Afrón.
Las murallas eran muy altas y se veía en sus almenas guardias apostados.
—Algo muy valioso guarda así —murmuró Iván entre dientes. La resolución estaba en sus ojos y el lobo gris lo comprendió.
—A la noche habrá una fiesta y los guardias se emborracharán con todos lo demás. No tengas miedo, zarevitz. Aguardaremos la noche.
La predicción resultó acertada y poco a poco el palacio quedó inerme mientras la fiesta y la noche avanzaban.
—Salta la muralla y no tengas miedo. En un palacete verás una ventana, en la ventana verás al pájaro de fuego en una jaula de oro. Toma el pájaro, pero no toques la jaula.
Hizo Iván como el lobo le dijo. No le resultó difícil encontrar al pájaro, proyectaba largos haces de luz desde su ventana. Su largo cola tenía destellos rojos, el oro de su pico relucía como una sol en la noche. Lo tomó Iván con delicadeza, era como llevar una estrella entre los brazos.
Caminó con él escuchando la música y los gritos que provenían de la fiesta. Saltó con alguna dificultad la muralla y le dedicó una reluciente sonrisa al lobo gris.
Partieron. Rodearon el lago, cruzaron los bosques como una exhalación, evitaron la estepa, ya al llegar cerca del reino del padre de Iván el lobo se despidió.
—Estás cerca de tu hogar, yo ya no puedo seguir contigo. Pero volveré a verte muy pronto. Caminando llegarás a tu hogar, si no surge un imprevisto. ¡Suerte, zarevitz!
Iván quedó intrigado por las últimas palabras de lobo gris. Emprendió el camino a buen paso hacia el palacio.
Pero en el camino lo esperaban sus dos hermanos mayores. Habían cabalgado mucho buscando el pájaro de fuego, pero volvían con las manos vacías. En sus ojos brilló la codicia al ver el pájaro resplandeciente en brazos de Iván. Lo atacaron. El zarevitz no se pudo defender, lo mataron y se llevaron el Pájaro de Fuego.
Los cuervos volaban ya sobre Iván cuando lo encontró el lobo gris, que apresó entonces un cuervo.
—Vuela, cuervo, en busca de agua de la vida y agua de la muerte.
El cuervo levantó vuelo. Tardó mucho, pero trajo el agua de la vida y el agua de la muerte, el lobo roció entonces las heridas del joven con ella, las heridas cicatrizaron y un momento más tarde el zarevitz estaba despierto.
—¡Qué profundo era mi sueño!
—Tan profundamente dormías que de no ser por mí no hubieras despertado nunca. Tus hermanos te mataron y robaron el Pájaro de Fuego. Monta encima de mí sin pérdida de tiempo.
No tardaron en alcanzar a los dos asesinos. El lobo gris los mató a dentelladas.
El zarevitz se inclinó ante el lobo que le había dado la fortuna y la vida.
Cuando llegó al palacio supo que su padre había muerto y que él era el nuevo zar.
El pájaro de fuego era, entonces, el pájaro más codiciado de toda Rusia, por el que los hombres corrían riesgos increíbles y cometían los crímenes más espantosos, por eso se decía que además de la fortuna, atraía a la desgracia.
Era un ave de gran tamaño, sus plumas eran llamaradas. Su pico y sus garras eran de oro puro, y tenía una larga cola iridiscente. Proyectaba largos haces de luz en su derredor día y noche. Por la noche, por sí solo podía iluminar todo un palacio. Se dice que su último poseedor fue Rasputín y que su caída en desgracia se debió a la muerte del pájaro. Lo cierto es que ya no fue visto nunca más y que tampoco hubo más zares en Rusia.
IVÁN, EL LOBO GRIS Y EL PÁJARO DE FUEGO
El zar Berendei estaba muy insatisfecho del rumbo que tomaban sus negocios, así que llamó a sus tres hijos y les ordenó ir en busca del pájaro de fuego. El menor de ellos, llamado Iván, emprendió la cabalgata solo por los caminos de la gran Rusia. Al llegar la noche se detuvo en campo abierto, dio de comer al caballo y se echó a dormir sobre la dura estepa. Al despertar no encontró a su caballo, hasta que, desesperado, vio el túmulo de sus huesos. Estaba muy abatido, sin saber cómo proseguir cuando un gran lobo gris le inquirió que le pasaba.
—Ha muerto mi caballo, ¿cómo quieres que esté? No puedo seguir mi camino ni volver a mi hogar.
—Tu caballo me lo comí yo. Y no puedo creer que llames hogar a ese palacio. Me da pena verte triste, zarevitz. ¿Adónde vas?
—Voy en busca del pájaro de fuego.
—En tu caballo hubieras tardado tres años en llegar hasta él. Y no hubieras vivido tanto tiempo en estos caminos sin alguien que te guíe. Mira los buitres, cómo rondan sobre nuestras cabezas. Seguramente esperaban llevarse a la boca algo más que tu caballo. Como me lo he comido y aunque creo que no valía gran cosa, te serviré para compensarte. El zar Afrón se ha vuelto asombrosamente rico en poco tiempo. Podríamos comprobar que lámpara prodigiosa alumbra sus jardines. Sube a mi grupa, zarevitz. Te llevaré al pájaro de fuego.
Iván hizo como le decía. El lobo corrió como una exhalación cruzando la estepa, luego azotó los bosques como un huracán, temblando los árboles a su paso, mientras Iván sentía sudor frío y vértigo aferrado a sus crines, sin poder hablar. Por fin rodearon un lago y tras él se alzaban altas murallas: los dominios del zar Afrón.
Las murallas eran muy altas y se veía en sus almenas guardias apostados.
—Algo muy valioso guarda así —murmuró Iván entre dientes. La resolución estaba en sus ojos y el lobo gris lo comprendió.
—A la noche habrá una fiesta y los guardias se emborracharán con todos lo demás. No tengas miedo, zarevitz. Aguardaremos la noche.
La predicción resultó acertada y poco a poco el palacio quedó inerme mientras la fiesta y la noche avanzaban.
—Salta la muralla y no tengas miedo. En un palacete verás una ventana, en la ventana verás al pájaro de fuego en una jaula de oro. Toma el pájaro, pero no toques la jaula.
Hizo Iván como el lobo le dijo. No le resultó difícil encontrar al pájaro, proyectaba largos haces de luz desde su ventana. Su largo cola tenía destellos rojos, el oro de su pico relucía como una sol en la noche. Lo tomó Iván con delicadeza, era como llevar una estrella entre los brazos.
Caminó con él escuchando la música y los gritos que provenían de la fiesta. Saltó con alguna dificultad la muralla y le dedicó una reluciente sonrisa al lobo gris.
Partieron. Rodearon el lago, cruzaron los bosques como una exhalación, evitaron la estepa, ya al llegar cerca del reino del padre de Iván el lobo se despidió.
—Estás cerca de tu hogar, yo ya no puedo seguir contigo. Pero volveré a verte muy pronto. Caminando llegarás a tu hogar, si no surge un imprevisto. ¡Suerte, zarevitz!
Iván quedó intrigado por las últimas palabras de lobo gris. Emprendió el camino a buen paso hacia el palacio.
Pero en el camino lo esperaban sus dos hermanos mayores. Habían cabalgado mucho buscando el pájaro de fuego, pero volvían con las manos vacías. En sus ojos brilló la codicia al ver el pájaro resplandeciente en brazos de Iván. Lo atacaron. El zarevitz no se pudo defender, lo mataron y se llevaron el Pájaro de Fuego.
Los cuervos volaban ya sobre Iván cuando lo encontró el lobo gris, que apresó entonces un cuervo.
—Vuela, cuervo, en busca de agua de la vida y agua de la muerte.
El cuervo levantó vuelo. Tardó mucho, pero trajo el agua de la vida y el agua de la muerte, el lobo roció entonces las heridas del joven con ella, las heridas cicatrizaron y un momento más tarde el zarevitz estaba despierto.
—¡Qué profundo era mi sueño!
—Tan profundamente dormías que de no ser por mí no hubieras despertado nunca. Tus hermanos te mataron y robaron el Pájaro de Fuego. Monta encima de mí sin pérdida de tiempo.
No tardaron en alcanzar a los dos asesinos. El lobo gris los mató a dentelladas.
El zarevitz se inclinó ante el lobo que le había dado la fortuna y la vida.
Cuando llegó al palacio supo que su padre había muerto y que él era el nuevo zar.
lunes, 26 de julio de 2010
El hechizo de la gata blanca
Se lo oía a la medianoche. A la hora señalada, su esbelta y fuerte figura se recortaba en la pared medianera. De nada servían los piedrazos de mi hermano o los gritos de mi padre. En su pelaje amarillo se reflejaba la luna.
El maullido era imperativo, nacido de las entrañas de la carne, un llamado que no se podía desoír.
Ella era pequeña y la llamábamos Duquesa. La trajimos a nuestra casa siendo diminuta, y recuerdo que su pelo blanco y suave le daba una apariencia frágil. Era nívea. Creció, pero poco. Siempre fue una gata pequeña. El nombre de Duquesita se lo puso mi abuela. Así debían ser las duquesas según ella, pálidas y frágiles.
Pero el llamado del gato amarillo, con el poder de la sangre ardiente, incólume en la medianera, altanero frente a los gritos, indiferente frente a las piedras, debía ser oído.
Duquesa se escapaba. Se iban juntos saltando techos.
Yo era una niña, pero no tanto. Algo comprendía del llamado lunar, algo intuía. El hechizo del gato bajo la luna.
Fueron cinco noches de luna. Cinco noches en que Duquesa, al oír el llamado, se escurría entre mis brazos y se fugaba con su amante por los techos.
A la sexta noche, Duquesa dormía en mis brazos. Parecía más desmayada que dormida. Mi hermano preparaba la artillería para el gato amarillo. Pero no vino.
La noche era oscura. No hubo llamado, ni pelaje amarillo reflejando la luna. Ya no volvería.
Pasaron meses y el vientre de Duquesa pesaba. Era más frágil que nunca, más débilmente principesca que nunca. Daba ternura su blanca debilidad. Cada tanto, sentía que preguntaba por él. Me asomaba a la medianoche al patio, preguntándome en qué tejados haría, cada noche, su invocación a la luna.
Llegó la tarde del alumbramiento. Yo estaba sola. Mi padre estaba de viaje, y mi abuela, enferma en un hospital, con mi madre a su lado. Yo sola estaba con Duquesa. Era mi responsabilidad.
La oí gemir. En la cama de mis padres, en la habitación a oscuras, la oi llorar. Vi como trataba de reanimar su primer cría muerta. Envolví al prematuro cachorro muerto en un pañuelo y acomodé la gata sollozante en una caja de almacén forrada de sábanas. La llevé caminando a la veterinaria. Caminaba lo más rápido que podía, agitándome y por una vez entendí esa frase común de las novelas viejas “preciosa carga”.
La espera en la sala de la veterinaria fue angustiosa. La dulce duquesa era muy pequeña para parir. Se le hizo una cesárea
A las dos horas la veterinaria me trajo en una caja a la madre anestesiada y a las tres crías.
-No puede dar de mamar por la anestesia-me dijo-pero la cría necesita leche. Vas a tener que atenderlas vos.
Contemplé el interior de la caja. Eran tres gatitas preciosas. De pelo amarillo, negro y blanco.
Todas las gatas de tres colores son hembras-explicó la doctora.
Recordé al amante nocturno, su largo pelo amarillo…
Esa noche la pasé en vela, mojando una y otra vez mi dedo en leche, intentando que las tres gatitas se salvaran, dándoles calor en mi falda. Porque el invierno era crudo, la casa muy abierta y la noche, eterna.
Con los primeros rayos de luz, entró, despacio, mi madre. Me dijo que mi abuela dormía y ella venia a descansar un rato. Miro a las gatitas.
Se recostó en el sillón y yo con ella. Pasó su brazo por mi espalda y recostó la cabeza. Yo me acurruqué en su hombro.
Dormimos.
El maullido era imperativo, nacido de las entrañas de la carne, un llamado que no se podía desoír.
Ella era pequeña y la llamábamos Duquesa. La trajimos a nuestra casa siendo diminuta, y recuerdo que su pelo blanco y suave le daba una apariencia frágil. Era nívea. Creció, pero poco. Siempre fue una gata pequeña. El nombre de Duquesita se lo puso mi abuela. Así debían ser las duquesas según ella, pálidas y frágiles.
Pero el llamado del gato amarillo, con el poder de la sangre ardiente, incólume en la medianera, altanero frente a los gritos, indiferente frente a las piedras, debía ser oído.
Duquesa se escapaba. Se iban juntos saltando techos.
Yo era una niña, pero no tanto. Algo comprendía del llamado lunar, algo intuía. El hechizo del gato bajo la luna.
Fueron cinco noches de luna. Cinco noches en que Duquesa, al oír el llamado, se escurría entre mis brazos y se fugaba con su amante por los techos.
A la sexta noche, Duquesa dormía en mis brazos. Parecía más desmayada que dormida. Mi hermano preparaba la artillería para el gato amarillo. Pero no vino.
La noche era oscura. No hubo llamado, ni pelaje amarillo reflejando la luna. Ya no volvería.
Pasaron meses y el vientre de Duquesa pesaba. Era más frágil que nunca, más débilmente principesca que nunca. Daba ternura su blanca debilidad. Cada tanto, sentía que preguntaba por él. Me asomaba a la medianoche al patio, preguntándome en qué tejados haría, cada noche, su invocación a la luna.
Llegó la tarde del alumbramiento. Yo estaba sola. Mi padre estaba de viaje, y mi abuela, enferma en un hospital, con mi madre a su lado. Yo sola estaba con Duquesa. Era mi responsabilidad.
La oí gemir. En la cama de mis padres, en la habitación a oscuras, la oi llorar. Vi como trataba de reanimar su primer cría muerta. Envolví al prematuro cachorro muerto en un pañuelo y acomodé la gata sollozante en una caja de almacén forrada de sábanas. La llevé caminando a la veterinaria. Caminaba lo más rápido que podía, agitándome y por una vez entendí esa frase común de las novelas viejas “preciosa carga”.
La espera en la sala de la veterinaria fue angustiosa. La dulce duquesa era muy pequeña para parir. Se le hizo una cesárea
A las dos horas la veterinaria me trajo en una caja a la madre anestesiada y a las tres crías.
-No puede dar de mamar por la anestesia-me dijo-pero la cría necesita leche. Vas a tener que atenderlas vos.
Contemplé el interior de la caja. Eran tres gatitas preciosas. De pelo amarillo, negro y blanco.
Todas las gatas de tres colores son hembras-explicó la doctora.
Recordé al amante nocturno, su largo pelo amarillo…
Esa noche la pasé en vela, mojando una y otra vez mi dedo en leche, intentando que las tres gatitas se salvaran, dándoles calor en mi falda. Porque el invierno era crudo, la casa muy abierta y la noche, eterna.
Con los primeros rayos de luz, entró, despacio, mi madre. Me dijo que mi abuela dormía y ella venia a descansar un rato. Miro a las gatitas.
Se recostó en el sillón y yo con ella. Pasó su brazo por mi espalda y recostó la cabeza. Yo me acurruqué en su hombro.
Dormimos.
jueves, 15 de julio de 2010
OTRA EMINENCIA PARA EL PANTEON
INVENTANDO LA NUEVA CIENCIA
DIÁLOGOS ENTRE GREGORY BATEEFON Y SU HIJA ANNE MEAD BATEEFON.INVENTANDO LA NUEVA CIENCIA (¿YA LO DIJE?)
Hija: Padre, ¿en qué consiste la cambiante relación entre el poder y la libertad?
Padre: Hija, no tengo la más puta idea.
Hija: ¿No tienes la más miserable y callejera idea?
Padre: Tú sabes, a tu edad debieras ya saberlo, bueno, ejem, ya no eres una niña, ¿no?, que ellas sólo trabajan por dinero. Y tu madre me dejó sin nada.
Hija: ¿Debo interpretar que el dinero es la base de los conflictos entre poder y libertad?
Padre: No sé, hace tanto que no lo veo que ya no sé cómo es. A propósito, ejem, ¿tienes alguno de esos papeles verdes, ya sabes, los retratos aquellos de héroes patriotas que gestaron la independencia de esta tierra de hombres libres pero por desgracia no solteros? Quisiera ver uno para recordarlos.
Hija: Aquí tienes.
Padre: Oh, qué feo era Washington. ¿Tienes más? Quisiera ver si en todas las fotos sale igual de feo.
Hija: Tómalos todos.
Padre: ¡Oh! ¡Qué feo que era! ¿Fierazo, eh? Pero ¡que carácter! ¡Qué fuerza de voluntad! ¡Esos eran héroes! Jefferson era feo también. Prometeicos, eso eran.
(Comentario: mi padre se extasió hasta las lágrimas contemplando los rostros de aquellos héroes prometeicos.)
Padre: Hija, presiento que estos vulgares retratos son el comienzo de una nueva disciplina, que combinará los métodos de la antigua frenología y la moderna caracterología con un pegamento estético. Mucho me temo que necesitaré más de estos tristes y mediocres remedos de retratos.
Hija: Padre, no me has decepcionado. Por un minuto temí que tu inteligencia hubiera sufrido un decaimiento propio de tu decrepitud, pero ahora sé que solo fue un momento de aparente imbecilidad y que tu mente se estaba preparando para ampliar una vez más el horizonte de la ciencia. Debo distraerte de tu nueva preocupación para proseguir con esta insípida entrevista. Ya sabes, me pagan por ella.
Padre: ¡TE PAGAN! ¡POR SUPUESTO! Hija, por la edad me torno olvidadizo, recuérdame que te recuerde que me traigas más de esos papeles verdes y sucios. Pregúntame, nomás.
Hija: Padre, muchos filósofos han definido el carácter femenino y el masculino como funciones primariamente diferentes cuyas naturalezas son intrínsecamente distintas y sus personalidades claramente diferenciadas. Esta visión del carácter femenino y del masculino...
Padre: Abrevia, hija, abrevia. Lo bueno, si breve, etc...
Hija: Padre, ¿por qué las mujeres somos así y los hombres son asá?
Padre: Hija, 'así' viene del castellano antiguo, que quiere decir precisamente 'así' y 'asá' proviene del antiguo sumerio, que significa 'asa', como el asa de la taza y eso significa que nos tienen agarrados por...
Hija (interrumpiendo): Padre, recuerda que esta entrevista es para los estudiantes de Bibliotecología, que son vírgenes hasta los treinta años...
Padre: Por el asa de la taza. Recuerdo cuando tu madre investigaba la idiosincracia del poncho tehuelche precolombino, preocupadísima porque las tejedoras hacían dos agujeros en su tela, cuando el poncho requiere sólo uno para la cabeza, como tú sabes. Los arqueólogos durante décadas no supieron hallar una respuesta, pero claro, llegó tu madre.Y tu madre sí que supo desentrañar el misterio, vaya.
Hija: Ahora está investigando a los reducidores de cabezas.
Padre: Oh, hija, qué alegría me das. ¿Sabes que los reducidores de cabezas buscan con especial afán aquellas que son más duras? ¿Pero tú sabes por qué es?
Hija: Presumo, infiero y deduzco que es porque es fácil partirlas de un hachazo, con lo cual reducirlas a pedazos es más simple y barato...
Padre: ...Mientras que las cabezas blandas tienen que ponerlas en remojo varios días, hasta que se deshaga el cráneo ¡bien! Hija, has heredado de mí tu talento y de tu madre sólo la nariz. A propósito, te digo para que no sufras que ella tardará años en volver. Esos estudios antropológicos requieren toda una vida, porque los indígenas son gente complicada y tienen costumbres un poco raras, en fin.
Hija: ¡Oh, no! Justamente ya está en viaje, está muy feliz porque aprendió la técnica de los reducidores de cabeza y me dijo por teléfono que estaba ansiosa de analizarla contigo. Dijo que nada mejor que una cabeza firme y consistente como la tuya para analizar sus pormenores. ¡Oh, padre, qué feliz me siento de que vuelvan a colaborar el uno con el otro!
Padre: (bellamente emocionado) Sí. Bueno, hija, siento malograr tu entrevista, pero creo que me iré. Un primo lejano de tu tío segundo dejó el gas abierto en el Golfo Pérsico y me pidió que se lo cerrara. Déjale un saludo a tu madre.
DIÁLOGOS ENTRE GREGORY BATEEFON Y SU HIJA ANNE MEAD BATEEFON.INVENTANDO LA NUEVA CIENCIA (¿YA LO DIJE?)
Hija: Padre, ¿en qué consiste la cambiante relación entre el poder y la libertad?
Padre: Hija, no tengo la más puta idea.
Hija: ¿No tienes la más miserable y callejera idea?
Padre: Tú sabes, a tu edad debieras ya saberlo, bueno, ejem, ya no eres una niña, ¿no?, que ellas sólo trabajan por dinero. Y tu madre me dejó sin nada.
Hija: ¿Debo interpretar que el dinero es la base de los conflictos entre poder y libertad?
Padre: No sé, hace tanto que no lo veo que ya no sé cómo es. A propósito, ejem, ¿tienes alguno de esos papeles verdes, ya sabes, los retratos aquellos de héroes patriotas que gestaron la independencia de esta tierra de hombres libres pero por desgracia no solteros? Quisiera ver uno para recordarlos.
Hija: Aquí tienes.
Padre: Oh, qué feo era Washington. ¿Tienes más? Quisiera ver si en todas las fotos sale igual de feo.
Hija: Tómalos todos.
Padre: ¡Oh! ¡Qué feo que era! ¿Fierazo, eh? Pero ¡que carácter! ¡Qué fuerza de voluntad! ¡Esos eran héroes! Jefferson era feo también. Prometeicos, eso eran.
(Comentario: mi padre se extasió hasta las lágrimas contemplando los rostros de aquellos héroes prometeicos.)
Padre: Hija, presiento que estos vulgares retratos son el comienzo de una nueva disciplina, que combinará los métodos de la antigua frenología y la moderna caracterología con un pegamento estético. Mucho me temo que necesitaré más de estos tristes y mediocres remedos de retratos.
Hija: Padre, no me has decepcionado. Por un minuto temí que tu inteligencia hubiera sufrido un decaimiento propio de tu decrepitud, pero ahora sé que solo fue un momento de aparente imbecilidad y que tu mente se estaba preparando para ampliar una vez más el horizonte de la ciencia. Debo distraerte de tu nueva preocupación para proseguir con esta insípida entrevista. Ya sabes, me pagan por ella.
Padre: ¡TE PAGAN! ¡POR SUPUESTO! Hija, por la edad me torno olvidadizo, recuérdame que te recuerde que me traigas más de esos papeles verdes y sucios. Pregúntame, nomás.
Hija: Padre, muchos filósofos han definido el carácter femenino y el masculino como funciones primariamente diferentes cuyas naturalezas son intrínsecamente distintas y sus personalidades claramente diferenciadas. Esta visión del carácter femenino y del masculino...
Padre: Abrevia, hija, abrevia. Lo bueno, si breve, etc...
Hija: Padre, ¿por qué las mujeres somos así y los hombres son asá?
Padre: Hija, 'así' viene del castellano antiguo, que quiere decir precisamente 'así' y 'asá' proviene del antiguo sumerio, que significa 'asa', como el asa de la taza y eso significa que nos tienen agarrados por...
Hija (interrumpiendo): Padre, recuerda que esta entrevista es para los estudiantes de Bibliotecología, que son vírgenes hasta los treinta años...
Padre: Por el asa de la taza. Recuerdo cuando tu madre investigaba la idiosincracia del poncho tehuelche precolombino, preocupadísima porque las tejedoras hacían dos agujeros en su tela, cuando el poncho requiere sólo uno para la cabeza, como tú sabes. Los arqueólogos durante décadas no supieron hallar una respuesta, pero claro, llegó tu madre.Y tu madre sí que supo desentrañar el misterio, vaya.
Hija: Ahora está investigando a los reducidores de cabezas.
Padre: Oh, hija, qué alegría me das. ¿Sabes que los reducidores de cabezas buscan con especial afán aquellas que son más duras? ¿Pero tú sabes por qué es?
Hija: Presumo, infiero y deduzco que es porque es fácil partirlas de un hachazo, con lo cual reducirlas a pedazos es más simple y barato...
Padre: ...Mientras que las cabezas blandas tienen que ponerlas en remojo varios días, hasta que se deshaga el cráneo ¡bien! Hija, has heredado de mí tu talento y de tu madre sólo la nariz. A propósito, te digo para que no sufras que ella tardará años en volver. Esos estudios antropológicos requieren toda una vida, porque los indígenas son gente complicada y tienen costumbres un poco raras, en fin.
Hija: ¡Oh, no! Justamente ya está en viaje, está muy feliz porque aprendió la técnica de los reducidores de cabeza y me dijo por teléfono que estaba ansiosa de analizarla contigo. Dijo que nada mejor que una cabeza firme y consistente como la tuya para analizar sus pormenores. ¡Oh, padre, qué feliz me siento de que vuelvan a colaborar el uno con el otro!
Padre: (bellamente emocionado) Sí. Bueno, hija, siento malograr tu entrevista, pero creo que me iré. Un primo lejano de tu tío segundo dejó el gas abierto en el Golfo Pérsico y me pidió que se lo cerrara. Déjale un saludo a tu madre.
martes, 13 de julio de 2010
PRESENTACION DE EL JARDIN DE LAS DELICIAS
Presentación de libro
en la
Biblioteca Nacional
“El jardín de las delicias” de Paula Ruggeri
El lunes 19 de julio a las 19hs., en la Sala Juan L. Ortiz de la Biblioteca Nacional (Agüero 2502 3º piso), se presentará el libro de Paula Ruggeri “El jardín de las delicias” editado por Ediciones Cuásar.
La presentación estará a cargo del actor y dramaturgo italiano Matteo Belli; el humorista y escritor Rudy y de la autora de la novela Paula Ruggeri.
Entrada Libre y Gratuita.
en la
Biblioteca Nacional
“El jardín de las delicias” de Paula Ruggeri
El lunes 19 de julio a las 19hs., en la Sala Juan L. Ortiz de la Biblioteca Nacional (Agüero 2502 3º piso), se presentará el libro de Paula Ruggeri “El jardín de las delicias” editado por Ediciones Cuásar.
La presentación estará a cargo del actor y dramaturgo italiano Matteo Belli; el humorista y escritor Rudy y de la autora de la novela Paula Ruggeri.
Entrada Libre y Gratuita.
miércoles, 7 de julio de 2010
DIARIO DE VIAJE DE UNA DAMA INGLESA
Acaba de zarpar el barco rumbo a Dakar. No temo más que a los mosquitos, sin embargo, George no hace más que pasearse nerviosamente por la cubierta y llegó a preguntarle al capitán si no es posible que un tiburón salte sobre el navío; el capitán le ofreció un cigarrillo, se negó, le ofreció un lexotanil y lo tomó. No le sirvió de nada: ahora mismo le pregunta a un grumete si cayó alguna vez una piraña a la cubierta. El grumete le pregunta con sorna si desea piraña para el almuerzo, yo salgo en ayuda de mi marido diciendo en voz bien alta que prefiero tapir para el almuerzo, pero que me reserven las pirañas para la cena. Dicho esto tomo a George por el brazo y me lo llevo a estribor, donde la sola vista de una gaviota lo hace temblar, porque la semana pasada vio una película de Hitchcock y creyó que era un documental de la National Geographic.
Bajo a mi camarote y me tiro a descansar. Cuando consigo conciliar el sueño George dice que tiene miedo y se pasa a mi cama.........................................................................
Nos interrumpen golpeando la puerta del camarote y preguntando con voz potente qué son esos gritos: yo respondo que es George, que tiene miedo. El capitán murmura en voz baja que estamos los dos locos, pero su voz es tan clara que lo escuchamos. Seguimos gritando y revolcándonos un poco más, pero George me dice que está cansado, que le duele la cabeza y que no es un objeto. Yo digo que los hombres no sirven para nada y voy a conversar con el grumete, que intentó hacerme salir de mi error, pero lamentablemente nos interrumpe el capitán, que al parecer no sabe hacer otra cosa. Para comprobar si sabe o no hacer otra cosa, lo acompaño a su camarote. Estaba él en plena demostración de su utilidad y yo a punto de admitir mi error con humildad clamorosa, cuando abre la puerta el bendito de George. Tiene tanto miedo que con tal de salir del maldito barco no objeta que el capitán lo tire por la borda. Yo lo despido con el pañuelo en alto, pero en el fondo sé que es lo mejor para él. No me gustan las despedidas demasiado largas, así que vuelvo al camarote del capitán, pero entro por error en el de Lady Cardew Trench, esa vieja trucha estaba con el timonel. Yo digo que Dios le da pan a los que no tienen dientes y le escondo la dentadura postiza, luego me preocupo por el timón. Vuelvo a cubierta y me encuentro con el capitán. Le manifesté mi fuerte y enérgica queja como súbdita de la Corona Británica por el comportamiento indecoroso del timonel y el descuido general que se observa en el barco, donde la cubierta no tiene parquet y además no hay papel higiénico en los baños. Tras oírme con el entrecejo de marino fruncido, da órdenes al cocinero para que se ocupe del timón. Yo creo conveniente desmayarme un poco y, mientras exhalo suaves quejidos pidiendo mis sales, él me levanta con sus nervudos brazos y me lleva a la sentina, donde me ata con fuertes nudos marineros. Mis experiencias en la sentina las contaré en otro volumen y en japonés: temo la reacción del gobierno.
Bajo a mi camarote y me tiro a descansar. Cuando consigo conciliar el sueño George dice que tiene miedo y se pasa a mi cama.........................................................................
Nos interrumpen golpeando la puerta del camarote y preguntando con voz potente qué son esos gritos: yo respondo que es George, que tiene miedo. El capitán murmura en voz baja que estamos los dos locos, pero su voz es tan clara que lo escuchamos. Seguimos gritando y revolcándonos un poco más, pero George me dice que está cansado, que le duele la cabeza y que no es un objeto. Yo digo que los hombres no sirven para nada y voy a conversar con el grumete, que intentó hacerme salir de mi error, pero lamentablemente nos interrumpe el capitán, que al parecer no sabe hacer otra cosa. Para comprobar si sabe o no hacer otra cosa, lo acompaño a su camarote. Estaba él en plena demostración de su utilidad y yo a punto de admitir mi error con humildad clamorosa, cuando abre la puerta el bendito de George. Tiene tanto miedo que con tal de salir del maldito barco no objeta que el capitán lo tire por la borda. Yo lo despido con el pañuelo en alto, pero en el fondo sé que es lo mejor para él. No me gustan las despedidas demasiado largas, así que vuelvo al camarote del capitán, pero entro por error en el de Lady Cardew Trench, esa vieja trucha estaba con el timonel. Yo digo que Dios le da pan a los que no tienen dientes y le escondo la dentadura postiza, luego me preocupo por el timón. Vuelvo a cubierta y me encuentro con el capitán. Le manifesté mi fuerte y enérgica queja como súbdita de la Corona Británica por el comportamiento indecoroso del timonel y el descuido general que se observa en el barco, donde la cubierta no tiene parquet y además no hay papel higiénico en los baños. Tras oírme con el entrecejo de marino fruncido, da órdenes al cocinero para que se ocupe del timón. Yo creo conveniente desmayarme un poco y, mientras exhalo suaves quejidos pidiendo mis sales, él me levanta con sus nervudos brazos y me lleva a la sentina, donde me ata con fuertes nudos marineros. Mis experiencias en la sentina las contaré en otro volumen y en japonés: temo la reacción del gobierno.
sábado, 12 de junio de 2010
NACERÁ UNA BRUJA
Un día nació una bruja y fue tan grande el temor de perecer aferrados a su talle ondulante como aquel otro temor antiguo a perder la vida por el canto de las sirenas. Pero las sirenas daban su vida en el canto y no pretendían más que se la devolvieran en su justo valor. Esta bruja, no una sirena,( que se hubiera cuidado de los humanos no llegaran hasta ella), tuvo que decir un último enigma y confiar al destino su solución, atados sus brazos y piernas a un tronco, con el que fue quemada.
Ella pronunció en un susurro: “Nacerá de mis cenizas una bruja que no os atreveréis a quemar”.
Vientos desatados llevaron sus cenizas.
En una tierra cercana nació una mujer. Temiéndola por su inteligencia, el padre la encerró en lo alto de una torre. Solo la lluvia entraba por la ventana tan alta. Y llegó el día en que un rey enemigo asaltó el castillo. El castillo ardía y la joven no pudo esperar mas auxilio que el de la amada tormenta. Pero con la tormenta llegó un caballero y la rescató. Pensó en tomarla de esclava. Pero tímidamente, la mujer, la hija de la bruja que había perecido en las llamas, le contó su historia.
“Amo la tormenta”, dijo ella y calló. Sintiéndose incapaz de toda cobardía, el caballero la sedujo. Tuvieron hijos e hijas. Las hijas heredaron el antiguo poder de las cenizas y tuvieron otras hijas. Una de esas hijas escribió la historia con el fin de que las hijas dispersas se sepan hermanas y de que los hombres recuerden su poder, que resulta de la unión del conocimiento y la poesía, de la inteligencia y el valor, del leer en la celeste armonía que existen más límites que los finitos.
Un día nacerá una bruja
Ella pronunció en un susurro: “Nacerá de mis cenizas una bruja que no os atreveréis a quemar”.
Vientos desatados llevaron sus cenizas.
En una tierra cercana nació una mujer. Temiéndola por su inteligencia, el padre la encerró en lo alto de una torre. Solo la lluvia entraba por la ventana tan alta. Y llegó el día en que un rey enemigo asaltó el castillo. El castillo ardía y la joven no pudo esperar mas auxilio que el de la amada tormenta. Pero con la tormenta llegó un caballero y la rescató. Pensó en tomarla de esclava. Pero tímidamente, la mujer, la hija de la bruja que había perecido en las llamas, le contó su historia.
“Amo la tormenta”, dijo ella y calló. Sintiéndose incapaz de toda cobardía, el caballero la sedujo. Tuvieron hijos e hijas. Las hijas heredaron el antiguo poder de las cenizas y tuvieron otras hijas. Una de esas hijas escribió la historia con el fin de que las hijas dispersas se sepan hermanas y de que los hombres recuerden su poder, que resulta de la unión del conocimiento y la poesía, de la inteligencia y el valor, del leer en la celeste armonía que existen más límites que los finitos.
Un día nacerá una bruja
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