domingo, 20 de septiembre de 2009

La Sirena en tierra

La conocí hace años. Hace tantos años. No recuerdo si fue en un circo. No recuerdo si fue en un hospital, cansada, las tristes piernas cubiertas con un chal demasiado ajado. No sé si no fue en casa, en mi infancia, cubierta con un vestido de flores, ella preparaba tallarines en silencio obcecado

Tal vez fue en una maternidad. Tal vez gritaba en la sala de partos vecina a la que yo estaba, también en un grito sangrante. No sé si no la vi en la calle, con un niño y una lata de monedas, no sé si fue en una peluquería, haciendo lavar su largo cabello ingobernable. Tantas veces la vi, a ella, La Sirena.

Me lo dijo todo. Mil veces, como si sirviera para algo, pero sabiendo ambas que no serviría de nada. Inútil como todo el conocimiento, la sirena me contó la verdad sobre si misma.

Ella lo dijo todo. Estas son sus palabras. Presten atención, porque entonces sabrán, con sólo oir su murmullo, si la mujer que les pregunta la calle o les envuelve la comida para llevar, o esa que duerme en su cama, es una sirena en el lugar equivocado.

Y así dijo ella, La Sirena:

Una sirena deja el agua porque tiene sed, una sed ingobernable de sueños. El hombre de una sirena es un sueño del que nunca es dueño. Sueñas amarlo con la boca abierta por las corrientes submarinas, entre corales y algas. Pero es imposible.Y debes irte. Debes dejar el mar, la espuma, tu alimento de liquen.

No hay forma de que un hombre sepa jamás lo que una sirena piensa. Su canto es un canto hermético. Es un secreto, propagado por la brisa. El misterio sireinaico no puede nunca ser revelado, pero la sirena puede ser rota, dañada, muerta, sin jamás revelar su secreto.

Sólo se puede descubrir a la sirena contaminando las aguas, hacer el claro en lo oscuro talando el bosque secreto. La selva descubierta ya no es selva.

La espada del conquistador, inflexible y dura, puede herirla, pero no penetrarla. Esa es la perfidia de la sirena. Jamás Armida fue tan pérfida como cuando se dejó tronchar en el árbol de mirto, según confesó Reynaldo antes de morir, los ojos soñando y la boca en sangre.

El cazador de sirenas, que es el más recio de los hombres, abre estelas tan sutiles entre las olas que sueña que su carne es piedra, que se sueña espada viva y se siente eterno en su sueño fugaz, que siempre será sueño y siempre será fugaz. Entonces la sirena se adueña del botín más preciado: el sueño de su cazador que de ella sólo tiene la vigilia.

Debe definirse como característica esencial el silencio de la sirena, más elocuente que su canto.

Cuando la sirena se niega a cantar es cuando más sufrimiento causa al hombre su voz.
Una
sirena en silencio es la angustia del cazador de sirenas. Entonces él comprueba la impenetrabilidad, el secreto incansable e invencible de las aguas.

miércoles, 26 de agosto de 2009

A pedido del público vuelve la antropóloga intrépida

¿DÓNDE ESTÁS, BOB FOSSE?

Ah, cuando yo era joven. Vivía en Siberia, era feliz, no tenía sífilis, no había conocido a Bob.
Fue aquí, en África. Podía elegir a cualquiera, pero tuvo que ser él.
Me abandonó. Y aquí, en el corazón de África, planeo mi siniestra venganza, con el latir de los tambores del siniestro brujo de la tribu, quien gusta de la buena música cuando se prepara esos estofados de antropólogo australiano como solo él lo sabe hacer.

—Diablos, se dijo la escritora y arregló la cinta de la máquina de escribir—Cómo conmover a la platea, esa era la cosa_ Qué difícil. Qué dura es la vida del artista. Y cómo están los mosquitos. Me gasto el sueldo en espirales y repelentes que no sirven para nada. Y el calor no se aguanta más: la remera se me pega al cuerpo pero si me la saco me van a ver los vecinos porque mi cuñado no viene a ponerme la cortina.


Es una noche calenturienta en África Ecuatorial y pican los mosquitos. Aquí en África la vida es dura, pero además es corta. Maldición, cada aforismo que digo me recuerda a Bob. No siempre la vida fue tan dura, después de todo. En realidad. En fin, que en África no hay dinero para mosquiteros, el sueldo se te va solamente en la quinina, y apenas hay que conformarse con cortinas de bambú. Pero soy una mujer curtida y un mosquito de mas o de menos no es nada para mí. Si solo tuviera a mi Bob.

Suena el teléfono. La escritora arroja al suelo un sombrero inexistente y lo patea. Es su cuñado, para decirle que no puede poner la cortina hoy y que mañana Camila baila jazz en la escuela y si no sabe como se vestían las bailarinas de jazz. Cómo habrán notado, el lema de la literatura de este prodigio de escritora es que nada se pierde y todo se transforma.

Decía que era una noche calenturienta y pican los mosquitos. ¿ Ya les hable de Bumba Catunga? Lloro solitaria pero no estoy sola. Conmigo está Bumba Catunga, el fiel sirviente negro, que ronca panza arriba. Si en un rato no lo despiertan los mosquitos, lo sacudiré para que tome su quinina. Hace tanto calor que lloro y no se nota porque las lágrimas se evaporan haciendo señales de humo que dicen “¿dónde estás, Bob Fosse?” “Te cavaste la fosa, Bob Fosse”, “te arrancaré los ojos Bob etc...”
Bob Etc... salió a comprar cigarrillos hace veinte años y aún no ha regresado. Ahora debe estar mucho más viejo, prefiero al negro, pero se duerme. Es lógico, de día lo hago trabajar. Pero no es como mi Bob Fosse. Él cocinaba, lavaba, planchaba. ¿Dónde estás, Bob Fosse?
Las hienas ríen como mi destino. ¿Estarán digiriendo a mi Bob Etc.? Era tan pesado que podrían digerirlo veinte años. Era indigesto.

Bah, esto es una porquería. El problema es que el negro está dormido, por eso es aburrido. Si estuviera despierto sería más emocionante. Lo voy a despertar.

Tomé el látigo y le acaricié con él la espalda.
— Despierta, Bumba Catunga—que quiere decir “hombre con rulos” —Necesito pasión ardiente. Si no me sirves, arrancaré el tótem del poblado otra vez y después te tocará lavarlo”.
— No, por favor—en su voz temblaba la súplica—Médico brujo hará mucho mal. Dice que ser arpía chiflada.
— Si, soy arpía y me gusta serlo y me gustó mucho ese tótem la semana pasada, me gusta más que vos, pero no quiero problemas con la tribu y si no me satisfaces, te azotaré.
— Entonces azótame, me duele menos.
— Ah, mond dieu. Maldito seas Bumba Catunga. No quiero lastimarte. Solo bésame.
— Ama, es que si solo te lavaras los dientes a la mañana...
— Imbécil, una aventurera como yo no se lava los dientes jamás. Bésame.
— Con la boca cerrada sí, ama.
— Maldita sea, quien dijo en la boca. ¿También querés que te haga un mapa?
— Dice médico brujo que francesa ser malvada.
— Ahí si me lavo, te lo juro.
— Eso dijo la semana pasada y no era verdad
— Me puse perfume.
— No insistas, amita, me duele la cabeza.
— Maldición, Bumba Catunga, empiezo a creer que eres un impotente, como dicen en el poblado. Dime que no es verdad.
— Es verdad. ¿Me venderás nuevamente?
— No, Bumba Catunga. Tu conversación me agrada y encuentro que ese tótem me gusta mucho.
— ¡No, ama! ¡El tótem sagrado no! Médico brujo enojar. Quemar esta casa. Yo me voy.
(Sale corriendo)
Me quedo sola. Las hienas ríen.
¡ Oh, Bob Fosse! — Mis ojos se llenan de lágrimas— ¿Dónde estás, Bob Fosse?

sábado, 15 de agosto de 2009

El auténtico Capitán Alatriste, en exclusiva

DE CÓMO QUEVEDO ESCRIBIÓ UN SONETO

No era un hombre muy guapo ni muy honrado, pero su nariz tenía alcances prodigiosos. Al menos así lo pregonaba Caridad la Estrafalaria, con una sonrisa que pretendiendo ser maliciosa, era ciertamente beatífica. Como notarán, mi estilo difiere de anteriores entregas, pero esta vez me he asesorado mejor leyendo a los grandes de la prosa estilista y refinada. Creo que antes lo hacía bastante mal y ya han adivinado en mí al otrora joven cronista Iñigo de Balboa, sólo que ahora escribo muchísimo mejor.Y volviendo a Alatriste, dejo constancia de que su nariz, maliciosidades estrafalarias aparte, tenía alcances prodigiosos. En ciertos lances abandonaba la espada y prescindía de la vizcaína para embestir a su adversario con ella y por eso Quevedo, que no tenía mucho que envidiar, la admiraba y la denominaba con diversos epítetos, al cual más reluciente y elegante. Enemigo de soeces burlas que por otra parte disminuían la expectativa de vida al que las pronunciara, se refería al portentoso aditamento de nuestro protagonista con versos al cual más ingenioso. Qué bien que escribo ahora. En mi opinión mi prosa dejaba mucho que desear, era mas bien tosca. No tenía elegancia. Y ahora escribo tan bien. Si el Dómine Pérez viviera estaría admirado de su otrora imbécil discípulo. Imbécil me llamaba cuando conjugaba mal los verbos y confundía versos de Quevedo con versos de Gorgonsola que él mismo me enseñaba a escondidas. Y de Gorgonsola se trata esta entrega.
Alatriste había escapado por milagro a una estocada que le tendiera el vil italiano y vino a descansar, maltrecho y resoplando, a la taberna de la Estrafalaria, donde Quevedo se emborrachaba para mi solaz y para que yo ensayara mi caligrafía (torcida, según el cura Pérez), copiando sus versos. Siempre lo hacía así y yo era su escriba, porque en la mañana con la resaca que tenía no se acordaba de nada, y así es como yo seguí paso a paso el poema que dedicara a Alatriste y otros muchos poemas, como aquel, “Cerrar podrá mis ojos la postrera”, que yo copié, felizmente, porque al día siguiente el decía “Cerrar podré mi puño en tus ojeras” y sostenía que era un verso magnífico.
Cuando entró Alatriste, Quevedo maldecía a Gorgonsola como de costumbre.
— “Ese Gorgonsola culterano
Al que llamo el corcovado”
— Otra vez sopa — dijo Alatriste, y se sentó. Corriendo llegó la Estrafalaria con una jarra de vino, volcándola en la mesa mientras Alatriste hundía la punta de su nariz en el opulento pecho de la Caridad esa que, estrafalaria y todo, todavía estaba buena. Pocos años más tarde ella fue caritativa conmigo también, pero eso ya fue un bajón.
— Escuchad, Alatriste, tengo un trabajito para vos. Bonita espada llevas en la cara. Ya quisiera el monasterio tener tal monumento.
— De que se trata el trabajo — dijo el capitán, que estaba de mal humor— y cuánto es la paga. Ya sabes que yo distribuyo estocadas tanto porque hay dinero como porque no me lo dan.
Quevedo miró su vaso de vino con su característica mala leche.
— Yo ya me presumía
Que tu nariz era judía
— Xenófobo— exclamó la Estrafalaria mientras limpiaba el vino derramado en la madera.
—¿Qué animal es ese? — preguntó Quevedo.
— Tú.
­— Cállate, mujer— Alatriste le pegó un pisotón.
— Sexista— le dijo la Estrafalaria alejándose de la mesa.
— Ese animal me gusta más— declaró Quevedo.
— El trabajito ­— prosiguió— es dejar a Gorgonsola rengo. Un golpe de los que tú sabes. Que todo Madrid sepa que lo he dado yo, pero que preso, si hay que irlo, vayas tú. Cuando lo ataques le dirás el siguiente soneto...
— Deja el soneto. ¿Cuál es la paga? — dijo el capitán, apuntando a Quevedo con su segunda espada.
— Terrible sería que estornudaras. Nunca lo había pensado.
—¿Cuál es la paga? — repitió sordamente el capitán
— Seis dinares.
— Bah — sorbió un trago de vino cuidando que su nariz quedase fuera del vaso.
— Tres rublos
— Me haces estornudar
— Cinco maravedíes
— Trato hecho. Gorgosola por mí ya se queda tuerto
— Cojo
— Por diez escudos, también tuerto.
— Cinco maravedíes y un poema para ti si lo dejas ciego
— Diez escudos y lo dejo sordomudo
Quevedo lo miró largamente y dijo por fin:
—Érase una nariz como un embudo.
— Quince escudos — insistió Alatriste—. Te lo dejo cojo, tuerto y sordomudo.
—¿Por cuánto me lo dejas también muerto?
— Muerto por veinte escudos y un soneto.
— Erase una nariz pintando el techo. Me conformo con que quede tuerto.
—¿Y cojo?
­— Déjame meditar. Tuerto, cojo y ya es jorobado.
“¿Quién lleva joroba y parche
Y arrastra una pierna con donaire?
Para que se rían las gallinas
Calle arriba Corcovilla
Para que se aparten las matronas
Acá viene Gorgonsola”
—¿Meditaste?
— Medité que lo quiero manco. A propósito, más vino y tu nariz tendrá un rojo paulatino.
El capitán hizo una seña y la Estrafalaria se acercó con otra jarra. Alatriste clavó su mirada serena y turbia como pantano en invierno en el poeta y con los dedos hizo cuentas.
— Cojo, sordomudo, tuerto y manco ­— exclamó el insigne sonetista—. Y un soneto, bien mirado, es bastante buena paga, así que olvida los escudos. Ya lo tengo: Erase un hombre a una nariz pegado. La humanidad te recordará por siempre. Y ahora recuerdo que el Duque de Osuna cierta vez por un soneto me pagó... Procurad no cortar mi inspiración, Alatriste con vuestra quejumbrosidad nasal. Amenazáis estornudar, me lo veo venir, un océano o un firmamento, pero procurad desistir mientras acabo yo mis versos. Ya sabéis, los efluvios a mí me vienen de las musas, pero en el caso vuestro prefiero ignorar de donde vienen. ¡Voto a Dios!
Y el capitán estornudó. Y su estornudo permaneció aún cuando su propietario se había ido y cuando la Estrafalaria limpiaba las mesas, aún lo sentía en mis orejas. Y esa noche vi a Alatriste en la habitación hundir su mirada turbia como ciénaga en otoño en el vino rojo y su nariz, de tonalidades opalescentes, era como un reto a los abismos de esa España que buenos soldados tuviera si les diera buena paga. Un sobrino del tío de mi hermana fue a pelear a Flandes hace veinte años y todavía le deben cinco sueldos y tres ranchos. Y bien mirado, aunque soy un prosista refinado, escribiré de ahora en mas en verso, cual aprendí del gran Quevedo y a un doblón cada uno, poemas haré como ninguno.
Y estando ya agotado
Me despido de vuestras gracias
Por no padecer la desgracia
De parecer poco inspirado

viernes, 7 de agosto de 2009

Un pequeño animal efímero : el rotifer y su amigo Nodier

Cuenta Alejandro Dumas en sus memorias la siguiente historia oída a Charles Nodier, profundo conocedor de los animales fantásticos a los que no consideraba fantasías, y sobre cuya existencia daba no pocos testimonios. El que vamos a relatar es casi desconocido, aparentemente el rotifer fue sólo visto por Nodier.

“Llegará el día en que se descubrirán las ondinas, los gnomos, los silfos, las ninfas, los ángeles, como yo he descubierto mi rotifer. Todo consiste en hallar un microscopio para los infinitamente transparentes, como lo hemos hallado para los infinitamente pequeños. Antes de la invención del microscopio solar, la creación se detenía para el hombre en el ácaro, estaba muy lejos de sospechar que hubiese serpientes en el agua, cocodrilos en el vinagre, delfines azules. Se inventó el microscopio solar y se vio todo eso. En el agua que bebemos hay hidras, ictiosaurios en el vinagre. Y hay efímeros, como mi rotifer. Mucho antes que todos hice yo experimentos con los infinitamente pequeños. Un día, después de haber sometido al examen el agua, el vino, el queso, el pan, en fin, todos los ingredientes con los que se pueden hacer experiencias, obtuve de mi tejado un poco de arena mojada —en aquella época vivía en un piso sexto— la metí en la caja de mi microscopio y apliqué a él el ojo. Entonces vi que se movía un animalito extraño, de la forma de un velocípedo, armado con dos ruedas que se movían rápidamente. Si tenía que atravesar un río, las ruedas le servía como las de un vapor; si tenía que recorrer un terreno seco, las ruedas le servían como las de un carro. Lo miré, lo detallé, lo dibujé. Después me acordé de pronto de que mi rotifer —lo bauticé así, aunque luego lo llamé tarantantelo—, me acordé de pronto que mi rotifer me había hecho faltar a una cita. Tenía prisa, tenía que habérmelas con uno de esos animáculos a quienes no les gusta esperar, uno de esos efímeros a que se llama mujer. Dejé mi microscopio, mi rotifer y el poquito de arena que era su mundo. En el sitio adonde iba tenía que hacer otro examen continuo y concienzudo que me retuvo toda la noche. No volví hasta el día siguiente por la mañana. Me dirigí al microscopio. Durante la noche, la arena se había secado y mi pobre rotifer, que sin duda necesitaba la humedad para vivir, había muerto. Su imperceptible cadáver yacía del lado izquierdo, sus ruedas estaban inmóviles, el vapor no caminaba ya y el velocífero se había detenido.
Muerto y todo, el animal no dejaba de ser una curiosa variedad de los efímeros, y su cadáver merecía ser conservado, como el de un mamut o un mastodonte. Únicamente, que ya comprenderá usted que era preciso tomar precauciones muy grandes para manejar un animal cien veces más pequeño que un cirón, precauciones mayores aún que si se tratase de una animal diez veces mayor que un elefante. Entre todas mis cajas, escogí una cajita de cartón; la destiné a ser tumba de mi rotifer, y con la barba de una pluma, transporté la porción de arena de la caja del microscopio a la de cartón. Contaba enseñar aquel cadáver a grandes científicos, pero no hallé a esos señores y si los hallé, se negaron a subir a mi sexto piso, y en esto, yo olvidé el cadáver de mi rotifer durante tres meses o tal vez un año. Un día, por casualidad, vino a mi mano la caja, y entonces quise ver el cambio que se había operado en el cadáver de mi efímero. El tiempo estaba nublado y llovía. A fin de ver mejor, acerqué el microscopio a la ventana y vacié en una caja el contenido de la de cartón. El cadáver del pobre rotifer seguía inmóvil sobre la arena; únicamente que el tiempo, que se acuerda tan cruelmente de los colosos, perecía haber olvidado algo infinitamente pequeño. Miré mi efímero con curiosidad fácil de comprender, cuando, de pronto, una gota de lluvia cae en la caja del microscopio y humedece la arena. Al contacto de aquella vivificante frescura, me pareció que mi rotifer se reanimaba, que movía una antena y luego la otra, que daba vueltas a una de las ruedas y luego a las dos, que recobraba su centro de gravedad, que sus movimientos se regularizaban, que vivía. El milagro de la resurrección, en el que Voltaire no creía, acababa de realizarse, no al cabo de tres días, sino al cabo de un año... Diez veces renové la misma prueba: diez veces se secó la arena y diez veces murió el rotifer; diez veces humedecí la arena y diez veces resucitó el rotifer. Lo que yo había hallado no era un efímero, era un inmortal. Probablemente mi rotifer había vivido antes del Diluvio y debía sobrevivir al juicio final.
Un día en que por vigésima vez, me disponía a renovar la experiencia, una ráfaga de viento se llevó la arena seca, y con ella mi rotifer. Después he vuelto a buscar arena del tejado y de otros lugares, pero siempre inútilmente, jamás he hallado el equivalente de lo que he perdido. Mi rotifer era no sólo inmortal, sino también único”.

martes, 21 de julio de 2009

Bibliofilia

BIBLIOFILIA

Voy a pontificar: no es verdaderamente pobre quien nunca ha tenido que vender sus propios libros.
En mi tierna infancia, me apresuraba a leer los clásicos, porque sabía que irremediablemente irían a parar al banco de empeños, esto fue motivo de que a la edad de doce años alcanzara extraordinaria erudición, culpable de no pocos problemas sociales y, peor, lingüísticos en mi consecuente adolescencia. No entraré en detalles porque me gusta ir rápidamente al grano, pero baste con decir que para mi era casi irresistible exclamar juramentos en francés y hablar en la segunda persona del plural hispano. Lo último desapareció, por fortuna, pero lo primero lo sigo haciendo, en voz baja y cuando estoy sola.
No llegué a tiempo para vender la cuantiosísima biblioteca de mis padres. Ya para cuando tuve edad de ir a una librería sola prácticamente de ella no quedaba nada. "¿Cómo?", diría mi madre. Lo diré rápidamente: mis padres conocieron tiempos mejores y por eso afrontan la pobreza con visceral cobardía. En lugar de vender expeditivamente los libros, decirles valientemente adiós, sin ilusiones insanas, preferían dilatar la agonía de la pérdida llevándolos a empeñar. Durante dos o tres meses decían confiados que ya los sacarían, luego de cuatro o cinco podían confesarse que no, pero ya no constituía un impacto, porque los habían olvidado.
Ocurrió así la paulatina pauperización de la biblioteca familiar, hecho que me llevó a conocer las bibliotecas públicas. La predilecta por mí es la de Juramento y Cramer, en Belgrano. Tenía varias particularidades: para empezar, que en lugar de tener sólo libros de texto, como la mayoría de las bibliotecas de barrio, tenía novelas, una cantidad maravillosa, increíble de novelas. La atendía en ese entonces una tuerta visionaria, que por tedio ni siquiera pretendía ayudarme a elegir 'el texto', horrorosa inclinación, yo diría, delirio de poder, de todas las bibliotecarias.
Afortunadamente, la biblioteca familiar volvió a enriquecerse por la herencia de un tío, bibliófilo prodigioso. Este tío, el inefable tío Omar, vivió en Bernal, en un lugar pintoresco llamado "Recreo Marconi". Así se sigue llamando en homenaje o por olvido, del italiano que se estableció allí primero y fundó el pueblo. Las casas están hechas con trozos de muebles y pedazos de autos viejos: la mejor de todas tenía ventanas gracias a que el dueño había tenido la suerte de hallar las puertas de un Citröen y la astucia de constituir con ellas las paredes. No está el barrio habitado por pigmeos; por esta desgracia constitucional los habitantes padecen de lumbalgia traumática crónica (los sociólogos se fascinarían). El Recreo Marconi no es (preciso aclarar) una villa miseria: las villas miseria pertenecen a este tiempo y a este mundo y el Recreo Marconi existe fuera de ambas cosas (los sociólogos jamás lo entenderían).
En medio de todo esto, emergían como un castillo medieval las sólidas maderas de la casa de mi tío. En esta zona baja, a cientos de metros del río, la casa estaba asentada en la única colina: cuatro maderas hacían de pilares, como en las casas de los isleños; estas maderas estaban cubiertas de curiosos rosales que subían por ellas como enredaderas. Rodeaban la casa nubes de fieles mosquitos, que no la abandonaban ni por un instante: se diría que la solitaria casita tenía para ellos una irresistible atracción, inexplicable por la famélica carne que la habitaba. La casa tenía tres habitaciones en el superior (y único) piso: llenas de libros. Sobre pilas de libros, apoyaban dos lámparas a kerosene (no había luz eléctrica, ni baños, ni agua corriente, comida, cada tanto... ¡pero libros!). No sólo de pan vive el hombre: también de clásicos de la literatura universal y novelas policiales, parecía susurrar el ambiente.
Pronto, sin embargo, el hambre comenzó a asediarlos: mi tía contemplaba agónica como el tío Omar dejaba la casa con una bolsa repleta de clásicos ingleses. Dos horas después volvía, con la bolsa igualmente cargada. Mi tía se incorporaba entonces y anhelante preguntaba:
"--¿Lo conseguiste?"
"--Si", respondía el tío Omar, con voz satisfecha y descargaba el contenido de la bolsa en el piso: montones de novelitas del Oeste. Al Benson, John Smith: los mejores.
Ella entonces lanzaba un suspiro lastimero; era menester tomárselo con filosofía y tomando un libro nuevo se extendía en el catre "porque leer un nuevo libro sacia el hambre". Y a cuántos habría convenido saberlo antes.
Pues bien, mis tíos, incomprensiblemente dadas su sana filosofía y forma de vida, fallecieron antes de lo esperado. Después del lógico período de duelo mis hermanos y yo fuimos al Recreo a buscar nuestra herencia: libros, está de más decirlo. Cuando llegamos, la casa había sido casi devastada: los vecinos, sin dejarse estar por su lumbalgia, mientras nosotros nos dejábamos sumergir en la tristeza, habían conseguido ya sacar la mitad de los libros y los habían vendido como papel viejo al cartonero del barrio, cosa que el mismo nos informó al nosotros llegar y asombrarnos de su prosperidad. Él, que no era bobo, los había vendido como libros y no como papel. Nos mostró el par de zapatos relucientes y el encendedor que había ganado con su especulación vil. Lo cierto es que faltaban unos cinco mil libros, así que el pobre hombre resultó estafado; cosa que pasa por no conocer a los libreros. Por lo menos mi tío los cambiaba, aunque más no fuera por las obras maestras de John Smith, pensé mientras a mis ojos afluían las lágrimas.
Fuera como fuere, aún nos quedaban cinco mil libros. El traslado a nuestra casa en Villa Urquiza fue una tarea titánica: del Recreo a la estación de Bernal había que recorrer tres kilómetros a pie, por un camino de tierra que con las lluvias se volvía un lodazal (y siempre que íbamos llovía).
Al fin la casa estaba repleta de libros otra vez: volvía a parecer un hogar. Pero nada dura y el hombre no puede bañarse dos veces en el mismo río, ni vender dos veces el mismo libro. Por consiguiente, y puesto que los libros que no teníamos ya los habíamos vendido (la lógica es algo implacable), y nuestras lecturas no nos habían enseñado el estoicismo, nos vimos obligados a salir a vender nuestra herencia apenas cobrada.
Mis padres esta vez no intervinieron en la transacción: no es igual llevar primero ediciones de Las mil y una noches al Banco de empeños, con aire de nobleza insultada (a la nobleza le sienta bien ser insultada y da un tono particular al cutis, decía mi madre), que ir a vender novelas del Oeste a librerías de usados. Eso no me inmutaba, soportaba las miradas de los libreros, con la seguridad interior de que Tolstoi se hubiera enamorado de mi.
Pero no se equivoquen: amamos los libros. Nuestros sufrimientos al venderlos se elevaban al martirio, pero un martirio que sentaba maravillosamente bien a nuestras almas literarias, que templó nuestros corazones, en fin, que nos llevó a conocer todas las librerías de Buenos Aires, a odiar como se debe odiar a todos los libreros, a conocer las bibliotecas públicas, a maldecir a todas las bibliotecarias, ya lo ven: a llevar una existencia que Verlaine hubiera aprobado y hubiera incitado a Tolstoi, quizás, a mi redención.
En fin, aquí espero. Cinco mil libros se acaban pronto: se venden más rápido de lo que se leen.

Epílogo
Sentados junto al fuego de las hornallas, soportando el frío invernal, con las narices azuladas y los dedos entumecidos, elevamos una única súplica, rezamos esperanzados.
Cada tanto alguno tiene una idea, pronto sin embargo las cabezas vuelven a caer sobre las manos que apenas las sostienen.
--Esos malditos... los libreros, están más suspicaces que nunca -murmura Diego.
Las cuatro cabezas se levantan, cruzamos miradas afiebradas, un nuevo brillo las anima. Una idea perversa, si, una idea, un objeto perverso anima nuestras mentes. ¡Robar libros! Es menester haber caído, si, Tolstoi ya no se enamoraría de mi, Verlaine nos seguiría aprobando, Dostoievski al menos...
Nos aproximamos al fuego. Las cuatro cabezas, separadas, piensan juntas, los cuatro brazos se extienden y las manos se unen. Y pronunciamos un horrible juramento.
Maulló un gato (negro).

domingo, 12 de julio de 2009

ROSA ENCARNADA

La Rosa Encarnada era el símbolo de los Elphergs, familia reinante de Ruritania, mi patria elegida entre tantas que habitan mi biblioteca. Durante años supe decir el parlamento de la princesa Flavia, y vi la rosa roja que estruja Rodolfo de Rassendyll entre mis manos. No sabia entonces, cuando leí por primera vez esa historia, que el amor iba a rozarme con sus alas blancas o el dolor iba a ensombrecer mis días, como un gigantesco Ave Roc que tapara el cielo todo, no dejándome ver más que el lecho donde dormían mis hijos. No sabía entonces que es la furia la que estruja la Rosa Encarnada de los Elphergs, y que no sólo la dulzura es la que entreabre los labios. No sabia leyendo a Anthony Hope que muy pronto sería madre y que a lo largo de los años de mi juventud, escribíría un largo poema. Ese largo poema se llama La Rosa Encarnada. Ya no es de los Elphergs, sino mía. Durante muchos años durmió en cuadernos de espiral, me acompañó en todas mis mudanzas, la ilustraron garabatos de mis hijos pequeños, la regué despacio mientras les cantaba canciones de cuna. Rara vez le mostraba a alguien esos poemas. Las supuestas autoridades les bajaron el pulgar: un poeta premiado me dijo que leyera poetas modernos, un escritor de éxito me dijo que leyera más poesía antes de escribir. No les hice caso:, conocía uno a Pessoa, el otro a Quevedo, pero ninguno de ellos sabía quien era Ronsard. Así que los ignoré y, a pesar de ellos, cada noche, cuando mis hijos dormían, tenía mi cita con el viento contra la ventana, el aullido infinito de un perro negro y el canto del zorzal. Así regué la rosa encarnada, así escribí cientos de poemas. Esos niños que miraba dormir mientras escribía ya no son niños. Y la rosa encarnada ya no se esconde, como escribí una vez, en alta torre. Acaba de ser publicada por Rúcula Libros, ilustrada por la niña que garabateaba en los márgenes de las hojas que su madre llenaba de versos. Sus garabatos ya no son simples (jamás los fueron) Mírenlos: http://elmargendelahoja.blogspot.com./ Verán la tapa de La Rosa Encarnada. El libro que descansa en la mesa de luz de mi hijo, a quien se lo dediqué hablándole de "El Gigante Egoista", el cuento de Wilde que leíamos antes de dormir él y escribir yo. A Matteo Belli le dedico este libro. Su interpretación del poeta del año 1200 llamado Ruggeri, como yo, que defiende su poesía ante un obispo (de voz tenebrosa, vieja y rencorosa, sería tal vez un poeta premiado en el Medioevo, un bestseller del monasterio) me dio valor, como conté alguna vez en este blog. Matteo Belli leyó un cuento del libro y, mirándome muy serio, él , un artista completo, un juglar lleno de magia, me dijo que lo había leido tres veces para analizarlo. Es por eso, y por mi admiración a su arte, que me hizo crecer y madurar como poeta, que el libro le está dedicado. Que un intérprete de Dante analice mi Rosa Encarnada, es un honor. Me daré el gusto de transcribir aquí la carta con que el editor dio su aprobacion a los poemas, como verán, no iba dirigida a mi, sino que me fue reenviada. Creo que es una carta de aceptación de antología, de un editor-poeta y de paso le quitará toda su melancolía a este post. Acá va la carta del señor Pablo Ferro, editor de Rúcula Libros, quien junto a Federico Ferro y Ruth Olivera han formado esa fabulosa editorial. Me hace feliz que estas personas maravillosas hayan decidido hacer el esfuerzo económico de editar este libro de poemas, como me dijo Federico: "para sacarlos del cuaderno, para romper la maldición". La carta de Pablo Ferro “No tengo el mail de Paula, pero me gusta cómo escribe. Está completamente chiflada, es la síntesis perfecta de Blanca Nieves, la bruja maléfica de la Bella Durmiente y Susan Sontag, jejé. Perfecta la poesía que lleva por título: PREGUNTA. Zen borgeano. "La promesa del Cielo es el Infierno" (Aterrador). Suena como "Let me show you fear, in a handfull of dust". Bernard Shaw decía que no había que dejarse coimear por la promesa del Cielo futuro. Borges decía que Stevenson hubiera dicho que no había que dejarse tentar por la promesa del Infierno. No vale la pena ser bueno, si hay recompensa. Qué mérito tendría ¿no? El mérito de hacer la PREGUNTA, acaso la única virtud posible. Y después leo en EL DIABLO ENAMORADO: "Toda tu creación destruida, por destruirme a mí" (Puro Zoroastro, instinto persa, sadismo angelical en plena metástasis). Aquel poema que empieza: "No traigan a Cristo a mi casa", es un blues ideal. Digno de Muddy Waters. Dont let 'em bring Christ, home, oh, no. Y en ACERO Y VERSOS: "Mi precio son dos dragones Uno rojo. Otro blanco" (notable) AL FRUTO DE TU VIENTRE, maravilloso comienzo: "Parirás con dolor Parirás sola Parirás en la noche oscura Parirás en la noche sin luna" "Y a la sombra de seis mil cruces hay un solo Cadalso" (es como un tango medieval) "Yo escribí la historia, nadie puede sellar mis labios" (¿una amenaza de una poetisa-diosa?-tengo miedo) "Tres felices matrimonios. Y tres amantes ahogados. Prosigamos" (me recuerda a Dylan en Under the red sky... , por la músika) "Y nadie más que una mujer puede escribir el cielo" (cuánta razón, dios es la madre universal, o no existe). Me ha gustado el cuento de la Rosa encarnada, "mi patria está en la punta de mi espada", brillante y afiladísimo final para un libro feroz, e inquietantemente elegante. Un honor será contarlo en nuestra humildísima editorial. gracias!!!! Pablo.” Es la mejor carta editorial que recibí jamás. Dejó aquí el link a Rúcula Libros http://www.ruculalibros.com.ar/ Quienes quieran acercarse a la Rosa Encarnada ( y a los libros de Pablo Ferro, mi genial editor), pueden escribir también a bazardeilusiones@gmail.com Hay una Rosa Encarnada en la mesa de luz de Luis. Ella dice: "Duro como el acero, dulce como la miel". Sólo hay un ejemplar con ese verso. Luis sabe por qué.

lunes, 29 de junio de 2009

Un lento conjuro

CONJURO SECRETO

Si una voz te dijera
lo que al viento susurro
que suaves mis manos
te esperan allí
donde mora el ensueño
y el secreto conjuro
en ardiente promesa
te entregara a mí

Si yo te dijera
que ayer por la noche
soñaba despierta
Que tu reina fui
Y que empuñé tu cetro
para hacerlo mío
Y abriendo mis labios
tu espada me hundí

Si yo te ofreciera
Mi sangre en tus sueños
Arrojada y desnuda te dijera:
Bébeme
Y luego desmayara,
Amor y duelo, gloria de una noche:
Traspásame

Al dios le duele el amor secreto,
Roza con su espíritu de llama
Mis piernas que te abrazan en sueños
Y de fuego viste mi corazón
El fuego que gime en mis versos
La Antorcha divina
Que robó Prometeo

Este lento conjuro
Te beberá entero

sábado, 30 de mayo de 2009

La crítica del Dr Jonson

Hoy fue una mañana fría y lluviosa, poco apropiada para la poesía, pero tenía una deuda, con ustedes y con el Dr. Jonson, al que le debía una botella de ginebra. Así que escribí un poema horrible, cosa que nunca lleva esfuerzo así que no me agradezcan. Simplemente se trataba de ver cómo funciona la mejor cabeza crítica de la Argentina.
No es un catedrático. No fue nunca a Filosofía y Letras. Simplemente es un pediatra jubilado, rezongón y borracho, con un hígado a prueba de bulones.
Sin embargo, es el mejor cerebro de la crítica contemporánea.
Su intuición es mágica, sólo con la ayuda de una ginebra, su cerebro puede diseñar un autor a medida del poema que se presente. Así cumplió el viejo anhelo de la crítica, lo llevo más lejos que nadie: Prescindir de los autores.
Escribi un poema por la mañana, y a las cinco de la tarde, me presenté en el bar de Lugano donde él cumple religiosamente horario.
Estaba sentado, cabizbajo. Sus dedos tocaban una taza de café frío. Todavía no cobró la jubilación, así que llego en el momento indicado. Hago una seña al mozo, que no necesita que le indique lo que quiero: una botella de ginebra marca Cañón.
Sirvo el vaso. Jonson se enciende. Parece un autómata cuyo mecanismo se acaba de accionar. Mira la hoja de papel. Toma un sorbo.
Lean el poema y así podrán valorar la magnífica crítica...

Oda terrible


Aciago día el de la ola terrible
que me tumbó abatiendo mis narices
con la ocre sal que rememora el nosocomio.

Micébiles estaban los borloros
y miserables estuvieron los bañeros
que confundieron mareo con ahogo.

Oh Artemisa casi perezco
Oh San Sulpicio, qué martirio
renacer entre la espuma cual Venus
debería ser más divertido.

Si al menos conociera a la griega
mitología el dorado bañero
si al menos hubiese sido Apolo,
¡conformista, le bastaba parecerlo!

No atreviéndose a ser piedra,
ni río ni lluvia de oro
no atreviéndose a ser hombre:
menos aún a convertirse en toro.

Estáis a punto de decirme
¡lo sé! que tal hubiera hecho Zeus
mas se trataba de Apolo.

Es igual confesad que es triste
el destino de una poeta
que fue salvada de las olas...

...sin consuelo sometida
a los azares de la enfermería
y presintiendo el Olimpo
confinada a la camilla.

Jonson leyó esto mismo que ustedes acaban de leer. ¿Tiene este poema algo especial? Es un poco ridiculo, pero nada más. Digno de esta mañana sin sol. Sin embargo él toma de su vaso, alza la vista y abre la boca para bostezar.Me da tiempo de alistar el grabador. Y declama con voz monocorde, clara y sin titubeos
“ Ah, ¡es una obra de juventud de la querida Ema Berdier! (1905-1999) Ema Berdier, la que fuera amante de Juan Fernandez, del servicio de patología del hospital Muñiz. Buen patólogo, bastante bueno, lástima que tomara tanto. Este poema habla claramente de una época de soledad de Ema, confinada en cama por un severo problema de laringe. En él hallamos la frustración, el lúgubre infierno de la insatisfacción, la situación social de la mujer, y la tortura hedónica del deseo, oposición dialéctica ésta que se simula en la aparente dulzura femenina. La dulzura femenina, acaso el único defecto de este poema, ha arruinado brillantes carreras literarias, de poetas que no hallaron nunca en diccionario alguno un sinónimo de la palabra ‘lánguida’. Nótese que Ema Berdier no la utiliza en ninguno de sus poemas, su dulzura es sólo simulada: bajo la apariencia de suavidad de los versos, late un corazón de valkiria, de hurí del paraíso de Mahoma ansiosa de formar un sindicato, de filósofa que intenta liberarse de las cadenas de su belleza, de mujer sensual que no ignora que su destino final es el sacrificio y arremete con la fuerza de la rima, cuando lo que se rima son improperios.”
Dijo todo esto sin respirar, tomó el útimo trago del vaso y dejó caer la prodigiosa cabeza . Sirvo otro vaso. Levanta la cabeza, lleva el vaso a los labios y después de un prolongado y extático brindis consigo mismo y su portentoso cerebro, prosigue así:
“Analicemos el poema. A punto de ahogarse, la rescata un bañero ¿de qué la salva? La salva del mar, es decir, de la libertad. ¿Y qué es un bañero sino un hombre? Es decir que el bañero no la ha salvado, sino que le ha quitado la libertad. ¡Oh Artemisa! exclama la poeta, refiriéndose seguramente a aquella cazadora intrépida y virgen, tal vez la única feminista de todo el Olimpo. Y luego “Oh San Sulpicio”, en un distinto tono, demostrando cómo la burbuja hedónica del deseo siempre se deshace al aparecer la rigidez eclesiástica del internado de señorita donde vivió sus primeros años.
El brillante Apolo se esfuma y aparece en su lugar un vulgar bañero. Se desvanece el hechizo y viene el amargo reproche. “No atreviéndose a ser piedra, ni río ni lluvia de oro...”. Aquí la lírica helenística se nos muestra en todo su esplendor.
Ema A. Berdier es una de las tantas poetas que han sufrido el oprobio de la sociedad masculina. Lo digo porque conocí bien a Juan Fernandez, era buen patólogo, pero todo lo que tomaba era un oprobio. Por eso Ema empezó una larga relación con Victoria Sackville West. La conoció en ocasión de un viaje a Inglaterra. Ema quería ser como Rimbaud en su segunda etapa, cuando se dedicó al comercio, por eso quiso importar de Londres sales para damas, fue una incursión en el capitalismo demasiado poética. Ya hacia esa época las damas no se desmayaban, salvo las hipotensas y lo remediaban con sal de mesa. Conoció a Vicky Sackwille West, ella se desmayaba a menudo y Ema le daba sales, hasta que practicando otros métodos de reanimación, empezó un ardoroso amor, que termino cuando Virginia Woolf las agarró a trompadas. Sin embargo y como siempre ocurre, no sabemos si el amor se concretó o fue simplemente platónico, ejemplificando Vita, o Vicky, simplemente a la Artemisa del poema. En cambio lo del patótogo del Muñiz lo sé de posta, si hasta les presté la llave de mi departamento un montón de veces.
Ema Berdier fue una gran escritora que llegó a todo demasiado temprano o demasiado tarde, nunca a tiempo. Pudo ser un amor imposible de Borges, pero tomaba otro tranvía, pudo suicidarse el mismo año que Lugones, Alfonsina Storni y Horacio Quiroga, pero no tenía ganas, pudo hacer muchas cosas que no hizo. Los últimos años, (como Rimbaud en su segunda etapa), fue comerciante: atendía un lavadero en Villa Crespo. Hoy nos encargamos de darla a conocer, ya que su destino fue tal vez el más triste para una poeta. Aún hoy se sostiene que nunca escribió ella, sino Juan Fernandez.Ese a duras penas escribìa los informes de patología. Un caso entre los muchos de opresión machista en el mundo de las letras.”
Deslumbrante. Llevaba sombrero para la ocasión, me lo quité con respeto. Comprobé que mi grabador había cumplido resguardando sus grandes palabras, gracias a las cuales tenemos otra fascinante historia para la página literaria argentina, una nueva poeta maldita para nuestro panteón. Sólo costó una ginebra. Todavía quedaba para dos vasos, pero no tenía más poemas.
Pagué la cuenta y dejé a Jonson bebiendo con expresión de beatitud.

sábado, 23 de mayo de 2009

El eminente doctor Jonson

Reconozco que sin los críticos los escritores no somos nada. Sin ellos no habría estímulo y a pesar de los best sellers un tanto tiesos que dicen que el escritor que no quiere vender libros miente, la realidad es que la preparación de un escritor requiere muchos años de escribir en que no vende nada, ni puede hacerlo, porque se está formando. Cosa que el best seller al que aludo no ve porque usualmente le ofrecieron escribir un libro cuando era un periodista de televisión o el conductor de un programa radial y se puso a escribir con esa preparación. Esos son los best sellers que duermen años y décadas en los estantes de las grandes bibliotecas, con el polvo que deja la indiferencia de los lectores, libros en los que tres o cuatros milímetros de polvo, significan años sin que nadie toque sus lomos, en esos gigantescos cementerios de la vanidad con foto en el diario. Pero esto es una digresión. Lo que quería decir es que mientras una se forma, sin pensar en el éxito comercial, piensa en el crítico. Instintivamente, todo autor sabe que el crítico es esa persona que justifica su labor. El autor sabe que escribe para el velorio, que él y su libro un día van a estar ahí en un aula sin abrir la boca cosida a la fuerza por la fatalidad, pero con unas ganas de hablar terribles . Se muere de ganas de decir todo pero no puede, se murió hace quinientos años. Y exactamente como en los velorios, están todos opinando sobre él, diciendo lo bueno que era, pero sin dejar de notar todos sus defectos. Son ellos, los críticos, los que dan sentido a nuestra obra: es que nosotros tenemos que escribir versos inútiles para que ellos escriban cosas que de verdad tengan sentido. Es más: si ellos no nos explican, va a parecer que todo lo que escribimos se entiende y eso es muy malo. Uno empieza a leer a Dante con un crítico anticuado, por ejemplo, un tal De Sanctis. El tal De Sanctis, italiano que vivió creo en el siglo XIX, parece genial hasta que viene alguien trayendo un libro de Benedetto Crocce y te lo da con una palmadita en la espalda. Ese otro crítico italiano, un poco más reciente, nos demuestra sin lugar a dudas que De Sanctis es un idiota. Y después lees a otro fulano que te demuestra que Crocce no entiende nada de nada. Mientras tanto y aunque no lo parezca, los versos de Dante permanecen igual. "La meretriz mira con sus ojos putos" Lo miraba con los putos ojos cuando empecé a leer a De Sanctis y lo sigue mirando con los putos ojos ahora también. Lo constato cada tanto. Cada vez que vas avanzando en tus lecturas críticas, abrís el Dante en la misma página y consternada ves que sigue diciendo lo mismo. Bueno, la cuestión es que el crítico que más admiro no es De Sanctis, ni Crocce, ni Harold Bloom, ni ninguno de esos viejos borrachines: yo tengo mi propio Viejo Borrachín: el doctor en pediatría Jonson Porboswell.
 Vive en un bar de Lugano. Nadie lo vio nunca fuera del bar. Ejerció la medicina cuarenta años, cuando se jubiló se dedicó a su gran pasión: la crítica literaria. La crítica en él es el arte de la imaginación: él y su ginebra inventan el marco teórico, el enfoque y la genética literaria de cada texto, pero lleva el asunto más lejos todavía: te inventa el autor o autora, la fecha de su nacimiento y de su muerte, su contexto histórico y sus controversias en vida, sus romances, su sexualidad, no deja detalle librado al azar. Y todo eso, a cambio de una ginebra. Que compraran los vinateros, se pregunta una. El sábado que viene prometo ir, ya que hace tiempo que no lo hago y tirarle un poema cualquiera mientras pido la peor ginebra, que es la única que venden en ese bar, a ver que le sale. Y les prometo que voy a compartirlo con ustedes. El viejo Jonson es imperdible.

lunes, 4 de mayo de 2009

Mi Tía Gilda en París

Fiona, mi prima filósofa que por esas cosas de la vida trabaja de manicura, me trajo hoy este escrito de la Tía Gilda. Gilda tiene ochenta años y ya alguna vez incluí páginas íntimas escritas por ella, porque las creo de gran valor. Este fragmento de diario habla de París, de etimologías y de sueños. Así que lo transcribo, sin cortes ni censura. A diferencia de mi prima Fiona, yo creo que no por hacer explotar frecuentemente calefones Gilda deje de ser, a su modo, una poeta eminente. Así que con ustedes, una vez más , el diario de Gilda Sáenz de Olavarrieta, mi tía, que dice así.

"Hoy vino Fiona, abrió todas las ventanas, me retó porque había dejado el gas abierto y me dijo una vez más que hay un hogar muy lindo donde hay gente simpática de mi misma edad. Creo que sé que anda intentando , dice que podría haberme matado y que me lo estoy buscando por escribir mi diario para el blog de mi sobrina dejando la lechera en el fuego. Así que yo espero que valoren como se merece esta página artística, hato de irresponsables que ignoran que la muerte más horrorosa no es la que nos buscamos, sino la que no buscamos.
Soy una filósofa impresionante, no debería estar acá, en esta cocina destartalada, oyendo cómo gotea la canilla. Debería estar en la Sorbona, dando conferencias y seduciendo estudiantes tiernos que me hablen en francés. Que me digan madame. Siempre quise que me digan madame. Y el afrancesado afrancesamiento francés con un francés. Dios quiera que algún día aprendan a expresarse delicadamente como yo. Manga de cochinos.
Ah, París. Qué daría yo por París. Los cuarenta años de más que tengo. La canilla de la cocina. El horno que ya no funciona. Daría generosamente todo eso y mucho más, por un departamento en Montparnasse, les Champs Elyssés, o el barrio que ustedes quieran, no tengo preferencias. Se me ocurre que puedo ofrecer mi tostadora y, ¡mondieu!, hasta la licuadora. Y mi diario íntimo y mis poemas inéditos, que muy pronto, según Fiona, cuando esté muerta y no lo pueda disfrutar, valdrán una fortuna. Bien —me toca el turno de carraspear, ajustarme el nudo de la corbata y mirar de soslayo mi agenda y las piernas de mi secretario con bermudas—, atiendo cualquier propuesta que quieran hacerme dentro de un razonable límite de tiempo. Mi secretario atenderá sus ofertas. Si me disculpan, tengo una urgente reunión con mi plomero. Ya saben, rutina pero ineludible. Y sonrío con suficiencia.
Sueño. Oh. Sueño.
Ah... París. La luna sobre París. La lluvia en París. Los perros que ladran en París (ladran en francés). El pan francés es tan francés que da pena comérselo. Pero los franceses se lo comen sin compasión. ¡Qué barbarie! Un hombre galante bebe champagne en mi breve zapatilla número 40, a la salida de la ópera, riéndonos de un perro que no sabe ladrar en francés. Malvada, soy malvada. Dos de mis breves zapatillas bastan para emborrachar a un cosaco. El galante francés se queda dormido sobre mi alfombra persa. Desesperada para despertarlo le quemo los bigotes franceses con un fósforo, se quema el francés, se quema la alfombra persa, se quema mi departamento en Montparnasse, arde París.
Y yo ya no tengo canilla, ni horno, ni tostadora, ni licuadora, ni diario íntimo, ni poemas inéditos. Oh, sólo me queda arrojarme al Sena.
Entonces me despierto. Y a partir de ese sueño, aprendí a valorar mis escasas posesiones y sólo las cambiaría por una casa en cualquier barrio de Venecia. Ah, Venecia.
Ya no soñaré más. Un atardecer en Venecia. El León de San Marcos. La noche cayendo sobre las serenas facciones de un bello gondolero. Ya no soñaré más. El gondolero pretende que le pague el viaje, después de... después de... qué bestia ese hombre. Grosero. Poco caballero. ¿Cómo le voy a pagar después de...? Ya no soñaré más. Le tuve que dejar mis zapatillas, que todavía tenían el sabor del champagne y los bigotes chamuscados del francés. Ya no soñaré más. También quiso mi reloj. Ya no soñaré más. Arguyó que mi reloj era berreta. Ya no soñaré más. Le tuve que dejar mi camisa. Y mi cinturón, mi pollera. Sólo me quedó la cruz bendecida por Pablo VI. ¿Bastaría para defenderme de la canaille? Soportaría las vejaciones como una mártir, susurré a la cálida noche veneciana. La luna desnudaba cruel mi escaso pudor. Sólo me quedaba arrojarme al canal.
Ya no soñaré más, cada vez que sueño me despierto más pobre. Y desde mi último sueño no tengo que ponerme. No puedo ir por Europa solamente con una cruz sobre el cuello, aunque la haya bendecido Pablo VI. Qué estúpido gondolero, la cruz era de oro. Ja, ja, ja.
Oh, tan triste y tan pobre.Pensar que guardo una exquisita fortuna en forma de papeles viejos que podría comprar a todos los gondoleros de Venecia y a todos los gañanes de París.
Me encantan los gañanes de París. Nadie sabe que significa gañanes en castellano, pero en las traducciones París está llena de gañanes. Yo quiero ir a Paris para saber como es un gañán. Yo me imagino que un gañan es un hombre joven, de los bajos fondos de París( París es la única ciudad con bajos fondos), que pasea con una camiseta blanca que marca sus bíceps y una boina negra y un cigarro en la comisura por el Barrio Latino (París en la única ciudad con barrio latino), a la pesca de poetas incautas que se hallen perdidas buscando los Campos Eliseos ( Paris es la única ciudad con...eso, los Elíseos). Una pobre poeta maldita que con un poco de esfuerzo puede creerse que el gañán es bueno y que su Je t’aime es auténtico. Aunque presumiblemente y sobretodo pasada cierta edad, a la poeta le importe un comino el je t’aime y todo lo demás. La pregunta es y pensando en mi posible viaje a París: ¿podré pagar las cuentas del gañán? Quiero decir ¿serán muy altas las expensas en los bajos fondos? ¿Fumará demasiado cigarros caros? ¿Gastará mucha plata en esas camisetas? Porque a esta altura de la vida el amor no tiene precio sino costo, bah. Yo creo que los gañanes de París a esta altura deben ser representados por agentes inmobiliarios. Si es que es un gañán lo que yo me imagino.
Porque me asaltan las dudas. Mi hija Fiona me dijo que los gañanes son los gatos. Los gatos sueltos, los callejeros, los que se mojan bajo la lluvia de París y que lo que tengo que hacer con ellos es dejarles platitos con comida de gatos por las esquinas de los Champs Elisées y del barrio latino.
Así que vamos a buscar el diccionario de la RAE y vamos a ver de una perra vez que significa gañán.
Veamos.
Gañán: 1.Mozo de labranza.2 Hombre fuerte y rudo..
OH. Fuerte y rudo. Tengo razón y, no mi hija Fiona que quiere divertirse ella sola con todos los gañanes y por eso me manda a comprar comida para gatos.
Bah ¿quién se acuerda de la comida de los gatos en el barrio latino de París, cuando un mozo de labranza fuerte y rudo con una camiseta blanca apretada y una boina negra se acerca...lento...con el paso elástico de un tigre ..y te sonríe?
Así que ya se dónde voy, Fiona.París me espera. Te dejo el calefón