El blog de Paula Ruggeri. Contacto: paula.ruggeri743@gmail.com
domingo, 27 de diciembre de 2009
Volvé, Dickens
Manos: cinco pesos. Alcé la vista y unas letras que supieron ser luminosas decían JOANNA, peluquería . No decían eso, el nombre era otro. No me interesa ser realista al extremo de perjudicar a la gente buena. eso se los dejó a muchos de mis colegas. La mezcla del periodismo y la literatura es un monstruo de dos cabezas que siempre me fue ajeno.
JOANNA, peluquería. Toqué la puerta. Un mujer joven, delgada y menuda, peinada con una sencilla cola de caballo, abrió la puerta, trabada por una cadena.
-¿Sí? inquirió. Tenía esa cara de pocos amigos que da el cansancio.
Le señalé el cartel.
El interior era alumbrado por una luz de cuadro de Van Gogh que se obtiene fácilmente con una lampara de 25, esa luz amarilla de los bares donde se emborrachan sus personajes. El espejo estaba rajado, el tapizado de la butaca, roto, con la gomaespuma asomando.
Lo único que brillaba era un televisor.
Me ofreció una silla. El televisor era en blanco y negro y estaban dando una telenovela. Joanna, supongamos que es su nombre, no le podía sacar los ojos de encima. Puso una mesita a regañadientes y encima de ella una toalla sucia. Luego empezó a limarme la uñas. Cada diez segundos se daba vuelta a mirar la pantalla: una joven actriz ( después reconocí a Emilia Attias) resistía con heroísmo el acoso de un vulgar malandrín. Su nobleza era maravillosa. Así lo vi, porque estaba viéndolo con Joanna. Si lo hubiera visto en mi casa o en cualquier otro lado, hubiera pensado que eran dos actores patéticos con un guión de cuarta pensado para idiotas. Pero no era así, entendí , ella era noble y bella y él un vulgar malandra. Ella jamás venderá un milímetro de su piel. Ella es como Joanna, imagino. Entonces viene el corte y me pone una mano de calcio. Sacudiéndose la aventura de la mirada, me pregunta si quiero un par de medias por dos pesos.
Veo un diploma colgado en la pared, con manchas verdes. Veo que Joanna se recibió de peluquera en una academia en 1990. Tal vez tenga mi edad, pero parece más joven. Su corazón puro y sin mácula la mantuvo así.
Me llevo las medias, las manos esmaltadas y la absoluta conciencia de que el peor actor del mundo tiene una misión que cumplir y que la peor de las ficciones es mejor que lo real.
Ya lo sabía. Lo sabía cuando leía Los tres mosqueteros en el fondo de mi casa de Villa Urquiza. Lo supe siempre pero lo había olvidado. Ahora yo escribo ficciones y me preocupan demasiado los engranajes, tuercas y tornillos.
Esto pasó hace dos meses. Ahora camino por esa calle todos los días y busco la peluquería de Joanna, con sus vidrios de hollín. Y no la encuentro. Se esfumó, como un fantasma que vivió demasiado tiempo a la sombra de la gran avenida y se fue, en busca de refugio, con su televisor y sus heroínas de corazón puro. Como ella misma.
miércoles, 16 de diciembre de 2009
La leyenda del capitán Maldito
¿Conocen la historia del Capitán Maldito? ¿No?
Ignorantes.
El Capitán Maldito era conocido por ese nombre tanto en Maracaibo como en Lima y Tierra del Fuego. Con solo oír su nombre, los hombres temblaban como Gudurix y las mujeres gritaban como la rubia de King Kong. A la noche, cuando los niños no se querían tomar la sopa, se les decía: vendrá el Capitán Maldito y te llevará. Su fama era peor que la de Satanás, que tiene bastante mala fama. Su final fue tan triste que de solo recordarlo me pongo a llorar. A su muerte los hábitos monjiles quedaron de luto y en las islas británicas hubo un desmayo masivo de cinco minutos a las cinco de la tarde por parte de las ladys, en señal de duelo.
Se conserva un retrato de él en el Convento de las Carmelitas de Bogotá. En él vemos al Capitán Maldito posar con aire siniestro. Tracemos su retrato.
El Capitán Maldito llevaba con apostura un parche en el ojo izquierdo y el derecho era de vidrio. Ustedes dirán que no veía un carajo, sí, les digo yo, pero por eso era tanto más temible. Es famoso que, blandiendo el sable de aquí para allá le cortó la cabeza a su propio lugarteniente. También se cuenta que una vez mandó a ahorcar al gobernador de Santa Guadalupe de los Arenales y en lugar de eso sus hombres ahorcaron al cocinero. Todo lo que dijo el Capitán Maldito esa noche fue que la comida era mucho mejor. Es que parece que el gobernador de Santa Guadalupe de los Arenales cocinaba unos platos de primera.
Prosigamos. De su brazo derecho pende un temible garfio de hierro retorcido y oxidado, que más de una herida mortal, más de un hueso roto, a él se deben. En cuanto al brazo izquierdo, era ortopédico. Esto a nadie debe asombrar. Simple maravilla de la medicina incaica.
Se cuenta qué, así como Byron se ponía hosco cundo se hacía notar su cojera, el Capitán Maldito se ponía de igual modo cuando algún desprevenido se ofrecía a estrechar su mano. Es famoso lo sucedido durante el encuentro entre el Capitán Maldito y Lord Julian Wade. Lord Julian, enviado por el rey Jacobo, tenía la misión de ofrecer al Capitán Maldito el gobierno de Jamaica. La derrota del elegante inglés fue total y esto por un incidente, que nos apresuramos a relatar.
Frente a sendas botellas de ron, el Capitán trazaba frente a un admirado Sir Julian las líneas de su plan de gobierno. Su más cara medida era incentivar peregrinaciones de monjas desde el continente. Tal piadosa intención, llegó a lo más profundo del corazón de Sir Julian. Conmovido, pronunció la frase fatal:
—Capitán, estrechemos nuestras manos.
¡Frase cortés, digna en todo del elegante británico! Frase sencilla, sí, pero no para el Capitán Maldito, a quien la sola palabra manos sublevaba la sangre. Frase imbécil pronunciada por un Sir Julian alcoholizado con ron de mala calidad, dicen algunos. Haciéndola corta: el Capitán Maldito enrojeció y cuál lo haría una doncella ruborosa, ofendida en el íntimo pudor, desenvainó el sable y seccionó de un solo golpe, las dos manos del imbécil de Sir Julian.
Es que Sir Julian era un imbécil y nuestro capitán era sensible como una poeta mexicana.
El capitán, anécdotas aparte, en su estampa retratada adelantaba con hidalguía una pata de palo, labrada en una magnífica muestra del arte caribeño. Poseía, además, en finas incrustaciones, topacios, rubíes y esmeraldas de gran valor. Como se ve, no era ningún tacaño y además, sabía muy bien la parte del botín que le correspondía: las tres cuartas partes y el resto lo repartía con generosidad y justicia.
Semejante pinta coronaba una peligrosa pero breve carrera. Tal vez a eso se deba el penetrante aroma de su recuerdo, que satura el ambiente monástico y a las pálidas solteronas por elección en largas jornadas de té y canasta.
Fue un fin triste y peor aún, desconsiderado e irrespetuoso por parte del Señor el que acabó con la espada más temible de la isla de la Tortuga.
La suave, lisa y dulce lady Fairling cortaba rosas de su jardín, sin notar que su rubio cabello estaba sucio y desarreglado. Tampoco le preocupaba que su aérea falda blanca estaba agujereada y que sus finos y delicados pies se hallaban calzados por apenas una media roja y otra naranja. Esas nimiedades parecían desmentir la delicadeza de su talle y de hecho lo hacían. Porque la suave, dulce y lisa lady Fairling era el bruto John el Tuerto, por eso era lisa y su disfraz se lo había procurado Bill el ciruja, por eso no era tan elegante como el de una auténtica Lady británica. Pero John el Tuerto no se preocupaba por eso, porque, como ya hemos dicho, el Capitán Maldito no veía un carajo.
Corrió rápidamente por la isla de la Tortuga la voz de que una suave y dulce, aunque lisa, lady inglesa había llegado a la isla a cortar rosas y estudiar a los pájaros. Rápidamente se enteró el Capitán Maldito, que jugaba una partida de truco con Lady Ashton y Lady Dursdey, las dos últimas ladys que habían llegado a la isla con el pretexto de estudiar pajarracos y sin engañar a nadie, salvo tal vez a Lord Ashton y Lord Dursdey.
—¿Así que tenemos otra, eh?—murmuró el capitán —Señoras—dijo dejando las cartas sobre la mesa—Disculpadme.
Lady Ashton se desmayó. Lady Dursdey se rascó la oreja y levantó las cartas del Capitán para ver que tenía. Luego lanzó una puteada, porque hubiera ganado esa mano.
El cuarto jugador era Bill el ciruja. Sonrió enigmático.
El Capitán Maldito salió de la taberna.
Se equivocó diez veces el camino y trastabillando llegó hasta la suave, dulce y lisa Lady Fairling.
Lady Fairling, o sea, John el Tuerto, inclinado sobre un macizo de flores, giró la cabeza al oír la rotunda pata de palo del Capitán Maldito.
—¿Lady Fairling? —dijo el Capitán.
—Oh, yes—dijo el Tuerto, imitando a una lady como mejor sabía mientras buscaba el puñal entre las enaguas.
—Lady Fairling, tengo muchos compromisos. Ya hay demasiadas como usted en la isla. Por lo tanto va a tener que irse.
—Oh, no—murmuró el tuerto. Bill el ciruja había cosido un bolsillo a la enagua para guardar el puñal, así que el tuerto trataba de descoserlo.
—Está bien—dijo el capitán.
El Tuerto encontró el puñal.
—Tendré que hacerlo—dijo el Capitán, irritado.
Y cuando el tuerto tuvo el puñal bien aferrado, y comenzaba a girar, tenso, con un mohín de coquetería dirigido a la nublosa mirada del confiado capitán, este, que tenía bien ganada su fama de maldito, le cercenó el cuello de un sablazo.
—Me tienen harto las mujeres— suspiró. Tomó una aceituna de un platito que había en una mesa. Pues sí, había una mesa y un platito con aceitunas, aunque no lo hubiera dicho antes. Se sirvió tres más de un saque...y se atragantó con los carozos.
Así murió el más terrible de todos los piratas.
Les advertí que era un final desconsiderado. Pero yo no hago la historia.
Sólo la escribo.
lunes, 7 de diciembre de 2009
Las puertas de La Alhambra
En el arco de tu pecho
Tu boca es una puerta,
Tu aliento, un jardín perfumado
Bailan violetas en un lecho borracho
Estrellas mareadas, mirá, es la luna loca
Que tambalea en un cielo hecho de topacios
Tu pecho, el arco de la Alhambra
Y todas sus puertas son bocas tibias
Rosadas, dulces. Me besan como esclavas
Cada flor de cristal me muerde los labios
Polvo de violetas baña tu espalda
Que abrazan mis piernas en medio del agua
Tan dulce es el beso de la espada
Que nadie creyera que al fin matara
Me besa furiosa y me deja exhausta
Y si no tuvieras furia y yo no desmayara
Pálida sobre el lecho, de mí misma raptada
Si en un sueño, dulce dueño
Me vieras rosada y exánime
Y un dulce de mieles de vos se adueñara
Fuera de mí mi espíritu
Vagando difuso
En las danzas más locas
En tu sueño confuso
Por jardines te llevaba
A yacer entre flores y hiedra
Te llevaba embriagada del beso divino
Besándote en el arco tenso de tu pecho
Soñando con puertas de plata
Con lechos de hiedra
Con jazmines y ámbar
Con la piel blanca de la luna
Reflejada en un lago de nácar
El perfume de tu beso me llevó embriagada
A las puertas de la Alhambra
martes, 1 de diciembre de 2009
La Sorbona y yo
La Sorbona y yo
Como buena escritora maldita, que no piensa en su éxito sino en el de sus futuros nietos, hace años que junto basura. Es decir, guardo todos mis manuscritos. Cuando era joven los guardaba para esos seres brillantes de la Sorbona que iban a comprender y analizar cada borroneado de mis textos. Ya un poco mayorcita, conocí algunos tipos y tipas de la Sorbona y me volví práctica: los guardaba para esos atorrantes y vagos de la Sorbona que viven de becas y subsidios. De todas formas, a mí como a Napoleón, me interesa el aspecto, para unos pasado de moda, de la gloria.
La gloria póstuma es redituable de dos maneras. Una es la burguesa, y consiste en que los nietos se enriquecen vendiendo nuestra basura y en los suplementos un montón de gente cobra por discutir la inmoralidad de publicar lo que nosotros en vida decidimos dejar inédito( ja, ja, ja) O sea, el aspecto burgués es el de alimentar a muchos vagos, además de nuestros nietos. El otro aspecto no es burgués, es sacramente egipcio. En nuestra época no podemos aspirar a pirámides, pero nuestras sombras lastimosas estarán más satisfechas de una tumba en la Chacarita llena de latas de cerveza, paquetes de cigarrillos y pintadas en aerosol, más quejas de los parientes de nuestros vecinos por todos los que nos visitan en nuestra última morada, que de mirar nuestras tumbas para encontrar tres margaritas resecas de nuestros parientes y nada más.
En fin, de todas formas mi temperamento es más burgués que egipcio, y aunque me agrade la idea de latas de cerveza en mi tumba, me agrada más pensar en mis nietos con la calculadora en la mano vendiendo en Sotherbys las boludeces que guardo ahora en los cajones.
Como las cosas hay que hacerlas bien (y sugiero a todos los autores malditos que sigan mi ejemplo) cuando tengo un rato libre busco los poemas (horrendas imitaciones de Byron que escribía en 1995) y escribo frases de genio torturado en los márgenes (siempre cuido tachar una o dos palabras). Piense que mucha gente de letras se dedica a los estudios genéticos y tachar es necesario para ayudar a su trabajo. Un poeta que no tacha y no hace muchas versiones no colabora con los cupos de becas, algo así como que cierra puestos de trabajo de licenciados en Letras¿me explico?. Bueno, escribo una frase genial, un sábado a la tarde sin mucho que hacer, y tacho un poco.
Por ejemplo:
"Estoy poseída, poseída, poseída. Un demonio me persigue día y noche. Mi madre dice que es el portero que viene a cobrar las expensas, pero para mí es una musa que me empuja a escribir más y más, cada vez que toca el timbre escribo con tanta fuerza que el lápiz se rompe"(aquí una mancha negra que atestigua que rompí otro lápiz) "Escribo y escribo(anoto en el margen):las expensas aumentarán igual. Chopin y George Sand nunca las pagaban, tampoco Lautremont"
Guardo cuidadosamente, por supuesto, el lápiz que rompí en ocasión de escribir esto.
Bueno, ya lo saben. Hagan la fortuna de su descendencia, los estudios genéticos están en su apogeo y los genetistas de letras son cada vez más. Y la expensas van a seguir aumentando.Escriban cada papel que se les ponga en frente, tachen, hagan dibujitos, etc... Una puede ser maldita ahora porque no se imagina a Lautremont pagando las expensas ni a Chopin en la panadería.
Pero no hay que dejar a los nietos sin nada.¿O NO?
miércoles, 11 de noviembre de 2009
MERCADO NEGRO.CAPITULO CINCO Y FINAL
ARRÁNCALO Y PARTÉSELO EN LA CABEZA
MacDillon despertó en una pesadillesca ciudad, ya saben cuál, me cansé de decirlo, Nueva York. Y se encaminó a su casa como sonámbulo. Y embocó la llave a duras penas. Aún podía verse una estrellita solitaria bailando sobre su cabeza. Entró y encendió la luz. Y sentada en su jergón roñoso, recostada más bien, en la pose de Madame Recamier, se hallaba una rubia espectacular. Como Isabel Sarli, pero más flaca y teñida.
—¿Tú eres el que busca a mi esposo? —susurró.
—¿Qué?—MacDillon estaba sordo como un topo.¿O era una tapia?
—¡Qué si tú eres el que busca a mi esposo!
—¿Y quién es tu esposo?
—¿No adivinas quién soy? —dijo la rubia teñida incorporándose y dejando ver dos pechos voluminosos enclaustrados en un corpiño que en mi opinión, tenía rellenos. Era como Ivana Trump, con más maquillaje. O sea, era lo que los hombres llaman un sueño y las mujeres llamamos una pajarraca.
—¿Quién eres?—Mac Dillon preguntó esto con la naturalidad y la calma de quien ha recibido doscientos dólares en lugar de tres mil y una golpiza del sargento García. O sea, como alguien que ha perdido la capacidad de asombro que es el origen de la filosofía según Karl Jaspers.
—Soy la futura viuda de MacEnroe.
—¿El tenista?
—No te hagas el idiota.
—Entonces el que se masturba con guantes de cirujano usados.
—-El mismo. Mi femineidad no soporta ese desprecio.¿Me comprendes?
—Claro—MacDillon buscaba como un loco un peine en sus bolsillos para hacerse bien la raya. Sería gratis esta vez.¡Bien!
—Si dinero es lo que buscas, aquí hay de sobra—ella le arrojó una cartera.
Pero él se arrojó sobre ella.Y fue, creánme, maravilloso. Se habían juntado el hambre y las ganas de comer. En fin. Patéticos. Eso terminó más rápido que una pizza delante de MacRae.
—Al fin un hombre me comprende—exclamó ella. Triste ¿eh?
“Al fin una mujer no me cobra, me paga” pensó él, no sin lógica.
—Matarás a ese cerdo.
—Claro.
—Y te casarás conmigo.
—Por supuesto.
—Y me harás el amor toda la noche.
—Bueno...la noche es larga.
—Y es toda nuestra.
—Pero yo me levanto temprano.
—¿Me estás diciendo que te levantas temprano o que es imposible de levantar?
—Qué romántica. Prueba.
—Probaré.
Y probó. De todas las formas. Pero fue imposible.
Al fin ella se hartó. Se arregló la ropa, repitió dos o tres palabrotas y le sugirió que hablaran de negocios.
—Mi marido va a estar mañana a las cinco en el fumadero de opio de la calle Cuarenta y ocho y la Decimonovena Avenida.¿Te ubicas o te hago un plano?
—¿Dónde está el bar con el busto de Jefferson pintado de rojo?
—Sí. El bar tiene un sótano. Ese sótano es un fumadero de opio. Al fondo a la derecha hay un baño. En el baño hay un caño. Arráncalo y partéselo en la cabeza. Será limpio, no hay mucho que se derrame. Barato para ti, pero yo te lo pagaré caro.
—¿Cuánto es caro?
—Carísimo. Me casaré contigo. Será el modo de que no abras la boca. Y serás el dueño del emporio MacEnroe.
—Oye. Yo leí novelas. No soy tan bruto como piensas. Las rubias siempre dicen eso y mienten.
—Pero yo soy castaña. Lo demás es agua oxigenada.
—Es verdad—reconoció él—Mañana a las cinco estaré ahí.
—Sí. Y te amaré para siempre.
“¡Y me pagará por ello!” —pensó MacDillon.
—Está bien-dijo—Lo mataré.
—-Eres mi héroe.
—¿Cómo te llamas?
—Evangelina Salazar de MacEnroe.
—Con eso me convences. Con ese nombre no puedes ser una arpía de novela.
—Claro que no. Me voy. Ahí queda mi cartera. Gasta lo que hay adentro, pero cuídala. Fue un regalo de bodas.
—Descuida. Podrás llevarla en el funeral.
—Claro que no—ella se mostró escandalizada—¿No ves que es roja? Sería una falta de respeto.
Bien, llegó la hora de mostrarse un poco rudo.
—Vete-dijo—Eres una perra. Cuando seas mi mujer, te trataré como mereces. Para mañana a esta hora serás viuda.
—Adiós—dijo ella y un destello extrañamente metálico asomó en su mirada. ¿Era lo que parecía?¿Tenía lentes de contacto de color? No podría asegurarlo.
En eso MacDillon reparó en un detalle. No conocía a MacEnroe. Salió al corredor y gritó.
—¡Evangelina!
—Salazar—se volvió ella con un mohín de coquetería.
—No lo conozco.
—¿A quién?
—A tu marido.
—En mi cartera hay fotos.
—Bien.
—¿Ya me puedo ir?
—Vete.
—Adiós.
Y se fue.
Y al día siguiente, MacDillon tomó la cartera y contó los billetes. Había allí tres mil dólares. Bailó horriblemente mal una polca.
Y luego miró la foto.
MacEnroe se parecía mucho a MacRae.
¿Extraño? Si A es igual a B...entonces MacEnroe era MacRae!
Pero se conocían desde la infancia. Transcurrieron juntos la adolescencia, con la vieja Lucy..¿sería posible?
¿Ya lo adivinaron, no?
A las cinco, MacDillon fue al bar de la Cuarenta y ocho y La Decimonovena avenida, con un busto de Jefferson pintado de rojo, descendió el sótano, fue al fondo, tornó a la derecha, entró al baño, le costó bastante arrancar el caño, fue hacia MacRae, que fumaba opio en una hamaca y le partió la cabeza.
Uf. Ni Chase lo hubiera hecho mejor. Qué escena violenta. Y en un solo párrafo.
Luego dejó el caño, salió, y en la esquina estaba Rose.
—Oh, Joe—parloteó—¡Te conseguí la motosierra!
La apartó suavemente.
—Olvídalo, nena. Me caso.
—¿Tú?
—Sí, yo ¿por qué no?
—¿Pero con quién?
—Ya lo sabrás—dijo sombrío.
—Mira. Algo pasa en el bar.
—Olvídalo, nena. Te enviaré un pavo relleno en Acción de Gracias.
—Pero mira. Está el sargento García.
—Tu amigo, eh, espero que le cobres caro.
—Pero viene hacia aquí.
—Es que eres guapa, Rose. Incluso vestida.
—Pero mira lo que lleva en la mano, Joe, eh, mira.
Y llevaba en la mano el caño sangriento.
Y en la otra mano, dos esposas.
Y tras de él venían veinte policías más.
Y ese fue el fin de MacDillon.
EPILOGO
Ya lo adivinaron, ¿no? Evangelina Salazar es la viuda de MacRae, que pagó su viudez con los tres mil dólares que su finado marido recibiera del ignoto para siempre MacEnroe a cambio de los guantes usados de cirujano.
Y MacDillon es un idiota.
Pero eso lo sabían desde el principio.
Pero Mary se entendió con él, por medio de Rose, que entre otras cosas, colaboraba con MacEnroe ayudándolo a calzarse los guantes.
Gracias a Dios, terminé este cuento. Ya puedo ir y confesarme.
lunes, 2 de noviembre de 2009
MERCADO NEGRO. CAPITULO 4
>¿Y qué pasó entonces?<
Buena pregunta. Pero no tiene fácil respuesta. Ya se me ocurrirá algo. Oh, bien. Mac Dillon, llegó a su casa, cortó el piolín y vio desparramarse un montón de billetes. Pero qué se le iba a ocurrir contarlos. Era un montón de billetes.
De billetes de un dólar.
Doscientos miserables dólares de cambio chico.
Pero el muy idiota todavía no se dio cuenta. Está bailando una polca por la habitación y baila horriblemente mal. Con razón siempre tiene que pagar. ¿Quién lo haría gratis con un hombre que es feo, es tonto, baila mal y, detalle fundamental, no cuenta el dinero?
Su primer acercamiento a la realidad fue cuando quiso comprar una botella de whiskie la Ruina de los Campbell con un billete de un dólar y dijo, muy macho.
—Quédate con el vuelto, ejem, preciosa.
Y no digamos lo que le contestó Ejem, Preciosa.
Entonces metió la mano en el bolsillo y por fin contó el dinero. Creía tener trescientos dólares. Pero tenía tres. Compró chicles. Volvió al departamento. No era fuerte en matemáticas. Pero logró darse cuenta de que no tenía tres mil dólares. Entonces lo invadió su instinto criminal. Y no supo que hacer con él.
Decidió olvidar las últimas andanzas de Rose. Decidió acudir a ella, como siempre lo hacía cuando lo acometía el instinto criminal y no sabía que hacer con él.
Rose era secundariamente prostituta y pelirroja, pero primordialmente tenía buen corazón.
En el buen corazón de Rose pensaba Mac Dillon cuando le tocó el timbre.
—¿Quién es? — dijo una voz dulce como un violín en primavera.
—Ábreme.
—Ya voy.
—Perra.
—Sí, querido.
MacDillon masculló palabrotas. Entretanto, la lluvia caía y Nueva York parecía más sucia y bajo la lluvia monótona y mugrienta renacía el instinto criminal que venía a aplacar. Sólo Rose, la de buen corazón, podía ayudarlo.
Y allí estaba ella, la polaca pequeña y dulce, con su deshabillé de rosas desteñidas como sus mejillas marchitadas.
Con dulce sonrisa abrió la puerta y lo miró de arriba abajo.
—¿Qué haces aquí?
—Vine a destruirte.
—Destrúyeme rápido, entonces y vete.
—¿Qué pasó con tu buen corazón?
—Lo tiré al inodoro.
—Perra—dijo MacDillon y le tiró una bofetada.
—Gracias—dijo ella.
—¿Qué me dices?
—Gracias—repitió y le pegó un sartenazo que lo lanzó de nuevo a la calle.
—¿Qué se hizo de tu buen corazón? —repitió él atontado.
—Lo arrojé las alcantarillas podridas de esta ciudad putrefacta, dura y cruel. He aprendido, Joe. Me has enseñado la crueldad.¿Ves este abrelatas? —dijo extrayendo un pequeño artefacto del bretel de su corpiño— Te asombrarías de ver las cosas que he abierto con él.
—Bueno, Rose, como siempre, eres especial. Sin ti, no sabría que hacer.¿Cuánto te debo?
La dulce cara de Rose se amplió con una brillante sonrisa.
-Cuarenta dólares, amor...
—Espera, te debía veinte, está bien. Pero un timbrazo son quince ¿o
—Quince dólares de ahora, por el timbre, veinte me debías de la última vez.Suma cuarenta dólares porque el abrelatas me costó cinco.¿Fue brillante, no?
—Sí, no lo esperaba.¿Qué tal una motosierra la próxima vez?
—Oh, eso es caro.
—Tal vez pueda pagarlo.
—¿Estás de nuevo en el negocio?
—No te importa—masculló.
—Es igual. Avísame cuando quieras la motosierra, cariño. Abrígate y no tomes frío.¿Quieres pasar y tomar algo caliente?
—¿Cuánto sale eso?
—Oh, cinco dólares un té.
—¡Té en Nueva York! Estás loca, cariño.
—El café está tan caro...
—Déjalo, Rose. Otro día.
—Adiós, querido.
Qué dulce es esta Rose-pensaba Joe mientras volvía a hundirse en la ciudad acalambrada de putrefacción. Qué dulce una buena mujer en esta ciénaga asquerosa.
Se sentía relajado y optimista cuando cruzaba la calle con el semáforo en rojo. Se sentía tan optimista que no se dio cuenta cuando lo durmieron de un puñetazo.
...Sobre la cabeza de MacDillon bailaban estrellitas de colores en alocado círculo. Era un espectáculo digno de verse. Arrojado en la vía, lo contemplaba el Sargento García y otros dos policías igualmente asquerosos.
—Buenos días, Joe. Sabemos que buscas a MacEnroe. Sólo queremos decirte que lo olvides. Ya sabes que andamos detrás de ti.
—Y déjala en paz a Rose. Es una buena chica—agregó otro que mascaba chicle.
—Así que ya sabes.
Se fueron orondos dejándolo ahí. Lamentablemente, él estaba desmayado y no los oyó... Bueno, no se perdía de nada. Cuánto más tiempo duermas en Nueva York, mejor. Eso dicen.
¿Pero cómo sabían que buscaba a MacEnroe si él no buscaba a Mac Enroe? Mistery. Pero no es tan misterioso. Ya lo verán.
En realidad él sí buscaba a MacEnroe. Pero hasta ahora solo lo había buscado en la guía telefónica. Y no lo encontró. Uno no se encuentra multimillonarios petroleros en la guía. Así que llamó a MacRae. Y MacRae le dijo, solícito, que no se preocupara por MacEnroe. Qué no le iba a pagar un dólar más. Qué los que más tienen, siempre son los mas tacaños. Y que por favor, no volviera a llamar a la hora de la cena. Y le cortó.
¿Cómo hallar a MacEnroe? No lo sabemos. Pero MacEnroe supo hallarlo a él.¿Cómo?
Tal vez Rose lo supiera. Pero por ahora, yo no.
CONTINÚA EL LUNES 10 DE NOVIEMBRE
lunes, 26 de octubre de 2009
MERCADO NEGRO: CAPITULO 3
EL SUCIO MAC RAE
Dos noches más tarde, MacDillon recibía de manos de Mary una bolsa roja, de las que se usan para la basura patológica en todos los hospitales de buen nombre y en los de mal nombre también.
Cruzando el puente de Brooklyn, mirando ensoñado las estrellas, Joe MacDillon soñaba con el maravilloso contenido de su bolsa sintiéndose Santa Klaus. Tres preciosos pares de guantes usados por cirujano eran, a ver, quinientos dólares por guante. La aritmética no era su fuerte. Cada par valía mil dólares. O sea, tres mil dólares. Vaya juguete que le esperaba al niñito negro. Vaya juerga que le daría a Rose.
Apenas se halló en su lúgubre domicilio llamó a MacRae.
Marcó su sucio número y espero. Esperó lo suficiente para impacientarse. Al fin, una dulce voz femenina le respondió.
—Hello.
—Quiero hablar con MacRae.
—Tiene la boca ocupada, cariño. Pero dime lo que quieres y yo se lo diré.
—¿Rose? —exclamó sorprendido.
—Oh, no. No digas quién eres. Estoy pasándola bien.
—Si fuera tan bueno como dices, no podrías conversar, Rose. Cuando era conmigo, no conversabas.
—Tú siempre especial, Joe MacDillon—dijo ella con una risita-Pero verás, por ahora estamos cenando. Lo que tiene en la boca es un hermoso pavo del Día de Acción de Gracias.
—Pero eso fue ayer.
—Sí, fue ayer ¿Dónde estabas tú? No me saludaste. Estamos cenando lo que quedó.¿Qué quieres que le diga? Le pasaré el mensaje durante el postre.
—¿Y cuál es el postre?
—Yo, cariño ¿qué más?
—Déjalo, Rose. Lo llamaré mañana.
—OK, pero que no sea muy temprano. Estoy con contrato hasta el mediodía. Y avísame cuando me necesites, amor y recuerda que me debes veinte dólares ¿sí, querido?
Rose colgó y MacDillon se quedó mascullando. No importaba. Rose no era la única mujer en el mundo.
Pasó la noche y MacDillon se despertó al mediodía. Hora de llamar a MacRae.
Marcó el maldito número.
—Hello—respondió una dulce voz femenina.
—Oh, no, Rose. Otra vez no.
—Pero me estoy yendo, baby. Te paso con este tigre.
—Ahora él es un tigre.
—Tú también, tú también. Pero él no ha dejado nada del pavo de Acción de Gracias. No me dejó probar bocado. Me voy a casa por que me muero de hambre. Así que te doy con él. Bye, bye, dulce baby.
Llamar dulce baby a ese mamarracho es demasiado ¿o no? Por eso nunca quise ser prostituta..Por las cosas que hay que decir.
—¿MacDillon?
—¿MacRae?
—Él mismo.¿Qué tienes?
—Gripe.
—¿Qué tienes para mí?
—Guantes sucios. Tres pares.
—Te has portado. Bien. ¿conoces la esquina de la Cuarenta y ocho y la Décimonovena Avenida?
—¿Te refieres al bar que tiene un busto de Jefferson pintado de rojo para hacer juego con el matafuegos?
—Sí, donde estaba la casa de la vieja Lucy ¿la recuerdas?
—¿Cómo me voy a olvidar de la vieja Lucy? Estaba vieja, pero esas francesas...
—Dios, si te dejaba sin aire.
—Si habré gastado de mi primera libreta de ahorros con la vieja Lucy.
—Y luego tu padre te tiraba de las orejas, ja.
—En cambio el tuyo te pagaba todas las juergas.¿Y qué fue de Lucy?
—La reventó el reuma. Empezó con el lumbago.
—Claro, el lumbago. Gajes del oficio.
—Y después el reuma y después le encontraron artritis.
—Pobre Lucy.
—Terminó en el Hospital General.. así empezamos en este negocio ¿recuerdas?
—Sí, cómo no me voy a acordar.
—¡ENTONCES NO PREGUNTES LO QUE YA SABES Y VE AL BAR DE LA CUARENTA Y OCHO Y LA DECIMONOVENA AVENIDA CON EL BUSTO DE JEFFERSON PINTADO DE ROJO DONDE ESTABA LA CASA DE LA VIEJA LUCY QUE TENÍA EL LUMBAGO DE TANTO AGACHARSE Y ARTRITIS DE TANTO ARRODILLARSE Y TRAE LOS MALDITOS GUANTES!!!!!!!!
—¿Y mis tres mil? — preguntó MacDillon.
Pero MacRae ya había cortado.
¿Y a qué hora tendría que estar allí— se preguntó MacDillon. Pero imaginó que debía ser a la hora de comer.
Y al día siguiente, al mediodía, estaba allí con su bolsa roja y el bolsillo expectante.
Y allí estaba el busto de Jefferson pintado de rojo, pero faltaba el matafuegos. Y sentado, devorando unos huevos con tocino y esas porquerías que comen los yankis, estaba MacRae.
Se veía muy gordo y completamente pelado. Comía como un cochino. Con una mano grasienta llamó a MacDillon. Y MacDillon, diligente, se sentó a la mesa con cara de buen chico.
—¿Qué vas a comer?
—Pizza.
—Buena idea. Hey, Tommy. Una pizza grande con pepperoni. Sabes, aquí hacen la pizza de un modo que me encanta. Chorrea grasa, pero es riquísima Y bien, Joe, querido, ¿qué tienes para papi?
—Lo que sabes. Tres pares de guantes sucios.
—Sucios y sanguinolientos.
—Roñosos, infectos. Y valen tres mil dólares.
—Dámelos.
—Quiero mis tres mil.
—Hagamos un trato, MacDillon. Yo te daré los tres mil dólares, claro que sí, muchacho, el viejo MacRae siempre cumple. ¿No es verdad, Tommy? Mira que pizza, muchacho. Esto es una pizza. Sírvete, anda.
—Quiero mis tres mil.
—Te decía que haremos un trato. Yo te daré los billetes, sí, claro que sí, no vas a dudar del viejo MacRae. Pero los tengo envueltos en una servilleta.¿Y sabes por qué?
—Si la servilleta está limpia me parece bien.
—¿Y sabes por qué? —insistió MacRae
—¿Por qué? — se resignó.
—Porque nunca, oyes, nunca se debe mostrar el dinero. Pásame la bolsa, quiero ver que no me estás engatusando.
—Tú pasame algo de esa pizza. Comes como Pilón, no dejas nada.
—Oye, toda la vida te di de comer, así que no te quejes. Hum. Huele a gato muerto. Están asquerosos estos guantes. Bien, sirven- cerró la bolsa e increíblemente siguió comiendo—Oye, si no te comes eso dejámelo a mí.
—Come, a mí se me fueron las ganas.
—¿Estás seguro que no la quieres? No has comido nada.
—Como bien dijiste, huele a gato muerto. ¿Y desde cuándo gastas tanto escrúpulo frente a una porción de pizza ajena? Come y dame mi paga. Cargué esa bolsa dos días.
—Shshshsh. Estira el brazo izquierdo bajo la mesa y tómala.
MacDillon estiró el brazo izquierdo y tomó un bulto de la mano oculta de MacRae.
—Bien, bien, chiquito— MacRae simulaba seguir una conversación—¿Cómo está Mary? ¿Sigue tan guapa como siempre?
—Tú sigues ciego como siempre. Cuando tenga más, te lo haré saber. Y no te manches la camisa, MacRae. Rose no acostumbra lavarlas.
—Oh, Rose, Rose. Esa chica sí que es dulce ¿sabes lo que me hizo?
—No y no quiero saberlo. Adiós, MacRae.
—Espera, espera. Cocino un pavo como nunca lo has visto.
—Adiós MacRae,-repitió con furia y se fue, el idiota, sin revisar el interior de la servilleta atada con un piolín que llevaba en el bolsillo izquierdo. Y claro, Mac Rae estaba seguro que no lo haría. Acabó la pizza, pidió la cuenta, cargó la bolsa roja y se marchó.
CONTINÚA EL LUNES 2 DE NOVIEMBRE
lunes, 19 de octubre de 2009
MERCADO NEGRO: CAPITULO 2
CAPITULO 2:
Maldita Mary
Cruzando el puente de Brooklyn, MacDillon se perdía en ensoñaciones bajo las pálidas estrellas neoyorkinas. Llenar el carrito del supermercado de buena y sana comida chatarra. Invitar a Rose a una buena juerga. Comprarle un juguete al vecinito negro cuya madre se lo llevaba asustada cada vez que se le acercaba. ¿Por qué? se preguntó, amargado. A él le gustaban los niños. Porque, ya lo saben, ¿no? En el fondo, su corazón es tierno como la manteca. Podría proponerle matrimonio a Rose e ir al cincuenta por ciento. No, eso es muy generoso. Ochenta por ciento para él, veinte para Rose y si no le gusta que se vaya. Una cosa es ser un caballero y otra ser un imbécil. Después de todo, lo de MacEnroe se iba a terminar y hay que asegurarse la vida.
Pero ahora todo dependía de Mary.
Hacía cinco años que no veía a Mary, pero sabía que seguía en el Hospital. Mary era una sucia tipa, del mismo modo que él era un sucio tipo. No la veía desde que ella le pidió que le pintara el comedor y le colocara las cortinas y él le contestó que se pintara el culo y otras cosas que por pudor no digo. Soy consciente que una señora como yo no puede escribir un relato como este, pero la última vez que me confesé no tenía nada para decir. Así que aquí estoy, intentándolo. Bueno, él le dijo que se pintara el culo y que se colgara las cortinas de...ay, padre Mario. Cómo voy a decir eso. En fin, le dijo que se colocara y se pintara... Bueno, le dijo algo a Mary, que a pesar de ser una sucia tipa le ofendió, naturalmente y así cesaron sus relaciones. Y en esos cinco años, MacDillon había caído en la peor ruina. Durante un año, fue pintor de brocha gorda. Luego pensó que eso menoscababa su honor y se dedicó a ciruja. Y ahora lo encontramos cruzando el puente de Brooklyn, en busca de Mary nuevamente.
El timbre a esas horas de la noche sonó bochornoso. MacDillon resolvió mostrarse sereno y digno. No iba a arrastrarse a los pies de esa perra.
La casa estaba misteriosamente en silencio.
Repitió timbrazo y en eso momento una voz cavernosa de cigarrillos negros y bronquitis genética preguntó quién es.
—Yo—respondió MacDillon
—Yo también soy yo.
—MacDillon.
—Yo también soy MacDillon.
—Joe.
—Así que Joe. Mi hermanito querido. No estoy vestida.
—Mira Mary, hagamos las paces. Se acerca el Día de Acción de Gracias.
—Pamplinas, como decía el viejo Scrooge.
—Hace frío.
—Fuck you.
—¿Acá?
—Espera, que busco la cámara de fotos. Soy la nueva artista pop. Haré una exposición sobre las pequeñas cosas de la vida.
—Ábreme, Mary. Me congelo.
—Vaya. El hielo endurece.
—Necesito guantes..
—Qué delicado.
—Guantes de cirujano. Usados.
—Qué asqueroso.
Se sintió el ruido de los cerrojos y apareció una gordita pelirroja y pecosa, ajada en carnes, entrada en años, malhumorada, con un pucho en la boca, igual en todo a MacDillon, salvo en algunas cosas que por pudor no nombraremos.
—¿Así que quieres guantes de cirujano y usados?¿Cuánto me das por ellos?
—Nada.
—Ajá. El comedor sigue sin pintar.
—Píntate el culo.
Mary lanzó una risotada.
—Siempre el mismo ¿eh?.Pasa.
MacDillon pasó sacudiéndose el frío. Miró las paredes. Necesitaban cuatro manos de pintura.
—Dame algo de tomar.
—¿Qué me darás por un whiskie doble?
—Nada.
Mary lanzó otra risotada. El pucho se quemaba entre sus dedos. Lo arrojó al piso y lo pisoteó, causando otra quemadura a la alfombra.
—La alfombra de mamá—murmuró MacDillon apenado.
—Qué tierno.
—Dame el whiskie. Tengo la garganta seca.
—¿Cuánto me das por tres pares de guantes sucios de cirujano? —dijo Mary bruscamente y mirándolo de frente.
—Nada.
—¿No conoces otra palabra?
—Para tí, no.
—¿Qué me das? — insistió.
—Mataré a tu perro si no me los das.
—Está muerto.
—Mataré a tu marido si no me lo das.
—Y me harás el favor más grande de la vida y te trataré como a un hermano, pero no te daré los sucios guantes.
—Mataré a tus hijos.
—Ja. Si eres capaz de encontrarlos, te daré un premio, pero no los sucios guantes.
En ese momento, MacDillon aguzó el oído. Le pareció oír un maullido. Sí, era un maullido.
—Ahorcaré a tu gato.
Mary lo miró.
—Mataré a tu gato.
—Mi...
—Gatito—Y MacDillon se levantó y comenzó a buscarlo.
—¡No! ¡NO! Mi gatito no—Mary empezó a sollozar convulsivamente. Y MacDillon suspiró satisfecho. Obtendría lo que buscaba.
CONTINÚA EL LUNES 26 DE OCTUBRE
lunes, 12 de octubre de 2009
MERCADO NEGRO: UNA TURBIA HISTORIA
Guantes usados de cirujanos
Era una calle a oscuras, las ventanas temerosas se hallaban cerradas, lastimeramente aullaba un perro como si hubiera recibido una patada.
Y efectivamente, la había recibido. O bien el perro había hecho algo que no debía o Joe MacDillon paseaba por aquella calle.
Ambas cosas eran ciertas. El perro había mirado amorosamente a Joe MacDillon y le había dado la amistosa patita (nunca debes hacer eso, perro ¿oyes?) Y Joe MacDillon le había dado una regia patada.
Mientras él camina pateando perros y latas por igual en ese basural llamado...
...Nueva York. Ciudad brillante, cosmopolita, el centro de la civilización. Pero tras la civilización se oculta la barbarie. Las brillantes luces de Broadway no alcanzan a ocultar los opacos harapos de los mendigos, ni la nariz rota de un viejo boxeador borracho ni el labio partido y tumefacto de la vieja meretriz que le pidió dos dólares.
Nueva York. La pobreza desnuda sus calles y sus luces, el bajo mundo se apodera del alto mundo, la exitosa bailarina, cuyo nombre brilla en las marquesinas del teatro, pasa altiva frente a la vieja pordiosera que una vez también supo llevar plumas y diamantes. Las plumas vaya usted a saber dónde fueron a parar, los diamantes, al banco de empeños, de donde así como entraron salieron, pues eran tan falsos como Nueva York, falsa opulencia, falso brillo, falsas estrellas de neón y mejillas de falso rubor.
Pero ¡ah! La basura de Nueva York. La basura de Nueva York era inigualable. En ningún otro lugar había basura que valiera tanto como aquella.
Y Joe MacDillon lo sabía bien. Tan bien, que ningún basural se le escapaba.
Mientras él camina pateando perros y latas por el lado oscuro de la vida, masculla palabrotas. El canto de un beodo parece entonar un muezín, sea lo que sea un muezín, a las malas costumbres, al Dios de los malos, a la malignidad de las cosas.
Y mientras Joe MacDillon camina, se detiene a revolver la basura. Encuentra un zapato marrón izquierdo de hombre. La próxima cerveza estriba en que encuentre el par derecho. Pero en lugar de eso encuentra un guante.
-Maldita Mary-masculla, mientras se fija si aparece el otro.
Aquellos eran malos tiempos para MacDillon y de todo culpaba a Mary. Pero ¿quién es Mary?¿Una rubia burbujeante que le exprimió los sesos y la billetera? ¿Una morena insinuante que le arrebató su herencia con malas artes? ¿O una gordita pelirroja y pecosa, ajada en carnes, entrada en años, malhumorada, con un pucho en la boca, su hermana Mary tal vez, igual en todo a él salvo en algunas cosas que por pudor no nombraremos?
Todo se sabe al fin y no hay por qué adelantarse. Mac Dillon encontró el guante, pero no el zapato. Era igual, aún le quedaba un cigarrillo. Y si a MacDillon le queda un cigarrillo, no tiene porque trabajar más.
Sin embargo, debe la renta, debe el gas y le debe veinte dólares a Rose, la meretriz dulce y de buen corazón que le alivia la dura vida. Hacía dos meses que no le hacía una visita y estaba desesperado por hacerla. Pero una deuda es una deuda.
Cuando entró en su lúgubre departamento, de paredes verdes y mohosas, con un jergón tirado en el piso y una colección completa de botellas de todas las clases, excepto la clase de botellas llenas, sonó el teléfono.
Mac Dillon se detuvo en el umbral, escéptico a sus oídos. Hacía un año que no pagaba el teléfono. Un milagro había sucedido. Sin comprender nada atinó a alzar el auricular.
—¿Hola?
—Pedazo de idiota.
—¿MacRae? —Trató de no sonar incrédulo.
—¿Y quién más te va a pagar ese teléfono? —llegó el momento, al fin en este relato negro oirán la esperada palabrota-Shit.
—Oye, MacRae—había un punto colérico en esa voz ronca— Acepto que pagues mi teléfono si quieres, pero no que blasfemes.
Hubo un intervalo de silencio estupefacto del otro lado. Mac Dillon sonrió, complacido. Por fin había sorprendido a esa rata.
—¿Qué eres, una damisela?
—No, pero soy un caballero y por mi honor no permito que se me hable así. Así que cortaré y volverás a llamar. Adiós, MacRae.
Colgó el teléfono. En menos de un minuto sonaría de nuevo. Sesenta, cincuenta y nueve, cincuenta y ocho..., empezó a contar los segundos mientras encendía su cigarrillo. Así que lo necesitaban a él, a MacDillon. Entonces tendrían que pagarlo caro.
RI I I I NGGG!!!!!!
Ese ring sonó enojado ¿o me parece a mí?
—Escucha, rata de las cloacas. Tengo trabajo para ti y no quiero que me vuelvas a cortar el teléfono. Se lo ofreceré a otro ¿entiendes, maldito hijo de puta?
—Oye, ya te dije que no digas palabrotas. Dime que quieres, por que estoy esperando una llamada ¿sabés? Y no quisiera por nada del mundo que le dé ocupado a mi amiguita.
—Qué amiguita, no te hagas el interesante. Jodes menos que el chofer del Papa. Te va a contratar el Vaticano por eso, pero primero harás algo por mí. ¿Te suena el nombre de MacEnroe?
John MacEnroe. El multimillonario petrolero.¿JOHN MAC ENROE? Oh, la diosa Fortuna llama a la puerta..
Rápidamente se repuso.
—Humm, MacEnroe ¿el tenista?
—No te hagas el idiota.
—Oh, ya sé a quién te refieres. Ese tunante.
—¿Qué inmundicia de novela de espadachines andas leyendo? Te crees D’Artagnan ¿eh? Eres maldita carroña de Brooklyn, así que deja las palabras finas. ¿Recuerdas la buena época de la basura patológica, cuando robabas la basura de los quirófanos y cada guante de cirujano usado te dejaba veinte dólares? ¿Te imaginas a D’Artagnan robando guantes de cirujano?
—¿Eso es lo que quieres?¿Guantes de cirujano?
—Eso es lo que quiero, pero el negocio ha cambiado un poco, desde que sabemos el nombre del sucio tipo que se masturba con ellos. Ahora por uno solo de esos guantes podríamos sacar quinientos dólares. El enfermito tiene con que pagar ¿Mac Dillon? ¿Sigues ahí? Habla, rata del pantano, que no tengo toda la noche.
—Estoy acá— y por fin la voz de MacDillon sonó alterada— Así que es MacEnroe. Podemos sacar más de lo que dices.
—Escucha, idiota, ahora no tienes nada. Eres un ciruja. De momento, ese es el precio. Cuando tengas un par, ponte en contacto conmigo. ¿Tu hermana Mary sigue en el Hospital General?
—Sí-contestó Mac Dillon lentamente— mi hermana Mary sigue en el Hospital General.
—¿Sigue como instrumentadora?
—Sigue como instrumentadora.
—-Hay un porcentaje discreto para ella si es necesario, pero espero que no sea necesario, eh, Joe? Ella no debe saber para qué los quieres. Dile que tú te masturbas con ellos.
MacRae cortó.
—Maldita Mary—murmuró MacDillon mientras miraba el gabán que se acababa de sacar.
Sonreía (su sonrisa era una mueca torcida, una peligrosa cornisa a la que asomaban amarillos dientes temerosos de caer), sonreía cuando abrió la puerta y salió a la calle.
CONTINÚA EL LUNES 19 DE OCTUBRE
domingo, 20 de septiembre de 2009
La Sirena en tierra
La conocí hace años. Hace tantos años. No recuerdo si fue en un circo. No recuerdo si fue en un hospital, cansada, las tristes piernas cubiertas con un chal demasiado ajado. No sé si no fue en casa, en mi infancia, cubierta con un vestido de flores, ella preparaba tallarines en silencio obcecado
Tal vez fue en una maternidad. Tal vez gritaba en la sala de partos vecina a la que yo estaba, también en un grito sangrante. No sé si no la vi en la calle, con un niño y una lata de monedas, no sé si fue en una peluquería, haciendo lavar su largo cabello ingobernable. Tantas veces la vi, a ella, La Sirena.
Me lo dijo todo. Mil veces, como si sirviera para algo, pero sabiendo ambas que no serviría de nada. Inútil como todo el conocimiento, la sirena me contó la verdad sobre si misma.
Ella lo dijo todo. Estas son sus palabras. Presten atención, porque entonces sabrán, con sólo oir su murmullo, si la mujer que les pregunta la calle o les envuelve la comida para llevar, o esa que duerme en su cama, es una sirena en el lugar equivocado.
Y así dijo ella, La Sirena:
Una sirena deja el agua porque tiene sed, una sed ingobernable de sueños. El hombre de una sirena es un sueño del que nunca es dueño. Sueñas amarlo con la boca abierta por las corrientes submarinas, entre corales y algas. Pero es imposible.Y debes irte. Debes dejar el mar, la espuma, tu alimento de liquen.
No hay forma de que un hombre sepa jamás lo que una sirena piensa. Su canto es un canto hermético. Es un secreto, propagado por la brisa. El misterio sireinaico no puede nunca ser revelado, pero la sirena puede ser rota, dañada, muerta, sin jamás revelar su secreto.
Sólo se puede descubrir a la sirena contaminando las aguas, hacer el claro en lo oscuro talando el bosque secreto. La selva descubierta ya no es selva.
La espada del conquistador, inflexible y dura, puede herirla, pero no penetrarla. Esa es la perfidia de la sirena. Jamás Armida fue tan pérfida como cuando se dejó tronchar en el árbol de mirto, según confesó Reynaldo antes de morir, los ojos soñando y la boca en sangre.
El cazador de sirenas, que es el más recio de los hombres, abre estelas tan sutiles entre las olas que sueña que su carne es piedra, que se sueña espada viva y se siente eterno en su sueño fugaz, que siempre será sueño y siempre será fugaz. Entonces la sirena se adueña del botín más preciado: el sueño de su cazador que de ella sólo tiene la vigilia.
Cuando la sirena se niega a cantar es cuando más sufrimiento causa al hombre su voz.
Una sirena en silencio es la angustia del cazador de sirenas. Entonces él comprueba la impenetrabilidad, el secreto incansable e invencible de las aguas.