lunes, 12 de octubre de 2009

MERCADO NEGRO: UNA TURBIA HISTORIA

CapÍtulo 1:
Guantes usados de cirujanos

Era una calle a oscuras, las ventanas temerosas se hallaban cerradas, lastimeramente aullaba un perro como si hubiera recibido una patada.
Y efectivamente, la había recibido. O bien el perro había hecho algo que no debía o Joe MacDillon paseaba por aquella calle.
Ambas cosas eran ciertas. El perro había mirado amorosamente a Joe MacDillon y le había dado la amistosa patita (nunca debes hacer eso, perro ¿oyes?) Y Joe MacDillon le había dado una regia patada.
Mientras él camina pateando perros y latas por igual en ese basural llamado...
...Nueva York. Ciudad brillante, cosmopolita, el centro de la civilización. Pero tras la civilización se oculta la barbarie. Las brillantes luces de Broadway no alcanzan a ocultar los opacos harapos de los mendigos, ni la nariz rota de un viejo boxeador borracho ni el labio partido y tumefacto de la vieja meretriz que le pidió dos dólares.
Nueva York. La pobreza desnuda sus calles y sus luces, el bajo mundo se apodera del alto mundo, la exitosa bailarina, cuyo nombre brilla en las marquesinas del teatro, pasa altiva frente a la vieja pordiosera que una vez también supo llevar plumas y diamantes. Las plumas vaya usted a saber dónde fueron a parar, los diamantes, al banco de empeños, de donde así como entraron salieron, pues eran tan falsos como Nueva York, falsa opulencia, falso brillo, falsas estrellas de neón y mejillas de falso rubor.
Pero ¡ah! La basura de Nueva York. La basura de Nueva York era inigualable. En ningún otro lugar había basura que valiera tanto como aquella.
Y Joe MacDillon lo sabía bien. Tan bien, que ningún basural se le escapaba.

Mientras él camina pateando perros y latas por el lado oscuro de la vida, masculla palabrotas. El canto de un beodo parece entonar un muezín, sea lo que sea un muezín, a las malas costumbres, al Dios de los malos, a la malignidad de las cosas.
Y mientras Joe MacDillon camina, se detiene a revolver la basura. Encuentra un zapato marrón izquierdo de hombre. La próxima cerveza estriba en que encuentre el par derecho. Pero en lugar de eso encuentra un guante.
-Maldita Mary-masculla, mientras se fija si aparece el otro.
Aquellos eran malos tiempos para MacDillon y de todo culpaba a Mary. Pero ¿quién es Mary?¿Una rubia burbujeante que le exprimió los sesos y la billetera? ¿Una morena insinuante que le arrebató su herencia con malas artes? ¿O una gordita pelirroja y pecosa, ajada en carnes, entrada en años, malhumorada, con un pucho en la boca, su hermana Mary tal vez, igual en todo a él salvo en algunas cosas que por pudor no nombraremos?
Todo se sabe al fin y no hay por qué adelantarse. Mac Dillon encontró el guante, pero no el zapato. Era igual, aún le quedaba un cigarrillo. Y si a MacDillon le queda un cigarrillo, no tiene porque trabajar más.
Sin embargo, debe la renta, debe el gas y le debe veinte dólares a Rose, la meretriz dulce y de buen corazón que le alivia la dura vida. Hacía dos meses que no le hacía una visita y estaba desesperado por hacerla. Pero una deuda es una deuda.

Cuando entró en su lúgubre departamento, de paredes verdes y mohosas, con un jergón tirado en el piso y una colección completa de botellas de todas las clases, excepto la clase de botellas llenas, sonó el teléfono.
Mac Dillon se detuvo en el umbral, escéptico a sus oídos. Hacía un año que no pagaba el teléfono. Un milagro había sucedido. Sin comprender nada atinó a alzar el auricular.
—¿Hola?
—Pedazo de idiota.
—¿MacRae? —Trató de no sonar incrédulo.
—¿Y quién más te va a pagar ese teléfono? —llegó el momento, al fin en este relato negro oirán la esperada palabrota-Shit.
—Oye, MacRae—había un punto colérico en esa voz ronca— Acepto que pagues mi teléfono si quieres, pero no que blasfemes.
Hubo un intervalo de silencio estupefacto del otro lado. Mac Dillon sonrió, complacido. Por fin había sorprendido a esa rata.
—¿Qué eres, una damisela?
—No, pero soy un caballero y por mi honor no permito que se me hable así. Así que cortaré y volverás a llamar. Adiós, MacRae.
Colgó el teléfono. En menos de un minuto sonaría de nuevo. Sesenta, cincuenta y nueve, cincuenta y ocho..., empezó a contar los segundos mientras encendía su cigarrillo. Así que lo necesitaban a él, a MacDillon. Entonces tendrían que pagarlo caro.
RI I I I NGGG!!!!!!
Ese ring sonó enojado ¿o me parece a mí?
—Escucha, rata de las cloacas. Tengo trabajo para ti y no quiero que me vuelvas a cortar el teléfono. Se lo ofreceré a otro ¿entiendes, maldito hijo de puta?
—Oye, ya te dije que no digas palabrotas. Dime que quieres, por que estoy esperando una llamada ¿sabés? Y no quisiera por nada del mundo que le dé ocupado a mi amiguita.
—Qué amiguita, no te hagas el interesante. Jodes menos que el chofer del Papa. Te va a contratar el Vaticano por eso, pero primero harás algo por mí. ¿Te suena el nombre de MacEnroe?
John MacEnroe. El multimillonario petrolero.¿JOHN MAC ENROE? Oh, la diosa Fortuna llama a la puerta..
Rápidamente se repuso.
—Humm, MacEnroe ¿el tenista?
—No te hagas el idiota.
—Oh, ya sé a quién te refieres. Ese tunante.
—¿Qué inmundicia de novela de espadachines andas leyendo? Te crees D’Artagnan ¿eh? Eres maldita carroña de Brooklyn, así que deja las palabras finas. ¿Recuerdas la buena época de la basura patológica, cuando robabas la basura de los quirófanos y cada guante de cirujano usado te dejaba veinte dólares? ¿Te imaginas a D’Artagnan robando guantes de cirujano?
—¿Eso es lo que quieres?¿Guantes de cirujano?
—Eso es lo que quiero, pero el negocio ha cambiado un poco, desde que sabemos el nombre del sucio tipo que se masturba con ellos. Ahora por uno solo de esos guantes podríamos sacar quinientos dólares. El enfermito tiene con que pagar ¿Mac Dillon? ¿Sigues ahí? Habla, rata del pantano, que no tengo toda la noche.
—Estoy acá— y por fin la voz de MacDillon sonó alterada— Así que es MacEnroe. Podemos sacar más de lo que dices.
—Escucha, idiota, ahora no tienes nada. Eres un ciruja. De momento, ese es el precio. Cuando tengas un par, ponte en contacto conmigo. ¿Tu hermana Mary sigue en el Hospital General?
—Sí-contestó Mac Dillon lentamente— mi hermana Mary sigue en el Hospital General.
—¿Sigue como instrumentadora?
—Sigue como instrumentadora.
—-Hay un porcentaje discreto para ella si es necesario, pero espero que no sea necesario, eh, Joe? Ella no debe saber para qué los quieres. Dile que tú te masturbas con ellos.
MacRae cortó.
—Maldita Mary—murmuró MacDillon mientras miraba el gabán que se acababa de sacar.
Sonreía (su sonrisa era una mueca torcida, una peligrosa cornisa a la que asomaban amarillos dientes temerosos de caer), sonreía cuando abrió la puerta y salió a la calle.

CONTINÚA EL LUNES 19 DE OCTUBRE

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