lunes, 26 de octubre de 2009

MERCADO NEGRO: CAPITULO 3

VIENE DEL POST ANTERIOR

EL SUCIO MAC RAE
Dos noches más tarde, MacDillon recibía de manos de Mary una bolsa roja, de las que se usan para la basura patológica en todos los hospitales de buen nombre y en los de mal nombre también.
Cruzando el puente de Brooklyn, mirando ensoñado las estrellas, Joe MacDillon soñaba con el maravilloso contenido de su bolsa sintiéndose Santa Klaus. Tres preciosos pares de guantes usados por cirujano eran, a ver, quinientos dólares por guante. La aritmética no era su fuerte. Cada par valía mil dólares. O sea, tres mil dólares. Vaya juguete que le esperaba al niñito negro. Vaya juerga que le daría a Rose.
Apenas se halló en su lúgubre domicilio llamó a MacRae.
Marcó su sucio número y espero. Esperó lo suficiente para impacientarse. Al fin, una dulce voz femenina le respondió.
—Hello.
—Quiero hablar con MacRae.
—Tiene la boca ocupada, cariño. Pero dime lo que quieres y yo se lo diré.
—¿Rose? —exclamó sorprendido.
—Oh, no. No digas quién eres. Estoy pasándola bien.
—Si fuera tan bueno como dices, no podrías conversar, Rose. Cuando era conmigo, no conversabas.
—Tú siempre especial, Joe MacDillon—dijo ella con una risita-Pero verás, por ahora estamos cenando. Lo que tiene en la boca es un hermoso pavo del Día de Acción de Gracias.
—Pero eso fue ayer.
—Sí, fue ayer ¿Dónde estabas tú? No me saludaste. Estamos cenando lo que quedó.¿Qué quieres que le diga? Le pasaré el mensaje durante el postre.
—¿Y cuál es el postre?
—Yo, cariño ¿qué más?
—Déjalo, Rose. Lo llamaré mañana.
—OK, pero que no sea muy temprano. Estoy con contrato hasta el mediodía. Y avísame cuando me necesites, amor y recuerda que me debes veinte dólares ¿sí, querido?
Rose colgó y MacDillon se quedó mascullando. No importaba. Rose no era la única mujer en el mundo.

Pasó la noche y MacDillon se despertó al mediodía. Hora de llamar a MacRae.
Marcó el maldito número.
—Hello—respondió una dulce voz femenina.
—Oh, no, Rose. Otra vez no.
—Pero me estoy yendo, baby. Te paso con este tigre.
—Ahora él es un tigre.
—Tú también, tú también. Pero él no ha dejado nada del pavo de Acción de Gracias. No me dejó probar bocado. Me voy a casa por que me muero de hambre. Así que te doy con él. Bye, bye, dulce baby.
Llamar dulce baby a ese mamarracho es demasiado ¿o no? Por eso nunca quise ser prostituta..Por las cosas que hay que decir.
—¿MacDillon?
—¿MacRae?
—Él mismo.¿Qué tienes?
—Gripe.
—¿Qué tienes para mí?
—Guantes sucios. Tres pares.
—Te has portado. Bien. ¿conoces la esquina de la Cuarenta y ocho y la Décimonovena Avenida?
—¿Te refieres al bar que tiene un busto de Jefferson pintado de rojo para hacer juego con el matafuegos?
—Sí, donde estaba la casa de la vieja Lucy ¿la recuerdas?
—¿Cómo me voy a olvidar de la vieja Lucy? Estaba vieja, pero esas francesas...
—Dios, si te dejaba sin aire.
—Si habré gastado de mi primera libreta de ahorros con la vieja Lucy.
—Y luego tu padre te tiraba de las orejas, ja.
—En cambio el tuyo te pagaba todas las juergas.¿Y qué fue de Lucy?
—La reventó el reuma. Empezó con el lumbago.
—Claro, el lumbago. Gajes del oficio.
—Y después el reuma y después le encontraron artritis.
—Pobre Lucy.
—Terminó en el Hospital General.. así empezamos en este negocio ¿recuerdas?
—Sí, cómo no me voy a acordar.
—¡ENTONCES NO PREGUNTES LO QUE YA SABES Y VE AL BAR DE LA CUARENTA Y OCHO Y LA DECIMONOVENA AVENIDA CON EL BUSTO DE JEFFERSON PINTADO DE ROJO DONDE ESTABA LA CASA DE LA VIEJA LUCY QUE TENÍA EL LUMBAGO DE TANTO AGACHARSE Y ARTRITIS DE TANTO ARRODILLARSE Y TRAE LOS MALDITOS GUANTES!!!!!!!!
—¿Y mis tres mil? — preguntó MacDillon.
Pero MacRae ya había cortado.

¿Y a qué hora tendría que estar allí— se preguntó MacDillon. Pero imaginó que debía ser a la hora de comer.
Y al día siguiente, al mediodía, estaba allí con su bolsa roja y el bolsillo expectante.
Y allí estaba el busto de Jefferson pintado de rojo, pero faltaba el matafuegos. Y sentado, devorando unos huevos con tocino y esas porquerías que comen los yankis, estaba MacRae.
Se veía muy gordo y completamente pelado. Comía como un cochino. Con una mano grasienta llamó a MacDillon. Y MacDillon, diligente, se sentó a la mesa con cara de buen chico.
—¿Qué vas a comer?
—Pizza.
—Buena idea. Hey, Tommy. Una pizza grande con pepperoni. Sabes, aquí hacen la pizza de un modo que me encanta. Chorrea grasa, pero es riquísima Y bien, Joe, querido, ¿qué tienes para papi?
—Lo que sabes. Tres pares de guantes sucios.
—Sucios y sanguinolientos.
—Roñosos, infectos. Y valen tres mil dólares.
—Dámelos.
—Quiero mis tres mil.
—Hagamos un trato, MacDillon. Yo te daré los tres mil dólares, claro que sí, muchacho, el viejo MacRae siempre cumple. ¿No es verdad, Tommy? Mira que pizza, muchacho. Esto es una pizza. Sírvete, anda.
—Quiero mis tres mil.
—Te decía que haremos un trato. Yo te daré los billetes, sí, claro que sí, no vas a dudar del viejo MacRae. Pero los tengo envueltos en una servilleta.¿Y sabes por qué?
—Si la servilleta está limpia me parece bien.
—¿Y sabes por qué? —insistió MacRae
—¿Por qué? — se resignó.
—Porque nunca, oyes, nunca se debe mostrar el dinero. Pásame la bolsa, quiero ver que no me estás engatusando.
—Tú pasame algo de esa pizza. Comes como Pilón, no dejas nada.
—Oye, toda la vida te di de comer, así que no te quejes. Hum. Huele a gato muerto. Están asquerosos estos guantes. Bien, sirven- cerró la bolsa e increíblemente siguió comiendo—Oye, si no te comes eso dejámelo a mí.
—Come, a mí se me fueron las ganas.
—¿Estás seguro que no la quieres? No has comido nada.
—Como bien dijiste, huele a gato muerto. ¿Y desde cuándo gastas tanto escrúpulo frente a una porción de pizza ajena? Come y dame mi paga. Cargué esa bolsa dos días.
—Shshshsh. Estira el brazo izquierdo bajo la mesa y tómala.
MacDillon estiró el brazo izquierdo y tomó un bulto de la mano oculta de MacRae.
—Bien, bien, chiquito— MacRae simulaba seguir una conversación—¿Cómo está Mary? ¿Sigue tan guapa como siempre?
—Tú sigues ciego como siempre. Cuando tenga más, te lo haré saber. Y no te manches la camisa, MacRae. Rose no acostumbra lavarlas.
—Oh, Rose, Rose. Esa chica sí que es dulce ¿sabes lo que me hizo?
—No y no quiero saberlo. Adiós, MacRae.
—Espera, espera. Cocino un pavo como nunca lo has visto.
—Adiós MacRae,-repitió con furia y se fue, el idiota, sin revisar el interior de la servilleta atada con un piolín que llevaba en el bolsillo izquierdo. Y claro, Mac Rae estaba seguro que no lo haría. Acabó la pizza, pidió la cuenta, cargó la bolsa roja y se marchó.
CONTINÚA EL LUNES 2 DE NOVIEMBRE

lunes, 19 de octubre de 2009

MERCADO NEGRO: CAPITULO 2

VIENE DEL POST ANTERIOR
CAPITULO 2:
Maldita Mary

Cruzando el puente de Brooklyn, MacDillon se perdía en ensoñaciones bajo las pálidas estrellas neoyorkinas. Llenar el carrito del supermercado de buena y sana comida chatarra. Invitar a Rose a una buena juerga. Comprarle un juguete al vecinito negro cuya madre se lo llevaba asustada cada vez que se le acercaba. ¿Por qué? se preguntó, amargado. A él le gustaban los niños. Porque, ya lo saben, ¿no? En el fondo, su corazón es tierno como la manteca. Podría proponerle matrimonio a Rose e ir al cincuenta por ciento. No, eso es muy generoso. Ochenta por ciento para él, veinte para Rose y si no le gusta que se vaya. Una cosa es ser un caballero y otra ser un imbécil. Después de todo, lo de MacEnroe se iba a terminar y hay que asegurarse la vida.
Pero ahora todo dependía de Mary.

Hacía cinco años que no veía a Mary, pero sabía que seguía en el Hospital. Mary era una sucia tipa, del mismo modo que él era un sucio tipo. No la veía desde que ella le pidió que le pintara el comedor y le colocara las cortinas y él le contestó que se pintara el culo y otras cosas que por pudor no digo. Soy consciente que una señora como yo no puede escribir un relato como este, pero la última vez que me confesé no tenía nada para decir. Así que aquí estoy, intentándolo. Bueno, él le dijo que se pintara el culo y que se colgara las cortinas de...ay, padre Mario. Cómo voy a decir eso. En fin, le dijo que se colocara y se pintara... Bueno, le dijo algo a Mary, que a pesar de ser una sucia tipa le ofendió, naturalmente y así cesaron sus relaciones. Y en esos cinco años, MacDillon había caído en la peor ruina. Durante un año, fue pintor de brocha gorda. Luego pensó que eso menoscababa su honor y se dedicó a ciruja. Y ahora lo encontramos cruzando el puente de Brooklyn, en busca de Mary nuevamente.

El timbre a esas horas de la noche sonó bochornoso. MacDillon resolvió mostrarse sereno y digno. No iba a arrastrarse a los pies de esa perra.
La casa estaba misteriosamente en silencio.
Repitió timbrazo y en eso momento una voz cavernosa de cigarrillos negros y bronquitis genética preguntó quién es.
—Yo—respondió MacDillon
—Yo también soy yo.
—MacDillon.
—Yo también soy MacDillon.
—Joe.
—Así que Joe. Mi hermanito querido. No estoy vestida.
—Mira Mary, hagamos las paces. Se acerca el Día de Acción de Gracias.
—Pamplinas, como decía el viejo Scrooge.
—Hace frío.
—Fuck you.
—¿Acá?
—Espera, que busco la cámara de fotos. Soy la nueva artista pop. Haré una exposición sobre las pequeñas cosas de la vida.
—Ábreme, Mary. Me congelo.
—Vaya. El hielo endurece.
—Necesito guantes..
—Qué delicado.
—Guantes de cirujano. Usados.
—Qué asqueroso.
Se sintió el ruido de los cerrojos y apareció una gordita pelirroja y pecosa, ajada en carnes, entrada en años, malhumorada, con un pucho en la boca, igual en todo a MacDillon, salvo en algunas cosas que por pudor no nombraremos.
—¿Así que quieres guantes de cirujano y usados?¿Cuánto me das por ellos?
—Nada.
—Ajá. El comedor sigue sin pintar.
—Píntate el culo.
Mary lanzó una risotada.
—Siempre el mismo ¿eh?.Pasa.
MacDillon pasó sacudiéndose el frío. Miró las paredes. Necesitaban cuatro manos de pintura.
—Dame algo de tomar.
—¿Qué me darás por un whiskie doble?
—Nada.
Mary lanzó otra risotada. El pucho se quemaba entre sus dedos. Lo arrojó al piso y lo pisoteó, causando otra quemadura a la alfombra.
—La alfombra de mamá—murmuró MacDillon apenado.
—Qué tierno.
—Dame el whiskie. Tengo la garganta seca.
—¿Cuánto me das por tres pares de guantes sucios de cirujano? —dijo Mary bruscamente y mirándolo de frente.
—Nada.
—¿No conoces otra palabra?
—Para tí, no.
—¿Qué me das? — insistió.
—Mataré a tu perro si no me los das.
—Está muerto.
—Mataré a tu marido si no me lo das.
—Y me harás el favor más grande de la vida y te trataré como a un hermano, pero no te daré los sucios guantes.
—Mataré a tus hijos.
—Ja. Si eres capaz de encontrarlos, te daré un premio, pero no los sucios guantes.
En ese momento, MacDillon aguzó el oído. Le pareció oír un maullido. Sí, era un maullido.
—Ahorcaré a tu gato.
Mary lo miró.
—Mataré a tu gato.
—Mi...
—Gatito—Y MacDillon se levantó y comenzó a buscarlo.
—¡No! ¡NO! Mi gatito no—Mary empezó a sollozar convulsivamente. Y MacDillon suspiró satisfecho. Obtendría lo que buscaba.


CONTINÚA EL LUNES 26 DE OCTUBRE

lunes, 12 de octubre de 2009

MERCADO NEGRO: UNA TURBIA HISTORIA

CapÍtulo 1:
Guantes usados de cirujanos

Era una calle a oscuras, las ventanas temerosas se hallaban cerradas, lastimeramente aullaba un perro como si hubiera recibido una patada.
Y efectivamente, la había recibido. O bien el perro había hecho algo que no debía o Joe MacDillon paseaba por aquella calle.
Ambas cosas eran ciertas. El perro había mirado amorosamente a Joe MacDillon y le había dado la amistosa patita (nunca debes hacer eso, perro ¿oyes?) Y Joe MacDillon le había dado una regia patada.
Mientras él camina pateando perros y latas por igual en ese basural llamado...
...Nueva York. Ciudad brillante, cosmopolita, el centro de la civilización. Pero tras la civilización se oculta la barbarie. Las brillantes luces de Broadway no alcanzan a ocultar los opacos harapos de los mendigos, ni la nariz rota de un viejo boxeador borracho ni el labio partido y tumefacto de la vieja meretriz que le pidió dos dólares.
Nueva York. La pobreza desnuda sus calles y sus luces, el bajo mundo se apodera del alto mundo, la exitosa bailarina, cuyo nombre brilla en las marquesinas del teatro, pasa altiva frente a la vieja pordiosera que una vez también supo llevar plumas y diamantes. Las plumas vaya usted a saber dónde fueron a parar, los diamantes, al banco de empeños, de donde así como entraron salieron, pues eran tan falsos como Nueva York, falsa opulencia, falso brillo, falsas estrellas de neón y mejillas de falso rubor.
Pero ¡ah! La basura de Nueva York. La basura de Nueva York era inigualable. En ningún otro lugar había basura que valiera tanto como aquella.
Y Joe MacDillon lo sabía bien. Tan bien, que ningún basural se le escapaba.

Mientras él camina pateando perros y latas por el lado oscuro de la vida, masculla palabrotas. El canto de un beodo parece entonar un muezín, sea lo que sea un muezín, a las malas costumbres, al Dios de los malos, a la malignidad de las cosas.
Y mientras Joe MacDillon camina, se detiene a revolver la basura. Encuentra un zapato marrón izquierdo de hombre. La próxima cerveza estriba en que encuentre el par derecho. Pero en lugar de eso encuentra un guante.
-Maldita Mary-masculla, mientras se fija si aparece el otro.
Aquellos eran malos tiempos para MacDillon y de todo culpaba a Mary. Pero ¿quién es Mary?¿Una rubia burbujeante que le exprimió los sesos y la billetera? ¿Una morena insinuante que le arrebató su herencia con malas artes? ¿O una gordita pelirroja y pecosa, ajada en carnes, entrada en años, malhumorada, con un pucho en la boca, su hermana Mary tal vez, igual en todo a él salvo en algunas cosas que por pudor no nombraremos?
Todo se sabe al fin y no hay por qué adelantarse. Mac Dillon encontró el guante, pero no el zapato. Era igual, aún le quedaba un cigarrillo. Y si a MacDillon le queda un cigarrillo, no tiene porque trabajar más.
Sin embargo, debe la renta, debe el gas y le debe veinte dólares a Rose, la meretriz dulce y de buen corazón que le alivia la dura vida. Hacía dos meses que no le hacía una visita y estaba desesperado por hacerla. Pero una deuda es una deuda.

Cuando entró en su lúgubre departamento, de paredes verdes y mohosas, con un jergón tirado en el piso y una colección completa de botellas de todas las clases, excepto la clase de botellas llenas, sonó el teléfono.
Mac Dillon se detuvo en el umbral, escéptico a sus oídos. Hacía un año que no pagaba el teléfono. Un milagro había sucedido. Sin comprender nada atinó a alzar el auricular.
—¿Hola?
—Pedazo de idiota.
—¿MacRae? —Trató de no sonar incrédulo.
—¿Y quién más te va a pagar ese teléfono? —llegó el momento, al fin en este relato negro oirán la esperada palabrota-Shit.
—Oye, MacRae—había un punto colérico en esa voz ronca— Acepto que pagues mi teléfono si quieres, pero no que blasfemes.
Hubo un intervalo de silencio estupefacto del otro lado. Mac Dillon sonrió, complacido. Por fin había sorprendido a esa rata.
—¿Qué eres, una damisela?
—No, pero soy un caballero y por mi honor no permito que se me hable así. Así que cortaré y volverás a llamar. Adiós, MacRae.
Colgó el teléfono. En menos de un minuto sonaría de nuevo. Sesenta, cincuenta y nueve, cincuenta y ocho..., empezó a contar los segundos mientras encendía su cigarrillo. Así que lo necesitaban a él, a MacDillon. Entonces tendrían que pagarlo caro.
RI I I I NGGG!!!!!!
Ese ring sonó enojado ¿o me parece a mí?
—Escucha, rata de las cloacas. Tengo trabajo para ti y no quiero que me vuelvas a cortar el teléfono. Se lo ofreceré a otro ¿entiendes, maldito hijo de puta?
—Oye, ya te dije que no digas palabrotas. Dime que quieres, por que estoy esperando una llamada ¿sabés? Y no quisiera por nada del mundo que le dé ocupado a mi amiguita.
—Qué amiguita, no te hagas el interesante. Jodes menos que el chofer del Papa. Te va a contratar el Vaticano por eso, pero primero harás algo por mí. ¿Te suena el nombre de MacEnroe?
John MacEnroe. El multimillonario petrolero.¿JOHN MAC ENROE? Oh, la diosa Fortuna llama a la puerta..
Rápidamente se repuso.
—Humm, MacEnroe ¿el tenista?
—No te hagas el idiota.
—Oh, ya sé a quién te refieres. Ese tunante.
—¿Qué inmundicia de novela de espadachines andas leyendo? Te crees D’Artagnan ¿eh? Eres maldita carroña de Brooklyn, así que deja las palabras finas. ¿Recuerdas la buena época de la basura patológica, cuando robabas la basura de los quirófanos y cada guante de cirujano usado te dejaba veinte dólares? ¿Te imaginas a D’Artagnan robando guantes de cirujano?
—¿Eso es lo que quieres?¿Guantes de cirujano?
—Eso es lo que quiero, pero el negocio ha cambiado un poco, desde que sabemos el nombre del sucio tipo que se masturba con ellos. Ahora por uno solo de esos guantes podríamos sacar quinientos dólares. El enfermito tiene con que pagar ¿Mac Dillon? ¿Sigues ahí? Habla, rata del pantano, que no tengo toda la noche.
—Estoy acá— y por fin la voz de MacDillon sonó alterada— Así que es MacEnroe. Podemos sacar más de lo que dices.
—Escucha, idiota, ahora no tienes nada. Eres un ciruja. De momento, ese es el precio. Cuando tengas un par, ponte en contacto conmigo. ¿Tu hermana Mary sigue en el Hospital General?
—Sí-contestó Mac Dillon lentamente— mi hermana Mary sigue en el Hospital General.
—¿Sigue como instrumentadora?
—Sigue como instrumentadora.
—-Hay un porcentaje discreto para ella si es necesario, pero espero que no sea necesario, eh, Joe? Ella no debe saber para qué los quieres. Dile que tú te masturbas con ellos.
MacRae cortó.
—Maldita Mary—murmuró MacDillon mientras miraba el gabán que se acababa de sacar.
Sonreía (su sonrisa era una mueca torcida, una peligrosa cornisa a la que asomaban amarillos dientes temerosos de caer), sonreía cuando abrió la puerta y salió a la calle.

CONTINÚA EL LUNES 19 DE OCTUBRE

domingo, 20 de septiembre de 2009

La Sirena en tierra

La conocí hace años. Hace tantos años. No recuerdo si fue en un circo. No recuerdo si fue en un hospital, cansada, las tristes piernas cubiertas con un chal demasiado ajado. No sé si no fue en casa, en mi infancia, cubierta con un vestido de flores, ella preparaba tallarines en silencio obcecado

Tal vez fue en una maternidad. Tal vez gritaba en la sala de partos vecina a la que yo estaba, también en un grito sangrante. No sé si no la vi en la calle, con un niño y una lata de monedas, no sé si fue en una peluquería, haciendo lavar su largo cabello ingobernable. Tantas veces la vi, a ella, La Sirena.

Me lo dijo todo. Mil veces, como si sirviera para algo, pero sabiendo ambas que no serviría de nada. Inútil como todo el conocimiento, la sirena me contó la verdad sobre si misma.

Ella lo dijo todo. Estas son sus palabras. Presten atención, porque entonces sabrán, con sólo oir su murmullo, si la mujer que les pregunta la calle o les envuelve la comida para llevar, o esa que duerme en su cama, es una sirena en el lugar equivocado.

Y así dijo ella, La Sirena:

Una sirena deja el agua porque tiene sed, una sed ingobernable de sueños. El hombre de una sirena es un sueño del que nunca es dueño. Sueñas amarlo con la boca abierta por las corrientes submarinas, entre corales y algas. Pero es imposible.Y debes irte. Debes dejar el mar, la espuma, tu alimento de liquen.

No hay forma de que un hombre sepa jamás lo que una sirena piensa. Su canto es un canto hermético. Es un secreto, propagado por la brisa. El misterio sireinaico no puede nunca ser revelado, pero la sirena puede ser rota, dañada, muerta, sin jamás revelar su secreto.

Sólo se puede descubrir a la sirena contaminando las aguas, hacer el claro en lo oscuro talando el bosque secreto. La selva descubierta ya no es selva.

La espada del conquistador, inflexible y dura, puede herirla, pero no penetrarla. Esa es la perfidia de la sirena. Jamás Armida fue tan pérfida como cuando se dejó tronchar en el árbol de mirto, según confesó Reynaldo antes de morir, los ojos soñando y la boca en sangre.

El cazador de sirenas, que es el más recio de los hombres, abre estelas tan sutiles entre las olas que sueña que su carne es piedra, que se sueña espada viva y se siente eterno en su sueño fugaz, que siempre será sueño y siempre será fugaz. Entonces la sirena se adueña del botín más preciado: el sueño de su cazador que de ella sólo tiene la vigilia.

Debe definirse como característica esencial el silencio de la sirena, más elocuente que su canto.

Cuando la sirena se niega a cantar es cuando más sufrimiento causa al hombre su voz.
Una
sirena en silencio es la angustia del cazador de sirenas. Entonces él comprueba la impenetrabilidad, el secreto incansable e invencible de las aguas.

miércoles, 26 de agosto de 2009

A pedido del público vuelve la antropóloga intrépida

¿DÓNDE ESTÁS, BOB FOSSE?

Ah, cuando yo era joven. Vivía en Siberia, era feliz, no tenía sífilis, no había conocido a Bob.
Fue aquí, en África. Podía elegir a cualquiera, pero tuvo que ser él.
Me abandonó. Y aquí, en el corazón de África, planeo mi siniestra venganza, con el latir de los tambores del siniestro brujo de la tribu, quien gusta de la buena música cuando se prepara esos estofados de antropólogo australiano como solo él lo sabe hacer.

—Diablos, se dijo la escritora y arregló la cinta de la máquina de escribir—Cómo conmover a la platea, esa era la cosa_ Qué difícil. Qué dura es la vida del artista. Y cómo están los mosquitos. Me gasto el sueldo en espirales y repelentes que no sirven para nada. Y el calor no se aguanta más: la remera se me pega al cuerpo pero si me la saco me van a ver los vecinos porque mi cuñado no viene a ponerme la cortina.


Es una noche calenturienta en África Ecuatorial y pican los mosquitos. Aquí en África la vida es dura, pero además es corta. Maldición, cada aforismo que digo me recuerda a Bob. No siempre la vida fue tan dura, después de todo. En realidad. En fin, que en África no hay dinero para mosquiteros, el sueldo se te va solamente en la quinina, y apenas hay que conformarse con cortinas de bambú. Pero soy una mujer curtida y un mosquito de mas o de menos no es nada para mí. Si solo tuviera a mi Bob.

Suena el teléfono. La escritora arroja al suelo un sombrero inexistente y lo patea. Es su cuñado, para decirle que no puede poner la cortina hoy y que mañana Camila baila jazz en la escuela y si no sabe como se vestían las bailarinas de jazz. Cómo habrán notado, el lema de la literatura de este prodigio de escritora es que nada se pierde y todo se transforma.

Decía que era una noche calenturienta y pican los mosquitos. ¿ Ya les hable de Bumba Catunga? Lloro solitaria pero no estoy sola. Conmigo está Bumba Catunga, el fiel sirviente negro, que ronca panza arriba. Si en un rato no lo despiertan los mosquitos, lo sacudiré para que tome su quinina. Hace tanto calor que lloro y no se nota porque las lágrimas se evaporan haciendo señales de humo que dicen “¿dónde estás, Bob Fosse?” “Te cavaste la fosa, Bob Fosse”, “te arrancaré los ojos Bob etc...”
Bob Etc... salió a comprar cigarrillos hace veinte años y aún no ha regresado. Ahora debe estar mucho más viejo, prefiero al negro, pero se duerme. Es lógico, de día lo hago trabajar. Pero no es como mi Bob Fosse. Él cocinaba, lavaba, planchaba. ¿Dónde estás, Bob Fosse?
Las hienas ríen como mi destino. ¿Estarán digiriendo a mi Bob Etc.? Era tan pesado que podrían digerirlo veinte años. Era indigesto.

Bah, esto es una porquería. El problema es que el negro está dormido, por eso es aburrido. Si estuviera despierto sería más emocionante. Lo voy a despertar.

Tomé el látigo y le acaricié con él la espalda.
— Despierta, Bumba Catunga—que quiere decir “hombre con rulos” —Necesito pasión ardiente. Si no me sirves, arrancaré el tótem del poblado otra vez y después te tocará lavarlo”.
— No, por favor—en su voz temblaba la súplica—Médico brujo hará mucho mal. Dice que ser arpía chiflada.
— Si, soy arpía y me gusta serlo y me gustó mucho ese tótem la semana pasada, me gusta más que vos, pero no quiero problemas con la tribu y si no me satisfaces, te azotaré.
— Entonces azótame, me duele menos.
— Ah, mond dieu. Maldito seas Bumba Catunga. No quiero lastimarte. Solo bésame.
— Ama, es que si solo te lavaras los dientes a la mañana...
— Imbécil, una aventurera como yo no se lava los dientes jamás. Bésame.
— Con la boca cerrada sí, ama.
— Maldita sea, quien dijo en la boca. ¿También querés que te haga un mapa?
— Dice médico brujo que francesa ser malvada.
— Ahí si me lavo, te lo juro.
— Eso dijo la semana pasada y no era verdad
— Me puse perfume.
— No insistas, amita, me duele la cabeza.
— Maldición, Bumba Catunga, empiezo a creer que eres un impotente, como dicen en el poblado. Dime que no es verdad.
— Es verdad. ¿Me venderás nuevamente?
— No, Bumba Catunga. Tu conversación me agrada y encuentro que ese tótem me gusta mucho.
— ¡No, ama! ¡El tótem sagrado no! Médico brujo enojar. Quemar esta casa. Yo me voy.
(Sale corriendo)
Me quedo sola. Las hienas ríen.
¡ Oh, Bob Fosse! — Mis ojos se llenan de lágrimas— ¿Dónde estás, Bob Fosse?

sábado, 15 de agosto de 2009

El auténtico Capitán Alatriste, en exclusiva

DE CÓMO QUEVEDO ESCRIBIÓ UN SONETO

No era un hombre muy guapo ni muy honrado, pero su nariz tenía alcances prodigiosos. Al menos así lo pregonaba Caridad la Estrafalaria, con una sonrisa que pretendiendo ser maliciosa, era ciertamente beatífica. Como notarán, mi estilo difiere de anteriores entregas, pero esta vez me he asesorado mejor leyendo a los grandes de la prosa estilista y refinada. Creo que antes lo hacía bastante mal y ya han adivinado en mí al otrora joven cronista Iñigo de Balboa, sólo que ahora escribo muchísimo mejor.Y volviendo a Alatriste, dejo constancia de que su nariz, maliciosidades estrafalarias aparte, tenía alcances prodigiosos. En ciertos lances abandonaba la espada y prescindía de la vizcaína para embestir a su adversario con ella y por eso Quevedo, que no tenía mucho que envidiar, la admiraba y la denominaba con diversos epítetos, al cual más reluciente y elegante. Enemigo de soeces burlas que por otra parte disminuían la expectativa de vida al que las pronunciara, se refería al portentoso aditamento de nuestro protagonista con versos al cual más ingenioso. Qué bien que escribo ahora. En mi opinión mi prosa dejaba mucho que desear, era mas bien tosca. No tenía elegancia. Y ahora escribo tan bien. Si el Dómine Pérez viviera estaría admirado de su otrora imbécil discípulo. Imbécil me llamaba cuando conjugaba mal los verbos y confundía versos de Quevedo con versos de Gorgonsola que él mismo me enseñaba a escondidas. Y de Gorgonsola se trata esta entrega.
Alatriste había escapado por milagro a una estocada que le tendiera el vil italiano y vino a descansar, maltrecho y resoplando, a la taberna de la Estrafalaria, donde Quevedo se emborrachaba para mi solaz y para que yo ensayara mi caligrafía (torcida, según el cura Pérez), copiando sus versos. Siempre lo hacía así y yo era su escriba, porque en la mañana con la resaca que tenía no se acordaba de nada, y así es como yo seguí paso a paso el poema que dedicara a Alatriste y otros muchos poemas, como aquel, “Cerrar podrá mis ojos la postrera”, que yo copié, felizmente, porque al día siguiente el decía “Cerrar podré mi puño en tus ojeras” y sostenía que era un verso magnífico.
Cuando entró Alatriste, Quevedo maldecía a Gorgonsola como de costumbre.
— “Ese Gorgonsola culterano
Al que llamo el corcovado”
— Otra vez sopa — dijo Alatriste, y se sentó. Corriendo llegó la Estrafalaria con una jarra de vino, volcándola en la mesa mientras Alatriste hundía la punta de su nariz en el opulento pecho de la Caridad esa que, estrafalaria y todo, todavía estaba buena. Pocos años más tarde ella fue caritativa conmigo también, pero eso ya fue un bajón.
— Escuchad, Alatriste, tengo un trabajito para vos. Bonita espada llevas en la cara. Ya quisiera el monasterio tener tal monumento.
— De que se trata el trabajo — dijo el capitán, que estaba de mal humor— y cuánto es la paga. Ya sabes que yo distribuyo estocadas tanto porque hay dinero como porque no me lo dan.
Quevedo miró su vaso de vino con su característica mala leche.
— Yo ya me presumía
Que tu nariz era judía
— Xenófobo— exclamó la Estrafalaria mientras limpiaba el vino derramado en la madera.
—¿Qué animal es ese? — preguntó Quevedo.
— Tú.
­— Cállate, mujer— Alatriste le pegó un pisotón.
— Sexista— le dijo la Estrafalaria alejándose de la mesa.
— Ese animal me gusta más— declaró Quevedo.
— El trabajito ­— prosiguió— es dejar a Gorgonsola rengo. Un golpe de los que tú sabes. Que todo Madrid sepa que lo he dado yo, pero que preso, si hay que irlo, vayas tú. Cuando lo ataques le dirás el siguiente soneto...
— Deja el soneto. ¿Cuál es la paga? — dijo el capitán, apuntando a Quevedo con su segunda espada.
— Terrible sería que estornudaras. Nunca lo había pensado.
—¿Cuál es la paga? — repitió sordamente el capitán
— Seis dinares.
— Bah — sorbió un trago de vino cuidando que su nariz quedase fuera del vaso.
— Tres rublos
— Me haces estornudar
— Cinco maravedíes
— Trato hecho. Gorgosola por mí ya se queda tuerto
— Cojo
— Por diez escudos, también tuerto.
— Cinco maravedíes y un poema para ti si lo dejas ciego
— Diez escudos y lo dejo sordomudo
Quevedo lo miró largamente y dijo por fin:
—Érase una nariz como un embudo.
— Quince escudos — insistió Alatriste—. Te lo dejo cojo, tuerto y sordomudo.
—¿Por cuánto me lo dejas también muerto?
— Muerto por veinte escudos y un soneto.
— Erase una nariz pintando el techo. Me conformo con que quede tuerto.
—¿Y cojo?
­— Déjame meditar. Tuerto, cojo y ya es jorobado.
“¿Quién lleva joroba y parche
Y arrastra una pierna con donaire?
Para que se rían las gallinas
Calle arriba Corcovilla
Para que se aparten las matronas
Acá viene Gorgonsola”
—¿Meditaste?
— Medité que lo quiero manco. A propósito, más vino y tu nariz tendrá un rojo paulatino.
El capitán hizo una seña y la Estrafalaria se acercó con otra jarra. Alatriste clavó su mirada serena y turbia como pantano en invierno en el poeta y con los dedos hizo cuentas.
— Cojo, sordomudo, tuerto y manco ­— exclamó el insigne sonetista—. Y un soneto, bien mirado, es bastante buena paga, así que olvida los escudos. Ya lo tengo: Erase un hombre a una nariz pegado. La humanidad te recordará por siempre. Y ahora recuerdo que el Duque de Osuna cierta vez por un soneto me pagó... Procurad no cortar mi inspiración, Alatriste con vuestra quejumbrosidad nasal. Amenazáis estornudar, me lo veo venir, un océano o un firmamento, pero procurad desistir mientras acabo yo mis versos. Ya sabéis, los efluvios a mí me vienen de las musas, pero en el caso vuestro prefiero ignorar de donde vienen. ¡Voto a Dios!
Y el capitán estornudó. Y su estornudo permaneció aún cuando su propietario se había ido y cuando la Estrafalaria limpiaba las mesas, aún lo sentía en mis orejas. Y esa noche vi a Alatriste en la habitación hundir su mirada turbia como ciénaga en otoño en el vino rojo y su nariz, de tonalidades opalescentes, era como un reto a los abismos de esa España que buenos soldados tuviera si les diera buena paga. Un sobrino del tío de mi hermana fue a pelear a Flandes hace veinte años y todavía le deben cinco sueldos y tres ranchos. Y bien mirado, aunque soy un prosista refinado, escribiré de ahora en mas en verso, cual aprendí del gran Quevedo y a un doblón cada uno, poemas haré como ninguno.
Y estando ya agotado
Me despido de vuestras gracias
Por no padecer la desgracia
De parecer poco inspirado

viernes, 7 de agosto de 2009

Un pequeño animal efímero : el rotifer y su amigo Nodier

Cuenta Alejandro Dumas en sus memorias la siguiente historia oída a Charles Nodier, profundo conocedor de los animales fantásticos a los que no consideraba fantasías, y sobre cuya existencia daba no pocos testimonios. El que vamos a relatar es casi desconocido, aparentemente el rotifer fue sólo visto por Nodier.

“Llegará el día en que se descubrirán las ondinas, los gnomos, los silfos, las ninfas, los ángeles, como yo he descubierto mi rotifer. Todo consiste en hallar un microscopio para los infinitamente transparentes, como lo hemos hallado para los infinitamente pequeños. Antes de la invención del microscopio solar, la creación se detenía para el hombre en el ácaro, estaba muy lejos de sospechar que hubiese serpientes en el agua, cocodrilos en el vinagre, delfines azules. Se inventó el microscopio solar y se vio todo eso. En el agua que bebemos hay hidras, ictiosaurios en el vinagre. Y hay efímeros, como mi rotifer. Mucho antes que todos hice yo experimentos con los infinitamente pequeños. Un día, después de haber sometido al examen el agua, el vino, el queso, el pan, en fin, todos los ingredientes con los que se pueden hacer experiencias, obtuve de mi tejado un poco de arena mojada —en aquella época vivía en un piso sexto— la metí en la caja de mi microscopio y apliqué a él el ojo. Entonces vi que se movía un animalito extraño, de la forma de un velocípedo, armado con dos ruedas que se movían rápidamente. Si tenía que atravesar un río, las ruedas le servía como las de un vapor; si tenía que recorrer un terreno seco, las ruedas le servían como las de un carro. Lo miré, lo detallé, lo dibujé. Después me acordé de pronto de que mi rotifer —lo bauticé así, aunque luego lo llamé tarantantelo—, me acordé de pronto que mi rotifer me había hecho faltar a una cita. Tenía prisa, tenía que habérmelas con uno de esos animáculos a quienes no les gusta esperar, uno de esos efímeros a que se llama mujer. Dejé mi microscopio, mi rotifer y el poquito de arena que era su mundo. En el sitio adonde iba tenía que hacer otro examen continuo y concienzudo que me retuvo toda la noche. No volví hasta el día siguiente por la mañana. Me dirigí al microscopio. Durante la noche, la arena se había secado y mi pobre rotifer, que sin duda necesitaba la humedad para vivir, había muerto. Su imperceptible cadáver yacía del lado izquierdo, sus ruedas estaban inmóviles, el vapor no caminaba ya y el velocífero se había detenido.
Muerto y todo, el animal no dejaba de ser una curiosa variedad de los efímeros, y su cadáver merecía ser conservado, como el de un mamut o un mastodonte. Únicamente, que ya comprenderá usted que era preciso tomar precauciones muy grandes para manejar un animal cien veces más pequeño que un cirón, precauciones mayores aún que si se tratase de una animal diez veces mayor que un elefante. Entre todas mis cajas, escogí una cajita de cartón; la destiné a ser tumba de mi rotifer, y con la barba de una pluma, transporté la porción de arena de la caja del microscopio a la de cartón. Contaba enseñar aquel cadáver a grandes científicos, pero no hallé a esos señores y si los hallé, se negaron a subir a mi sexto piso, y en esto, yo olvidé el cadáver de mi rotifer durante tres meses o tal vez un año. Un día, por casualidad, vino a mi mano la caja, y entonces quise ver el cambio que se había operado en el cadáver de mi efímero. El tiempo estaba nublado y llovía. A fin de ver mejor, acerqué el microscopio a la ventana y vacié en una caja el contenido de la de cartón. El cadáver del pobre rotifer seguía inmóvil sobre la arena; únicamente que el tiempo, que se acuerda tan cruelmente de los colosos, perecía haber olvidado algo infinitamente pequeño. Miré mi efímero con curiosidad fácil de comprender, cuando, de pronto, una gota de lluvia cae en la caja del microscopio y humedece la arena. Al contacto de aquella vivificante frescura, me pareció que mi rotifer se reanimaba, que movía una antena y luego la otra, que daba vueltas a una de las ruedas y luego a las dos, que recobraba su centro de gravedad, que sus movimientos se regularizaban, que vivía. El milagro de la resurrección, en el que Voltaire no creía, acababa de realizarse, no al cabo de tres días, sino al cabo de un año... Diez veces renové la misma prueba: diez veces se secó la arena y diez veces murió el rotifer; diez veces humedecí la arena y diez veces resucitó el rotifer. Lo que yo había hallado no era un efímero, era un inmortal. Probablemente mi rotifer había vivido antes del Diluvio y debía sobrevivir al juicio final.
Un día en que por vigésima vez, me disponía a renovar la experiencia, una ráfaga de viento se llevó la arena seca, y con ella mi rotifer. Después he vuelto a buscar arena del tejado y de otros lugares, pero siempre inútilmente, jamás he hallado el equivalente de lo que he perdido. Mi rotifer era no sólo inmortal, sino también único”.

martes, 21 de julio de 2009

Bibliofilia

BIBLIOFILIA

Voy a pontificar: no es verdaderamente pobre quien nunca ha tenido que vender sus propios libros.
En mi tierna infancia, me apresuraba a leer los clásicos, porque sabía que irremediablemente irían a parar al banco de empeños, esto fue motivo de que a la edad de doce años alcanzara extraordinaria erudición, culpable de no pocos problemas sociales y, peor, lingüísticos en mi consecuente adolescencia. No entraré en detalles porque me gusta ir rápidamente al grano, pero baste con decir que para mi era casi irresistible exclamar juramentos en francés y hablar en la segunda persona del plural hispano. Lo último desapareció, por fortuna, pero lo primero lo sigo haciendo, en voz baja y cuando estoy sola.
No llegué a tiempo para vender la cuantiosísima biblioteca de mis padres. Ya para cuando tuve edad de ir a una librería sola prácticamente de ella no quedaba nada. "¿Cómo?", diría mi madre. Lo diré rápidamente: mis padres conocieron tiempos mejores y por eso afrontan la pobreza con visceral cobardía. En lugar de vender expeditivamente los libros, decirles valientemente adiós, sin ilusiones insanas, preferían dilatar la agonía de la pérdida llevándolos a empeñar. Durante dos o tres meses decían confiados que ya los sacarían, luego de cuatro o cinco podían confesarse que no, pero ya no constituía un impacto, porque los habían olvidado.
Ocurrió así la paulatina pauperización de la biblioteca familiar, hecho que me llevó a conocer las bibliotecas públicas. La predilecta por mí es la de Juramento y Cramer, en Belgrano. Tenía varias particularidades: para empezar, que en lugar de tener sólo libros de texto, como la mayoría de las bibliotecas de barrio, tenía novelas, una cantidad maravillosa, increíble de novelas. La atendía en ese entonces una tuerta visionaria, que por tedio ni siquiera pretendía ayudarme a elegir 'el texto', horrorosa inclinación, yo diría, delirio de poder, de todas las bibliotecarias.
Afortunadamente, la biblioteca familiar volvió a enriquecerse por la herencia de un tío, bibliófilo prodigioso. Este tío, el inefable tío Omar, vivió en Bernal, en un lugar pintoresco llamado "Recreo Marconi". Así se sigue llamando en homenaje o por olvido, del italiano que se estableció allí primero y fundó el pueblo. Las casas están hechas con trozos de muebles y pedazos de autos viejos: la mejor de todas tenía ventanas gracias a que el dueño había tenido la suerte de hallar las puertas de un Citröen y la astucia de constituir con ellas las paredes. No está el barrio habitado por pigmeos; por esta desgracia constitucional los habitantes padecen de lumbalgia traumática crónica (los sociólogos se fascinarían). El Recreo Marconi no es (preciso aclarar) una villa miseria: las villas miseria pertenecen a este tiempo y a este mundo y el Recreo Marconi existe fuera de ambas cosas (los sociólogos jamás lo entenderían).
En medio de todo esto, emergían como un castillo medieval las sólidas maderas de la casa de mi tío. En esta zona baja, a cientos de metros del río, la casa estaba asentada en la única colina: cuatro maderas hacían de pilares, como en las casas de los isleños; estas maderas estaban cubiertas de curiosos rosales que subían por ellas como enredaderas. Rodeaban la casa nubes de fieles mosquitos, que no la abandonaban ni por un instante: se diría que la solitaria casita tenía para ellos una irresistible atracción, inexplicable por la famélica carne que la habitaba. La casa tenía tres habitaciones en el superior (y único) piso: llenas de libros. Sobre pilas de libros, apoyaban dos lámparas a kerosene (no había luz eléctrica, ni baños, ni agua corriente, comida, cada tanto... ¡pero libros!). No sólo de pan vive el hombre: también de clásicos de la literatura universal y novelas policiales, parecía susurrar el ambiente.
Pronto, sin embargo, el hambre comenzó a asediarlos: mi tía contemplaba agónica como el tío Omar dejaba la casa con una bolsa repleta de clásicos ingleses. Dos horas después volvía, con la bolsa igualmente cargada. Mi tía se incorporaba entonces y anhelante preguntaba:
"--¿Lo conseguiste?"
"--Si", respondía el tío Omar, con voz satisfecha y descargaba el contenido de la bolsa en el piso: montones de novelitas del Oeste. Al Benson, John Smith: los mejores.
Ella entonces lanzaba un suspiro lastimero; era menester tomárselo con filosofía y tomando un libro nuevo se extendía en el catre "porque leer un nuevo libro sacia el hambre". Y a cuántos habría convenido saberlo antes.
Pues bien, mis tíos, incomprensiblemente dadas su sana filosofía y forma de vida, fallecieron antes de lo esperado. Después del lógico período de duelo mis hermanos y yo fuimos al Recreo a buscar nuestra herencia: libros, está de más decirlo. Cuando llegamos, la casa había sido casi devastada: los vecinos, sin dejarse estar por su lumbalgia, mientras nosotros nos dejábamos sumergir en la tristeza, habían conseguido ya sacar la mitad de los libros y los habían vendido como papel viejo al cartonero del barrio, cosa que el mismo nos informó al nosotros llegar y asombrarnos de su prosperidad. Él, que no era bobo, los había vendido como libros y no como papel. Nos mostró el par de zapatos relucientes y el encendedor que había ganado con su especulación vil. Lo cierto es que faltaban unos cinco mil libros, así que el pobre hombre resultó estafado; cosa que pasa por no conocer a los libreros. Por lo menos mi tío los cambiaba, aunque más no fuera por las obras maestras de John Smith, pensé mientras a mis ojos afluían las lágrimas.
Fuera como fuere, aún nos quedaban cinco mil libros. El traslado a nuestra casa en Villa Urquiza fue una tarea titánica: del Recreo a la estación de Bernal había que recorrer tres kilómetros a pie, por un camino de tierra que con las lluvias se volvía un lodazal (y siempre que íbamos llovía).
Al fin la casa estaba repleta de libros otra vez: volvía a parecer un hogar. Pero nada dura y el hombre no puede bañarse dos veces en el mismo río, ni vender dos veces el mismo libro. Por consiguiente, y puesto que los libros que no teníamos ya los habíamos vendido (la lógica es algo implacable), y nuestras lecturas no nos habían enseñado el estoicismo, nos vimos obligados a salir a vender nuestra herencia apenas cobrada.
Mis padres esta vez no intervinieron en la transacción: no es igual llevar primero ediciones de Las mil y una noches al Banco de empeños, con aire de nobleza insultada (a la nobleza le sienta bien ser insultada y da un tono particular al cutis, decía mi madre), que ir a vender novelas del Oeste a librerías de usados. Eso no me inmutaba, soportaba las miradas de los libreros, con la seguridad interior de que Tolstoi se hubiera enamorado de mi.
Pero no se equivoquen: amamos los libros. Nuestros sufrimientos al venderlos se elevaban al martirio, pero un martirio que sentaba maravillosamente bien a nuestras almas literarias, que templó nuestros corazones, en fin, que nos llevó a conocer todas las librerías de Buenos Aires, a odiar como se debe odiar a todos los libreros, a conocer las bibliotecas públicas, a maldecir a todas las bibliotecarias, ya lo ven: a llevar una existencia que Verlaine hubiera aprobado y hubiera incitado a Tolstoi, quizás, a mi redención.
En fin, aquí espero. Cinco mil libros se acaban pronto: se venden más rápido de lo que se leen.

Epílogo
Sentados junto al fuego de las hornallas, soportando el frío invernal, con las narices azuladas y los dedos entumecidos, elevamos una única súplica, rezamos esperanzados.
Cada tanto alguno tiene una idea, pronto sin embargo las cabezas vuelven a caer sobre las manos que apenas las sostienen.
--Esos malditos... los libreros, están más suspicaces que nunca -murmura Diego.
Las cuatro cabezas se levantan, cruzamos miradas afiebradas, un nuevo brillo las anima. Una idea perversa, si, una idea, un objeto perverso anima nuestras mentes. ¡Robar libros! Es menester haber caído, si, Tolstoi ya no se enamoraría de mi, Verlaine nos seguiría aprobando, Dostoievski al menos...
Nos aproximamos al fuego. Las cuatro cabezas, separadas, piensan juntas, los cuatro brazos se extienden y las manos se unen. Y pronunciamos un horrible juramento.
Maulló un gato (negro).

domingo, 12 de julio de 2009

ROSA ENCARNADA

La Rosa Encarnada era el símbolo de los Elphergs, familia reinante de Ruritania, mi patria elegida entre tantas que habitan mi biblioteca. Durante años supe decir el parlamento de la princesa Flavia, y vi la rosa roja que estruja Rodolfo de Rassendyll entre mis manos. No sabia entonces, cuando leí por primera vez esa historia, que el amor iba a rozarme con sus alas blancas o el dolor iba a ensombrecer mis días, como un gigantesco Ave Roc que tapara el cielo todo, no dejándome ver más que el lecho donde dormían mis hijos. No sabía entonces que es la furia la que estruja la Rosa Encarnada de los Elphergs, y que no sólo la dulzura es la que entreabre los labios. No sabia leyendo a Anthony Hope que muy pronto sería madre y que a lo largo de los años de mi juventud, escribíría un largo poema. Ese largo poema se llama La Rosa Encarnada. Ya no es de los Elphergs, sino mía. Durante muchos años durmió en cuadernos de espiral, me acompañó en todas mis mudanzas, la ilustraron garabatos de mis hijos pequeños, la regué despacio mientras les cantaba canciones de cuna. Rara vez le mostraba a alguien esos poemas. Las supuestas autoridades les bajaron el pulgar: un poeta premiado me dijo que leyera poetas modernos, un escritor de éxito me dijo que leyera más poesía antes de escribir. No les hice caso:, conocía uno a Pessoa, el otro a Quevedo, pero ninguno de ellos sabía quien era Ronsard. Así que los ignoré y, a pesar de ellos, cada noche, cuando mis hijos dormían, tenía mi cita con el viento contra la ventana, el aullido infinito de un perro negro y el canto del zorzal. Así regué la rosa encarnada, así escribí cientos de poemas. Esos niños que miraba dormir mientras escribía ya no son niños. Y la rosa encarnada ya no se esconde, como escribí una vez, en alta torre. Acaba de ser publicada por Rúcula Libros, ilustrada por la niña que garabateaba en los márgenes de las hojas que su madre llenaba de versos. Sus garabatos ya no son simples (jamás los fueron) Mírenlos: http://elmargendelahoja.blogspot.com./ Verán la tapa de La Rosa Encarnada. El libro que descansa en la mesa de luz de mi hijo, a quien se lo dediqué hablándole de "El Gigante Egoista", el cuento de Wilde que leíamos antes de dormir él y escribir yo. A Matteo Belli le dedico este libro. Su interpretación del poeta del año 1200 llamado Ruggeri, como yo, que defiende su poesía ante un obispo (de voz tenebrosa, vieja y rencorosa, sería tal vez un poeta premiado en el Medioevo, un bestseller del monasterio) me dio valor, como conté alguna vez en este blog. Matteo Belli leyó un cuento del libro y, mirándome muy serio, él , un artista completo, un juglar lleno de magia, me dijo que lo había leido tres veces para analizarlo. Es por eso, y por mi admiración a su arte, que me hizo crecer y madurar como poeta, que el libro le está dedicado. Que un intérprete de Dante analice mi Rosa Encarnada, es un honor. Me daré el gusto de transcribir aquí la carta con que el editor dio su aprobacion a los poemas, como verán, no iba dirigida a mi, sino que me fue reenviada. Creo que es una carta de aceptación de antología, de un editor-poeta y de paso le quitará toda su melancolía a este post. Acá va la carta del señor Pablo Ferro, editor de Rúcula Libros, quien junto a Federico Ferro y Ruth Olivera han formado esa fabulosa editorial. Me hace feliz que estas personas maravillosas hayan decidido hacer el esfuerzo económico de editar este libro de poemas, como me dijo Federico: "para sacarlos del cuaderno, para romper la maldición". La carta de Pablo Ferro “No tengo el mail de Paula, pero me gusta cómo escribe. Está completamente chiflada, es la síntesis perfecta de Blanca Nieves, la bruja maléfica de la Bella Durmiente y Susan Sontag, jejé. Perfecta la poesía que lleva por título: PREGUNTA. Zen borgeano. "La promesa del Cielo es el Infierno" (Aterrador). Suena como "Let me show you fear, in a handfull of dust". Bernard Shaw decía que no había que dejarse coimear por la promesa del Cielo futuro. Borges decía que Stevenson hubiera dicho que no había que dejarse tentar por la promesa del Infierno. No vale la pena ser bueno, si hay recompensa. Qué mérito tendría ¿no? El mérito de hacer la PREGUNTA, acaso la única virtud posible. Y después leo en EL DIABLO ENAMORADO: "Toda tu creación destruida, por destruirme a mí" (Puro Zoroastro, instinto persa, sadismo angelical en plena metástasis). Aquel poema que empieza: "No traigan a Cristo a mi casa", es un blues ideal. Digno de Muddy Waters. Dont let 'em bring Christ, home, oh, no. Y en ACERO Y VERSOS: "Mi precio son dos dragones Uno rojo. Otro blanco" (notable) AL FRUTO DE TU VIENTRE, maravilloso comienzo: "Parirás con dolor Parirás sola Parirás en la noche oscura Parirás en la noche sin luna" "Y a la sombra de seis mil cruces hay un solo Cadalso" (es como un tango medieval) "Yo escribí la historia, nadie puede sellar mis labios" (¿una amenaza de una poetisa-diosa?-tengo miedo) "Tres felices matrimonios. Y tres amantes ahogados. Prosigamos" (me recuerda a Dylan en Under the red sky... , por la músika) "Y nadie más que una mujer puede escribir el cielo" (cuánta razón, dios es la madre universal, o no existe). Me ha gustado el cuento de la Rosa encarnada, "mi patria está en la punta de mi espada", brillante y afiladísimo final para un libro feroz, e inquietantemente elegante. Un honor será contarlo en nuestra humildísima editorial. gracias!!!! Pablo.” Es la mejor carta editorial que recibí jamás. Dejó aquí el link a Rúcula Libros http://www.ruculalibros.com.ar/ Quienes quieran acercarse a la Rosa Encarnada ( y a los libros de Pablo Ferro, mi genial editor), pueden escribir también a bazardeilusiones@gmail.com Hay una Rosa Encarnada en la mesa de luz de Luis. Ella dice: "Duro como el acero, dulce como la miel". Sólo hay un ejemplar con ese verso. Luis sabe por qué.

lunes, 29 de junio de 2009

Un lento conjuro

CONJURO SECRETO

Si una voz te dijera
lo que al viento susurro
que suaves mis manos
te esperan allí
donde mora el ensueño
y el secreto conjuro
en ardiente promesa
te entregara a mí

Si yo te dijera
que ayer por la noche
soñaba despierta
Que tu reina fui
Y que empuñé tu cetro
para hacerlo mío
Y abriendo mis labios
tu espada me hundí

Si yo te ofreciera
Mi sangre en tus sueños
Arrojada y desnuda te dijera:
Bébeme
Y luego desmayara,
Amor y duelo, gloria de una noche:
Traspásame

Al dios le duele el amor secreto,
Roza con su espíritu de llama
Mis piernas que te abrazan en sueños
Y de fuego viste mi corazón
El fuego que gime en mis versos
La Antorcha divina
Que robó Prometeo

Este lento conjuro
Te beberá entero