domingo, 7 de marzo de 2021

El jardín de las delicias, su comienzo

 Más de diez años después de su publicación por Ediciones Cuasar, me gusta recordar la génesis de mi novela El jardín de las delicias. Algo me dio el estreno de Matrix, cuando escribí el primer diálogo y, por eso, el dios Morfeo tiene un papel. Ni me acuerdo cuándo fue ese estreno. Llegué a mi casa, escribí un diálogo sin argumento, sin comienzo, sin escenario. Un capricho sin objeto, como suelen comenzar tantos relatos. Quién hablaba con Morfeo era Ulises.

Me gustó. Eran sólo dos páginas que guardé. Ulises esperó años. Esperó hasta una noche, tampoco recuerdo cuándo, muy tarde. Noche de insomnio. Esta vez la película era por cable y se llamaba Línea Mortal. Me gustan las películas que lo tienen todo para ser buenas y en un punto indefinible fracasan. Los protagonistas son un grupo de estudiantes de medicina que quieren saber qué pasa después de la muerte. El planteo es fantástico, único, de solución inimaginable para el espectador. Sólo que también fue inimaginable para los guionistas. Pero yo ya tenía personaje y problema: un viaje de Ulises a correr el velo tras la muerte. Tenía dos problemas, en suma: cómo encontrar una solución narrativa a la altura de ese planteo. Fue entonces cuando alguien inesperado acudió en mi auxilio.
Una niña de ocho años.
Si, fue esa niña. Tenía pelo largo y un moño blanco lo ataba. Estaba en un aula de la Iglesia San Agustín. Estaba estudiando catecismo. Escuchaba dudando. Como si la herejía no se eligiera, sino que se llevara en la mirada, tan imposible de elegir como el color de los ojos.
La niña mira y oye. Y oye muchas cosas raras para su lógica de niña. La catequista es joven y se llama Daniela y está acompañada por un joven seminarista. Hay un velo en la escena, el velo de los años transcurridos a través del cual la niña de ocho años me tiende una mano. Ahora mismo busco su mano, mientras tecleo estas líneas. La catequista habla del Infierno, ese lugar al que van los que pecan, los que no creen, los que mienten, los que no cumplen. Y una voz aguda y chillona, no la de mi amiga de ocho años, sino de otra niña, grita de una esquina del aula.
—Señorita ¿el infierno es de fuego?
—No —responde la catequista: el Infierno es no ver a Dios.
Niños y niñas se desilusionan y discuten. Parece que prefieren que el Infierno sea de fuego y los malos se tuesten allí. No se piensan malos, de ningún modo. Entonces mi pequeña aliada, la niña de pelo largo, levanta la mano y usa toda su voz para decir que no ve a Dios, que nadie lo ve, así que irse o no al Infierno es lo mismo y, por lo tanto, va a vivir como quiera.
Hace tres décadas y un año de esa tarde en que tuve que correr por los pasillos de San Agustín hacia la calle, perseguida por una nube de niños y niñas que me gritaban que me iba al Infierno. El resto es historia. Historia de cuentos y de poemas que hablaban del cielo y el infierno, de buscar en Dante, en Homero, en Virgilio. Historia de la construcción trabajosa de un infierno que incluyera, como debe ser, al paraíso. Esa voz que alcé en el aula de la iglesia se vuelve a alzar, treinta años más tarde, en un paraje infernal hecho palabra por palabra, donde hay sed y eros, sed y labios que besan, sed y vino que marea. Andando por el camino de la vida, escribí El jardín de las delicias. Todos los ejemplares están dedicados a un hombre al que vi mirar las estrellas, ya que de esa mirada al cielo surge toda pregunta. Hay un ejemplar en mi biblioteca: está dedicado a Emily, una amiga en la escritura solitaria, que nació con ojos de hereje.
Un ejemplar dejaré en la Iglesia San Agustín, en el rincón más oscuro: en el confesionario.

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