domingo, 12 de enero de 2014

El Abrazo de Isolda y Ulises



La habitación era sórdida y la piel de Isolda era tersa y Ulises era fuerte y además se sentía desconsolado. Ella estaba tibia y húmeda y él enérgico, casi violento, ansioso de su vientre, blando como el agua. Ella le hablaba: “Quiero vivir, vivir para siempre”, dijo. Él la hizo callar besándola hasta que sus labios sangraban.

Sólo soltó su boca para descender al vientre blando y tibio y entonces entre largos suspiros, la voz de Isolda, tenue como luz de luna reflejada, murmuró palabras angustiosas.

—La oscuridad. La oscuridad —la oyó Ulises exclamar dolorosamente, entre quejidos exhalados, arrancados por sus labios a la carne blanda. Así que la abrazó, desnuda y frágil, abrió sus piernas flexibles y largas y halló su suave envoltura, su ardiente abrazo profundo. La necesitaba, porque estaba tenso, porque era un hombre duro, un héroe de carne en que se vislumbraba la piedra. Necesitaba su suave, líquida ternura. La tenía abrazada y unida a él, acoplados, inseparables como la flecha dorada del cazador en el corazón de un pájaro.

El reloj corría minutos desesperados, y la esperanza del hombre era que el tiempo eterno se olvidará de él y de ella y amanecer entre los brazos de una mujer y no abordar jamás el infierno. La mujer susurraba en una lengua desconocida, y desmayaba y gemía. Ardía ella y ardía él y acabó en el preciso instante en que ella gritó y olvidó.





(fragmentò de El jardìn de las delicias, Buenos Aires, Ediciones Cuasar, 2009, P.Ruggeri. )

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