domingo, 8 de julio de 2012

La mano en el hombro

Pasó hoy. Tarde fría en Buenos Aires y el corazón, también sintiendo frío. Un bar ruidoso y un hombre enfrente. El hombre es el hombre más importante de mi vida. Y ahi estaba yo, hablandole del Fantasma De Los Inviernos Pasados, aquel que nunca falta a su cita, ni aún en esos días de julio soleados donde sólo yo, veo pasar a Mi Ave Roc personal tapándome el cielo.
"Tenías frío cuando nació tu hija", me dice el Fantasma. Es el comienzo de un tenso diálogo que mantenemos cada día de fuerte helada.
 "Y no te olvides de ese hombre maduro que cuando te conoció se divertía apodándote Lolita."
"¿El que hoy está en el geriátrico, decís?", pregunto a mi vez pero la defensa es muy flaca.
El Fantasma es imperturbable. "Te decía Lolita y  después con tu hija en el vientre se burló de vos diciendo que no tenías coraje para ser madre soltera..."
Sí, digo, ese hombre luego desapareció limpiamente, tanto que me olvidé de él y tuve que pasar años oyendo chistes groseros cuando yo decía que había tenido sola a mi hija. Y en tantos años me hice de mil respuestas y en ellas abundaba el Espíritu Santo. Y hoy mi hija es una joven adulta y sana, y sólo el brillo feliz de sus enormes ojos verdes tiene el poder de convertir al Fantasma de los Inviernos Pasados en una voluta de humo que se deshace en el aire...
A Bécquer le gustaría. Mis dos hijos tienen enormes ojos verdes. "Pero no te olvides", me reclama el Fantasma, "que hubo noches que no comieron". No es cierto, digo, cuando no había otra cosa cenaban pan... ellos se acuerdan que yo caminaba en la noche treinta cuadras hasta la Escuela de Bellas Artes donde estudiaban con pan en mi bolsillo y volvían a casa comiendo pan mientras yo cargaba las esculturas en arcilla todavía húmedas. Una noche un colectivo se detuvo y el chofer nos esperó diez minutos mientras tratábamos de llegar hasta él cargados con un gran cráneo de arcilla mojada... Algún chofer de esa línea (la 47) no nos cobraba nunca el boleto...Y de eso tampoco me olvido, le digo al Fantasma.
Lloro un poco más y el hombre que me mira con enormes ojos verdes (a Becquer ese detalle le encantaría) me dice que mire mi vida hoy, mi familia hoy. Justo cuando El Fantasma De los Inviernos Pasados va a retrucar con alguna otra cosa, viene el camarero.
Es joven. Trato de engañarlo sonriendo mientras le pido un té con una porción de torta de manzanas... Después de todo, mi madre me enseñó que las emociones no se muestran.
Me lo enseñó muy mal. Lo saben todos los que me conocen.
Ahora el Fantasma se siente a sus anchas. Se sentó en la mesa y está a punto de hacer un pedido él también.
Entonces llega el camarero, que por la edad parece un hijo mío, y sirve torta, té, gaseosa (el Fantasma está estudiando la carta)... Y el camarero, de un modo que me parece magia, me pone la mano en el hombro. Ese chico hizo eso, me tomó del hombro y con la mano del camarero en el hombro y el discurrir sereno de mi esposo, El Fantasma vio claramente que estaba fuera de lugar. Notó, cual si hubiera sido educado por mi madre (tal vez lo fue), que no tenía invitación ni estaba vestido para la oportunidad.
Entonces dejó la carta sobre la mesa, se levantó abruptamente, se subió las solapas del sobretodo (es un frío Invierno) y se deshizo en volutas de humo hasta desaparecer.

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