Por Paula Ruggeri
Un sello en el canto (con
excepción de aquellos libros con cantos dorados), un sello en la portada, y el
mismo sello redondo cada cien páginas. Hasta, finalmente, sellar la última
hoja.
Llegué a trabajar en la
Biblioteca Nacional a los veinticuatro años, en 1995 y mi carrera laboral
comenzaba así: la jefa de Procesos Técnicos de Libros, Beatriz (un nombre
dantesco), me había asignado al puesto de sellado.
El trabajo resultó una mezcla
de humillación y magia. Cada caja de libros que abría resultaba una sorpresa,
el Quijote hubiera encontrado allí muchas novelas pastoriles.
Había libros de toda clase:
filosofía, física, historia, relatos atrapantes. Recuerdo casi con amor una
primera edición de A Tale of Two Cities, de Charles Dickens. Por
supuesto, en su portada decía BOZ en grandes letras. (Boz era el seudónimo con
el que Dickens se hizo famoso).
Estaba dispuesta a mirar con
curiosidad cada uno de esos libros, lo que me trajo algunos problemas y muchas
maravillas. Probablemente por eso, al abrir una caja de libros para sellar,
descubrí una anotación a mano, con letra pequeña y apretada, que decía
claramente: Jorge Luis Borges, y añadía “Adrogué , 1941”. A ese libro siguieron
otros más, con las mismas características, libros ingleses de Penguin Books,
libros a veces alemanes, a veces italianos. Dante, pero también Rudolf Steiner.
Con la prolija y pequeña letra de Jorge Luis Borges.
Hablé con Beatriz, pero a
pesar de mis argumentos, tomó la polémica decisión de ingresar los libros al
Depósito general, catalogados sin ninguna seña distintiva que permitiera
rescatarlos y ubicados de forma desordenada y dispar.
Cuando esos libros hubieron
cumplido el circuito hacia el olvido decretado por la bibliotecaria, tomé la
decisión de realizar una pesquisa en la base de datos de Procesos Técnicos,
buscando por editorial, idioma, año de edición.
Realicé así una lista de
libros. Le mostré uno de los libros a un funcionario más alto, quien sugirió
que podía tratarse de una broma. O sea, que alguien se había divertido imitando
la letra de Jorge Luis Borges. En más de cincuenta libros (hasta ese momento,
había ubicado a unos cincuenta).
Entonces elevé una nota al
director, Héctor Yánover.
La nota la tengo a mi lado en
una de sus tantas copias. Se la alcancé sin firma. Beatriz podía ponerse muy
dantesca a veces y no era conveniente que supiera que yo seguía detrás de esos
libros. A continuación la nota de 1995.
COLECCIÓN JORGE LUIS BORGES
NECESIDAD DE SU FORMACIÓN
No es una circunstancia común aquella que nos coloca en la posición de
poseer parte de la biblioteca de uno de los escritores más importantes del
siglo veinte, y guardar aquellos ejemplares que estudió en el período de su
formación como escritor. Las bibliotecas personales de los escritores han sido
siempre útiles a la hora de analizar su obra. Como ejemplo de esto, podemos
recordar que las Lecciones de literatura de
Vladimir Nabokov fueron enriquecidas luego de su muerte con las notas, a veces
desordenadas y dispersas, que el propio Nabokov realizó en los márgenes de su
edición del Quijote, y que éstas son estudiadas por universidades de todo el
mundo.
Jorge Luis Borges
alude en toda su obra a Dante Alighieri; la Biblioteca Nacional posee el
ejemplar de La Divina Comedia con el
que realizó sus primeras lecturas y sus primeros comentarios.
Entre 1968 y 1973,
Jorge Luis Borges donó 156 libros. Muchos de ellos son libros que le enviaban
autores noveles y antiguos alumnos admiradores de su profesor, otros son
ediciones de su propia obra, más hay un porcentaje llamativo de libros que
formaron parte de su propia biblioteca, y de cuyo estudio son prueba los trazos
inconfundibles de su puño. El motivo por el cual los donó permanecerá para
nosotros incierto, pero tal vez no sea equivocado pensar que quiso que esos
ejemplares y esos comentarios nos fueran útiles hoy a nosotros, y no es
descabellado pensar que ellos contienen una Cifra o un conjuro: tratándose de
Borges, podemos abrigar esa seguridad.
En términos
puramente literarios o metafísicos (y como es sabido el universo borgeano
impide establecer una diferencia entre la metafísica y la literatura), para
hallar la Cifra o interpretar el sentido exacto del conjuro precisamos de todas
las piezas del enigma y de todos los términos del silogismo.
En términos bibliotecarios, se
impone la creación de una colección, formada por todos esos ejemplares
comentados, cuyo resguardo en el tesoro de la Biblioteca garantice su
disposición a los investigadores y estudiosos de la obra y la personalidad de
Borges.
Yo quería convencer, como es notorio, a quienes podían tomar una decisión
en resguardo de los libros, para eso están las bibliotecas.
Yánover me buscó en la oficina de Procesos Técnicos de Libros, me
reprendió por no haber dejado mi firma al fin del proyecto.
Luego se encerró en la oficina con Beatriz.
Cuando el director se fue, Beatriz ordenó que no me permitieran el acceso
a las computadoras.
Los libros continuaron dispersos.
Luego asumió el director Oscar Sbarra Mitre , y solicité una entrevista. Pude hablarle del
tema, pero los libros continuaron dispersos y perdidos.
Me fui de la Biblioteca Nacional, como era previsible, en octubre de
1999. Sin embargo, seguí insistiendo con la necesidad de formar la colección y
de una búsqueda sistemática.
Lo que sigue empieza a ser monótono.
Con mi compañero, Luis, estuvimos tipeando durante una madrugada invernal
de 2000 una lista de ubicaciones de los libros anotados que parecía no terminar
nunca. Como ya dije, yo no trabajaba para la Biblioteca, pero eso importaba
poco en ese momento. En 2001 logré
alcanzarle esta lista de los libros a Josefina Delgado. Delgado los hizo buscar
e ingresar a la Sala del Tesoro.
En 2003 redacto una breve carta al diario La Nación, pidiendo una
búsqueda sistemática, luego de esto me contactó la escritora y amiga de Borges,
Betina Edelberg, y recibo una comunicación telefónica de Horacio Salas, el
entonces director de la Biblioteca.
La amistad de Betina resultó uno de esos hechos maravillosos que me
trajeron estos libros, su hermosa casa en la avenida Quintana, sus
hospitalarias tazas de café que acompañaron largas charlas, sus sabios y
pertinentes consejos… su biblioteca.
La biblioteca de Betina contenía unas Mil y una noches en alemán,
anotadas por Borges y obsequio de él, que ella me dejó observar a gusto. Sobre
un mueble, en una esquina del luminoso living, tenía un reloj de arena. Ese
reloj de arena, me explicó, había sido objeto de juegos con Borges.
—Tómelo —me dijo—, puede jugar con él.
Así lo hice, frente a la sonrisa de Betina, jugué con el reloj de arena y
lo devolví respetuosamente a su lugar.
Aún vi algunas veces más a Betina, y tuvimos varias charlas por teléfono.
Cuando retorné a la Biblioteca Nacional Mariano Moreno (por unos años) en
agosto de 2006, durante la gestión de Horacio González, encontré a la colección
Jorge Luis Borges encaminada de la mano de Laura Rosato y Germán Álvarez. Con
ellos y con el apoyo institucional que yo no tuve, la colección creció y tras
una búsqueda sistemática, fueron hallados 700 volúmenes anotados por Jorge
Luis.
Hace unos pocos días se
inauguró el Centro de Estudios Jorge Luis Borges, que contiene la colección; hace
dos meses se publicó el libro de Patricio Zunini, Borges en la biblioteca.
El Centro de Estudios es un
gran logro principalmente de Rosato y Álvarez y de los funcionarios que
supieron ver el potencial de este descubrimiento.
El libro Borges en la
biblioteca es un brillante relato-pesquisa que da nueva luz a la biografía borgeana
y descubre nuevos hechos en una lúcida investigación. Patricio Zunini, entre
muchas páginas interesantes, menciona mi trabajo en las páginas referidas a
Agüero 2502. Donde para mí empezó esta historia.
Esta historia que contiene pesquisas,
ogros, nombres dantescos, personajes codiciosos, libros manuscritos por una
poderosa mano, así, nada y todo le falta a mi relato para ser literatura.