jueves, 25 de agosto de 2016

Un sueño de mi padre

1979. Año de guerras, cartas y comuniones.
Recibí la comunión con un vestido blanco e inmaculado, con el que caminé la enorme nave central de la Iglesia San Agustín. Toda mi familia dijo presente, pero yo me sentía atrozmente sola.
Supongo que desde algún lugar de la iglesia, mi padre me miraba.
1979. Hay una guerra en algún sitio siempre. Despedimos a mi padre en el Aeropuerto de Ezeiza. Creo que entre otras cosas, llevaba su libreta.
Pasa el tiempo sin que sepamos mucho de él. Mi madre me encarga escribirle cartas.
"Tienen que ser alegres- dice- Tu papá está en una guerra".
Hasta el día de hoy, considero esas cartas mi primer ejercicio literario. Escribía y tachaba. Tachaba y escribía. Quería ser alegre y estaba triste.  Aunque no se dice, la primer batalla del escritor es su estado de ánimo.
Pasa el tiempo y él regresa. Está tan cambiado que en el aeropuerto casi no lo conocemos.Está muy delgado y le faltan dientes. Me abraza.
Había algo de vidas deshechas, muertes violentas y amor encontrado en la esencia siempre expresiva de sus ojos pardos. Además, en algún punto de sus ojos, estaba mi vestido blanco de comunión.
Daba conferencias. El periodista que vuelve de la guerra es un ser atractivo y oírlo es fascinante para mucha gente. Con la sutileza y los matices de los que sus almas son capaces, viven esa contradicción.
Presencié una.
"Estaba refugiado en una iglesia en un pueblo cubierto por las bombas. Había bebido y me había dormido. No aguantaba más. Entonces en mi sueño apareció Paula, vestida de blanco, reprochándome que no saliera a hacer mi trabajo..."
Yo era bastante niña cuando escuché esto. 1979 fue el año en que me hice escritora, por la simple razón de que tenía algo para contar.
En el año 2001, cuando mi padre fallece, escribo mi cuento "La Amada Inmóvil", dónde un viejo poeta al fallecer le deja a su hija el don de la poesía como el secreto de una niña fantasma vestida de blanco que enseña a versificar.
Otra batalla del escritor es escribir una historia para contar otra.
Sobre mi padre en la iglesia, la familia conserva un telex amarillo dónde cuenta:
El cura me miró y me dijo: Acá no hay ángeles.

jueves, 11 de agosto de 2016

CONJURO SECRETO

Si  una voz te dijera
lo que al viento susurro
que suaves mis manos
te esperan allí
donde mora el ensueño
y el secreto conjuro
en ardiente promesa
te entregara a mí

Si yo te dijera
que ayer por la noche
soñaba despierta
Que tu reina fui
Y que empuñé tu cetro
para hacerlo mío
Y abriendo mis labios
tu espada me hundí

Si yo te ofreciera
Mi sangre en mis sueños
Arrojada y desnuda te dijera:
Bébeme
Y luego desmayara,
Amor y duelo, gloria de una noche:
Traspásame
Al dios le duele el amor secreto,
Roza con su espíritu de llama
Mis piernas que te abrazan en sueños
Y de fuego viste mi corazón
El fuego que gime en mis versos
La Antorcha divina
Que robó Prometeo

Este lento conjuro

Te beberá entero

lunes, 8 de agosto de 2016

EL JARDÏN DE LAS DELICIAS: NOVELA: EXTRACTO

EL JARDÏN DE LAS DELICIAS; EXTRACTO
Quedaron solos evitando mirarse hasta que para sorpresa de Ulises, la temerosa mujercita de la madrugada se le acercó resuelta.
—¿Hace mucho que esperás? —preguntó ociosamente la chica, de unos veinte años y ligeras ojeras azuladas. Llevaba el pelo muy corto y las uñas de negro.
—¿A ti qué te parece? —contestó cansado.
Ella no contestó. Lo miraba con interés y sin disimulo.
—Te parecés a alguien —le dijo—. A un héroe de historieta, pero no me acuerdo cuál.
—Si esperas protección, te diriges al héroe equivocado. Nunca pude proteger a ninguna chica joven de mí.
—Yo me puedo proteger sola —contestó la mujer un poco arrogante y se alejó otra vez.
Él se encogió de hombros. No tenía ánimo conversador. Pero observó que ella lo seguía mirando. Al fin se le acercó de nuevo.
Ulises se divirtió un poco afectando indiferencia. No venía mal, para amenizar la espera, jugar un poco.
— Yo te digo lo que querés saber, pero no necesito tus insinuaciones —le dijo brusca—. El siete por Medina llega a las tres menos cuarto. Una hora y cinco minutos después del cinco por Lacarra. Indefinidamente más tarde que el siete a Samoré. Soy tu guía de colectivos.
            Eso despertó su interés. Hasta entonces no se había tomado en serio a la chica, que lo fastidiaba un poco. Ahora sus palabras encendieron una pequeña luz de alerta y la miraba con atención.
Era pálida y no tenía el pelo muy corto, sino recogido y negro. Las uñas pintadas de negro eran muy largas. La campera oscura, deportiva, anunciaba su gusto por La Renga. Llevaba unas babuchas amplias, también oscuras, y las botas, como detalle insólito, eran blancas y con tacos. La mochila colgaba vacía. En conjunto, su atuendo era algo estrambótico, un rejunte de cosas que podía significar que su ropa no le importaba en absoluto o por el contrario, que la había vestido un gran diseñador de modas.
Ulises no perdió el tiempo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó sonriendo. Su sonrisa era amplia y brillante y de costado asomaban sus colmillos, muy blancos, en un fuerte contraste con la piel atezada.
 —Isolda —respondió la chica, con voz suave, casi tenue—. Y yo también espero para ir a Medina.
—¿Y cómo sabes que yo viajo a Medina? —mantenía la sonrisa. Alguien que no fuera la jovencísima Isolda, hubiera pensado que era una sonrisa peligrosa.
Ella hizo un gesto de impaciencia.
—Porque lo sabemos todos —respondió.
—¿Quiénes son todos?
—Todos los que viajamos a Medina. ¿Fumás? —de sus bolsillos extrajo un paquete de cigarrillos, arrugado. Le ofreció uno.
—Fumo sólo cuando me aburren.
—¿Te aburro?
—Sí —dijo él y afectó un aire de falsa indiferencia.
No engañó a Isolda, que le alargó el paquete. Extrajo uno para ella también, luego de que él sacara el suyo. Sus ágiles dedos bailaron un poco hasta que una blanca llamarada surgió de ellos, entonces lo encendió. El raro fuego alcanzó a encender los dos cigarrillos, para sorpresa del viejo marinero.
—Eres ilusionista. Y tu acento no es argentino, aunque hablas como una porteña.  —afirmó sin estar muy seguro.
—No. Mis manos se están incendiando eternamente desde que mentí mi amor. Es cierto, hablo como porteña aunque no lo soy. Es costumbre. ¿Te sigo aburriendo?
—Sí —él dijo esto con brusquedad. No sabía por qué la joven despertaba en él un sentimiento de enojo, mezclado con una violenta sensación de agrado. Linda e inaccesible. Humano al fin, a Ulises lo enojaban el yo y la circunstancia de una mujer que se le podía negar.
—Difícil de conformar —dijo Isolda—. El señor Ulises. Parece que la única historia interesante es La Odisea. Los filtros del amor no le impresionan y los tristes amantes separados tampoco.
—¿Lo del filtro de amor es cierto?
—No. Si lo fuera estaría muerta hace cientos de años. No estaría condenada. Tristán y yo fuimos sentenciados porque nuestro amor era verdadero y a mí no me importó casarme con otro y ser adúltera, traicionándonos a nosotros mismos y al rey mi esposo —dijo sin ironía—. Por eso él está en Medina y yo estoy acá. Mi castigo es verlo a través de la niebla y nuestra mayor tortura es escuchar los gemidos y las palabras de nuestro amor pasado. Nos sentimos arder por dentro hasta quemarnos el corazón de deseo sin satisfacción. Eso es el Infierno, Ulises. La promesa del Cielo. ¿Más entretenido ahora?
—Me sigues aburriendo —dijo, aparentando una indiferencia que estaba lejos de sentir. Por el contrario, estaba cada vez más interesado en la información que ella podía proporcionar. También le había dado el primer aviso de que el colectivo fantasmal existía y de que el viaje era real y estaba ahí, al alcance, próximo. Eso hizo latir fuertemente su corazón, repentinamente exaltado. No le importaba de Isolda otra cosa que lo útil que pudiera ser, pero le interesaban un poco en esos labios rojos y esos ojos oscuros. Le dijo con un fingido desinterés.
—Te escucho por cortesía y porque me convidaste un cigarrillo.
—¿Por qué sos tan grosero? —ella lo miraba con reproche.
—Por recuerdos de errores pasados.
—No sé de qué errores se trata, pero te aclaro que no te seduzco. El único hombre para mí es Tristán —suspiró largamente y por primera vez desde que hablaba con ella, Ulises percibió su vejez bajo la piel lozana—. Y ese es el Infierno. Toda la eternidad separada del único hombre y condenada a vivir entre sus sombras.
—¿Sus sombras?
—Vos sos una sombra de Tristán entre muchas sombras.
—¿Qué sientes cuándo te besa una sombra?
—Nada.
—Nada absolutamente
—Nada —repitió absorta.
 Ulises la tomó en brazos y la besó largamente. Isolda era bella y no lo aburría en absoluto.
—¿Qué sentiste? —preguntó al respirar al fin.
Isolda sonrió triste.
Ulises tomó nuevamente su cintura.
—¿Qué sentiste? —murmuró ronco.
Ella dijo lento, sin verlo:
—Frío.
Él ocultó una mueca de bronca. No la había sentido nada fría.
—Hay muchas cosas que quiero saber de ti —dijo—. No me alcanzará la noche para saber lo que quiero saber. Necesitaré mucho tiempo para conocerte completa. Quiero saber por qué, por ejemplo, tienes frío cuando te besan. Tendré que besarte muchas veces.
Ella rió, suave.
—Ya sabía que mentías con facilidad. No tenés tiempo para conocerme. Y no creo que te interese tanto. Me recordás a los caballeros de otros tiempos. Hablaban de amor cuando se sentían ardorosos, pero no amaban más que a su espada. Sólo le buscaban una suave envoltura. Las damas incautas se entregaban y al despertarse ellos ya no estaban en el lecho ni sus caballos en el establo. Y aunque no fuera ese tu caso, porque no todos los héroes emprenden sus hazañas por amor a sí mismos, vos ni siquiera disponés de esta noche. Sé bastante sobre vos, Ulises, y sobre tus viajes.
—Me admiras —dijo Ulises e hizo una pausa para darle un beso, que aprovechó para pensar bien sus palabras. Así que el beso fue largo y húmedo, acompañado por el juego elocuente de sus manos. Isolda exhaló un suave quejido. Él entonces se alejó un poco, apenas lo suficiente para hablar claramente.
—Me admiran, Isolda, tus palabras y opiniones. Si los caballeros buscaban una suave envoltura para sus espadas ¿las dulces damas no se las proporcionaban con placer? Yo creo que es algo bueno de probar. Pero la calle no es el mejor lugar. Si el siete llega a las tres y cuarto no cuesta nada esperar en un lugar más cálido.
—Este lugar está bien.
—Tú eres el lugar cálido.
Isolda sonrió. Los ojos se perdían en las manos de Ulises.
—¿No te desalentás nunca?
—¿Con una mujer hermosa? Nunca.
—No crees en los imposibles.
—No. En mi vida nunca hubo un imposible. Para mi desgracia, no existen los imposibles. Hubiera creído imposible conocer a la bella Isolda, una mujer nacida cientos de años después de mí por obra y arte de un poeta inspirado, y acabo de besarla en los labios. Tus labios arden ¿sabías que estás ardiendo? Pude sentir tu vientre bajo la ropa, sentir los furiosos espasmos pasados. Toda tu vida respira en tu piel y sólo por haberte sentido una vez, me siento capaz de escribir versos. Y no soy poeta.
—Sos una sombra, Ulises —dijo ella con tristeza—. Una sombra entre millones de sombras del único hombre. Ya lo sabés.
Por toda respuesta, Ulises la tomó de la mano, abrazó su cintura y empezó a caminar. Isolda también caminó, dejándolo hacer.


La habitación era sórdida y la piel de Isolda era tersa y Ulises era fuerte y además se sentía desconsolado. Ella estaba tibia y húmeda y él enérgico, casi violento, ansioso de su vientre, blando como el agua. Ella le hablaba: “Quiero vivir, vivir para siempre”, dijo. Él la hizo callar besándola hasta que sus labios sangraban.
Sólo soltó su boca para descender al vientre blando y tibio y entonces entre largos suspiros, la voz de Isolda, tenue como luz de luna reflejada, murmuró palabras angustiosas.
—La oscuridad. La oscuridad —la oyó Ulises exclamar dolorosamente, entre quejidos exhalados, arrancados por sus labios a la carne blanda. Así que la abrazó, desnuda y frágil, abrió sus piernas flexibles y largas y halló su suave envoltura, su ardiente abrazo profundo. La necesitaba, porque estaba tenso, porque era un hombre duro, un héroe de carne en que se vislumbraba la piedra. Necesitaba su suave, líquida ternura. La tenía abrazada y unida a él, acoplados, inseparables como la flecha dorada del cazador en el corazón de un pájaro.

El reloj corría minutos desesperados, y la esperanza del hombre era que el tiempo eterno se olvidará de él y de ella y amanecer entre los brazos de una mujer y no abordar jamás el infierno. La mujer susurraba en una lengua desconocida, y desmayaba y gemía. Ardía ella y ardía él y acabó en el preciso instante en que ella gritó y olvidó.

domingo, 24 de julio de 2016

REBECA; novela

La mujer del impermeable blanco


Era rubia y se veía casi dorada, en un impermeable casi blanco como su pelo, con una faja ajustada. Era inapropiado, no llovía, pero eso marcaba su toque personal. No llovía y a ella no le importaba . Tenía unos zapatos de taco altísimo y sólo ella podía moverse con gracia por el salón con ellos. Sus muñecas ágiles se quebraban al tomar la copa, una y otra vez, dos, tres copas, hasta que empezó a reír, borracha. Sus partenaires se reían con ella, no de ella.
Y entonces lo vi. Tenía el pelo muy corto, a lo marino. Su traje era de un corte impecable, azul. Tenía cincuenta años o más, y se lo veía fuerte, alto, varonil. Ella reía y tambaleaba un poco sobre los finos tacos. Y él la tomó del brazo con fuerza.
No fue un simple llamado de atención, ni un gesto protector. La tomó como se manipula a una muñeca.
La rompió como a una muñeca. La sacó del salón, trastabillando. Antes de dejarse llevar por él, ella giró la cabeza, miró, casi provocadora,  hacia dónde yo servía una mesa, y me sonrió.
Fueron dos segundos. Dos segundos que entonces carecían de importancia. ¿Qué importa la sonrisa de una desconocida? ¿La de una mujer a la que un hombre arrastra por el suelo del salón? No lo sé. Pero ella reía, y reía y por unos segundos, yo, quise saber reír como ella. Levanté la mirada de la mesa y firme, le sonreí.
         Luego conté los platos vacíos, los cargué en la bandeja y pregunté qué necesitaban los señores, antes de alzar el brazo y cruzar con la bandeja en alto el mismo salón que ella recorrió a la rastra.

Conocí un camarero que decía que en las copas habitaban los truenos. Todos lo creíamos tonto, pero no lo era. Si ahora pudiera verlo, debería ir a la feria del libro, hacer una hora de cola y murmurar: “Soy Mariela ¿me recordás? La camarera del bar Sena, en Palermo”. Y el murmuraría “claro”, o no y firmaría el libro o me lo arrojaría a la cabeza, no lo sé. Éramos tontos y cuando decía esas cosas, lo tratábamos de tonto. Era el más lento, el más torpe, el que siempre recibía los billetes pasados por el lavarropas. Pero decía que en las copas habitaban los truenos y era, ah, el mejor de todos nosotros. Había un trueno en la copa que serví a la mujer rubia, un trueno que estalló en sus labios y entonces sus ojos me vieron por primera vez.

Rebeca era rubia y sólo podía ser rubia. Rebeca se llamaba Rebeca, y sólo podía llamarse así. Como la película. Una mujer inolvidable, decía el subtítulo. Y la gasa transparente de su camisón, acariciada por mil manos, sólo puede llevar su perfume, el de Rebeca, aunque la toque yo, y tal vez vos y cuantas y cuantos… ¿cuántas mujeres recuerdan el seno rosado de Rebeca? ¿cuántos hombres añoran los labios tibios de Rebeca? ¿Cuántos números de teléfono tuvo Rebeca? ¿Cuántos cientos de agendas guardaron, esperanzadas, el número prohibido? Pero ningún tango se llama Rebeca, creo yo. Creo que debería haber uno. Y deberían prohibir los impermeables blancos a toda mujer que no sepa llevarlos como Rebeca. Tal vez, prohibir el pelo rubio.
Tal vez haya amado demasiado a esa mujer. Tal vez el trueno quebró la copa y la destruyó para siempre.

 (Fragmento inicial de mi novela inédita REBECA)

jueves, 23 de junio de 2016

Duérmete, Príncipe Iván

 ...Que mañana será otro día.....
Y a pesar de sus calamidades y desgracias, el Príncipe de los cuentos se dormía, después de unos suspiros, confiado en las palabras de la Princesita Rana.
No voy a mentirles: me dolió cuando mi hija me dijo que en la época de la que ahora vamos a hablar, ella se dormía diciéndose: Duérmete, príncipe Iván, que mañana será otro día....
Un cuento infantil puede calmar a un niño, pero también amainar una tormenta....hasta el día siguiente.
Año 2001, gobierno o desgobierno de Fernando de La Rúa. No tengo trabajo, o en realidad tengo mucho trabajo. El 9 de diciembre de ese año murió mi padre. Por lo demás, tenía un trabajo: mi trabajo era contar cuentos y eso es muy serio.
Iba a la escuela dónde estudiaban mis hijos, a contar cuentos en el aula de 6 to grado....ese grado tenía la suerte de ser conducido por la seño Adriana, una maestra de avanzada, así que me dejó leer un cuento de 1911, de Jacques Futrelle...."La celda número trece"
Algunos chicos no habían ni desayunado y yo lo sabía. No se calma el hambre con palabras y también lo sabía.
Pero darnos por vencidos es peor que todo eso.
Y lo sabía. Abro el libro, busco el cuento, cuento rarísimo de un autor fallecido en el Titanic, y leo:
"El Doctor Van Dusen- miro a mi audiencia- era conocido como la Máquina Pensante....Era Doctor en Filosofía, Frenología, Medicina, cirujano dental, miembro de la sociedad de ajedrez, en el que era campeón mundial....-miro otra vez a mi audiencia. Ya abrieron mucho los ojos.....
La Máquina Pensante- sigo un tiempo después, apuesta poder escapar de la cárcel más segura del país sólo con polvo dental, los zapatos lustrados y una moneda-
Miró a los niños....En absoluto silencio, apoyan las cabezas en los pupitres y prosigo, sobre todo porque la maestra corrió a atender a una niña desmayada por hambre en el aula de al lado....
¿Lo logra o no?-pregunto y empieza una animada discusión.
De tarea, la maestra los conmina a imaginar como el protagonista escapa, y claro, cada cuaderno tenía una solución imaginativa, pormenorizada, perfecta...Con o sin cena, la tarea la hicieron todos.
Esos tiempos son pasado, pero no para todos...
Por eso, Duérmete, Príncipe Iván, si lo necesitas, acá está la Princesita Rana....

miércoles, 8 de junio de 2016

PRENDE UNA VELA EN EL LABORATORIO

PRENDE UNA VELA EN EL LABORATORIO
Paula Ruggeri

La figura en harapos y de rostro oculto por vendajes sanguinolentos, de piel sucia color musgo, hacía contraste con el juego de té de plata servido pacíficamente en una mesa de jardín. Todo era plácido: los naranjos, florecidos, los limoneros aromáticos y la señora de pelo rubio vestida de lino ubicada cómodamente en una silla de herraje antiguo, sobre un almohadón bordado. Había otra silla más, desocupada. Y el monstruo la miraba de pie, con esfuerzo entre las vendas que tapaban sus ojos.
—Me devolvió la vista —dijo con garganta gutural.
—Siéntate, Urso —dijo ella gentilmente. Tomó un sorbo de té.
El monstruo titubeaba al hablar. Parecía que cada palabra le dolía, mucho. Su voz emergía de una tumba, como todo su ser.
—Tengo la garganta llena de tierra —lloró Urso.
—Puedes llorar ya —dijo ella, amable—.  Te di los ojos, no sabia que también las lágrimas, aunque claro, las lágrimas son tuyas...
—No me gusta mi trabajo...
—Urso —suspiro la dama—, tendrás que aprender a ser un caballero. No tolero otra clase de hombres. ¿Por qué no te sientas?
—Quiero ver bien. Quiero recordar mi nombre. Mi madre, mi padre. Qué vine a hacer al mundo.
—Tú tienes un corazón Urso —dijo ella sin abandonar del todo la simpatía—. Verás, no necesito tu corazón. Yo te traje. Soy tu creadora, hoy, así que toma asiento, toma un poco de aire con tu dios. ¿Ves que brisa fresca corre este atardecer? El verano es terrible, pero esta tarde es, no sé, piu bella
—No se qué dice, señora —gimió Urso—. No me gusta mi trabajo.
—Pues tienes más trabajo. Siempre lo tendrás. Y, oye, mañana será tu nueva jornada de trabajo. Y como paga te limpiaré la garganta y ya no tendrás tierra. Luego podrás descansar en tu lecho, en el cementerio, si quieres. Y a cada trabajo que realices, te limpiare un poco más, los oídos, las articulaciones....
—Mis piernas —gimió Urso.
—Tus piernas estarán bien, pero, oye, Urso: tu corazón no debe ser un problema ¿oyes? No esperaba semejante inconveniente. Llora si te place, pero haz lo que te indico. O te quitaré el corazón. Sabes que puedo hacerlo y entonces ¿qué quedara de ti? Ojos, orejas, perfectas piernas, maravillosas. Y ni lágrimas, ni risas, ni preguntas. Solo un asesino, lo que yo necesito.
—No soy un asesino —murmuró Urso, pero ella no lo oyó.
—Un asesino, todo lo que me hace falta, tu corazón, bueno, es un entretenimiento... Te hace interesante.... Cuando vuelvas a ser un hombre, bienvenido será el corazón. Claro de luna, copa de vino, noche, y cantar....
—Corazón —dijo Urso y se echó a llorar.
La mujer hizo un gesto de fastidio. Tenia sesenta años, era corpulenta, elegante y tenía un leve acento italiano.
—Llora otra vez —murmuró con fastidio—. Dolce far niente, Urso —dijo en voz alta—. Vete a tu lecho. Ya mismo


—Todas las noches muero lentamente y todas las mañanas resucito dolorosamente... —repitió el zombi.
—Bien. Y mi dueña es…
—Mi dueña es la signora Giovanna
—Exacto. De ahora en más, cada mañana cuanto te levantes respiras esa oración. Es el inicio de tu trabajo. Tú haces lo que yo, la signora, te indica y luego la signora sana tu cuerpo muerto y le da vida. Lo más importante son tus manos: ¿las sientes fuertes?
—Muy fuertes —dijo Urso.
—Bien. Esta vez no es mucha la fuerza que requiero. Una anciana dormida.


Lloraba. Sus manos buscaron a ciegas el cuello de la anciana. Giovanna las guió suavemente. Ella tocaba al zombi pero se cuidó bien de tocar a su abuela dormida ni nada del cuarto.
—La comtessa. 98 años. Millonaria. Le haces un favor, Urso. vamos, aprieta.
—No puedo, signora —lloró Urso.
—Vamos, ya está muerta. No habla, le dan de comer por sonda, vamos Urso. tenemos solo veinte minutos. La enfermera volverá. Urso, no te limpiaré tu garganta.
El zombi llorando apretó el cuello débil de la anciana, los dedos flacos de ella parecieron cobrar vida, clavaron las uñas en la sábana y en la carne insensible de Urso. Luego lanzó un aullido ahogado por las manos que atenazaban su garganta y quedó repentinamente quieta y a la vez floja, como una muñeca sin vida.
Urso lloraba. Su corazón angustiado veló a la anciana. Se echó contra la pared y sollozó convulsivamente.
—Urso, estás ensuciando la pared —dijo Giovanna—. Y también hay que limpiar las uñas de la comtessa. Tiene restos de tu carne. Vete ya, baja con cuidado, yo lo hago
—Mi garganta —lloró Urso.
—Mañana. Ve a dormir.
—Mi paga —lloró Urso.
—Deja de llorar, quieres.... tengo que limpiar lo que hiciste mal. Mañana te pagaré.
—Mi garganta —amenazó Urso.
Giovanna lo miro calma. —Repite tu oración. Muero lentamente cada noche.
—Muero lentamente cada noche —dijo el zombi
—Y resucito dolorosamente cada mañana
—Y resucito dolorosamente cada mañana.
—Mañana tu creadora te devolverá la garganta limpia. Da gracias.
—Gracias.
—Y ve a dormir
—Dormir.... —Urso se fue con pasos torpes.
—Va a ensuciar toda la casa —dijo Giovanna, heredera de la comtessa muerta. Pero no la única heredera.


—Urso, invité a una persona a tomar el té.
—Yo no puedo tomar té. Mi garganta está sucia —lloró Urso.
—Esta tarde la limpiaré, como doble paga. Tienes que matarla. Ella charlará, reirá, es muy vulgar, sabes, estaremos en el jardín. Cuando se pinte la noche, en el cielo sin luna, pues hoy no habrá luna ya sabes... tú vienes sin que te vea y sabes qué hacer. El cuello. Pero no es todo.
—Pero no es todo.
—No. Di conmigo. Muero dolorosamente cada noche...
—Muero dolorosamente cada noche...


Había tazas de té a medio vaciar, una jarra de plata con olor a menta, un ramo de flores  luciéndose en la mesa de plata labrada, una señora rubia, vestida de lino, elegante, y de pie un monstruo que se miraba las manos, asombrado.

Un cadáver en la tierra del jardín.
En una silla colgaba una cartera con monogramas que indicaban que su poseedora muerta, al menos en carteras, no reparaba en gastos. El cadáver en el piso era una mujer de cuarenta años o menos, vestida de seda estampada de leopardo, pelo rubio corto y tacos dorados. Toda esa costosa ropa vestía un cadáver. Las lágrimas de Urso pronto empezaron a correr.
—Urso —dijo suave Giovanna—, creo que es tarde para presentarte a mi hermana.
—Su hermana. Maté a su hermana. Maté otra vez. Limpie mi garganta —lloró Urso
—Ahora no. Antes deberás cargarla y llevarla a un lugar seguro.
—Mi paga —rugió Urso.
—Muero dolorosamente cada noche —murmuró Giovanna, mirando hacia otro lado, como si Urso no existiera.
—Muero dolorosamente cada noche y resucito dolorosamente cada mañana. Mi creadora —dijo Urso.
—Ahora yo traeré el auto y tú la cargaras en el asiento trasero. Cuado caiga la noche, Urso, iremos al cementerio. Pedro nos abrirá y por unas noches, sólo por un tiempo, le prestarás a mi hermana tu cama. Te puedo asegurar que ella no se ofendería, no, no. Eres guapo.
—Mi paga —dijo Urso.
—No me fastidies y haz lo que te digo.


—El sombrero te queda bien y la venda mejor —dijo la signora con simpatía—. ¿Cómo está mi hermana?
Urso miro el asiento trasero del vehículo, un Mercedes Benz de los años noventa, espacioso, de color celeste.
—Su hermana está quieta —dijo la voz gutural.
—Así me gusta.
—Sólo se le mueve el pelo un poco.
—Qué raro. Es el viento, pero mejor no cerrar las ventanas, ¿no?
El cementerio de noche. Ciudad dormida, su puerta tenía doble candado. Por la rejas se avistaba el inmenso jardín de flores y cruces torcidas, las flores, ese torpe cariño sin esperanza, las cruces, ese ruego de madera sin demasiada fe. Había una puerta casi escondida entre la reja. Una puerta pequeña, la de Pedro, el cuidador. Giovanna dio dos palmadas y se bajó del auto.
—Te quedas con ella hasta que te llame
Se cubrió los hombros con un chal tejido de hilo de seda. Llevaba un pequeña cartera, de esas que llaman sobres, bajo el brazo. Su vestido bailaba un poco en el vuelo aéreo de las faldas en la noche. Zapatos de taco, color rosa. Parecía que estaba en la puerta de un restaurante, no de un cementerio. Una señora delicada, no alguien que conducía un auto con un zombi y un cadáver. Sonreía un poco. Sabía lo que quería y sabía quién era, y le causaba un poco de gracia. La hija de una gran familia adinerada que no tenia nada era una navaja. Con sus discriminaciones, su dejadez, su abandono, su incomprensión y, por último, su reparto injusto del dinero, tan sólo porque ella no era lo que querían que fuera, habían fabricado su alma, le habían dado forma, la habían convertido en una sutil navaja florentina, un diseño de Cellini. La fortuna pasaría a sus manos, porque la navaja se clavaría en cada corazón que hubiera en el medio. Y, además, tenía un esclavo, el esclavo que la biología y la brujería juntas le habían dado, como un pacto con los dos poderes de Dios, sus dos caras.
—Enciende una vela en un laboratorio —le murmuró una vez, como broma, un compañero de clase.
Una vela, incienso, un libro de hechicería, un cadáver en una camilla, una aguja perforando el muerto corazón... y ella, la bióloga, la mujer que nunca amó a un hombre, la descastada de la familia Cencigni, ella era un navaja, y también un dios. Y ahora todo sería suyo.
Y acá está en el cementerio, con su falda aérea y su chal, sonriendo para si. Dios y la navaja mataron a una hermana ahora y la lista sigue. Mientras, hay que dominar a Urso. La preocupa un poco.
Pero ahora da otras dos palmadas para que Pedro la oiga. Pedro no se domina, sólo se paga.
Un hombre viejo salió de una casilla escondida.
—Don Pedro —dijo Giovanna.
—Signora.
Sin decir más palabras, la signora mostró un fajo de billetes.
—Una mitad por abrirnos la puerta, otra mitad por cerrarla cuando salgamos. El doble por no decir jamás nada.
—Señora. Tanto tiempo con los muertos me hizo muy silencioso. Y el dinero es bueno. Si hubiera más gente como usted....
—Yo te daré más, tendré ocasión, Pedro. Entraré con el zombi y una nueva vecina.
—No hay problema —dijo Pedro y extendió la mano. Recibió un fajo de billetes y empuñó las llaves. La pesada puerta de hierro se abrió chirriando. La signora se estremeció
—¿No puede hacer menos ruido? —susurró.
—No señora, como los muertos no se despiertan, nadie aceita la puerta.
—Pues pago por que la aceite.
—Ah. Me privaría entonces de uno de los pocos sonidos que me acompañan  aquí. No lo sé. Veremos cuánto es la paga —en el viejo se notaba un dejo burlón. Pero Giovanna no le prestaba atención.
Se volvió a Urso:
—Urso, abre la puerta del coche y carga a la signorina que asesinaste.
No hubo respuesta.
—¿Urso?— repitió con voz nerviosa la signora.
—Usted la asesinó. Yo tengo la garganta sucia —dijo Urso desde el auto con voz gutural pero firme.
—Ah, Urso. No, fuiste tú. Tú con tus grandes manos viriles. Créeme, a ella le gustó. Le gustaban los hombres, cuanto más fuertes, mejor. Yo soy un poco más delicada. Por eso debes ayudarme y llevar a mi hermana a tu lecho en la tumba. Así que....
—Yo no mato —dijo Urso—, yo no cargo. Yo quiero mi paga.
La doctora en biología, segura de si habitualmente, un tanto inquieta miró a Pedro, pero éste se dio media vuelta y se encerró en su casilla. Se oyó la doble vuelta de llave.
No se podía contar con él. Lo había dejado claro.
—Muero dolorosamente cada noche —empezó a decir Giovanna, aunque su voz no era muy segura— y resucito dolorosamente cada mañana. Mi creadora es la signora Giovanna y a ella me debo.
—Muero lentamente cada noche —dijo Urso. Bajó del auto. Abrió la puerta trasera y Giovana respiró aliviada.
—¿La cargo? —pregunto el zombi.
—Cárgala.
—Debe limpiar mi garganta —dijo Urso con el cadáver en brazos.
—Oh, si —dijo Giovanna. Había recuperado la seguridad—, pero mira, estás cargando en tus brazos a una exquisita mujer. Disfrútalo. Y la acostarás en tu cama.  Claro, tienes unas horas antes del amanecer... Antes del DIA hay que cerrar la tumba y tu vendrás conmigo, aunque yo no soy tan joven... ni mucho menos sexy. Sólo tu creadora, una signora.
Caminando por los pasillos entre las tumbas, seguro, Urso llevó el cadáver seguido de la señora a una tumba que se notaba había sido tocada recientemente.
—Pedro trabaja tan mal —suspiró la signora—. Tu cruz está torcida, Urso. No importa, ahora habrá que sacarla. Deja a mi hermana en el suelo.
Con delicadeza, casi con ternura, Urso depósito el cadáver en el piso.
—Ahora mira. Ahí está tu nombre. Roger Ousseley. ¿Francés o inglés? Curioso.
—Soy Urso —dijo él, confundido—. Quiero recordar a mis padres.
—Todo se andará, ahora abre la tumba para dejar a mi hermana ahí. ¿Te gusta ella?
—Bella —dijo Urso llorando.
—Bella. Tuya. Duerme con ella. Yo no mirare. Ámala si quieres.
—Bella —dijo Urso llorando y acarició a la mujer muerta.


—Urso —dijo delicadamente la doctora unas horas más tarde. La noche había transcurrido a oscuras y mientras ella se envolvía en su chal y suspiraba, paciente, pero atenta, Urso había yacido con el cadáver. —Se acerca el día —dijo—. Deja a mi hermana y tapa la tumba.
—Asesina —dijo Urso.
—¿Urso? ¿Qué dijiste?
—Asesina —repitió Urso, incorporándose—. Ella, bella y muerta. Tú, asesina.
La signora se envolvió más en el chal y recitó inquieta...
—Muero lentamente cada noche...
—No. Esta noche no. Me llamo Roger Ouselley. Nunca maté una mujer en mi vida. Jamás violé a ninguna. Limpia mi garganta.
—Muero lentamente cada noche y resucito dolorosamente cada mañana —dijo Giovanna—. Urso, entierra a mi hermana ya mismo. No hagas bromas.
—Signora. Mi creadora. —Pacientemente, el zombi con sus manos comenzó a  cubrir el cadáver. El pozo era profundo. Lloraba.
—Maldito sea tu corazón —dijo Giovanna—. Urso, casi llega el DIA. Déjala y vámonos. Pedro nos abrirá.
—Signora —dijo Urso—. Es mi primer noche sin morir lentamente, y no he resucitado dolorosamente esta mañana.
—Qué cosas dices, Urso  —dijo Giovanna, nerviosa. —Muévete. Pon la cruz en la tumba.
—Limpia mi garganta —rugió el zombi—. Me llamo Roger Ousseley y soy francés, pero crecí en España. Tengo esposa e hijos. Nunca maté a nadie. Nunca violé a una mujer.
—Pues lo hiciste. Mataste a mi abuela y a mi hermana y esta noche violaste a una mujer muerta. Tres horas. Nunca había visto eso. Apasionante. Eres un hombre espléndido, Roger. Ahora pon la cruz, despide a tu amada y vámonos.
—Tú morirás sino limpias mi garganta.
—Urso... —Lentamente, Giovana extrajo de su sobre una fina aguja—. Te daré algo: limpiaré tu garganta.
—Si. Ahora. Mi paga.
—Ven, Urso, abre tu boca
El zombi se acercó. Sus manos estaban tensas. Giovanna vio eso y se preparó. —Abre tu boca.
Y clavó la aguja en el corazón.


El zombi trastabilló.
—Bruja maldita —dijo su voz ronca.
—Asesino —dijo ella sonriendo—. Violador. Asesino cuando yo quiero y  violador cuando yo quiero, el tiempo que quiera. Mi esclavo.
“Prende una vela en un laboratorio, siempre”, había dicho ese estudiante riendo.
Prende una vela...
Si prendes la vela... Con la aguja en la mano, tal vez la vela te proteja.
—Bruja —rugió el zombi—. Bruja... Nunca maté a nadie pero te mataré a ti.
Giovanna lanzó un grito ahogado. Corrió. La aguja cayó sobre la tierra y el chal voló en el viento del cementerio...

Caminó por las calles. Dónde dormir. Quién es mi madre, quién es mi padre. Limpia mi garganta.
—Muero lentamente cada noche —dijo llorando a un hombre apurado.
—No hay dinero, viejo —le respondió sin detenerse.
—...Resucito dolorosamente cada mañana.... — se paró en la plaza del pueblo  tapándose los ojos vendados con una mano manchada de sangre. La poca gente de esa mañana en la calle somnolienta lo señalaba asustada.
—Mi creadora —alcanzó a decir antes de caer sobre la piedra gris de la ciudad recién despierta. En su cuello tenia las uñas de ella y en sus labios el rezo del esclavo.


martes, 17 de mayo de 2016

Valeria, la pequeña Venus de la colina

Cuentan que en tiempos míticos y griegos, hubo una fiesta que reunió a los dioses más hermosos y las diosas más bellas en el Monte Olimpo...Pero olvidaron invitar a la Envidia. Triste personaje, sucio y harapiento, la Envidia planeó y encontró su venganza. Simple y brillante, Envidia entró al salón, dónde dioses y diosas bebían sonrientes, llevaba una manzana de oro en sus manos callosas.
La arrojó, gritó. ¡Para la diosa más bella!, y huyó.
Lo que sigue es más conocido: las diosas bellas creían cada una merecer más que las otras la manzana y armaron una gresca, lo mismo que la Envidia se propuso.
Hasta que los dioses designaron un lugar, una colina y un hombre, el pastor Paris, para dirimir y señalar a la diosa más bella. Y a Paris le ofrecieron en recompensa a la mujer más bella del mundo mortal, la preciosa Helena.
Cuento yo que la manzana pérfida puede caer en cualquier sitio, porque esta fábula nos habla del poder de la belleza, y de las emociones contradictorias que produce. La manzana de la Discordia puede caer en una oficina, en un aula, en una tertulia, como cayó en una colina de Embalse Río Tercero, Córdoba, hace ya muchos años.
Estábamos de vacaciones y se formaron esos juegos y charlas propios de niñas de la misma edad, en un hotel grande, un paisaje hermoso y una gran piscina que se prestaban a los juegos. También había un grupo de muchachos, liderados por un chico de Jujuy.
Entre nosotras habitaba la belleza. Rubia, de pelo blanco y largo, ojos claros almendrados y unas facciones que parecían dibujadas. Valeria era así de hermosa, pero también era una niña. Y como niña tenía un lindo carácter fuerte, y se notaba que había recibido una educación clásica.
Una tarde, el grupo de chicas, sin Valeria, me arrinconó y me "repitió", supuestas iniquidades que ella había dicho sobre mí.
La manzana de la Discordia había sido echada.
Estábamos en una colina. Valeria llegaba hasta nosotras.
Le hablé, le repetí lo que me habían dicho. Me miró con un claro asombro y lo negó.
Señalé a las otras chicas. Dije- Ustedes.
También negaron, culpables.
Fue hace muchos años. Un día vi una cara conocida en una publicidad y después me acostumbré a verla, avisos televisivos, conduciendo programas en España e Italia, y una larga lista de sucesos que demuestran que la Venus de la Colina, la pequeña Helena de Troya, huyó veloz y riendo, de la Manzana de la Discordia.

miércoles, 11 de mayo de 2016

CARTA AL NAVEGANTE

Carta al navegante que partió


Al Navegante Solitario, en el mar que lo encuentre:
Me hiciste una pregunta y te contesto con esta carta. Te escribo la respuesta en verso, las palabras desnudas son tan pobres. Hablaste del misterio de la mujer, de mi secreto insondable: es tan sencillo, hombre, conocer el misterio cuando se quiere saber. Pero si sólo quieres irte lejos, retornar al mar, en soledad, la mujer seguirá guardando su misterio, porque es todo lo que le dejas.
 Pero yo tengo otro secreto. Tal vez hay rencor en mis versos, o simplemente sí, hay rencor, pero tengo una disculpa: un hombre, para una mujer solitaria, es sólo un sueño del que nunca es dueño. Por eso no sabes, mientras navegas por los mares allá lejos, qué consistencia tuvo el sueño que fuiste, cómo se proyectaba, gigante, tu forma en los bosques de mi imaginación. ¿Y si ese es el misterio que te inquietaba y que tal vez una sirena lejana te revele, cantando para ti? La imaginación te hizo más héroe de lo que eras en realidad, tan sólo un Ulises cansado, un Ulises hambriento de una tabla de salvación por una noche, de un refugio de calor por una noche, de un puerto donde amarrar por una noche, por una sola noche.
Y por la mañana te fuiste, dejando el bosque umbrío, más solitario, más inerme en su desnudez.
 Y así te escribí estos versos, desde mi desnudez, contestándote como puedo tus preguntas inquietas, como deben ser las preguntas que se dicen por única vez y sin esperar respuesta, porque una respuesta así, marinero, puede demorarte años en el puerto...O tal vez, preguntas, marino, una y otra vez, a distintas mujeres puerto en costas lejanas y extrañas para mí. Te escribí esta respuesta y disculpa, tal vez nunca te llegue.

Saber qué quisieras
Hombre que aciertas
Navegar la Vida
Y dejarla muerta
Tan tibias aguas
Heladas se vuelven
Al ser navegadas
Por marinos crueles
Por decirte tan sólo
Hombre, que tan duro eres
Que labios tan dulces
Se vuelven crueles
Que parir puede un alma
Rencores inmensos
Y que no sólo el dolor
Nos vuelve mujeres
Por decirte tanto
Mi voz ronca se vuelve
Y dolor mis ojos
Y violentas mis sienes
Y yo me vuelvo loba
Y sólo tú no te vuelves
Mientras tu espalda se aleja
Te vas preguntando
Qué oscuro misterio
Que son las mujeres
Nunca llegas tan profundo
Cuando amas
Como cuando amando hieres
Así abres la puerta de la oscura cripta
Sangre que piedra helada
Volvieron los siglos
Ocultas esmeraldas
Brillantes amatistas
Tesoro del odio
Y del desprecio
Otro pagará
Lo que tú has hecho

La mujer



domingo, 1 de mayo de 2016

DIVINA OBSESION



Anoche mientras dormía
Soñé ¡ divina obsesión!
Que mi manto te cubría
Y que el Azar se llama Dios
Y solitaria navega tu barca
Por el mar azaroso del temor
Y que ese mar es mi feudo
¡ Y el océano reino yo!
y tormentas te acechaban
tormenta que te envié yo
por naufragar tu barca
en la isla del Buen Dolor
y te cubro con mi manta
a ti, desnudo como un dios
o desnudo como un hombre
cuando lo sueño yo
Y amaina la tormenta
Y tu barco naufragó

Anoche mientras dormía
Olvidé mi triste obsesión
Que sola y helada lloro
Porque el Azar es mi señor
Y porque él me lleva y me lanza
A tormentas donde no hay Dios
Y en negro océano, furia y tormenta
Yo me muero sin perdón

Dime hoy, que estoy despierta
Que soñar es mi razón
Que sola en negra tormenta
A oscuras yo canto amor
Que mi reino es el océano
Porque así lo quiero yo
Y que mi palacio es una isla
Y en la isla reino yo
Y cuando naufragas cada noche
Solo en la tormenta, sin salvación
Soy un refugio de tibieza y consuelo
Soy un abrazo de blanco  encantamiento
Soy una reina desnuda, coronada por el viento
Y fuerte como eres te rindes en mi seno
Y la tormenta amaina ¡ bello don del cielo!
Amaina entre mis piernas ¡ divina obsesión!
Amaina la tormenta pues mis labios son tu dueño

Y el azar se llama Dios

domingo, 24 de abril de 2016

PARA UNA HISTORIA DE LAS HADAS

HADAS

            ¿Qué tienen en común la bondadosa madrina de la Cenicienta con la funesta Morgana del ciclo artúrico? ¿En qué se parecen las terroríficas banshees a la damisela celeste que concede sueños a Pinocho? Todas ellas son hadas, seres femeninos extraterrenos, de poderes mágicos y misteriosos, que acompañan al hombre desde tiempos remotos. Sus sentimientos, pecados y debilidades las hacen humanas, pero su poder y su misterio son sobrenaturales.
Son mujeres etéreas, de larguísimas cabelleras, de pie diminuto y talle esbelto y de piel traslúcida como el género que las viste.
Las hadas aparecen con distintos nombres en muchas culturas, estas mujeres fantásticas y casi fantasmales vivieron tanto en las tierras de Escocia como en la Grecia antigua o entre pieles rojas y esquimales. En Grecia se emparentan con las dríades y con la diosa Hathor en el antiguo Egipto. Tienen semejanza con ellas también las apsaras y gandharvas de la mitología hindú y se parecen a otros seres fantásticos femeninos como las ninfas, las ondinas y las veelas. La condición común de todas ellas es una belleza misteriosa y una seducción peligrosa, incluso a su pesar. Son muchos los relatos donde un mortal gana el amor de una de ellas y lleva a uno o a ambos a un destino trágico.
            Las hadas son inmortales, tienen el poder de vaticinar el futuro y también de cambiarlo. La palabra hada proviene del latín fata, que significa destino.  Las fatae o sibilas acompañaron las cohortes romanas en sus conquistas, determinando su destino y haciendo profecías. Con su raíz latina existe el hada castellana, la francesa fée, la alemana Fee y la inglesa fairy.  En general se las consideró bondadosas, pero también hay hadas oscuras, irascibles y astutas, maestras en la magia negra que aparecen entre humaredas causando la desgracia y persiguiendo sus propios y malignos fines. Un ejemplo es el hada Morgana de la tradición Artúrica. Su oponente es la reina buena de las hadas, la tenue y misteriosa Dama del Lago, pero esta, como la muestra Thomas Mallory, tiene una naturaleza ambigua que en ocasiones está más allá de bien y mal y una femineidad misteriosa como sus fines, por siempre secretos.
            El tamaño de las hadas varía, algunas miden apenas unos centímetros, otras tienen la estatura de una persona.
Una de su costumbres , muy cruel, es raptar bebes humanos para criarlos ellas, está el famoso caso de Lancelot, criado por la Dama del Lago, la Reina delas Hadas del relato artúrico. Han raptado también hombres adultos. Como el tiempo en el Reino de la Hadas transcurre mucho más lento que en nuestro mundo, cuando vuelven a la vida humana se produce una paradoja: estos humanos no han envejecido y tal vez sus hijos si.
El hada más popular es la concebida en el Renacimiento, esencialmente buena, vestida de blanco o azul como una princesa, que hace apariciones súbitas y maravillosas siempre para ayudar a simples mortales en difíciles situaciones. Este es el hada  que dio nombre a todo un género de cuentos y que nunca dejó de aparecer...
No todos las consideran herederas de las ninfas griegas y las indias apsaras, también se creyó que se trata de ángeles arrastrados ala rebeldía por Satanás, pero que no eran tan malos para merecer el Infierno, la tierra sería para ellos un suerte de limbo donde viven eternamente suspendidos bajo forma femenina. Otros dicen que son espíritus de niños muertos antes de ser bautizados, serían espíritus buenos que acompañan a los vivos ayudándolos.
            Las hadas no solo hacen su aparición en las noches de luna llena, también han hechizado poetas y escritores, así conocemos a Titania, la reina de las hadas de Sueño de una noche de verano, de William Shakespeare, a la diminuta Campanilla de Peter Pan, la novela de J.M. Barry. También es famosa el Hada Azul que concedía dones a Pinocho, de Carlo Collodi.

FAYRY, LOS ORÍGENES DE UNA PALABRA Y UNA DISCUSIÓN FANTÁSTICA
            La palabra inglesa fayry, tiene un uso muy extendido. No solo significa hada, también abarca, como un nombre de familia, a todo un mundo mítico de habitantes de los bosques y los lagos y las pequeñas colinas, duendes, gnomos y hadas que a veces reciben el nombre común de seres feéricos, por tener el mismo origen y formar una sola comunidad de seres, un pequeño mundo en interrelación con los humanos. Los elfos también tendrían el mismo origen, y en su génesis serían aquellos ángeles caídos más benévolos que no merecieron el infierno y aguardan el día del Juicio Final.
            Veamos como lo filólogos le atribuyen distintos orígenes a la palabra fayry, aunque estén de acuerdo en cuanto a su acepción.
            Según algunos que gustan de remontar toda palabra a fuentes clásicas, la palabra deriva de una expresión griega que es lel nombre homérico de los centauros. O toman en cuenta la última sílaba del nombre griego de las ninfas, feé, como posible origen de la palabra. Hay quien la deriva de voces hebreas, no falta quien la encuentra en una antigua voz del anglosajón antiguo, fanan, cuyo significado en viajar, ir .
            Finalmente, algunos le atribuyen un pasado celta.   
            Pero uno de los orígenes que se han tenido en cuenta es la siguiente interesante hipótesis, bastante respaldada y que presentamos a continuación.
            En la lengua persa ciertos espíritus femeninos, benévolos y de gran belleza, capaces de volar pues poseen alas , semejantes a las hadas europeas, se llaman peri. Los árabes, que en su alfabeto no tiene la letra p, reemplazan todas las palabras que tengan el sonido p por la letra f. A estas hadas, entonces, las llamaban feri. Durante las cruzadas, los guerreros y peregrinos cristinos peleaban contra los llamados paganos, soldados que solo hablaban el árabe. Al regresar a su país origen, los cruzados veteranos narraban las maravillosas historias de las hadas orientales, con la palabra feri del árabe-persa. También se ha identificado a Morgana con la maga persa Mejan Peri, conocida en todo Oriente.




VIVIAN Y MERLÍN

Merlín era un hombre anciano y comenzaba a sentir el cansancio, el cansancio de su vida consagrada a otros, el cansancio de sus portentosas hazañas, el peso del Libro de la Sabiduría que llevaba entre sus ropas, que había heredado de los misteriosos demonios que lo habían concebido en el vientre de una joven inocente y le habían dejado sus poderes junto con la bondad de esta. El cansancio de no haber amado nunca a mujer alguna.
            Cuando sintió necesidad de ser amado comprendió que había llegado la hora de morir.
            La enfermedad se había adueñado del mago Merlín. El hombre más poderoso sufría dolor y debilidad. Se retiró al refugio que había preparado hacía años, cuando la sombra y la quietud de la muerte eran aún lejanas, el descanso en el lecho seco de un arroyo guarnecido por hechizos, donde su precioso libro, su poderoso secreto podía estar protegido, ya que era muy peligroso en manos que no fueran las suyas. En él estaban la Cartografía de su cielo del norte, donde figuraban las magnitudes y distancias de aquella constelación del dragón, que se vio solo una noche, la noche que él predijo la vida y la muerte de Arturo y el mapa de la Vía Láctea, con descripciones detalladas de las corrientes, vientos y puentes que la atraviesan; el relato mágico del Grial, solo tocando sus páginas se lo podía contemplar y ver donde se hallaba. Merlín no quería dejarlo en poder de nadie, pero no era posible destruirlo. Debía llegar el día ,milenios más tarde, en que él mismo volvería a tomarlo entre sus manos para indicarle el camino al joven rey que habría de renacer.
Nadie podía penetrar su último lecho rodeado de las más erizadas dificultades. Nadie excepto Vivian, la reina de las hadas. No podía hacer de su refugio un fuerte inexpugnable, la sabiduría de Merlín, casi infinita, alcanzaba todo lo posible, pero no dominaba lo imposible.
Sus últimos días, que  contaba con escrupulosa conciencia, amenizaba con la compañía de su amigas las hadas. Mutuamente se contaban las historias del lago que habitaban, historias de espadas doradas, de valientes caballeros y de las damas amadas por ellos. Sobre todo ellas hablaban de Lancelot, con orgullo materno, pues ellas lo habían criado. Merlín a veces sonreía con estas historias y a veces también se ponía sombrío y taciturno. No temía nada de ellas, que siempre habían sido sus amigas y que además no eran mujeres sino espíritus. Pero lo alegraban o lo entristecían sus arranques y sus melodiosos cantos, casi terrenos.
-Con toda tu sabiduría, le dijo una de ellas, al ver una sombra en su rostro anciano, después de oír de su labios un poema amoroso-con toda tu ciencia, has podido descifrar los destinos en el Cielo, y guiar a los hombres en las mas extraordinarias aventuras, pero la aventura mas conocida por hombres y mujeres, por los mas ignorantes y pobres entre ellos, esa no lo puedes entender.
-Es demasiado tarde ya-murmuró Merlín.
La Dama, llamada a veces Vivian, lo tomó de la mano, callosa y anciana, carente de belleza, y ambas, la pequeña y gentil mano del hada y la envejecida del sabio, formaron por un momento una sola. Merlín retiró su mano, con un temblor convulsivo y ella suspiró, alejándose.
-Me has rechazado-le reprochó mientras retrocedía y se empequeñecía-Ya no te haremos compañía. Pero cuando estés agonizando ( toda tu ciencia no logrará apagar el dolor ni restañar tu sangre), llámame. Y yo aliviaré tu dolor, pidiendo muy poco a cambio.
Y desapareció bajo las aguas.

-Vivian-suspiró Merlín. Había llegado arrastrándose del campo de batalla, donde había sido herido, donde por primera vez había matado. Perdía sangre por las grietas abiertas en la coraza, vestida por primera y última vez. El Rey había muerto y ahora solo cabía reposar hasta el día en que volvería, pero el dolor era grande y el reposo no era consuelo. Sus heridas eran mayores que su conocimiento y como todo hombre, quería el consuelo de la mujer a su lado, y como todo ser humano, quería alivio para sus heridas y lo horrorizaba el final, aunque esperado.
-Vivian- gritó pero su voz era débil.
-Aquí estoy-susurró una voz y una mujer se halló junto  a él.
-No eres Vivian-dijo Merlín, perdiendo toda esperanza.
-Sí-le dijo ella mientras inclinaba sobre él la rubia cabellera húmeda, permitiendo percibir su carne, palpitante y blanca.-Soy Vivian pero por primera vez, al haber peleado y asesinado, tú eres un hombre, por lo que he venido como una mujer.
Merlín se desvaneció. Vivian lo despojó de su armadura y recogiendo al débil y transido anciano, lo cargó hasta su lecho, blando y cubierto de hierbas. Lavó sus heridas.
-Dime donde guardas el Libro de la Sabiduría-habló ella calma y segura-y morirás pacíficamente. De lo contrario, no sabré como evitar que sufras dolores peores que los que te atormentan.
Merlín gimió.
-Necesito tus secretos o no podré aliviarte el dolor. A cambio te daré el único conocimiento que te falta poseer.
-¿Cuál es ese conocimiento?
-Yo-respondió ella gravemente- Puesto que he llegado hasta aquí, sorteando todos los obstáculos y peligros que tan concienzudamente colocaste en mi camino, te merezco, mago. Te doy la oportunidad de morir como un hombre y es muy poco lo que pido a cambio.
-Me pides toda mi vida.
-Debes entregarla, porque ha llegado tu muerte.
-Muy poco ofreces a cambio.
Ella retiró su mano ensangrentada. Su rostro se ensombreció. Lanzó una carcajada y despareció la mujer, abriendo paso a la frágil Dama del Lago.
-Tu lo has pedido-dijo.

Merlín sufrió lo que nunca sufrió hombre alguno, bajo la mirada atenta de la Dama del Lago, que esperó pacientemente las palabras que en su agonía murmuró, haciéndole la  dueña de sus secretos.

            Ardió Camelot, pero no el Reino de las Hadas.