EL JARDÏN DE LAS DELICIAS; EXTRACTO
Quedaron solos evitando mirarse hasta que para sorpresa de Ulises, la temerosa mujercita de la madrugada se le acercó resuelta.
Quedaron solos evitando mirarse hasta que para sorpresa de Ulises, la temerosa mujercita de la madrugada se le acercó resuelta.
—¿Hace mucho que esperás? —preguntó
ociosamente la chica, de unos veinte años y ligeras ojeras azuladas. Llevaba el
pelo muy corto y las uñas de negro.
—¿A ti qué te parece? —contestó
cansado.
Ella no contestó. Lo miraba con
interés y sin disimulo.
—Te parecés a alguien —le dijo—. A
un héroe de historieta, pero no me acuerdo cuál.
—Si esperas protección, te diriges
al héroe equivocado. Nunca pude proteger a ninguna chica joven de mí.
—Yo me puedo proteger sola
—contestó la mujer un poco arrogante y se alejó otra vez.
Él se encogió de hombros. No tenía
ánimo conversador. Pero observó que ella lo seguía mirando. Al fin se le acercó
de nuevo.
Ulises se divirtió un poco
afectando indiferencia. No venía mal, para amenizar la espera, jugar un poco.
— Yo te digo lo que querés saber,
pero no necesito tus insinuaciones —le dijo brusca—. El siete por Medina llega
a las tres menos cuarto. Una hora y cinco minutos después del cinco por
Lacarra. Indefinidamente más tarde que el siete a Samoré. Soy tu guía de
colectivos.
Eso despertó su interés. Hasta
entonces no se había tomado en serio a la chica, que lo fastidiaba un poco.
Ahora sus palabras encendieron una pequeña luz de alerta y la miraba con
atención.
Era pálida y no tenía el pelo muy
corto, sino recogido y negro. Las uñas pintadas de negro eran muy largas. La
campera oscura, deportiva, anunciaba su gusto por La Renga. Llevaba unas
babuchas amplias, también oscuras, y las botas, como detalle insólito, eran
blancas y con tacos. La mochila colgaba vacía. En conjunto, su atuendo era algo
estrambótico, un rejunte de cosas que podía significar que su ropa no le
importaba en absoluto o por el contrario, que la había vestido un gran
diseñador de modas.
Ulises no perdió el tiempo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó
sonriendo. Su sonrisa era amplia y brillante y de costado asomaban sus
colmillos, muy blancos, en un fuerte contraste con la piel atezada.
—Isolda —respondió la chica, con voz suave,
casi tenue—. Y yo también espero para ir a Medina.
—¿Y cómo sabes que yo viajo a
Medina? —mantenía la sonrisa. Alguien que no fuera la jovencísima Isolda,
hubiera pensado que era una sonrisa peligrosa.
Ella hizo un gesto de impaciencia.
—Porque lo sabemos todos
—respondió.
—¿Quiénes son todos?
—Todos los que viajamos a Medina.
¿Fumás? —de sus bolsillos extrajo un paquete de cigarrillos, arrugado. Le
ofreció uno.
—Fumo sólo cuando me aburren.
—¿Te aburro?
—Sí —dijo él y afectó un aire de
falsa indiferencia.
No engañó a Isolda, que le alargó
el paquete. Extrajo uno para ella también, luego de que él sacara el suyo. Sus
ágiles dedos bailaron un poco hasta que una blanca llamarada surgió de ellos,
entonces lo encendió. El raro fuego alcanzó a encender los dos cigarrillos,
para sorpresa del viejo marinero.
—Eres ilusionista. Y tu acento no
es argentino, aunque hablas como una porteña.
—afirmó sin estar muy seguro.
—No. Mis manos se están incendiando
eternamente desde que mentí mi amor. Es cierto, hablo como porteña aunque no lo
soy. Es costumbre. ¿Te sigo aburriendo?
—Sí —él dijo esto con brusquedad.
No sabía por qué la joven despertaba en él un sentimiento de enojo, mezclado con
una violenta sensación de agrado. Linda e inaccesible. Humano al fin, a Ulises
lo enojaban el yo y la circunstancia de una mujer que se le podía negar.
—Difícil de conformar —dijo
Isolda—. El señor Ulises. Parece que la única historia interesante es La
Odisea.
Los filtros del amor no le impresionan y los tristes amantes separados tampoco.
—¿Lo del filtro de amor es cierto?
—No. Si lo fuera estaría muerta
hace cientos de años. No estaría condenada. Tristán y yo fuimos sentenciados
porque nuestro amor era verdadero y a mí no me importó casarme con otro y ser
adúltera, traicionándonos a nosotros mismos y al rey mi esposo —dijo sin
ironía—. Por eso él está en Medina y yo estoy acá. Mi castigo es verlo a través
de la niebla y nuestra mayor tortura es escuchar los gemidos y las palabras de
nuestro amor pasado. Nos sentimos arder por dentro hasta quemarnos el corazón
de deseo sin satisfacción. Eso es el Infierno, Ulises. La promesa del Cielo.
¿Más entretenido ahora?
—Me sigues aburriendo —dijo,
aparentando una indiferencia que estaba lejos de sentir. Por el contrario,
estaba cada vez más interesado en la información que ella podía proporcionar.
También le había dado el primer aviso de que el colectivo fantasmal existía y
de que el viaje era real y estaba ahí, al alcance, próximo. Eso hizo latir
fuertemente su corazón, repentinamente exaltado. No le importaba de Isolda otra
cosa que lo útil que pudiera ser, pero le interesaban un poco en esos labios
rojos y esos ojos oscuros. Le dijo con un fingido desinterés.
—Te escucho por cortesía y porque
me convidaste un cigarrillo.
—¿Por qué sos tan grosero? —ella lo
miraba con reproche.
—Por recuerdos de errores pasados.
—No sé de qué errores se trata,
pero te aclaro que no te seduzco. El único hombre para mí es Tristán —suspiró
largamente y por primera vez desde que hablaba con ella, Ulises percibió su
vejez bajo la piel lozana—. Y ese es el Infierno. Toda la eternidad separada
del único hombre y condenada a vivir entre sus sombras.
—¿Sus sombras?
—Vos sos una sombra de Tristán
entre muchas sombras.
—¿Qué sientes cuándo te besa una
sombra?
—Nada.
—Nada absolutamente
—Nada —repitió absorta.
Ulises la tomó en brazos y la besó largamente.
Isolda era bella y no lo aburría en absoluto.
—¿Qué sentiste? —preguntó al
respirar al fin.
Isolda sonrió triste.
Ulises tomó nuevamente su cintura.
—¿Qué sentiste? —murmuró ronco.
Ella dijo lento, sin verlo:
—Frío.
Él ocultó una mueca de bronca. No
la había sentido nada fría.
—Hay muchas cosas que quiero saber de ti —dijo—. No me alcanzará la
noche para saber lo que quiero saber. Necesitaré mucho tiempo para conocerte
completa. Quiero saber por qué, por ejemplo, tienes frío cuando te besan.
Tendré que besarte muchas veces.
Ella rió, suave.
—Ya sabía que mentías con
facilidad. No tenés tiempo para conocerme. Y no creo que te interese tanto. Me
recordás a los caballeros de otros tiempos. Hablaban de amor cuando se sentían
ardorosos, pero no amaban más que a su espada. Sólo le buscaban una suave
envoltura. Las damas incautas se entregaban y al despertarse ellos ya no
estaban en el lecho ni sus caballos en el establo. Y aunque no fuera ese tu
caso, porque no todos los héroes emprenden sus hazañas por amor a sí mismos,
vos ni siquiera disponés de esta noche. Sé bastante sobre vos, Ulises, y sobre
tus viajes.
—Me admiras —dijo Ulises e hizo una
pausa para darle un beso, que aprovechó para pensar bien sus palabras. Así que
el beso fue largo y húmedo, acompañado por el juego elocuente de sus manos.
Isolda exhaló un suave quejido. Él entonces se alejó un poco, apenas lo
suficiente para hablar claramente.
—Me admiran, Isolda, tus palabras y
opiniones. Si los caballeros buscaban una suave envoltura para sus espadas ¿las
dulces damas no se las proporcionaban con placer? Yo creo que es algo bueno de
probar. Pero la calle no es el mejor lugar. Si el siete llega a las tres y
cuarto no cuesta nada esperar en un lugar más cálido.
—Este lugar está bien.
—Tú eres el lugar cálido.
Isolda sonrió. Los ojos se perdían
en las manos de Ulises.
—¿No te desalentás nunca?
—¿Con una mujer hermosa? Nunca.
—No crees en los imposibles.
—No. En mi vida nunca hubo un
imposible. Para mi desgracia, no existen los imposibles. Hubiera creído
imposible conocer a la bella Isolda, una mujer nacida cientos de años después
de mí por obra y arte de un poeta inspirado, y acabo de besarla en los labios.
Tus labios arden ¿sabías que estás ardiendo? Pude sentir tu vientre bajo la
ropa, sentir los furiosos espasmos pasados. Toda tu vida respira en tu piel y
sólo por haberte sentido una vez, me siento capaz de escribir versos. Y no soy
poeta.
—Sos una sombra, Ulises —dijo ella
con tristeza—. Una sombra entre millones de sombras del único hombre. Ya lo
sabés.
Por toda respuesta, Ulises la tomó
de la mano, abrazó su cintura y empezó a caminar. Isolda también caminó,
dejándolo hacer.
La habitación era sórdida y la piel
de Isolda era tersa y Ulises era fuerte y además se sentía desconsolado. Ella
estaba tibia y húmeda y él enérgico, casi violento, ansioso de su vientre,
blando como el agua. Ella le hablaba: “Quiero vivir, vivir para siempre”, dijo.
Él la hizo callar besándola hasta que sus labios sangraban.
Sólo soltó su boca para descender
al vientre blando y tibio y entonces entre largos suspiros, la voz de Isolda,
tenue como luz de luna reflejada, murmuró palabras angustiosas.
—La oscuridad. La oscuridad —la oyó
Ulises exclamar dolorosamente, entre quejidos exhalados, arrancados por sus
labios a la carne blanda. Así que la abrazó, desnuda y
frágil, abrió sus piernas flexibles y largas y halló su suave envoltura, su
ardiente abrazo profundo. La necesitaba, porque estaba tenso, porque era un
hombre duro, un héroe de carne en que se vislumbraba la piedra. Necesitaba su
suave, líquida ternura. La tenía abrazada y unida a él, acoplados, inseparables
como la flecha dorada del cazador en el corazón de un pájaro.
El reloj corría minutos
desesperados, y la esperanza del hombre era que el tiempo eterno se olvidará de
él y de ella y amanecer entre los brazos de una mujer y no abordar jamás el
infierno. La mujer susurraba en una lengua desconocida, y desmayaba y gemía.
Ardía ella y ardía él y acabó en el preciso instante en que ella gritó y
olvidó.
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