A mis veinticuatro años,
trabajaba en la Biblioteca Nacional. Con dos hijos me interesaba muchísimo
conservar la fuente de trabajo, sin embargo, se me iban los ojos por esos
libros que ingresaba cada día. No debería haber sido un problema leer en una
biblioteca.
¡No te pagan por leer! Atronaba una
bibliotecaria llamada Beatriz que era jefa del área.
Pero yo leía igual. Y a cuánta
gente brillante (no como esa bibliotecaria medieval y oscura), a cuánta gente
brillante conocí gracias a esas lecturas.
Una tarde ingresó a Procesos
Técnicos de Libros una obra en once tomos: las Obras completas de René
Descartes, que incluían al menos cuatro volúmenes de correspondencia. Yo había
escrito una vez una monografía sobre Descartes, tenía muy presente su filosofía
y el brillante desarrollo de su Cogito, ergo sum.
Así que
me dispuse a leer esa correspondencia en las horas del almuerzo.
Muchas de esas cartas son
célebres y han sido justamente reeditadas. Hay una incluso, escrita por un
Descartes de 23 años, dónde cuenta un sueño que siglos después fue analizado
por Freud (dónde René menciona un poema llamado “El sí y el no” de Pitágoras,
entre otras oníricas preocupaciones)
Pero hay entre las cartas un
desafío, escrito por un sacerdote jesuita, poco o nada citado, que me llamó
poderosamente la atención.
El sacerdote preguntaba al famoso
autor del Discurso del método, si en el infinito hay más toesas que
leguas. (La toesa es una antigua unidad de longitud francesa que corresponde a
seis pies franceses. Una legua parisina equivale a 2000 toesas).
Por esos años discutí el tema con
Arturo Pérez Reverte, escritor, español y autor de novelas de enigmas, entra
otras. Cuando le plantee el problema mencionó a Zenón de Elea, el problema de
Aquiles y la Tortuga y los ensayos de Jorge Luis Borges en el libro Discusión.
También me recomendó el libro Godel,
Escher, Bach, de Douglas Hofstadter
Fue un buen aporte que rodeó el
problema, pero yo seguí con mis preguntas y mi carta del jesuita, ya que
entendía que este problema de las toesas no cuestiona, como el de Aquiles y la
tortuga, el movimiento.
Conozco entonces a Jorge Pérez
Romero, físico. Corría el año 1998. Estábamos con Luis Pestarini en su
departamento de la avenida Córdoba y eran alrededor de las 20 horas. Pérez
Romero conversaba con Luis y conmigo. Sintiendo que el derrotero de la
conversación habilitaba las preguntas, plantee una vez más mi problema
cartesiano de las leguas y las toesas.
— ¿Cómo lo responde Descartes? — pregunta Jorge.
— Responde qué no es posible pensar con medidas a un espacio
ilimitado, dije.
—Raro —dijo Jorge—Muy raro. Porque ese problema
no se puede resolver con palabras. Es un problema matemático. No se resolvió
hasta el siglo XVII, cuando Newton y Leibniz desarrollaron el cálculo integral,
cada uno por su cuenta.
Ahora llegó el momento de
decirlo: tengo discalculia. A lo largo de mi vida escolar, fui considerada casi
una infradotada. Tanto profesores como maestras dudaban sobre qué era lo que
ocurría conmigo. Nadie entendía por qué empezaba normalmente un cálculo y lo
terminaba en resultados totalmente extraordinarios y totalmente equivocados.
¿Cómo llegaste a este resultado?, es una pregunta que durante años me resigné a
oír. Sin respuesta por mi parte, terminé en mesa de examen una y otra vez. La
matemática para mí era oscuridad, pero una oscuridad que una y otra vez
intentaba iluminar.
A pesar de eso, ahí estaba,
tratando de entender el cálculo integral, la relación entre toesas, leguas y el
infinito y el problema de Aquiles y la tortuga. Y aunque parezca mentira,
conseguía entender algo.
Aun cuando Descartes no arriesgó
una respuesta matemática al problema, al menos en su correspondencia con el
sacerdote malicioso, tenía razón en que el Infinito expresa la anulación de las
medidas. O su carencia de sentido en el infinito.
Por suerte existe Silvie.
Ingeniera, profesora de
matemática y amiga. Ahí estaba yo otra vez con mi problema, toesas y leguas y
la pista de Pérez Romero, el cálculo integral.
Silvie, comprensiva, un poco
compasiva también, desplegó una hoja de papel cuadriculado en esa mesa de bar y
explicó a Newton y Leibnitz durante un rato largo, con signos y deducciones que
yo solo creía que entendía.
Pagué los cafés, cerraban el bar
y en la parada del 101 a Barrio Samoré, se me ocurrió este cuento, o quizás me
sucedió.
NACERÁ UNA BRUJA
Un día nació una bruja y fue tan
grande el terror a perecer aferrados a su talle ondulante como aquel otro temor
antiguo a perder la vida por el canto de las sirenas. Pero las sirenas daban su
vida en el canto y no pretendían más que se la devolvieran en su justo valor.
Esta bruja tuvo que decir un último enigma y confiar al
destino su solución, atados sus brazos y piernas a un tronco, con el que fue
quemada.
Ella
pronunció en un susurro: “Nacerá de mis cenizas una bruja que no os atreveréis
a quemar.”
Vientos
desatados llevaron sus cenizas.
En una tierra cercana nació una
mujer. Temiéndola, el padre la encerró en lo alto de una torre. Sólo la lluvia
entraba por la entrada tan alta. Y llegó el día en que un rey enemigo asaltó el
castillo. El castillo ardía y la joven no pudo esperar más auxilio que el de la
tormenta. Pero con la tormenta llegó un caballero y la rescató.
Pensó en tomarla de esclava. Pero
la mujer, la hija de la bruja que había perecido en las llamas, le contó su
historia.
“Amo la tormenta” dijo ella y
calló. El caballero se sintió incapaz de la cobardía. Tuvieron hijos e hijas.
Las hijas heredaron el antiguo
poder de las cenizas y tuvieron otras hijas.
Una de esas hijas escribió esta
historia con el fin de que las hijas dispersas se sepan hermanas y de que los
hombres recuerden su poder, que resulta de la unión del conocimiento y la
poesía, de la inteligencia y el valor, del leer en la armonía celeste que
existen más límites que los finitos.
Un día
nacerá una bruja.