martes, 17 de abril de 2018

La muchacha y el cuervo

Fue en 1989. Yo, la muchacha del cuervo, tenía 19 años. Y un avanzado estado de gestación.
Trabajaba durante el día. Consejo del Menor y la Familia. Era difícil subir los dos pisos por escalera hasta la oficina, y abrir los pesados cajones de los antiguos ficheros.Era difícil cargar las pilas de legajos , o incluso subir hasta el quinto piso cuando me enviaban a buscar algún papel.
Era difícil.
Cuando llegaba a mi casa, después de un largo viaje en colectivo, ponía en un muy viejo tocadiscos a Tchaikovski. Y se me caían lágrimas, lágrimas buenas, de esas que curan.
Porque me había visitado el cuervo. Y su pico es hiriente y certero y frío como un bisturí.
Un cuervo sabe dónde herir con precisión, y puede hacerlo sólo con su codiciosa mirada.
Cuando te mira un cuervo, tu brillo se cubre de niebla, envolvente como el mirar del cuervo.
El Cuervo me dijo: Tu hija va estar mejor con un rico matrimonio que pueda darle todo.
Los Cuervos no entienden de Poesía. No entienden el Amor. No entienden la Vida. Todo para ellos debe ser dinero.
El Cuervo me mira con su impermeable gris.
Yo tengo las Cartas de Blaise Pascal en mi mochila de estudiante. Y mis ocho meses de gestación.
Me di media vuelta y estiré el brazo. Un colectivo 114, el Dragón justiciero de esta historia, frenó a mi lado. Subí, me senté y abrí el libro de Pascal.

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