Siempre me gustó leer en voz alta. Soy una narradora oral hecha de improvisación y paciencia. No me asustan las largas extensiones, a mis hijos les leí novelas enteras.
Ese invierno, muy crudo y difícil en el plano económico, (es difícil mantener un hogar siendo una mujer sola con menos de treinta años, dos hijos y un trabajo que visto desde hoy, era perfecto: sellaba los libros en la Biblioteca Nacional.)
Ese invierno, resolví que era hora de acercar a mis niños a Dickens, el gran poeta de la prosa, el que hacía alquimia y convertía la tristeza en alegría y la escasez en abundancia. Después de más de una hora en el trasporte público, me senté con Dani y Ger (ocho y seis años), y me comprometí a leer un canto por noche de Canción de Navidad.
Recuerdo sus ojos, fascinados, desde la primeras líneas, y cómo no tengo el libro cerca, corrijanme si no era así: "Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta, aunque en el ramo de la ferretería lo más muerto debe ser el clavo de un ataúd".
Pero recuerdan, su fantasma encadenado le anuncia a un amargado Scrooge la visita de tres espíritus fantasmales: los fantasmas de las Navidades Pasadas, Presentes y Futuras.
Tuve que leer ese canto dos veces.
A la mañana siguiente los dejé durmiendo, para ir a sellar libros y ganarnos el pan.
A mi regreso, siete de la tarde, los niños también cansados de librar sus batallas personales en la escuela (los hijos de madres solas no son muy bien mirados por las señoritas maestras), arranqué con el primer Fantasma.
Estaban fascinados. Comenzó un amor por Dickens y por esa historia que continúa hoy.
Lo más increíble pasó en el cuarto canto: El Fantasma de las Navidades futuras, aquel que muestra a Scrooge su propia tumba. Llegué a casa de trabajar y habían cortado la luz.
-Maravilloso-susurré, imbuida de un espíritu dickensiano. -Encendí una vela y a la luz amarilla y escasa, terminé de leer la historia. Sus rostros infantiles, sus grandes ojos verdes, la emoción en sus pequeñas manos, son una visión que jamás olvidé.
A la mañana siguiente, yéndome a trabajar, sorprendí un movimiento en la camita de Ger.
Estaba despierto, tan temprano, y con el libro entre las manos, leyendo.
-Quería saber que se siente si lo leo yo, Me dijo.
Y mis ojos se llenaron de lágrimas. Y están llenos de lágrimas ahora.
El blog de Paula Ruggeri. Contacto: paula.ruggeri743@gmail.com
jueves, 15 de diciembre de 2016
jueves, 1 de diciembre de 2016
El hombre de la Ferrari
Buenos Aires, eterna como el agua y el aire, desnuda en sus calles recuerdos para que sean relatos. Un día fuiste joven y los buscavida de toda clase se abalanzaron con la educación de los vampiros sobre vos. Es una ciudad y la ciudad la hacen sus habitantes, es una ciudad afecta a lo gótico.
Cuando la situación económica no es buena, provee ayuda al sufrimiento de los fumadores. Inventa máquinas baratas para armar cigarrillos, tabaco en paquete, cigarrillos sueltos, y cajas de cincuenta cigarrillos, muy baratas, con unos cigarros espantosos.
Esos últimos estaba fumando yo, veintidós añitos, bolso con libros que vendía por esa época, y vestida humildemente con un top (cortito de tan pobre), y calzas grises (las negras salían diez pesos más).
Esperaba a mi marido de entonces en la esquina de San José 05, mítico bar dónde se reunían editores, ilustradores, autores y aficionados a la ciencia ficción.
Fumando esperaba cuando asoma por la calle un auto lustroso y lustrado, rojo fuego, que atónita descubrí, era una Ferrari.
Se estaciona justo dónde estoy yo y baja un hombre, de unos 35 años, elegante, o sea, un marciano.
.-Quería preguntarte¿ dónde conseguís ese tabaco holandés?- dijo con voz educada.
Un marciano, evidentemente.
- No, le explico - no son holandeses, son reberretas. Los consigo en Constitución.
-¿Me convidás?- Lo aspiró cómo a un exquisito tabaco holandés, pero yo sabía que era teatro.
-Te invito a cenar- dijo impertérrito, a lo que me negué un par de veces.
Valoré que me comprendiera. Estaba esperando a mi marido.
Saludó, y subió a su Ferrari con el cigarro todavía humeante entre los dedos.
Cuando la situación económica no es buena, provee ayuda al sufrimiento de los fumadores. Inventa máquinas baratas para armar cigarrillos, tabaco en paquete, cigarrillos sueltos, y cajas de cincuenta cigarrillos, muy baratas, con unos cigarros espantosos.
Esos últimos estaba fumando yo, veintidós añitos, bolso con libros que vendía por esa época, y vestida humildemente con un top (cortito de tan pobre), y calzas grises (las negras salían diez pesos más).
Esperaba a mi marido de entonces en la esquina de San José 05, mítico bar dónde se reunían editores, ilustradores, autores y aficionados a la ciencia ficción.
Fumando esperaba cuando asoma por la calle un auto lustroso y lustrado, rojo fuego, que atónita descubrí, era una Ferrari.
Se estaciona justo dónde estoy yo y baja un hombre, de unos 35 años, elegante, o sea, un marciano.
.-Quería preguntarte¿ dónde conseguís ese tabaco holandés?- dijo con voz educada.
Un marciano, evidentemente.
- No, le explico - no son holandeses, son reberretas. Los consigo en Constitución.
-¿Me convidás?- Lo aspiró cómo a un exquisito tabaco holandés, pero yo sabía que era teatro.
-Te invito a cenar- dijo impertérrito, a lo que me negué un par de veces.
Valoré que me comprendiera. Estaba esperando a mi marido.
Saludó, y subió a su Ferrari con el cigarro todavía humeante entre los dedos.
viernes, 18 de noviembre de 2016
Mi escritorio
Recuerdo que en sus escritos de humor Borges y su amigo Bioy Casares parodiaban con mucho estilo a un escritor tan vanidoso, que describía obsesivamente el mueble que le servía de escritorio, desde el pisapapeles hasta los ángulos del mueble. Yo no haré otro tanto, pero si me gusta compartir con ustedes, cómo es el lugar desde dónde les escribo. Al fin, cada posteo pasó de ser el mensaje en la botella que era hace unos años, a ser una carta de la que, más o menos, conozco a los destinatarios.
Mi escritorio es un entrepiso de madera en una casa añeja y sus paredes reflejan un caos ordenado de gustos e intereses.
El hermoso rostro de Dickens mira un ángulo secreto del cuarto, y junto a él otra fotografía, original y con firma autógrafa, muestra al eterno joven Alexandre Dumas trabajando.
A la izquierda, dos láminas enmarcadas muestran el avance austríaco sobre Italia.
Abajo un retrato realizado por mi hija Daniela Ruggeri me muestra amamantando. Recuerdo que la amamantaba en clases de filosofía, a mis 19 años. Ahora ella es profesora universitaria y me explica cosas y se explaya sobre temas, con una enorme claridad, desconocidos para mí.
¿Hablar de trabajo no es hablar de la vida? En mi caso ,sí. Sería fatuo decir que vivo de contar historias, por qué no es cierto, sólo respiro el contar historias. Sólo soy la historiadora de mi propia vida, y luego, de las vidas que pasan, como ráfagas, junto a mí.
Tengo una gran plancha de corcho: allí en notas apuradas están las escenas faltantes de esa novela, o las fechas históricas que aún no revisé de tal publicación vieja.
También e-mails de amigos que me han emocionado.
A la derecha, un hermoso dibujo de Roberto Fontanarrosa, llegado a mí por extraños senderos. Mi best seller favorito me lo obsequió en 1998..."Que no se entere Roberto", me pidió. Roberto ya no se va a enterar. El cuadro se llama La Guitarra", y es singularmente bello.
La notebook en que tecleo es negra, veloz, y está apoyada en una mesa de estilo inglés, de patas finas pero firmes, y con dos pequeños cajones dónde guardo documentos. Un cubertero antiguo oficia de mesita para la impresora.
Una lámpara de pie da una luz amarilla cuando cae el sol, como ahora.
Por último, desde una lámina traída de La Habana en uno de esos hermosos golpes de suerte, Eunice le declara su amor a un emotivo Petronio,
Para recordarme, si hiciera falta, que es lo que realmente importa.
Mi escritorio es un entrepiso de madera en una casa añeja y sus paredes reflejan un caos ordenado de gustos e intereses.
El hermoso rostro de Dickens mira un ángulo secreto del cuarto, y junto a él otra fotografía, original y con firma autógrafa, muestra al eterno joven Alexandre Dumas trabajando.
A la izquierda, dos láminas enmarcadas muestran el avance austríaco sobre Italia.
Abajo un retrato realizado por mi hija Daniela Ruggeri me muestra amamantando. Recuerdo que la amamantaba en clases de filosofía, a mis 19 años. Ahora ella es profesora universitaria y me explica cosas y se explaya sobre temas, con una enorme claridad, desconocidos para mí.
¿Hablar de trabajo no es hablar de la vida? En mi caso ,sí. Sería fatuo decir que vivo de contar historias, por qué no es cierto, sólo respiro el contar historias. Sólo soy la historiadora de mi propia vida, y luego, de las vidas que pasan, como ráfagas, junto a mí.
Tengo una gran plancha de corcho: allí en notas apuradas están las escenas faltantes de esa novela, o las fechas históricas que aún no revisé de tal publicación vieja.
También e-mails de amigos que me han emocionado.
A la derecha, un hermoso dibujo de Roberto Fontanarrosa, llegado a mí por extraños senderos. Mi best seller favorito me lo obsequió en 1998..."Que no se entere Roberto", me pidió. Roberto ya no se va a enterar. El cuadro se llama La Guitarra", y es singularmente bello.
La notebook en que tecleo es negra, veloz, y está apoyada en una mesa de estilo inglés, de patas finas pero firmes, y con dos pequeños cajones dónde guardo documentos. Un cubertero antiguo oficia de mesita para la impresora.
Una lámpara de pie da una luz amarilla cuando cae el sol, como ahora.
Por último, desde una lámina traída de La Habana en uno de esos hermosos golpes de suerte, Eunice le declara su amor a un emotivo Petronio,
Para recordarme, si hiciera falta, que es lo que realmente importa.
lunes, 10 de octubre de 2016
ROMANCE DEL PÄJARO Y LA FLECHA
“
Seré una Curadora y amaré todo cuánto crece, todo lo que no es árido”
Éowyn
Un
guerrero cruza el desierto. Su mirada es sed. Su pecho es sed.
Es el último entre ellos. Siempre
hay un último soldado. Cualquier desierto lo hallará perdido y nadie más que el
desierto lo hallará. Lo buscarás, mujer, y creerás que lo has hallado una
noche, pero solo su brazo te abraza, su corazón sigue en el desierto. En el
desierto hay solo voces. Hay voces de pájaros muertos. Cantan sus hirientes
trinos solo para el soldado del desierto. Hay voces de espadas muertas, voces
de niños muertos, voces de libros que ardieron para siempre y silencio del
viejo guerrero. El viejo guerrero puede ser más joven que vos, y siempre será
más viejo. Eso no lo podés remediar. Tampoco lo entenderás nunca. Por eso el
brazo que te abraza recuerda el desierto. Entonces, no lo busques. Sólo podés
esperarlo. Así hace la mujer.
La mujer espera lejos. Ella quiere
esperarlo. Hace veinte años que lo está esperando. Veinte es igual a veinte.
Nadie va a negar eso. Veinte años es igual a veinte siglos. Pueden negarlo, no
me importará. Ella aviva las llamas, cuando solo queda una brasa, enciende el
fuego nuevamente y se sienta a esperar otra vez. Ese es el único fuego perenne.
Cuando la biblioteca termina de arder, el fuego muere. Pero el fuego que prende
la mujer que espera, no se apaga nunca.
Hay otra mujer que espera. Esa mujer
está esperando más cerca. Tras el desierto, hay la montaña, tras la montaña,
hay el bosque, tras el bosque está la llanura eterna, tras la llanura eterna,
está la fina arena, la fina arena se pierde en el mar. Tras el mar, está el hogar del viejo guerrero
y el fuego perenne. Eso es muy lejos. La otra mujer que espera es una joven. Vive
en el bosque. En el bosque hay árboles de flores rojas. Cuentan que las flores
rojas son de sangre de otra joven. Por amar a un guerrero, dicen, la ataron al
árbol y le prendieron fuego del que muere. La joven ardió hasta el fin y ese
fue el fin del fuego, y nacieron las flores rojas. El guerrero era el último
guerrero y se fue al desierto. También hay árboles con troncos rojos. Altos
árboles, de madera dura como la roca. Son los guerreros que cayeron antes del
desierto. Todos los guerreros caen antes del desierto, menos uno. Ningún
guerrero sabe nunca si él será el último guerrero. Los guerreros se miran
silenciosos antes de la batalla. A uno lo elegirá la muerte, para que mantenga
su recuerdo en el mundo de los vivos. Es eso, mujer. La muerte llegó y lo
eligió y no podés competir con ella. Vos parís vida, la muerte mata. ¿Qué
recordará el guerrero? La vida es paciente y temerosa, trabaja y ara, besa y
arroba, abraza y desvela, envuelve y danza, calla y trabaja, llora y ríe y es
una vieja en el hogar, una novia en el altar, una amante poeta, una campesina
en el campo de girasol. La muerte no es paciente ni laboriosa y no permite el
olvido. Y vos, hombre, la muerte no es como la mujer que te abraza para que te
olvides de todo, la muerte te elige y te da la memoria para siempre. Quiere que
te vean las campesinas en el campo de girasol, que trabajan y ríen hasta que
aparece tu figura, fuerte y cansada, tu espada negra, tus jirones de sangre y
tus cicatrices, entonces se callará la risa y la joven ignorante de la muerte
sabrá que la muerte existe.
Pero el bosque es misterioso. Flores
rojas, árboles altos.
En el bosque hay una casa.
En la casa está Nausícaa.
Nausícaa está de pie en la tierra.
Llega a su rostro el aroma de las flores y también el lento silencio del viejo
soldado. Está viejo porque cree que ya lo sabe todo. Él no cree en misterios.
Nausícaa tiene largo cabello negro ¿por qué? Nausícaa canta ¿por qué? Nausícaa
sabe que él llega y lo espera ¿por qué? Misterios que nunca develará el viejo
soldado, ni yo tampoco.
Llega hasta él el murmullo
interminable de la joven. Nausícaa, sin embargo, no abre los labios ¿por qué?
El viejo guerrero camina bajo la sombra de los
árboles altos, las sombras de antiguos guerreros; el aroma de las flores rojas,
la sangre de una joven amante; sintiendo el aullido, el murmullo de Nausícaa
que se le antoja un curso de agua. Su boca es sed, su pecho es sed y sus altas
piernas son tan fuertes, más cansadas cuanto más fuertes. El arroyo, cree, lo
llama y descansará.
Pero el arroyo es una joven. Ella sonríe.
El
soldado se detiene, asombrado.
Nausícaa
sonríe más. El viejo instinto hace al soldado sonreír.
Nausícaa lo interroga con los ojos.
Él no dice nada.
Por fin ella dice su diálogo
-Extranjero. No
parecés vil ni necio.
El viejo soldado la sigue a la casa, come,
bebe, ávido desgarra el vestido de Nausícaa y ella solo sonríe, para él siempre
sonreirá. Y al fin, cuando calmó su sed, él se durmió en su regazo.
Y
la sonrisa de Nausícaa se esfumó. Él ya no recuerda que debe decir. Ella sí.
“Te contaré una
historia”
“Un naúfrago llegó a una playa y en ella una
joven jugaba...”
Nausícaa se torna grave. Él está
dormido. Está muy cansado. Y cree que lo sabe todo. Eso le hace sentir
compasión de él. Más de la que ya siente. El amor se pierde en el recuerdo,
junto con la compasión. Nausícaa piensa en sí misma.
“ Una vez hubo un
naúfrago. Se parecía a vos. Estaba cansado. Necesitaba un madero, algo a que
aferrarse ...
...y halló una joven
...y luego partió”
“La joven siempre
estaba ahí. Antes de que él llegará. Y se quedó cuando él se fue. Y él jamás
volvió.
“Sé muchas cosas,
soldado. Soy mucho más vieja que tú. Sabía que vendrías. Sabía que me
desearías. Y sé que te irás.”
“Solo podés dormir un
tiempo”
“Crees que querés ese
fuego. El hogar. La mujer que siempre espera. Pero vos , soldado, sólo buscas
la muerte. El hogar. El fuego fatuo.”
“ Conté la historia
del soldado y la rosa. Canté el poema del cielo y del infierno. En mis manos
está el paraíso, pero vos no lo querés. Dolor y muerte. El desierto y el mar.
Tu destino no es el hogar, es el viaje. Nunca llegarás. Dormido, te aferrás a
mí. Mañana te irás. No sabés que cuando llegues al hogar, tu viaje habrá
terminado, la paz habrá llegado pero la vieja guerra no será olvidada. Volverá
en tus viejas heridas, una y otra vez.
La vieja espada enmohecerá y a tu alrededor caerán muros que nunca
fueron fuertes y todo será el recuerdo de la muerte...”
“Tu espada es lenta y su hoja
inflexible y dura. Pero nada es más dulce para mí. Y aunque hiciera lo que
siempre quise, atarte a mis piernas por el fin de los tiempos, vos te vas por
tus viejas heridas, tus cicatrices se hacen sangre y deberé dejarte partir, al
desierto donde la sangre deja de correr...”
“ Porque tu destino
es el viaje y no el hogar.”
El viejo soldado se movió, inquieto
y abrió los ojos.
Nausícaa sonrió.
“Hubo un soldado y
hubo una rosa.
Ella estaba herida y
él estaba cansado”
“Se hallaron a
orillas de un lago”
El
sueño volvió.
Nausícaa sonrío para sí.
“Sólo
estoy aquí para decirte que viviré más que vos. Que vivirá mi canto cuando tu
espada lleve siglos muerta, porque las palabras del frío mueren en el frío. Que
por todo lo que no me ames, me amarán
otros. Que mi dolor pasará, mi vieja
herida cerrará y entonces yo partiré, en un bote de negras aguas, con una vela
blanca, a los jardines de Rivendel que nunca viste. Que alguien dormirá en mi
regazo, y no se irá nunca. Y cuando llegue mi ocaso, morirán las tristes
historias y no te recordaré. Que así viven odios y guerras y viejos soldados,
así también vivo yo. Y no cantaré el amor inmóvil, ya nunca más. Y Nausícaa
morirá y en su lugar habrá una mujer, en un hogar, y esa mujer seré yo... y
llegará el frío y con el frío un hombre y ese hombre serás vos. Y ahora dormí
que llega la noche, mientras yo velo, una noche más, un viejo soldado más.”
Llegó la noche, llegó la luna y llegó el
viento. El viento entró en la casa. Viento del Norte.
El
viejo soldado abrió los ojos. Vio el rostro de la joven. Su inocencia le hizo
sonreír. Una sombra cruzó su frente: el camino. El camino estaba ahí. No podía
descansar. No podía soñar.
Cerró los ojos. Tenía que
incorporarse. Tenía que deshacerse de ese abrazo. Tenía que seguir. Sus labios
recibieron una suave presión. El beso de la joven. Pero él era viejo. Sonrió.
-Tengo que irme.
Ella pareció triste.
-Volveré.-mintió.
El guerrero más valiente siempre es un cobarde para decir adiós a una mujer.
-¿Adónde?-preguntó
ella.
El
acarició su rostro. Al mar. Los ojos grandes, inocentes. La piel suave. Un
dulce pájaro de juventud. Había visto dulces pájaros atravesados por flechas.
Ella
sonrío entre sus lágrimas.
-Nunca te voy a
olvidar.
-Recuérdame solo de
vez en cuando.
Entonces
se deshizo del abrazo de la mujer, se incorporó. Tomó su vieja espada y su
escaso equipaje. Abrió la puerta. El viento del Norte los envolvió a ambos.
-Tengo frío-dijo
ella.
Y el soldado volvió al camino.
Volvió por donde se había ido. El camino al desierto, nuevamente. Nausícaa se
acostó en el lecho, a soñar y a esperar el día. El día de partir al mar. A los
jardines de Rivendel.
Porque su destino era el viaje y no
el hogar.
En
el hogar quedaban rescoldos del viejo fuego. La mujer se levantó y los atizó.
El
viento era fuerte. Los ojos del soldado se nublaban. Fantasmas de Navidades
pasadas. Dulces pájaros caídos. Heridas tan profundas que no cicatrizaban.
Hielo. Hielo es lo único que puede aliviar el dolor. Lo rodeó la helada.
El
fuego del hogar se apagó. La mujer dormía, la cabeza entre los brazos. En el
sueño lo vio a él, joven, cuando
embarcó. Ambos eran jóvenes. Pensó, soñó, que la juventud era eso,
embarcar. Oyó, soñó, que el mar golpeaba la escollera. Vio, soñó, una nave que
la esperaba y sus velas negras. Despertó y siguió soñando. Soñando se colocó la
capa, soñando tomó un arco y flechas, soñando se dirigió a la orilla y vio en
su sueño, la nave que la esperaba. Suspiró, miró la vieja casa y embarcó.
Sola
en el temporal, la mujer conducía el barco. Sabía que de todas formas, siempre
estaba a la deriva. Sabía que yendo a la deriva, hallaría lo que buscaba.
Los
vientos la llevaron a una orilla de arenas tibias. Cayó allí. Caminó por la
playa. De lejos vio a una joven de cabellos negros. Sonrío un poco. Ella
también había sido joven. Lo seguía siendo, puesto que había embarcado. Sólo
que ya no esperaba nada.
-Esperarás así-pensó
la mujer-hasta que entiendas.
La
joven la saludó con la mano, agitando el brazo desde lejos, pero la mujer del
Norte no respondió. La joven lejana siguió mirando el mar.
La mujer del Norte siguió su deriva y
halló el camino primero, por la llanura eterna, el viejo bosque luego. Los
altos árboles rojos le dieron sombra. Cuando sentía hambre, tensaba el arco,
disparaba la flecha, entonces el pájaro caía atravesado. La mujer comía. Y seguía el camino.
La
helada era muy fuerte. Pero el viejo soldado también. Él era la helada.
Nunca
sabré si ella lo encontró. No sé que fue del viejo soldado. Lo vi partir y
luego la vi llegar a ella.
Solo
sé que será de mí. Tengo un bote de velas blancas. Cruzaré con él las aguas
negras. Iré a los jardines de Rivendel, esos que nunca viste. Mi guerra ya
terminó.
Olvidé
decir al viejo soldado que la juventud es lo más viejo del mundo.
domingo, 2 de octubre de 2016
La tormenta pasa
La tormenta pasa. A veces crees que no pasará nunca. A veces, un solo segundo, pensarás que te matara. Puede ser cuando balearon tu calle y acostaste a tus hijos en el piso y vos encima de ellos, porque estás en el primer piso, las recortadas disparan plomo hacia arriba y esos ventanales que tanto amaste ahora son el enemigo…¿importa cuándo? ¿hay que vivir en un lugar muy raro o exótico para que ocurra? No, la tormenta pasa por todos los sitios. Por los que ocupan un rincón en el diario, tan chico que parece una noticia sobre un zoológico lejano, hasta los que ocupan toda la pantalla de los canales de tu país, y ni hace falta, ni podés verlas, porque para eso hay que cruzar...el salón con ventanal dónde está el televisor y llueven las balas. Y pasó. Esa tormenta que creía que me mataría. Y que mató a otros. Por eso una vez escribí que la ficción está, tiene que estar, para recordar entre los vivos la memoria de los que se fueron.
Pasan las tormentas. Nací en primavera, en 1970, bajo el signo del Escorpión. Es el signo de todos. Todos tenemos nuestro veneno, en la dulzura, o el otro, el letal. Hay quienes matan con un beso, decía Wilde. Y por él pasó la tormenta, la tormenta de un beso.
Pasa la tormenta. Ahora tenés 23 años y tus hijos son niños, muy niños. La amiga dejó de serlo y te echó del departamento que ya no podías pagar, con la ayuda de diez hombres y en diez minutos. Tu trabajo de promotora y modelo se esfuma, la amiga que dejó de serlo se quedó con tu ropa y tu agenda y tus manuscritos. Estás bajo la lluvia de mayo, en la vereda de Julián Alvárez al 900, y mientras tus pertenencias se mojan, tu cabeza no piensa en la tormenta, sino en dónde pasar la noche. Y viene una señora con un termo de café con leche y otra con medias para tus chicos y otra que te dice Cuando Dios te cierra un puerta, te abre una ventana, y por un segundo tu cabeza escapa a la tormenta y se ríe de esos militantes teóricos y fervorosos amigos tuyos que prefieren discutir a Lenin durante horas y piensan que la simple caridad o la más digna solidaridad son "métodos del sistema para mantenerse". Tal vez la señora del termo fuera leninista. No lo sé. No es imposible. Tal vez fuera católica, es más, del Opus Dei. Para mí, siempre será la señora del termo y quisiera para ella la corona del Reina de Inglaterra, el tejado del Taj Mahal y un arco iris sin lluvia cada atardecer.
Esa tormenta también pasó. La amiga que ya no era amiga se borró de mi mente. No la reconocería. Tengo más presente a la señora del termo. Si no fuera así, la tormenta hubiera quedado en el pecho para siempre...
Ahora es de noche y estoy durmiendo. Viajo hacia atrás, todavía más. El piso es enorme, en Recoleta. Era mi barrio de infancia y entonces no valía nada. Había una juguetería a la que ya no podía ir porque la policía había montado una ratonera y habían matado al hijo adolescente del juguetero. Era el año 1976. La tormenta estaba pasando y yo tenía cinco años. Tenía un camisón celeste y me despertaron rasguidos y ruidos extraños. Me levanté. Caminé por el enorme pasillo. Un piso en Recoleta, dirán. No sé qué hora de la noche era. Vi a mi madre con una amiga suya rompiendo cosas. Discos. Hacían un ruido seco, metálico, casi un disparo y ya había oído disparos. Libros. Tardaban más en romper los libros. Los fragmentos iban a bolsas y las bolsas al incinerador del edificio. Cuando me vieron me enviaron a dormir.
Libros. Pasaron dos años y no vivía en un piso en Recoleta. Éramos cuidadores de un techo sin herederos en Villa Urquiza. Un techo para un matrimonio sin ingresos con cuatro hijos. Si pasó la tormenta por ahí no me di cuenta. Leía Los tres mosqueteros en esa casa soleada y me reía de como Artagnan lleva a sus tres amigos y a los cuatro lacayos a tomar chocolate a lo de un cura gascón que lo invitó a merendar...los mosqueteros, mis amigos, no tenían comida ¡y eran los héroes! Y mientras pasaba páginas, absorta, mi madre me sacudía los hombros y me daba una taza de harina mezclada con agua. Mi almuerzo.
Hoy hay tormenta en Buenos Aires. Llueve mucho. Todo está húmedo, pero ya casi no siento la fractura de mi pierna. La tormenta pasa siempre. Creo que puedo decir que se puede vivir confiando en que pase, como dice Edmundo Dantés al final del Conde de Montecristo, "ESPERAR Y CONFIAR". Aunque creas, por un segundo, que te puede matar. Lo único errado es creer, estés donde estés, que por tu casa, tu pueblo, tu país, no va a pasar la tormenta.
domingo, 25 de septiembre de 2016
Quince esqueletos
Quince esqueletos
Estoy en las últimas páginas de un nuevo libro y aunque una
parte de mí está acostumbrada, en un rincón de mi persona todavía hay una
pequeña niña que mira azorada. Esa que leía como si las letras de molde fueran
aire, esa que maldecía (y usaba la palabra “maldecir”), en idioma mosqueteril,
esa que leía a Shakespeare con sus ocho años y su perro favorito a los pies,
ignorando quien era Shakespeare, para su fortuna y por eso, dejándose capturar
por esas líneas de diálogo que expandían luz.
La niña que cantaba
con sus hermanos, también ávidos lectores, la canción de la Isla del Tesoro. “Quince
esqueletos en el cofre del muerto y una botella de ron”
La niña que soñaba con ser escritora, como quien sueña
escalar una montaña.
Todavía me mira, desde un ángulo que aún no es sepia, y me
pregunta, y me cuestiona, y a veces, para mi alegría, me lee en silencio.
jueves, 25 de agosto de 2016
Un sueño de mi padre
1979. Año de guerras, cartas y comuniones.
Recibí la comunión con un vestido blanco e inmaculado, con el que caminé la enorme nave central de la Iglesia San Agustín. Toda mi familia dijo presente, pero yo me sentía atrozmente sola.
Supongo que desde algún lugar de la iglesia, mi padre me miraba.
1979. Hay una guerra en algún sitio siempre. Despedimos a mi padre en el Aeropuerto de Ezeiza. Creo que entre otras cosas, llevaba su libreta.
Pasa el tiempo sin que sepamos mucho de él. Mi madre me encarga escribirle cartas.
"Tienen que ser alegres- dice- Tu papá está en una guerra".
Hasta el día de hoy, considero esas cartas mi primer ejercicio literario. Escribía y tachaba. Tachaba y escribía. Quería ser alegre y estaba triste. Aunque no se dice, la primer batalla del escritor es su estado de ánimo.
Pasa el tiempo y él regresa. Está tan cambiado que en el aeropuerto casi no lo conocemos.Está muy delgado y le faltan dientes. Me abraza.
Había algo de vidas deshechas, muertes violentas y amor encontrado en la esencia siempre expresiva de sus ojos pardos. Además, en algún punto de sus ojos, estaba mi vestido blanco de comunión.
Daba conferencias. El periodista que vuelve de la guerra es un ser atractivo y oírlo es fascinante para mucha gente. Con la sutileza y los matices de los que sus almas son capaces, viven esa contradicción.
Presencié una.
"Estaba refugiado en una iglesia en un pueblo cubierto por las bombas. Había bebido y me había dormido. No aguantaba más. Entonces en mi sueño apareció Paula, vestida de blanco, reprochándome que no saliera a hacer mi trabajo..."
Yo era bastante niña cuando escuché esto. 1979 fue el año en que me hice escritora, por la simple razón de que tenía algo para contar.
En el año 2001, cuando mi padre fallece, escribo mi cuento "La Amada Inmóvil", dónde un viejo poeta al fallecer le deja a su hija el don de la poesía como el secreto de una niña fantasma vestida de blanco que enseña a versificar.
Otra batalla del escritor es escribir una historia para contar otra.
Sobre mi padre en la iglesia, la familia conserva un telex amarillo dónde cuenta:
El cura me miró y me dijo: Acá no hay ángeles.
Recibí la comunión con un vestido blanco e inmaculado, con el que caminé la enorme nave central de la Iglesia San Agustín. Toda mi familia dijo presente, pero yo me sentía atrozmente sola.
Supongo que desde algún lugar de la iglesia, mi padre me miraba.
1979. Hay una guerra en algún sitio siempre. Despedimos a mi padre en el Aeropuerto de Ezeiza. Creo que entre otras cosas, llevaba su libreta.
Pasa el tiempo sin que sepamos mucho de él. Mi madre me encarga escribirle cartas.
"Tienen que ser alegres- dice- Tu papá está en una guerra".
Hasta el día de hoy, considero esas cartas mi primer ejercicio literario. Escribía y tachaba. Tachaba y escribía. Quería ser alegre y estaba triste. Aunque no se dice, la primer batalla del escritor es su estado de ánimo.
Pasa el tiempo y él regresa. Está tan cambiado que en el aeropuerto casi no lo conocemos.Está muy delgado y le faltan dientes. Me abraza.
Había algo de vidas deshechas, muertes violentas y amor encontrado en la esencia siempre expresiva de sus ojos pardos. Además, en algún punto de sus ojos, estaba mi vestido blanco de comunión.
Daba conferencias. El periodista que vuelve de la guerra es un ser atractivo y oírlo es fascinante para mucha gente. Con la sutileza y los matices de los que sus almas son capaces, viven esa contradicción.
Presencié una.
"Estaba refugiado en una iglesia en un pueblo cubierto por las bombas. Había bebido y me había dormido. No aguantaba más. Entonces en mi sueño apareció Paula, vestida de blanco, reprochándome que no saliera a hacer mi trabajo..."
Yo era bastante niña cuando escuché esto. 1979 fue el año en que me hice escritora, por la simple razón de que tenía algo para contar.
En el año 2001, cuando mi padre fallece, escribo mi cuento "La Amada Inmóvil", dónde un viejo poeta al fallecer le deja a su hija el don de la poesía como el secreto de una niña fantasma vestida de blanco que enseña a versificar.
Otra batalla del escritor es escribir una historia para contar otra.
Sobre mi padre en la iglesia, la familia conserva un telex amarillo dónde cuenta:
El cura me miró y me dijo: Acá no hay ángeles.
jueves, 11 de agosto de 2016
CONJURO SECRETO
Si una voz te dijera
lo que al viento
susurro
que suaves mis manos
te esperan allí
donde mora el ensueño
y el secreto conjuro
en ardiente promesa
te entregara a mí
Si yo te dijera
que ayer por la noche
soñaba despierta
Que tu reina fui
Y que empuñé tu cetro
para hacerlo mío
Y abriendo mis labios
tu espada me hundí
Si yo te ofreciera
Mi sangre en mis sueños
Arrojada y desnuda
te dijera:
Bébeme
Y luego desmayara,
Amor y duelo,
gloria de una noche:
Traspásame
Al dios le duele el
amor secreto,
Roza con su espíritu de
llama
Mis piernas que te
abrazan en sueños
Y de fuego viste mi
corazón
El fuego que gime en
mis versos
La Antorcha divina
Que robó Prometeo
Este lento conjuro
Te beberá entero
lunes, 8 de agosto de 2016
EL JARDÏN DE LAS DELICIAS: NOVELA: EXTRACTO
EL JARDÏN DE LAS DELICIAS; EXTRACTO
Quedaron solos evitando mirarse hasta que para sorpresa de Ulises, la temerosa mujercita de la madrugada se le acercó resuelta.
Quedaron solos evitando mirarse hasta que para sorpresa de Ulises, la temerosa mujercita de la madrugada se le acercó resuelta.
—¿Hace mucho que esperás? —preguntó
ociosamente la chica, de unos veinte años y ligeras ojeras azuladas. Llevaba el
pelo muy corto y las uñas de negro.
—¿A ti qué te parece? —contestó
cansado.
Ella no contestó. Lo miraba con
interés y sin disimulo.
—Te parecés a alguien —le dijo—. A
un héroe de historieta, pero no me acuerdo cuál.
—Si esperas protección, te diriges
al héroe equivocado. Nunca pude proteger a ninguna chica joven de mí.
—Yo me puedo proteger sola
—contestó la mujer un poco arrogante y se alejó otra vez.
Él se encogió de hombros. No tenía
ánimo conversador. Pero observó que ella lo seguía mirando. Al fin se le acercó
de nuevo.
Ulises se divirtió un poco
afectando indiferencia. No venía mal, para amenizar la espera, jugar un poco.
— Yo te digo lo que querés saber,
pero no necesito tus insinuaciones —le dijo brusca—. El siete por Medina llega
a las tres menos cuarto. Una hora y cinco minutos después del cinco por
Lacarra. Indefinidamente más tarde que el siete a Samoré. Soy tu guía de
colectivos.
Eso despertó su interés. Hasta
entonces no se había tomado en serio a la chica, que lo fastidiaba un poco.
Ahora sus palabras encendieron una pequeña luz de alerta y la miraba con
atención.
Era pálida y no tenía el pelo muy
corto, sino recogido y negro. Las uñas pintadas de negro eran muy largas. La
campera oscura, deportiva, anunciaba su gusto por La Renga. Llevaba unas
babuchas amplias, también oscuras, y las botas, como detalle insólito, eran
blancas y con tacos. La mochila colgaba vacía. En conjunto, su atuendo era algo
estrambótico, un rejunte de cosas que podía significar que su ropa no le
importaba en absoluto o por el contrario, que la había vestido un gran
diseñador de modas.
Ulises no perdió el tiempo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó
sonriendo. Su sonrisa era amplia y brillante y de costado asomaban sus
colmillos, muy blancos, en un fuerte contraste con la piel atezada.
—Isolda —respondió la chica, con voz suave,
casi tenue—. Y yo también espero para ir a Medina.
—¿Y cómo sabes que yo viajo a
Medina? —mantenía la sonrisa. Alguien que no fuera la jovencísima Isolda,
hubiera pensado que era una sonrisa peligrosa.
Ella hizo un gesto de impaciencia.
—Porque lo sabemos todos
—respondió.
—¿Quiénes son todos?
—Todos los que viajamos a Medina.
¿Fumás? —de sus bolsillos extrajo un paquete de cigarrillos, arrugado. Le
ofreció uno.
—Fumo sólo cuando me aburren.
—¿Te aburro?
—Sí —dijo él y afectó un aire de
falsa indiferencia.
No engañó a Isolda, que le alargó
el paquete. Extrajo uno para ella también, luego de que él sacara el suyo. Sus
ágiles dedos bailaron un poco hasta que una blanca llamarada surgió de ellos,
entonces lo encendió. El raro fuego alcanzó a encender los dos cigarrillos,
para sorpresa del viejo marinero.
—Eres ilusionista. Y tu acento no
es argentino, aunque hablas como una porteña.
—afirmó sin estar muy seguro.
—No. Mis manos se están incendiando
eternamente desde que mentí mi amor. Es cierto, hablo como porteña aunque no lo
soy. Es costumbre. ¿Te sigo aburriendo?
—Sí —él dijo esto con brusquedad.
No sabía por qué la joven despertaba en él un sentimiento de enojo, mezclado con
una violenta sensación de agrado. Linda e inaccesible. Humano al fin, a Ulises
lo enojaban el yo y la circunstancia de una mujer que se le podía negar.
—Difícil de conformar —dijo
Isolda—. El señor Ulises. Parece que la única historia interesante es La
Odisea.
Los filtros del amor no le impresionan y los tristes amantes separados tampoco.
—¿Lo del filtro de amor es cierto?
—No. Si lo fuera estaría muerta
hace cientos de años. No estaría condenada. Tristán y yo fuimos sentenciados
porque nuestro amor era verdadero y a mí no me importó casarme con otro y ser
adúltera, traicionándonos a nosotros mismos y al rey mi esposo —dijo sin
ironía—. Por eso él está en Medina y yo estoy acá. Mi castigo es verlo a través
de la niebla y nuestra mayor tortura es escuchar los gemidos y las palabras de
nuestro amor pasado. Nos sentimos arder por dentro hasta quemarnos el corazón
de deseo sin satisfacción. Eso es el Infierno, Ulises. La promesa del Cielo.
¿Más entretenido ahora?
—Me sigues aburriendo —dijo,
aparentando una indiferencia que estaba lejos de sentir. Por el contrario,
estaba cada vez más interesado en la información que ella podía proporcionar.
También le había dado el primer aviso de que el colectivo fantasmal existía y
de que el viaje era real y estaba ahí, al alcance, próximo. Eso hizo latir
fuertemente su corazón, repentinamente exaltado. No le importaba de Isolda otra
cosa que lo útil que pudiera ser, pero le interesaban un poco en esos labios
rojos y esos ojos oscuros. Le dijo con un fingido desinterés.
—Te escucho por cortesía y porque
me convidaste un cigarrillo.
—¿Por qué sos tan grosero? —ella lo
miraba con reproche.
—Por recuerdos de errores pasados.
—No sé de qué errores se trata,
pero te aclaro que no te seduzco. El único hombre para mí es Tristán —suspiró
largamente y por primera vez desde que hablaba con ella, Ulises percibió su
vejez bajo la piel lozana—. Y ese es el Infierno. Toda la eternidad separada
del único hombre y condenada a vivir entre sus sombras.
—¿Sus sombras?
—Vos sos una sombra de Tristán
entre muchas sombras.
—¿Qué sientes cuándo te besa una
sombra?
—Nada.
—Nada absolutamente
—Nada —repitió absorta.
Ulises la tomó en brazos y la besó largamente.
Isolda era bella y no lo aburría en absoluto.
—¿Qué sentiste? —preguntó al
respirar al fin.
Isolda sonrió triste.
Ulises tomó nuevamente su cintura.
—¿Qué sentiste? —murmuró ronco.
Ella dijo lento, sin verlo:
—Frío.
Él ocultó una mueca de bronca. No
la había sentido nada fría.
—Hay muchas cosas que quiero saber de ti —dijo—. No me alcanzará la
noche para saber lo que quiero saber. Necesitaré mucho tiempo para conocerte
completa. Quiero saber por qué, por ejemplo, tienes frío cuando te besan.
Tendré que besarte muchas veces.
Ella rió, suave.
—Ya sabía que mentías con
facilidad. No tenés tiempo para conocerme. Y no creo que te interese tanto. Me
recordás a los caballeros de otros tiempos. Hablaban de amor cuando se sentían
ardorosos, pero no amaban más que a su espada. Sólo le buscaban una suave
envoltura. Las damas incautas se entregaban y al despertarse ellos ya no
estaban en el lecho ni sus caballos en el establo. Y aunque no fuera ese tu
caso, porque no todos los héroes emprenden sus hazañas por amor a sí mismos,
vos ni siquiera disponés de esta noche. Sé bastante sobre vos, Ulises, y sobre
tus viajes.
—Me admiras —dijo Ulises e hizo una
pausa para darle un beso, que aprovechó para pensar bien sus palabras. Así que
el beso fue largo y húmedo, acompañado por el juego elocuente de sus manos.
Isolda exhaló un suave quejido. Él entonces se alejó un poco, apenas lo
suficiente para hablar claramente.
—Me admiran, Isolda, tus palabras y
opiniones. Si los caballeros buscaban una suave envoltura para sus espadas ¿las
dulces damas no se las proporcionaban con placer? Yo creo que es algo bueno de
probar. Pero la calle no es el mejor lugar. Si el siete llega a las tres y
cuarto no cuesta nada esperar en un lugar más cálido.
—Este lugar está bien.
—Tú eres el lugar cálido.
Isolda sonrió. Los ojos se perdían
en las manos de Ulises.
—¿No te desalentás nunca?
—¿Con una mujer hermosa? Nunca.
—No crees en los imposibles.
—No. En mi vida nunca hubo un
imposible. Para mi desgracia, no existen los imposibles. Hubiera creído
imposible conocer a la bella Isolda, una mujer nacida cientos de años después
de mí por obra y arte de un poeta inspirado, y acabo de besarla en los labios.
Tus labios arden ¿sabías que estás ardiendo? Pude sentir tu vientre bajo la
ropa, sentir los furiosos espasmos pasados. Toda tu vida respira en tu piel y
sólo por haberte sentido una vez, me siento capaz de escribir versos. Y no soy
poeta.
—Sos una sombra, Ulises —dijo ella
con tristeza—. Una sombra entre millones de sombras del único hombre. Ya lo
sabés.
Por toda respuesta, Ulises la tomó
de la mano, abrazó su cintura y empezó a caminar. Isolda también caminó,
dejándolo hacer.
La habitación era sórdida y la piel
de Isolda era tersa y Ulises era fuerte y además se sentía desconsolado. Ella
estaba tibia y húmeda y él enérgico, casi violento, ansioso de su vientre,
blando como el agua. Ella le hablaba: “Quiero vivir, vivir para siempre”, dijo.
Él la hizo callar besándola hasta que sus labios sangraban.
Sólo soltó su boca para descender
al vientre blando y tibio y entonces entre largos suspiros, la voz de Isolda,
tenue como luz de luna reflejada, murmuró palabras angustiosas.
—La oscuridad. La oscuridad —la oyó
Ulises exclamar dolorosamente, entre quejidos exhalados, arrancados por sus
labios a la carne blanda. Así que la abrazó, desnuda y
frágil, abrió sus piernas flexibles y largas y halló su suave envoltura, su
ardiente abrazo profundo. La necesitaba, porque estaba tenso, porque era un
hombre duro, un héroe de carne en que se vislumbraba la piedra. Necesitaba su
suave, líquida ternura. La tenía abrazada y unida a él, acoplados, inseparables
como la flecha dorada del cazador en el corazón de un pájaro.
El reloj corría minutos
desesperados, y la esperanza del hombre era que el tiempo eterno se olvidará de
él y de ella y amanecer entre los brazos de una mujer y no abordar jamás el
infierno. La mujer susurraba en una lengua desconocida, y desmayaba y gemía.
Ardía ella y ardía él y acabó en el preciso instante en que ella gritó y
olvidó.
domingo, 24 de julio de 2016
REBECA; novela
La
mujer del impermeable blanco
Era rubia y se veía casi
dorada, en un impermeable casi blanco como su pelo, con una faja ajustada. Era
inapropiado, no llovía, pero eso marcaba su toque personal. No llovía y a ella
no le importaba . Tenía unos zapatos de taco altísimo y sólo ella podía moverse
con gracia por el salón con ellos. Sus muñecas ágiles se quebraban al tomar la
copa, una y otra vez, dos, tres copas, hasta que empezó a reír, borracha. Sus
partenaires se reían con ella, no de ella.
Y entonces lo vi. Tenía el pelo muy
corto, a lo marino. Su traje era de un corte impecable, azul. Tenía cincuenta
años o más, y se lo veía fuerte, alto, varonil. Ella reía y tambaleaba un poco
sobre los finos tacos. Y él la tomó del brazo con fuerza.
No fue un simple llamado de atención,
ni un gesto protector. La tomó como se manipula a una muñeca.
La rompió como a una muñeca. La sacó
del salón, trastabillando. Antes de dejarse llevar por él, ella giró la cabeza,
miró, casi provocadora, hacia dónde yo
servía una mesa, y me sonrió.
Fueron dos segundos. Dos segundos que
entonces carecían de importancia. ¿Qué importa la sonrisa de una desconocida? ¿La
de una mujer a la que un hombre arrastra por el suelo del salón? No lo sé. Pero
ella reía, y reía y por unos segundos, yo, quise saber reír como ella. Levanté
la mirada de la mesa y firme, le sonreí.
Luego
conté los platos vacíos, los cargué en la bandeja y pregunté qué necesitaban
los señores, antes de alzar el brazo y cruzar con la bandeja en alto el mismo
salón que ella recorrió a la rastra.
Conocí un camarero que decía que en las copas
habitaban los truenos. Todos lo creíamos tonto, pero no lo era. Si ahora
pudiera verlo, debería ir a la feria del libro, hacer una hora de cola y
murmurar: “Soy Mariela ¿me recordás? La camarera del bar Sena, en Palermo”. Y
el murmuraría “claro”, o no y firmaría el libro o me lo arrojaría a la cabeza,
no lo sé. Éramos tontos y cuando decía esas cosas, lo tratábamos de tonto. Era
el más lento, el más torpe, el que siempre recibía los billetes pasados por el
lavarropas. Pero decía que en las copas habitaban los truenos y era, ah, el
mejor de todos nosotros. Había un trueno en la copa que serví a la mujer rubia,
un trueno que estalló en sus labios y entonces sus ojos me vieron por primera
vez.
Rebeca era rubia y sólo podía ser rubia. Rebeca se
llamaba Rebeca, y sólo podía llamarse así. Como la película. Una mujer
inolvidable, decía el subtítulo. Y la gasa transparente de su camisón,
acariciada por mil manos, sólo puede llevar su perfume, el de Rebeca, aunque la
toque yo, y tal vez vos y cuantas y cuantos… ¿cuántas mujeres recuerdan el seno
rosado de Rebeca? ¿cuántos hombres añoran los labios tibios de Rebeca? ¿Cuántos
números de teléfono tuvo Rebeca? ¿Cuántos cientos de agendas guardaron,
esperanzadas, el número prohibido? Pero ningún tango se llama Rebeca, creo yo.
Creo que debería haber uno. Y deberían prohibir los impermeables blancos a toda
mujer que no sepa llevarlos como Rebeca. Tal vez, prohibir el pelo rubio.
Tal vez haya amado demasiado a esa
mujer. Tal vez el trueno quebró la copa y la destruyó para siempre.
(Fragmento inicial de mi novela inédita REBECA)
jueves, 23 de junio de 2016
Duérmete, Príncipe Iván
...Que mañana será otro día.....
Y a pesar de sus calamidades y desgracias, el Príncipe de los cuentos se dormía, después de unos suspiros, confiado en las palabras de la Princesita Rana.
No voy a mentirles: me dolió cuando mi hija me dijo que en la época de la que ahora vamos a hablar, ella se dormía diciéndose: Duérmete, príncipe Iván, que mañana será otro día....
Un cuento infantil puede calmar a un niño, pero también amainar una tormenta....hasta el día siguiente.
Año 2001, gobierno o desgobierno de Fernando de La Rúa. No tengo trabajo, o en realidad tengo mucho trabajo. El 9 de diciembre de ese año murió mi padre. Por lo demás, tenía un trabajo: mi trabajo era contar cuentos y eso es muy serio.
Iba a la escuela dónde estudiaban mis hijos, a contar cuentos en el aula de 6 to grado....ese grado tenía la suerte de ser conducido por la seño Adriana, una maestra de avanzada, así que me dejó leer un cuento de 1911, de Jacques Futrelle...."La celda número trece"
Algunos chicos no habían ni desayunado y yo lo sabía. No se calma el hambre con palabras y también lo sabía.
Pero darnos por vencidos es peor que todo eso.
Y lo sabía. Abro el libro, busco el cuento, cuento rarísimo de un autor fallecido en el Titanic, y leo:
"El Doctor Van Dusen- miro a mi audiencia- era conocido como la Máquina Pensante....Era Doctor en Filosofía, Frenología, Medicina, cirujano dental, miembro de la sociedad de ajedrez, en el que era campeón mundial....-miro otra vez a mi audiencia. Ya abrieron mucho los ojos.....
La Máquina Pensante- sigo un tiempo después, apuesta poder escapar de la cárcel más segura del país sólo con polvo dental, los zapatos lustrados y una moneda-
Miró a los niños....En absoluto silencio, apoyan las cabezas en los pupitres y prosigo, sobre todo porque la maestra corrió a atender a una niña desmayada por hambre en el aula de al lado....
¿Lo logra o no?-pregunto y empieza una animada discusión.
De tarea, la maestra los conmina a imaginar como el protagonista escapa, y claro, cada cuaderno tenía una solución imaginativa, pormenorizada, perfecta...Con o sin cena, la tarea la hicieron todos.
Esos tiempos son pasado, pero no para todos...
Por eso, Duérmete, Príncipe Iván, si lo necesitas, acá está la Princesita Rana....
Y a pesar de sus calamidades y desgracias, el Príncipe de los cuentos se dormía, después de unos suspiros, confiado en las palabras de la Princesita Rana.
No voy a mentirles: me dolió cuando mi hija me dijo que en la época de la que ahora vamos a hablar, ella se dormía diciéndose: Duérmete, príncipe Iván, que mañana será otro día....
Un cuento infantil puede calmar a un niño, pero también amainar una tormenta....hasta el día siguiente.
Año 2001, gobierno o desgobierno de Fernando de La Rúa. No tengo trabajo, o en realidad tengo mucho trabajo. El 9 de diciembre de ese año murió mi padre. Por lo demás, tenía un trabajo: mi trabajo era contar cuentos y eso es muy serio.
Iba a la escuela dónde estudiaban mis hijos, a contar cuentos en el aula de 6 to grado....ese grado tenía la suerte de ser conducido por la seño Adriana, una maestra de avanzada, así que me dejó leer un cuento de 1911, de Jacques Futrelle...."La celda número trece"
Algunos chicos no habían ni desayunado y yo lo sabía. No se calma el hambre con palabras y también lo sabía.
Pero darnos por vencidos es peor que todo eso.
Y lo sabía. Abro el libro, busco el cuento, cuento rarísimo de un autor fallecido en el Titanic, y leo:
"El Doctor Van Dusen- miro a mi audiencia- era conocido como la Máquina Pensante....Era Doctor en Filosofía, Frenología, Medicina, cirujano dental, miembro de la sociedad de ajedrez, en el que era campeón mundial....-miro otra vez a mi audiencia. Ya abrieron mucho los ojos.....
La Máquina Pensante- sigo un tiempo después, apuesta poder escapar de la cárcel más segura del país sólo con polvo dental, los zapatos lustrados y una moneda-
Miró a los niños....En absoluto silencio, apoyan las cabezas en los pupitres y prosigo, sobre todo porque la maestra corrió a atender a una niña desmayada por hambre en el aula de al lado....
¿Lo logra o no?-pregunto y empieza una animada discusión.
De tarea, la maestra los conmina a imaginar como el protagonista escapa, y claro, cada cuaderno tenía una solución imaginativa, pormenorizada, perfecta...Con o sin cena, la tarea la hicieron todos.
Esos tiempos son pasado, pero no para todos...
Por eso, Duérmete, Príncipe Iván, si lo necesitas, acá está la Princesita Rana....
miércoles, 8 de junio de 2016
PRENDE UNA VELA EN EL LABORATORIO
PRENDE UNA VELA EN EL LABORATORIO
Paula Ruggeri
La figura en harapos
y de rostro oculto por vendajes sanguinolentos, de piel sucia color musgo,
hacía contraste con el juego de té de plata servido pacíficamente en una mesa
de jardín. Todo era plácido: los naranjos, florecidos, los limoneros aromáticos
y la señora de pelo rubio vestida de lino ubicada cómodamente en una silla de
herraje antiguo, sobre un almohadón bordado. Había otra silla más, desocupada.
Y el monstruo la miraba de pie, con esfuerzo entre las vendas que tapaban sus
ojos.
—Me
devolvió la vista —dijo con garganta gutural.
—Siéntate,
Urso —dijo ella gentilmente. Tomó un sorbo de té.
El
monstruo titubeaba al hablar. Parecía que cada palabra le dolía, mucho. Su voz
emergía de una tumba, como todo su ser.
—Tengo
la garganta llena de tierra —lloró Urso.
—Puedes
llorar ya —dijo ella, amable—. Te di los
ojos, no sabia que también las lágrimas, aunque claro, las lágrimas son
tuyas...
—No
me gusta mi trabajo...
—Urso
—suspiro la dama—, tendrás que aprender a ser un caballero. No tolero otra
clase de hombres. ¿Por qué no te sientas?
—Quiero
ver bien. Quiero recordar mi nombre. Mi madre, mi padre. Qué vine a hacer al
mundo.
—Tú
tienes un corazón Urso —dijo ella sin abandonar del todo la simpatía—. Verás, no
necesito tu corazón. Yo te traje. Soy tu creadora, hoy, así que toma asiento,
toma un poco de aire con tu dios. ¿Ves que brisa fresca corre este atardecer? El
verano es terrible, pero esta tarde es, no sé, piu bella
—No
se qué dice, señora —gimió Urso—. No me gusta mi trabajo.
—Pues
tienes más trabajo. Siempre lo tendrás. Y, oye, mañana será tu nueva jornada de
trabajo. Y como paga te limpiaré la garganta y ya no tendrás tierra. Luego
podrás descansar en tu lecho, en el cementerio, si quieres. Y a cada trabajo
que realices, te limpiare un poco más, los oídos, las articulaciones....
—Mis
piernas —gimió Urso.
—Tus
piernas estarán bien, pero, oye, Urso: tu corazón no debe ser un problema
¿oyes? No esperaba semejante inconveniente. Llora si te place, pero haz lo que
te indico. O te quitaré el corazón. Sabes que puedo hacerlo y entonces ¿qué
quedara de ti? Ojos, orejas, perfectas piernas, maravillosas. Y ni lágrimas, ni
risas, ni preguntas. Solo un asesino, lo que yo necesito.
—No
soy un asesino —murmuró Urso, pero ella no lo oyó.
—Un
asesino, todo lo que me hace falta, tu corazón, bueno, es un entretenimiento...
Te hace interesante.... Cuando vuelvas a ser un hombre, bienvenido será el
corazón. Claro de luna, copa de vino, noche, y cantar....
—Corazón
—dijo Urso y se echó a llorar.
La
mujer hizo un gesto de fastidio. Tenia sesenta años, era corpulenta, elegante y
tenía un leve acento italiano.
—Llora
otra vez —murmuró con fastidio—. Dolce far niente, Urso —dijo en voz alta—. Vete
a tu lecho. Ya mismo
—Todas las noches
muero lentamente y todas las mañanas resucito dolorosamente... —repitió el
zombi.
—Bien.
Y mi dueña es…
—Mi
dueña es la signora Giovanna
—Exacto.
De ahora en más, cada mañana cuanto te levantes respiras esa oración. Es el
inicio de tu trabajo. Tú haces lo que yo, la signora, te indica y luego la
signora sana tu cuerpo muerto y le da vida. Lo más importante son tus manos:
¿las sientes fuertes?
—Muy
fuertes —dijo Urso.
—Bien.
Esta vez no es mucha la fuerza que requiero. Una anciana dormida.
Lloraba. Sus manos
buscaron a ciegas el cuello de la anciana. Giovanna las guió suavemente. Ella
tocaba al zombi pero se cuidó bien de tocar a su abuela dormida ni nada del
cuarto.
—La
comtessa. 98 años. Millonaria. Le haces un favor, Urso. vamos, aprieta.
—No
puedo, signora —lloró Urso.
—Vamos,
ya está muerta. No habla, le dan de comer por sonda, vamos Urso. tenemos solo
veinte minutos. La enfermera volverá. Urso, no te limpiaré tu garganta.
El
zombi llorando apretó el cuello débil de la anciana, los dedos flacos de ella
parecieron cobrar vida, clavaron las uñas en la sábana y en la carne insensible
de Urso. Luego lanzó un aullido ahogado por las manos que atenazaban su
garganta y quedó repentinamente quieta y a la vez floja, como una muñeca sin
vida.
Urso
lloraba. Su corazón angustiado veló a la anciana. Se echó contra la pared y
sollozó convulsivamente.
—Urso,
estás ensuciando la pared —dijo Giovanna—. Y también hay que limpiar las uñas
de la comtessa. Tiene restos de tu carne. Vete ya, baja con cuidado, yo lo hago
—Mi
garganta —lloró Urso.
—Mañana.
Ve a dormir.
—Mi
paga —lloró Urso.
—Deja
de llorar, quieres.... tengo que limpiar lo que hiciste mal. Mañana te pagaré.
—Mi
garganta —amenazó Urso.
Giovanna
lo miro calma. —Repite tu oración. Muero lentamente cada noche.
—Muero
lentamente cada noche —dijo el zombi
—Y
resucito dolorosamente cada mañana
—Y
resucito dolorosamente cada mañana.
—Mañana
tu creadora te devolverá la garganta limpia. Da gracias.
—Gracias.
—Y
ve a dormir
—Dormir....
—Urso se fue con pasos torpes.
—Va
a ensuciar toda la casa —dijo Giovanna, heredera de la comtessa muerta.
Pero no la única heredera.
—Urso, invité a una
persona a tomar el té.
—Yo
no puedo tomar té. Mi garganta está sucia —lloró Urso.
—Esta
tarde la limpiaré, como doble paga. Tienes que matarla. Ella charlará, reirá,
es muy vulgar, sabes, estaremos en el jardín. Cuando se pinte la noche, en el
cielo sin luna, pues hoy no habrá luna ya sabes... tú vienes sin que te vea y
sabes qué hacer. El cuello. Pero no es todo.
—Pero
no es todo.
—No.
Di conmigo. Muero dolorosamente cada noche...
—Muero
dolorosamente cada noche...
Había tazas de té a
medio vaciar, una jarra de plata con olor a menta, un ramo de flores luciéndose en la mesa de plata labrada, una señora rubia, vestida de lino, elegante, y de pie
un monstruo que se miraba las manos, asombrado.
Un cadáver en la
tierra del jardín.
En
una silla colgaba una cartera con monogramas que indicaban que su poseedora
muerta, al menos en carteras, no reparaba en gastos. El cadáver en el piso era
una mujer de cuarenta años o menos, vestida de seda estampada de leopardo, pelo
rubio corto y tacos dorados. Toda esa costosa ropa vestía un cadáver. Las
lágrimas de Urso pronto empezaron a correr.
—Urso
—dijo suave Giovanna—, creo que es tarde para presentarte a mi hermana.
—Su
hermana. Maté a su hermana. Maté otra vez. Limpie mi garganta —lloró Urso
—Ahora
no. Antes deberás cargarla y llevarla a un lugar seguro.
—Mi
paga —rugió Urso.
—Muero
dolorosamente cada noche —murmuró Giovanna, mirando hacia otro lado, como si
Urso no existiera.
—Muero
dolorosamente cada noche y resucito dolorosamente cada mañana. Mi creadora —dijo
Urso.
—Ahora
yo traeré el auto y tú la cargaras en el asiento trasero. Cuado caiga la noche,
Urso, iremos al cementerio. Pedro nos abrirá y por unas noches, sólo por un
tiempo, le prestarás a mi hermana tu cama. Te puedo asegurar que ella no se
ofendería, no, no. Eres guapo.
—Mi
paga —dijo Urso.
—No
me fastidies y haz lo que te digo.
—El sombrero te queda
bien y la venda mejor —dijo la signora con simpatía—. ¿Cómo está mi hermana?
Urso
miro el asiento trasero del vehículo, un Mercedes Benz de los años noventa,
espacioso, de color celeste.
—Su
hermana está quieta —dijo la voz gutural.
—Así
me gusta.
—Sólo
se le mueve el pelo un poco.
—Qué
raro. Es el viento, pero mejor no cerrar las ventanas, ¿no?
El cementerio de noche. Ciudad dormida, su puerta tenía doble candado.
Por la rejas se avistaba el inmenso jardín de flores y cruces torcidas, las
flores, ese torpe cariño sin esperanza, las cruces, ese ruego de madera sin
demasiada fe. Había una puerta casi escondida entre la reja. Una puerta
pequeña, la de Pedro, el cuidador. Giovanna dio dos palmadas y se bajó del
auto.
—Te
quedas con ella hasta que te llame
Se
cubrió los hombros con un chal tejido de hilo de seda. Llevaba un pequeña
cartera, de esas que llaman sobres, bajo el brazo. Su vestido bailaba un poco
en el vuelo aéreo de las faldas en la noche. Zapatos de taco, color rosa.
Parecía que estaba en la puerta de un restaurante, no de un cementerio. Una
señora delicada, no alguien que conducía un auto con un zombi y un cadáver.
Sonreía un poco. Sabía lo que quería y sabía quién era, y le causaba un poco de
gracia. La hija de una gran familia adinerada que no tenia nada era una navaja.
Con sus discriminaciones, su dejadez, su abandono, su incomprensión y, por
último, su reparto injusto del dinero, tan sólo porque ella no era lo que
querían que fuera, habían fabricado su alma, le habían dado forma, la habían
convertido en una sutil navaja florentina, un diseño de Cellini. La fortuna
pasaría a sus manos, porque la navaja se clavaría en cada corazón que hubiera
en el medio. Y, además, tenía un esclavo, el esclavo que la biología y la
brujería juntas le habían dado, como un pacto con los dos poderes de Dios, sus
dos caras.
—Enciende
una vela en un laboratorio —le murmuró una vez, como broma, un compañero de
clase.
Una
vela, incienso, un libro de hechicería, un cadáver en una camilla, una aguja
perforando el muerto corazón... y ella, la bióloga, la mujer que nunca amó a un
hombre, la descastada de la familia Cencigni, ella era un navaja, y también un
dios. Y ahora todo sería suyo.
Y
acá está en el cementerio, con su falda aérea y su chal, sonriendo para si.
Dios y la navaja mataron a una hermana ahora y la lista sigue. Mientras, hay
que dominar a Urso. La preocupa un poco.
Pero
ahora da otras dos palmadas para que Pedro la oiga. Pedro no se domina, sólo se
paga.
Un
hombre viejo salió de una casilla escondida.
—Don
Pedro —dijo Giovanna.
—Signora.
Sin
decir más palabras, la signora mostró un fajo de billetes.
—Una
mitad por abrirnos la puerta, otra mitad por cerrarla cuando salgamos. El doble
por no decir jamás nada.
—Señora.
Tanto tiempo con los muertos me hizo muy silencioso. Y el dinero es bueno. Si
hubiera más gente como usted....
—Yo
te daré más, tendré ocasión, Pedro. Entraré con el zombi y una nueva vecina.
—No hay problema —dijo Pedro y extendió la mano. Recibió un fajo de
billetes y empuñó las llaves. La pesada puerta de hierro se abrió chirriando.
La signora se estremeció
—¿No
puede hacer menos ruido? —susurró.
—No
señora, como los muertos no se despiertan, nadie aceita la puerta.
—Pues
pago por que la aceite.
—Ah.
Me privaría entonces de uno de los pocos sonidos que me acompañan aquí. No lo sé. Veremos cuánto es la paga —en
el viejo se notaba un dejo burlón. Pero Giovanna no le prestaba atención.
Se
volvió a Urso:
—Urso,
abre la puerta del coche y carga a la signorina que asesinaste.
No
hubo respuesta.
—¿Urso?—
repitió con voz nerviosa la signora.
—Usted
la asesinó. Yo tengo la garganta sucia —dijo Urso desde el auto con voz gutural
pero firme.
—Ah,
Urso. No, fuiste tú. Tú con tus grandes manos viriles. Créeme, a ella le gustó.
Le gustaban los hombres, cuanto más fuertes, mejor. Yo soy un poco más
delicada. Por eso debes ayudarme y llevar a mi hermana a tu lecho en la tumba.
Así que....
—Yo
no mato —dijo Urso—, yo no cargo. Yo quiero mi paga.
La
doctora en biología, segura de si habitualmente, un tanto inquieta miró a
Pedro, pero éste se dio media vuelta y se encerró en su casilla. Se oyó la
doble vuelta de llave.
No
se podía contar con él. Lo había dejado claro.
—Muero
dolorosamente cada noche —empezó a decir Giovanna, aunque su voz no era muy
segura— y resucito dolorosamente cada mañana. Mi creadora es la signora
Giovanna y a ella me debo.
—Muero
lentamente cada noche —dijo Urso. Bajó del auto. Abrió la puerta trasera y
Giovana respiró aliviada.
—¿La
cargo? —pregunto el zombi.
—Cárgala.
—Debe
limpiar mi garganta —dijo Urso con el cadáver en brazos.
—Oh,
si —dijo Giovanna. Había recuperado la seguridad—, pero mira, estás cargando en
tus brazos a una exquisita mujer. Disfrútalo. Y la acostarás en tu cama. Claro, tienes unas horas antes del
amanecer... Antes del DIA hay que cerrar la tumba y tu vendrás conmigo, aunque
yo no soy tan joven... ni mucho menos sexy. Sólo tu creadora, una signora.
Caminando
por los pasillos entre las tumbas, seguro, Urso llevó el cadáver seguido de la
señora a una tumba que se notaba había sido tocada recientemente.
—Pedro
trabaja tan mal —suspiró la signora—. Tu cruz está torcida, Urso. No importa,
ahora habrá que sacarla. Deja a mi hermana en el suelo.
Con
delicadeza, casi con ternura, Urso depósito el cadáver en el piso.
—Ahora
mira. Ahí está tu nombre. Roger Ousseley. ¿Francés o inglés? Curioso.
—Soy
Urso —dijo él, confundido—. Quiero recordar a mis padres.
—Todo
se andará, ahora abre la tumba para dejar a mi hermana ahí. ¿Te gusta ella?
—Bella
—dijo Urso llorando.
—Bella.
Tuya. Duerme con ella. Yo no mirare. Ámala si quieres.
—Bella
—dijo Urso llorando y acarició a la mujer muerta.
—Urso —dijo
delicadamente la doctora unas horas más tarde. La noche había transcurrido a
oscuras y mientras ella se envolvía en su chal y suspiraba, paciente, pero atenta,
Urso había yacido con el cadáver. —Se acerca el día —dijo—. Deja a mi hermana y
tapa la tumba.
—Asesina
—dijo Urso.
—¿Urso?
¿Qué dijiste?
—Asesina
—repitió Urso, incorporándose—. Ella, bella y muerta. Tú, asesina.
La
signora se envolvió más en el chal y recitó inquieta...
—Muero
lentamente cada noche...
—No.
Esta noche no. Me llamo Roger Ouselley. Nunca maté una mujer en mi vida. Jamás
violé a ninguna. Limpia mi garganta.
—Muero
lentamente cada noche y resucito dolorosamente cada mañana —dijo Giovanna—.
Urso, entierra a mi hermana ya mismo. No hagas bromas.
—Signora.
Mi creadora. —Pacientemente, el zombi con sus manos comenzó a cubrir el cadáver. El pozo era profundo.
Lloraba.
—Maldito
sea tu corazón —dijo Giovanna—. Urso, casi llega el DIA. Déjala y vámonos.
Pedro nos abrirá.
—Signora
—dijo Urso—. Es mi primer noche sin morir lentamente, y no he resucitado
dolorosamente esta mañana.
—Qué
cosas dices, Urso —dijo Giovanna,
nerviosa. —Muévete. Pon la cruz en la tumba.
—Limpia
mi garganta —rugió el zombi—. Me llamo Roger Ousseley y soy francés, pero crecí
en España. Tengo esposa e hijos. Nunca maté a nadie. Nunca violé a una mujer.
—Pues
lo hiciste. Mataste a mi abuela y a mi hermana y esta noche violaste a una
mujer muerta. Tres horas. Nunca había visto eso. Apasionante. Eres un hombre
espléndido, Roger. Ahora pon la cruz, despide a tu amada y vámonos.
—Tú
morirás sino limpias mi garganta.
—Urso...
—Lentamente, Giovana extrajo de su sobre una fina aguja—. Te daré algo:
limpiaré tu garganta.
—Si.
Ahora. Mi paga.
—Ven,
Urso, abre tu boca
El
zombi se acercó. Sus manos estaban tensas. Giovanna vio eso y se preparó. —Abre
tu boca.
Y
clavó la aguja en el corazón.
El zombi trastabilló.
—Bruja
maldita —dijo su voz ronca.
—Asesino
—dijo ella sonriendo—. Violador. Asesino cuando yo quiero y violador cuando yo quiero, el tiempo que
quiera. Mi esclavo.
“Prende
una vela en un laboratorio, siempre”, había dicho ese estudiante riendo.
Prende una vela...
Si
prendes la vela... Con la aguja en la mano, tal vez la vela te proteja.
—Bruja
—rugió el zombi—. Bruja... Nunca maté a nadie pero te mataré a ti.
Giovanna
lanzó un grito ahogado. Corrió. La aguja cayó sobre la tierra y el chal voló en
el viento del cementerio...
Caminó por las
calles. Dónde dormir. Quién es mi madre, quién es mi padre. Limpia mi garganta.
—Muero
lentamente cada noche —dijo llorando a un hombre apurado.
—No
hay dinero, viejo —le respondió sin detenerse.
—...Resucito
dolorosamente cada mañana.... — se paró en la plaza del pueblo tapándose los ojos vendados con una mano
manchada de sangre. La poca gente de esa mañana en la calle somnolienta lo
señalaba asustada.
—Mi
creadora —alcanzó a decir antes de caer sobre la piedra gris de la ciudad
recién despierta. En su cuello tenia las uñas de ella y en sus labios el rezo
del esclavo.
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