Hace unos
años, la accidentada travesía de la antorcha olímpica, que viajó por el mundo
con rumbo a Beijing, mantuvo entretenidos a televidentes sin nada mejor que
hacer, pero sobre todo permitió a esa maravillosa degeneración del periodismo,
los monologuistas -que–hablan-sin -respirar, producidos por los canales de 24
horas, usar sus metáforas y circunloquios más floridos. Mientras vimos la
noticia comprobadísima de que en París los manifestantes a favor de los tibetanos estuvieron tan cerca
de apagar la llama que para que no lo hicieran sus guardianes la apagaron, en
un absurdo notorio y delicioso, a su paso por San Francisco nos informaron la
muy creíble, aunque no comprobada, versión de que la llama que vimos y que se
intentaba apagar no era la verdadera, sino que la auténtica llama olímpica
viajaba, segura, en un barco que rodeaba las costas del mundo, silencioso,
portador del símbolo.
Bien. Todo esto me intrigó mucho.
Hace tiempo estudié el chino y tengo un amigo en el Servicio Secreto que el
otro día, cuando lo llamé para preguntarle por sus juanetes recién operados, me
contó la verdad de la cosa. Claro, esa infidencia en un miembro conspicuo del
servicio secreto chino sólo podía ser producto de un error del anestesista. Yo
creí, sinceramente, que mi amigo sólo tenía un autoservicio y no sospechaba que
sabía tantos secretos de Estado. Pero ahora que lo sé, lo haré público. Les
contare la historia de Chang y Ching, jefe y subjefe, respectivamente, del
Servicio Secreto para Los juegos olímpicos.
Una mañana cualquiera de el albor del
año 2000, en una oscura oficina del Servicio Secreto de la República Popular
China, dos hombres de evidente mal humor, uno de ellos de uniforme militar , el
otro de traje pero con un porte más bien marcial, mantenían un fuerte discusión.
La discusión fue muy larga y por momentos demasiado discursiva, con esa
retórica tan cara a los orientales, para los cuales el tiempo no tiene en
absoluto el valor que tiene en Occidente. Un oriental puede estar dos horas
eligiendo el menú, y nadie protestará, le traerán la comida tres horas después
sin que haga más que enarcar la ceja. La gente en oriente hace cola en el banco
una hora más de lo necesario porque el cajero se llevó un libro al baño...y no
se pasa a otra caja. Una mujer china tarda tres horas en sacarse la ropa y eso
no importa, porque su esposo se demorará cinco horas en dar el asunto por
terminado, cosa que está genial. Eso sí, el embarazo dura nueve meses exactos.
Es que al fin, somos todos humanos.
Bueno, decíamos que discutían en
estos términos.
-No podemos matar a Chang-decía uno
de ellos, mascando furioso un cigarro-No podemos apresarlo. No podemos...
-¡Basta!-gritó su interlocutor. Este
era un chino alto, de mirada nerviosa y voz enérgica. Vestía un uniforme
militar en el que colgaban varias medallas, dándole un poco de peso a su
delgado cuerpo-No quiero volver a escucharte, Tseng Lung Pen. Este profesor
esta destruyendo nuestro prestigio. Tenemos que matarlo.
-¿Prestigio?-Ironizó Liao Chun Kao-
Oye, tenemos el prestigio de comer más soja que nadie y más arroz que nadie.
Sólo podemos aspirar a que en un futuro cercano el dos por ciento de nuestra
población coma asadito los fines de semana y acabaremos con las
vacas.¿Prestigio?-prosiguió, cruel-¿Sabes cuál es nuestro prestigio? Hay un
intelectual italiano que dijo en un diario de Europa que si todos los chinos
nos limpiáramos nuestros amarillos culos con papel higiénico acabaríamos con el
Amazonas en dos meses. Ahí tienes nuestro prestigio.¡ China! ¡Una conejera!
-Oye, Chun
Kao. No lo
permitiré. Malditos intelectuales. Hay que matarlos, oyes, a todos.¿Dijo culos
amarillos? ¿Como se llama?
_-Olvídalo. Tu culo es amarillo y lo
sabes muy bien. No puedes matar a cada persona que dice la verdad. Este enseña
en Bologna, no en Beijing. Y olvida tu chauvinismo tradicional y moderniza tu
orgullo.. Somos el peligro amarillo. Amenazamos con dejar a Europa sin papel
higiénico. Disfrutalo ¿quieres?
-No lo permitiré, te digo. Inventamos
la pólvora. La porcelana. Y este Chang
nos desprestigia en el mundo con sus proclamas infames. Y no podemos apresarlo,
ni torturarlo ni condenarlo a muerte porque pronto, dicen, será candidato al
Nobel. Y lo sabe y sigue diciendo lo que quiere en ese aula inmunda.
Chun Kao se tomó la barbilla. A pesar
de sus chanzas, sabía que no podían estarse de brazos cruzados. Se le ocurrió
una idea.
-Oye, Lun Peng-dijo-Si sólo lo
raptáramos
-Imposible-exclamó Lung Pen. Su
nerviosismo rozaba la desesperación. Esa China era todo para él. Había sido
educado en una escuela militar a latigazos y creía sinceramente que eran un
buen modo de vida. La boca de Chang, el profesor de Estética de la Universidad
de Beijing, estaría limpia si la hubieran lavado con jabón en la infancia, pero
ahora solo había un forma de cerrarla: cosiéndola. En eso creía, él, un militar
chino profundamente idealista, con toda su alma- Imposible- repitió y se
retorció las manos.
-Más paciencia china, sólo eso te
pido. Escucha-forzó su voz , habitualmente chillona, a alcanzar un tono grave y
dijo con calma-Lo raptamos. Lo llevamos a una celda. Lo ponemos a trabajar para
nosotros. A escribir columnas hablando de los positivos cambios de nuestro
régimen. Que se publiquen en Le Monde Diplomatique. ¿entiendes? Nos
conviene y él se desprestigia a la vez. Y mientras ponemos su cerebro estético
a trabajar para nosotros. ¿Ya te olvidaste de los Juegos Olímpicos?
-Chun Kao. Creo que tienes cabeza.
China será sede de los Juegos Olímpicos en el 2008. Esta decidido. Y el cerebro
de Chang nos puede servir.
Así, es-sonrió Chun Kao-Por fin
comprendes.
Bien- Lung Pen se restregó las manos-
Lo arrestaremos. Acabamos con su disidencia y lo ponemos a trabajar para
nosotros.
-Será el Jefe del Servicio Secreto para los Juegos Olímpicos.
Lo encargaremos de todos los detalles del ceremonial y la seguridad de la llama
en su viaje por el mundo. No podrá traicionarnos. La noticia de que trabaja y
cobra sueldo del gobierno lo destruirá. ¿Dicen que es inteligente, no? ¿Con un
coeficiente intelectual igual al de Galileo? Bien. Hagámoslo trabajar a favor
nuestro. Y luego..-sonrió ligeramente-lo que tú quieras
-Encárgate- ordenó Lung Pen con voz
marcial.
Tomó su gorra de visera militar, hizo
la venia y se fue.
Chun Kao quedó solo. Tomó una de las
fotos del escritorio. Chang-murmuró.
Doctor en Filosofía , profesor de Estética, catedrático ejemplar. La rompió en
pedazos, la pisoteó. Miró los pedazos en el suelo, satisfecho. Escupió con
desprecio.
_Ahí tienes-murmuró.
Maldito el día que permitió que su
mujer estudiara en la Universidad. Pero ahora Chang estaba acabado, acabado. Se
fue.
En su sala de la Universidad de
Beijing, el profesor Chang, satisfecho, desgranaba aquellas incómodas
diferencias que en su momento tuvieron Hegel y Shopenhauer. Había cincuenta
alumnos en la clase, en respetuoso silencio. Chang caminaba de una esquina a
otra del aula, deteniéndose a veces a realizar una anotación en la pizarra
verde, movimiento que causaba que las lapiceras de sus alumnos se aceleraran al
unísono
Disfrutaba. Era notorio que la
admiración de los jóvenes era oxígeno para su espectacular ego. Por otra parte,
en la primer fila, tercer asiento a la derecha, una jovencísima alumna cuya
camisa estaba por explotar le sonreía con adoración. La mirada de Chang se
dirigía cada vez con más frecuencia al tercer asiento a derecha. Había contado
la desavenencia de Shopenhauer y Hegel unas quinientas cincuenta veces. La
sonrisa de la alumna se expandía más y más...Chang se distraía. Dos
párrafos más y ya tenía que tirar la
bomba. Siempre había un suspiro extático cuando concluía diciendo que en
realidad los dos grandes cerebros competían por la misma cátedra. Cada vez que
lo decía, ponía un dejo de tristeza realista su
voz, sus ojos rasgados se dirigían al piso con gravedad. La miseria
humana. Eran jóvenes: no tenían la más puta idea de lo que era la miseria humana,
así que era fácil ganarse sus mentes y corazones hablándoles de ella y
escandalizando sus ingenuos corazones con la realidad realista, que él, Chang, conocía muy bien, no
como ellos.
Hegel. Shopenahuer. El tercer botón de la
camisa de la alumna sonriente era sostenido por un tembloroso hilo blanco a
punto de romperse.
_:Por supuesto-dijo Chag mirando su
derecha- las consideraciones matemáticas de Hegel no merecen ser tenidas en
cuenta...-En ese momento el tercer botón saltó, la tiza cayó de las manos de
Chang.
Todo era perfecto en el mundo de
Chang ese día, tan perfecto que no podía sospechar que se avecinaba un hecho
trágico que cambiaría toda su existencia. La tragedia estaba a unos pasos el
aula, pero él lo ignoraba. Por la ventana entraba un aire de primavera. Esa
mañana le habían pasado el importante dato de que era casi con seguridad número
cantado para el Nobel. Las veinteañeras lo amaban. Su sonrisa plácida era la de
un argentino oliendo el asado preparado por otro desde una reposera.
Un chirrido lo distrajo de su
felicidad. Sonrió a su nueva enamorada de senos turgentes y a la vista, como
disculpándose por dejar de mirarla.
Una mujer occidental, rubia, con un
vestido ajustado de color gris y grabador en la mano, solicitó en amable inglés
una entrevista. Ahora la carne ya estaba
dorándose en la parrilla. Sólo tenía que extender el plato de madera. Para
Chang las entrevistas eran agua fresca para el sediento: le permitían
manifestar su disconformidad con el régimen y acrecentar su popularidad, así
que accedió.
Miró por última vez el escote de la
chica de sonrisa comprensiva sin pensar en que se despedía de él para siempre .
Dijo una excusa que sus alumnas aceptaron de inmediato. Un profesor célebre y
mediático tiene la admiración incondicional de sus alumnos. Y alumnas.
Ya estaba fuera del aula. La rubia
sonreía y caminaba veloz por el pasillo.
¿Adónde vamos?.-preguntó Chang, un
poco molesto. Pero la periodista caminaba tan rápido delante de él que podía
apreciar la panorámica. Mirar era parte de su metier, como profesor de Estética. La anatomía femenina era su
especialidad, además del origen de la tragedia en la música.
-Vamos al camión dónde está el
cameraman-dijo la rubia en pésimo chino.
-¿Es para la televisión?-preguntó
Chang esperanzado.¿De qué país?
-Alemania-respondió la chica- El
programa más visto de Alemania-aclaró.
-¿Un programa político?-preguntó
Chang , con la duda en la voz. Era cierto que lo entrevistaban seguido para la
tele, pero para programas de cultura que tenían dos puntos de rating.
_No-dijo ella- es un programa de
juegos.
-Bueno, dijo Chang- El precio de la
fama Una vez lo habían entrevistado de una revista femenina. Antes de su
entrevista había tres páginas con cremas antiarrugas. Después de eso, salió dos
semanas con Naomí Campbell, cosa que no le había disgustado en absoluto, ni
siquiera cuando ella decidió terminar la relación arrojándole un teléfono
inalámbrico por la cabeza. Le dieron siete puntos en la frente, sonriendo
feliz. Después de eso, su siguiente libro vendió dos millones de ejemplares, la segunda edición fue tan oportunamente quemada por las autoridades
chinas, que luego el libro fue traducido a diecisiete idiomas, y en fin, por
eso era candidato al Nobel. O sea, gracias a la revista femenina o a Naomí Campbell,
era el intelectual chino con más reconocimiento en el mundo. Así que un
programa de juegos o uno de cocina, todo venía bien. Era bueno para él, y eso
quería decir malo para el régimen. Y eso era todo lo que importaba.
Caminaron rodeando el perímetro de la
Universidad y se alejaron del ruido por una calle angosta y soleada.
-El camión está allá-dijo la rubia,
lacónica.
Ahora estaban en un callejón. Cercado
por muros altos y grises. Olía húmedo. Olía sucio.
-No veo ningún camión-dijo Chang,
alarmado. La había seguido pensando en Naomí y en su meteórica a carrera y no
habían notado cuánto habían caminado. Por supuesto, sus enemigos conocían todas
sus costumbres y manías y sabían muy bien lo distraído que era. Y su
costumbre de meditar mientras caminaba.
-Es cierto-concedió ella- No hay
camión.
Oyó el chirrido de un auto al frenar.
Saltó involuntariamente. La rubia corrió. De un auto negro bajaron cinco
hombres.
Se le echaron encima. Chang quiso
gritar, pero una cinta pegajosa le fue colocada en la boca. Sus brazos fueron
sujetos y sus piernas inmovilizadas. Vio un hombre portando una jeringa. Creyó
reconocerlo.¿no era el marido de esa chica?¿Cómo se llamaba? Tenía una
expresión feroz. Le levantaron la manga del saco y la camisa. El marido de la
chica cuyo nombre no recordaba le clavó la jeringa en la brazo.
Una cortina negra y pesada cayó sobre
sus ojos y su cuerpo cayó fláccido e inconsciente al piso.
Lo cargaron en el baúl del auto. No
fue nada difícil, él era no era pesado y estaba inconsciente. Fue como cargar
un muñeco de trapo.
Cuatro hombres subieron al auto, en el callejón quedó
el de la jeringa. El marido de esa chica. Sonreía. Arrojó la jeringa y escupió
con desprecio.
Ahora está todo pagado-murmuró Chun
Kao.
La
celda era gris, con paredes mohosas y una minúscula ventana enrejada en una
esquina. Los primeros tiempos Chang berreaba y se quejaba, como castigo, la
única ventana, ese toldito azul, era tapiada. Tres meses después del encierro,
Chang estaba silencioso y dócil como un buen chico. Había terminado la primer
fase de tortura china.
Ahora venía la segunda.
Una mañana lo mudaron a un moderna
celda-oficina, con escritorio, papel y lápiz. Era un avance. Pero había también
un enorme televisor de plasma encendido. Cuando lo dejaron allí, estaban
transmitiendo los festejos del 31 de diciembre del pasado año dos mil.
Aburrido. Pronto Chang descubrió con espanto que no sólo no podía cambiar de
canal: tampoco podía apagarlo ni bajar el volumen. Era una refinada muestra de
la moderna tortura. Mirar y oír era inevitable. El espectáculo de la más
espantosa perversión humana. Toda la maldita humanidad festejando estúpidamente
el fin del milenio un año antes.
Fiesta decadente. La gente creía,
evidentemente, que chocaban los planetas... En el Ártico, una pareja se casaba
en un templo de hielo. En Egipto,
centenares de idiotas disfrazadas de Cleopatra se casaban con otros centenares
de idiotas vestidos de faraones. Festejos en Sidney. Festejos en París. En el
culo del mundo, bailaba Julio Bocca. Todo parecía más o menos organizado, con
mejor o peor gusto. El cerebro estético de Chang se defendía de la tortura
analizando las imágenes con un procedimiento sociológico. Su mente lo refugiaba
y dos meses después, conviviendo día y noche con el televisor encendido, estaba
interesado en nuevos aspectos de las imágenes vistas cientos de veces. ¿Sería
posible realizar una ontología de las diferencias culturales a partir de este
video? No se daba cuenta, pero ese pensamiento que él creía salvador denotaba
los estragos que la refinada tortura causaba a su cerebro.
Sobre todo, lo fascinaban los festejos de Singapur. Si
hubiera podido, hubiera detenido la imagen eternamente en el espectáculo. Era
el más vulgar, escandalosamente estúpido y decadente de cuantos había visto...
En
Singapur, frente a miles de personas, un chino con el pelo fucsia, la mirada
extraviada, los brazos tatuados y una musculosa mugrienta cantaba “Living la
vida loca” causando el delirio y la euforia de una multitud . Ese chino era
Ching.
Sin saberlo, Ching, cantante pop, creyéndose toda su
vida a salvo de cualquier inquietud social y política, él, que nunca había leído
un libro o abierto un diario, ahora estaba en los planes inmediatos de un profesor de estética en prisión, cuya
mente extraviada confiaba su salvación política y la perdición del régimen
totalitario chino en él y su vida loca..
Porque ahora Chang tenía una idea. Y
en esa idea estaba Ching ¿artista pop?
¿ejemplo de decadencia oriental? ¿Adicto en abstinencia de diez minutos
arrojado al escenario?. ¿La prueba
viviente de que nunca debieron cruzarse Oriente y Occidente? A Chang se le
ocurrió que era el secretario ideal. Que podría convencer fácilmente a sus
captores de que Ching era imprescindible para ayudarlo a proteger la llama
olímpica. Pensó (cerebro del mal, inteligencia suprema arrastrada a la venganza
por un cautiverio injusto), pensó que Ching traería el fin de la cultura china.
Que su pelo fucsia causaría la ruina de Oriente.
¿Devariaba? Tal vez. Pero convenció a sus captores.
Así la inteligencia china procedió a la rápida busca y captura del inocente y
por supuesto apolítico Ching.
De modo que un lunes a las siete de la mañana, diez
hombres fuertemente armados irrumpieron en perfecto silencio en el departamento
de Ching en Singapur, y de su colchón con olor a cerveza lo trasladaron en
andas a un camión cerrado, que lo llevó
a un maloliente contenedor en el puerto, el cual subieron a un destartalado
barco, que dejó al contenedor en Beijing. Todo ese trayecto lo realizó Ching (pelo fucsia, calzoncillos del demonio de Tasmania,
tatuaje de Sailor Moon en el pecho) completamente dormido.
Despertó
en un cuarto blanco después de que le arrojaran diez baldes de agua fría. El
baño lo llevó a la realidad. Un chino de traje, flaqueado por dos guardias de
corps le recitó una letanía de una hora de la que el pobre Ching apenas
entendió que era consagrado por la República Popular China a la noble causa de
resguardar la llama olímpica y que toda traición a ese propósito sería
castigada con la muerte. Y así lo llevaron frente a Chang, su jefe, que ahora
lo contempla satisfecho. Un tatuaje de Sailor Moon era más de lo que esperaba.
China y su régimen estaban acabados. Eso creía Chang
La convivencia de dos seres tan disímiles fue ardua y
por momentos , violenta. En los planes de Chang, Ching era sólo una bomba de
tiempo cultural, capaz de llevar todo el régimen a una decadente vida loca, de
sumergir horas a los dictadores en la peluquería, de vestir a toda China en
ojotas flúo, terminando con ella.
Mientras que para Ching, que ignoraba todo esto, el
ocio intelectual en que Chang había descansado años en la celda, sin idear
ninguna estrategia para preservar la llama olíimpica, era exasperante.
Llevaba años
discutiendo, la llama estaba por partir en su viaje alrededor del mundo, y nada.
Chang no había hecho nada.
Gritaba. Cosas incomprensibles. Eso sí. Todo el
tiempo.
-Traerás el fin de este país inmundo- vociferaba
Chang-Tu, Christina Aguilera y Ricky Martin. Tú, con tus ojotas y tu pelo
fucsia. Acabarás con este totalitarismo, y es más. Acabarás con una cultura
milenaria. Tú- gritó salvajemente-Tú causarás la explosión final del curso
histórico que acabará con toda esta cultura para siempre y volveremos a la vida
en pequeñas comunidades como quería Bertrand Russell, sin capitalismo, sin
comunismo, sin Living la vida loca...
-Chang-el rostro de Ching expresaba el infinito
cansancio de quien tiene que convivir todos los días con un chiflado-Basta.
Tienes que trabajar. Si llegan a apagar la llama olímpica, zasss-hizo el gesto
de cercenar el cuello-Estamos acabados. Tú en traje y yo en ojotas. Muertos.¿Lo
entiendes? Tienes que hacer ¿comprendes el chino?
-Hacer-gruñó Chang- Siempre la praxis. ¿Y la
meditación? ¿La teoría? Debo leer. Vete. Tu pelo fucsia me distrae de este
libro de Benjamin
-¿Benjamin? ¿Faltan dos días para que la antorcha
olímpica empiece su travesía y tu leyendo a Benjamin? Yo era feliz ¿entiendes?
Tomaba, me drogaba, cada tanto hacía shows. Una tarde me desperté y había tres
chicas desnudas durmiendo en el piso de mi
cuarto.¿Te imaginás? Espectaculares. Con unas... Como nunca viste. Yo
sólo leía en la peluquería, cuando iba a ver a mi colorista. Y ahora, por culpa
tuya, sé quién es Walter Benjamin. Y te digo más: lo leí. Y te digo más: no me
sirvió para nada.¡Libros!¡Siempre libros!¡Nunca trabajo! ¡Ya me tienes harto,
Chang!
-Eres un vil producto posmoderno-dijo Chang con calma-
Leíste a Benjamin.¿Pero lo entendiste?
-Llevé el libro a la peluquería como me recomendaste y
mientras me hacían la iluminación leí un poco, pero el peluquero me hablaba.
Ahora olvida a Benjamin y dime ¿qué hacemos con los cientos de activistas que
preparan las mangueras y las bombitas de agua para el paso de la llama
olímpica? No te olvides: dos días y ...zaas-señaló su cuello.
_ Púdrete. Eres feo, no tienes tetas y tuve que
aguantarte años. La muerte será un consuelo para mí. Extraño la Universidad, mi
Wagner, mi pipa de espuma de mar, mis alumnas de veinte años. Deseo volver a
casa donde tengo libros en griego, en lugar de una sola edición berreta china
de un libro de Benjamin que leí cincuenta veces y que traduje yo mismo. El
arte en la era de la reproductividad técnica. Reproductividad técnica...
repro...re...
-¿Qué pasó?¿te volviste tarado?-dijo Ching.
-No-Reproducción técnica. Benjamin. ¡Lo tengo!-exclamó-¡Llama
al comando y diles que tengo instrucciones!
-¿No querrás llamarlos de nuevo para pedir pizza,
no?-dijo Ching temeroso-Tengo una salida al dia. Yo te la traigo.
_No, tonto. Deja, que los llamaré yo.¿Eres mi
secretario o qué? Toma nota.
“Deben hacerse dieciséis antorchas idénticas en todo,
indiferenciables por tanto, en esencia,
la misma. Quince harán la travesía, cada una con su correspondiente guardia
munida de fósforos. Sólo una de ellas, el molde primigenio, quedará en Beijing,
apagada, con una caja de fósforos al lado. Todas valen lo mismo, todas son arte
reproducido gracias a la técnica. Todas llevaran la llama olímpica, menos la
que permanecerá en todo momento en Beijing. Pueden lograr apagar una, dos, pero
no quince. ¿ves? La antorcha de Beijing será oportunamente encendida con la
llama transportada por las otras.
-¿Y si apagan las quince?-preguntó Ching.
-Y si apagan las quince se usarán los fósforos-explicó
práctico- ¿Has escrito todo?
-Sí- Ching se dejó hacer al piso con la libreta en la
mano-¿Somos libres, acaso?
-Así es. Somos libres-Yo daré clase y tú cantarás Living
la vida loca. Pero canta aquí, en Beijing..China necesita gente como tú.
-¡Por fin dices una palabra amable!
Chang sonrió. Luego se sentó, aún sonriendo abrió el
libro de Benjamin y se sumió en la lectura.
Y sí fue. Eran dieciséis las antorchas olímpicas.
Cuando una fue apagada en París para que no la apagaran, lo hicieron con la
tranquilidad de que gracias a la técnica había quince antorchas más.
-¿Y que fue de Chang y de su fiel secretario?- pregunté
a mi amigo.
-Tal vez Chun Kao haya muerto mientras estaban presos
y hayan logrado ser libres. Tal vez Chang haya viajado a Argentina y hay puesto
un supermercado. Y sobre esto ¿leiste a Benjamin?
Y me tuve que conformar con esa respuesta.
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