Creo que las novelas de aventuras marcaron mi destino…Soñar con Malasia…(playas aburridas, diría Steve), imaginarme en tormentosas cubiertas, advirtiendo a la fragilidad humana que no me rendiría fácil, porque él, el Corsario Negro, me miraba a mí, rubia por un rato, y llamándome temporalmente, Honorata de WanGuld…
Todo claro, hasta cerrar las páginas
del libro y abrir otro…Sí, mi afición a las aventuras entre dos tapas, produjo
otra, irredimible y para siempre: mi sentimiento de amistad, amor, lealtad, a
todos los aventureros y las aventureras.
Así conocí a Steve, y compartimos
inolvidables hazañas culinarias en un par de calentadores eléctricos, y tardes
mirando y debatiendo cine. Steve Seal, un ciclista joven, que había ahorrado
con su trabajo de electricista en una fábrica de Melbourne durante 9 años para
cumplir su sueño de recorrer el mundo en bicicleta, me recriminaba suavemente,
al verme lagrimear con las películas: No es verdadero, decía con su fuerte
acento australiano…Son sólo películas…Ficción
Reconozco que me hacía sonreír.La más
fantasiosa de las películas parecía más real que ellos, Steve y Emiko, esa
pareja de ciclistas que desde Alaska a mi casa, parecían tomarse todo con la
misma filosofía
—Es cierto que el mundo es asombroso—decía
Steve.
—Pero también es cierto que la gente
se parece en todos lados—decía Emiko.
En Alaska comieron oso, y en otros
lugares, iguana.
—La iguana parece chicken—me dijo
Steve.
¿Y acá, en Buenos Aires? Bueno, les
gusto la polenta, harina de maíz, hervida en agua. Y también el almidón de maíz.
No son platos gourmet, pero son la energía que necesita un deportista. Y
cargaron varios paquetes de harina de maíz en sus alforjas. Es además, el maíz,
comida económica…
—Los argentinos tiene suerte—dijo
Steve—. En Australia no hay opciones. Los pobres comen comida para perros.
Emiko se engripó. Acostada en la
colchoneta de mi cuarto, intentaba repararse física y mentalmente de la
pedaleada por la Patagonia(sí, sí recuerdo bien su larga travesía a fuerza de
pedaleo, fueron bajando hacia el sur del continente por Chile y subiendo a
Buenos Aires por la costa atlántica, haciendo desvíos cuando algún lugar
interesante atraía su curiosidad). La velocidad no les interesaba, ni hacer
marcas ni records, se perdían con gusto si perderse valía la pena: así es que
el trayecto desde Alaska, había insumido seis años. Pero sí, me contó Emiko, le
gustaba fantasear con el Guiness, era la primera mujer en emprender una vuelta
al mundo en bici hasta la fecha.
Steve necesitaba hacer trámites de
embajada, buscar repuestos, preparar el aspecto práctico de su sueño: de un
puerto de Brasil, el plan era subirse a una barco a África y pagar el pasaje
trabajando.
Yo me ocupé de ayudar a Emiko con su
cansancio. Cocinaba arroz, le llevaba té, y charlábamos mucho.El arroz pasó a
tener un pequeño y dulce valor: un plato de esos granos hervidos valía una
hermosa sonrisa de Emiko: “como mi mamá”, me decía. “Ella me hace arroz de
niña.” Se quejaba de su español, pero se hacía entender perfectamente.(Hablando
de La Sonrisa de Emiko, creo que a alguien debería pintar un cuadro que se
llame así.)
Emiko me repetía, riendo, que la
cuidaba como su mamá en su infancia.A mí me gustaba y a ella también.
El improvisado cuarto de huéspedes
estaba lleno de libros. Como escritora, no me gusta que me fotografíen frente a
bibliotecas. Como madre, tengo montones de fotos con mis hijos en brazos frente
a ellas. Yo volvía de un fracaso matrimonial con cien cajas de libros. No había
ni un metro cuadrado para las bolsas de dormir de Steve y Emi, pero todos mis
llamados para conseguir otros anfitriones fracasaron.
—Bueno—dije, y trabajé con esas cajas
hasta lograr un dormitorio aceptable. Había mucho polvo por los libros, pero se
los veía contentos. Ni qué decir la ayuda que representó su presencia para mi
terremoto emocional, cocinar con Steve, charlar con Emi…
En Japón, me explicó Emiko, no
contratan mujeres como periodistas de deportes. “Entonces pensé en dar la
vuelta al mundo en bicicleta, así me contratan”, dijo con una simpleza tan
maravillosa como su armoniosa complejidad. Claro, entonces la contratarían y
así fue. Todas nosotras resolvemos nuestros problemas así,¿verdad? A eso me
refiero con armoniosa complejidad. Cuando alguien es bellamente complejo, se ve
simple. Se ve amistoso, como Emiko. En su corazón y en su mente está la piedra
filosofal, la alquimia que torna y define los sucesos, los malos, los buenos,
sonriendo.
Porque yo preparaba arroz para una
mujer que había cruzado el Estrecho de Bering, y que había dormido noches y
noches con su pareja en medio de selvas calientes y bosques helados, oyendo
pisadas de animales, sintiendo presencias, me contaron ambos, fantasmales.
Pero en mi hogar, por las noches, se
oía otra noche, tal vez, dolorosa. Era la casa de mis padres, esos que criaron
cuatro hijos en los trágicos ‘70 argentinos. Una noche mi padre lloró. Y otra
noche gritó.La guerra nicaragüense era un fantasma, como el periodismo en la
noche siniestra de los ’70. Lloraba dormido, gritaba…
Esa noche, Steve tomó mi cabeza,
gacha sobre la mesa de la sala, y suavemente me masajeó el cabello. Me dio un
beso en el pelo, y volvió a su cuarto. Era de madrugada.
Ah, mi padre…Tenía el consuelo del tango, pero no
funcionaba siempre.
Disculpen que diga que el héroe sano
es como el Unicornio: tal vez existe. Mi padre no era un unicornio.A la mañana
siguiente, Emiko se levantó y nos pidió unas revistas. Con gran habilidad hizo
varias figuras de pájaros, las unió con un cordón, y con una vieja llave de
bronce, las colgó de una ventana.
—Para que se cure tu papá—me dijo con
su sonrisa.
Ellos se fueron.
Cargaron sus alforjas, repartieron
risas y abrazos.
Steve dijo: —Nunca digo adiós. Digo: hasta
Luego.
Así fue.
Las grullas volaron con la brisa de
la ventana durante años, hasta que un día sus alas decidieron salir por la
ventana abierta, y usar un viento fuerte, fuerte, viento sureño, que volaba,
con sus grullas, a Australia.
Anataga Hoshii Des, Emiko.
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