—¿Se lleva la
blusa entonces?
—Si —contestó Elsa. Qué hermosa era. Pero
qué cara. Nerviosa miró a los costados, pero sólo se vio a sí misma, haciendo
algo que no debía. Múltiples espejos devolvían su mirada de culpa y sentía que
hacía ecos el temblor de su voz.
—¿Quiere ver un
foulard? —Intencionada, Camila, la vendedora, desplegó un divino rectángulo de seda
verde sobre el mostrador—. Y con un brazalete en animal print. Es
soñado —suspiró Camila
—Ay —sollozó en silencio Elsa—. Ustedes me van a matar. Es todo
precioso
—¿Se lo lleva,
no? ¿Paga con tarjeta? Hay tres cuotas con Visa y con el Citi seis sin interés.
—Pago con Visa.
Diligente,
mientras una empleada envolvía, Camila pasó la tarjeta por el posnet.
—No se va
arrepentir —le dijo
sonriendo.
—Claro que no —exclamó Teresa—.Pero te pido un favor… No puedo
cargar tantas bolsas.
—¿Se lo ponemos
en la cartera? —dijo Camila, comprensiva—. Está todo envuelto en papel de seda, si tiene sitio en la cartera…
Le dejó Elsa
manipular su cartera con un raro sentimiento de impotencia, porque lo pidió
ella misma.
—Así —dijo Camila satisfecha—. Todo acomodado, sin arrugar. Qué
maxibolso divino. Es de la temporada pasada. Entran nuevos, pero más cerca de
la Navidad —explicó—. No nos dedicamos a las carteras, pero
un modelo siempre hay.
Pero Elsa
escuchaba el silencio del posnet y empezó a sentir angustia.
—Va a venir un
bolso en pitón —dijo Camila—. ¿Le gusta el pitón? Es un print elegante.
“Por fin”, retuvo
el aire Elsa. El posnet escupió papel , la birome saltó sobre el mostrador y,
con aire ya indiferente, la vendedora dijo:
—Le pido una
firma, un número de documento y un teléfono.
A veces
decía “Fondos insuficientes”. A veces decía “Secuestrar tarjeta”. Esta vez
salió bien.
Sí. Salió
bien, pero tenía miedo y unas incontenibles ganas de llorar.
Caminó
aferrando la cartera como si su muerte fuera en ella. Cruzó esquinas, llegó a
una avenida y paró un taxi con manos temblorosas.
—Déjeme en esta
esquina —pidió, como si
rogara por su muerte y contó los billetes que saltaban rebeldes del monedero.
El taxista, un hombre joven, la miraba sin decir palabra. Contó los billetes
arrugados y en montón.
—Suerte —le dijo mientras bajaba.
Caminó cinco
cuadras, cruzó esquinas y calles, y llevaba la muerte en la cartera. Cuando iba
a poner la llave en la cerradura la puerta se abrió de golpe. Un hombre grande
de tamaño y de edad, fuerte, con un cigarrillo en la comisura le arrancó el
bolso.
—Oscar, yo… —lloró Elsa tratando de rescatarlo.
—Rompí las
tarjetas, pero pediste reposición ¿no?
Elsa sólo
lloró.
_¡No podemos
vivir, Elsa! ¡No podemos! No te casaste con un hombre rico.
Ella lloró
muy queda.
La voz ronca
desnudó insultos dirigidos a la nada.
—¿Cómo pagó los
arreglos del auto, Elsa? Explicámelo. ¿Cómo pagamos las expensas? ¿Cómo comemos?
Puta madre —sollozó Oscar.
—Ustedes me va
a matar —dijo Elsa con
el corazón preso de angustia. La criminal esta vez era una blusa de seda roja.
—Pero si es
divina —murmuró la
vendedora indiferente—. ¿Se la guardo en la cartera?
El mismo
ritual, el taxi la dejó a cinco cuadras, y las caminó con la muerte en la
cartera.
Cuando entró
en su departamento la sorprendió el silencio de la voz ronca. No veía a Oscar
por ningún lado.
Habrá
salido.
Rauda, sacó
la blusa de la cartera, envuelta en papel de seda, y la metió en el aparador. Allí
entre bijouterie, telas de todo tipo y zapatos número 35 que nunca fueron
usados, guardó esa muerte que llevaba oculta.
Todo era
blanco menos la camisa leñadora de Oscar. Las paredes, el ambo del médico, la
luz blanca para ver las placas.
—El estudio —vaciló el médico.
Oscar estaba
sentado enfrente del hombre de blanco, con unas placas negras entre ellos y unos Marlboro asomando de la
camisa.
—Dígalo.
—Tiene unas
tumoraciones.
—Cáncer —dijo Oscar, con su voz más ronca que
nunca. Rió. Rió muy fuerte, con muchas ganas—. Doctor, permítame —sacó un Marlboro frente a la mirada
impotente y desconcertada del médico.
—Fúmelo. Para
que no me olvide. Lo peor no es morir, lo peor es ser olvidable.
Y se fue sin
querer oír más, con una carcajada.
—Elsa —llamó al entrar.
Elsa se
acercó con prudencia.
—¿Qué te
compraste hoy? —preguntó Oscar sonriendo y tirando una gran bolsa blanca por el aire.
—¿Qué es eso? —dijo Elsa, sintiendo la verdadera
muerte.
—Las fotos de
unos tumores. Quiero verte linda. ¿Por qué no te ponés lo que te compraste? —prendió un cigarrillo.
—No fumes, mi amor —lloró Elsa.
—Bah —dijo él y abrió el aparador—. ¿Creíste que no lo había visto?
Sacó la
blusa envuelta en papel. La desenvolvió.
-Hermosa. Ponete
esto.
El hombre de
setenta años con el cáncer en la garganta, con la voz más suave que podía
murmuraba.
—Hermosa. Hermosa
mujer mía
Elsa se
sentía sollozar sin poder hacerlo. Dejó que colgara de su cuello los collares,
que con suavidad perforara con dos perlas sus orejas, que preguntara por
inocencia sobre la tela de las blusas dobladas, esas blusas de seda salvaje que
se apresuró a esconder y nunca usó.
—¿Esta blusa
roja? ¿Qué tal? —dijo el hombre ronco sonriendo.
Elsa lloró.
—No —enronqueció él—. Mírame. Eres hermosa. Te amo.
Elsa lloró.
El desabotonó
su vulgar blusa estampada….
Se sintió
llorando desnuda. Y él puso sobre sus hombros la hermosa blusa de seda roja.
—Oscar —susurró.
—Elsa —dijo Oscar ronco y girándola
despacio, muy suave y despacio, la besó hasta la garganta.