El hombre de una sirena es un sueño del que
nunca es dueño. Las sirenas sueñan amarlo con la boca abierta por las
corrientes submarinas, entre corales y algas, las sirenas paradójicamente,
tienen sed en el agua.
No hay forma de que un hombre sepa jamás lo
que una sirena piensa. Su canto es un canto hermético. Es un secreto, propagado
por la brisa. El misterio sirenaico no puede nunca ser revelado, pero la sirena
puede ser rota, dañada, muerta, sin jamás revelar su secreto.
Sólo se puede descubrir a la sirena
contaminando las aguas, hacer el claro en lo oscuro talando el bosque secreto.
La selva descubierta ya no es selva.
La espada del conquistador, inflexible y
dura, puede herirla, pero no penetrarla. Esa es la perfidia de la sirena. Jamás
Armida fue tan pérfida como cuando se dejó tronchar en el árbol de mirto, según
confesó Reynaldo antes de morir, los ojos soñando y la boca en sangre.
El cazador de sirenas, que es el más recio
de los hombres, abre estelas tan sutiles entre las olas que sueña que su carne
es piedra, que se sueña espada viva y se siente eterno en su sueño fugaz, que
siempre será sueño y siempre será fugaz. Entonces la sirena se adueña del botín
más preciado: el sueño de su cazador que de ella sólo tiene la vigilia.
Debe definirse como característica esencial el silencio de la sirena,
más elocuente que su canto. Cuando la sirena se niega a cantar es cuando más
sufrimiento causa al hombre su voz. Una sirena en silencio es la angustia del
cazador de sirenas. Entonces él comprueba la impenetrabilidad, el secreto
incansable e invencible de las aguas.