EL DIABLO ENAMORADO
¿Que
ha de preferir el hombre, a un Dios que muere por él, o a un Demonio que vive
para él? ¿Qué prefiere el hombre, un padre que le indica el camino o una mujer
que lo acompaña por él, compartiendo sus suertes y sus peligros?
El
Paraíso Renacido
Reinará
sobre la tierra, después de vencer a todos sus enemigos
Los Caballeros del Rey Arturo
El Rey, ya
anciano, comprendió la traición. Vio el campo de batalla cubierto de cadáveres
y a sus hombres que se alejaban de él, a rápido galopar.
—¡A mí! —gritó enfurecido.
Y se desvaneció.
Cuando
despertó Sir Mordrer estaba junto a él, con gesto preocupado.
—Traidor —dijo, casi sin fuerzas. Se
vio cubierto de sangre.
—No te traicioné —esa voz no era la
de Mordrer—. Tenías que morir en este momento y yo debía estar contigo. Tú
sabes que nunca escapo a mis deberes.
Arturo lo miró fijamente. Bajo la
máscara de Mordrer vio el rostro de Merlín.
—Traidor —murmuró por segunda vez.
—No entiendes —Merlín movía
dolorosamente la cabeza, con melancolía—. Estaba escrito. Ahora pon atención.
Tú morirás. Pero antes recibirás una visita.
—Traidor —dijo Arturo por tercera
vez. Sentía que la vida escapaba de sus labios con cada palabra—. A pesar de
eso, te hago un último encargo. Tomarás mi espada y la arrojarás al lago.
Alguien la recogerá...
Su voz expiró.
—No será necesario —dijo con
amargura Merlín. Le cerró los ojos.
Y se retiró, a su vez, para morir.
Aquí yace Arturo, que fue Rey y que volverá a serlo.
—Levántate,
Arturo.
En su sopor, el anciano rey abrió
los ojos y vio frente a sí una forma difusa, femenina. De sus manos pendían una
espada de hoja dorada que él reconoció como la suya.
La sombra se reclinó sobre él y lo
rozó con sus cabellos, negros y mojados.
—Yo soy la Dama del Lago —susurró—.
Y vengo a traerte tu espada y a guiarte a un lugar donde la necesitarás tú a
ella y yo a tu brazo. Ven, levántate.
—Ginebra —susurró Arturo.
—Muerta. Murió amando a otro, como
había vivido.
—Camelot.
—Muerta, muerta de miles de años. Muerta
como otras ciudades y reinos que tu imaginación no pudo soñar jamás. Ven
conmigo y serás Rey otra vez.
—¿Quién eres?
—Yo soy —repitió pausadamente— la
Dama del Lago. Pero tengo otro nombre. Tú también tienes otro nombre.
El anciano Rey se puso de pie
trabajosamente. Notó que tenía sangre seca en el cuello y en el pecho. Se
sentía indefenso y trémulo.
Ella lo condujo hasta la orilla de
un río que él nunca había visto allí. Los esperaba un bote de madera y dos
remos. Suspiró. Antes de subir, volvió la vista y vio densas columnas de humo
que se hundían en el cielo.
—¿Arde Camelot? —preguntó.
—¡Arde Troya! —exclamó ella riendo.
—¿Troya? —repitió sin comprender.
—Babilonia —dijo, casi suspiró, la
Dama del Lago—. Tú no entiendes nada de esto ni entenderás, pero no necesitas
entender, ni yo necesito que entiendas. Necesitamos la fuerza de tu brazo y tu
valor.
El anciano la miró sin comprender.
—Tú volverás a ser joven —le
respondió ella con sus grandes ojos fijos en él—, joven y fuerte. Serás hermoso
para mi.
Empuñó los remos y navegaron por el
río en calma. Navegaron durante todo el día. Ella remaba y él procuraba
ayudarla. Pero la fatiga y las heridas pudieron más.
—Duerme —susurró ella,
amorosamente—. Pronto no sabrás lo que es dormir.
Y lo miró con amargura y temor.
Remó ella durante toda la noche y
seguía remando durante el día cuando él despertó.
—¿Hacia dónde vamos?
—Al Sur. Mira el cielo, allá donde
no llega el sol. ¿Qué ves?
Él miró y cerró los ojos asombrado.
Hacia donde señalaba ella, se extendía la Noche. Y sin embargo, era de día.
—Vamos hacia allí, a adentrarnos en
la Noche. No temas. Necesito de todo tu valor. ¿Ves esa estrella?
Había una estrella más brillante que
todas las otras.
—Ella nos guía. Se llama Sirio. Es
una estrella del Sur. Nosotros la seguiremos.
—¿Adónde? —preguntó Arturo.
Pero ella ya no le respondió.
Navegaron días
con la Noche en su horizonte y noches en la más completa oscuridad, salvo el
brillo de la única estrella que ella llamaba Sirio.
Al fin una
mañana comenzaron a ver poblaciones y a oír risas y cantos. Hombres y mujeres
se acercaban a la orilla a verlos pasar, con curiosidad. Arturo se sentía cada
vez más fuerte y asombrosamente fuerte. Sus cabellos volvieron a ser castaños.
Sus manos eran otra vez fuertes y remaba con violencia. Adonde fuera, él quería
llegar rápido. Cada tanto sorprendía en la mujer una extraña mirada, mezcla de
amor y miedo. Ella desvanecía ese efecto con una dulce sonrisa.
—¡Qué extrañamente alegre se ve a
esa gente! —exclamó Arturo.
Ella le respondió riendo a
carcajadas.
—¡Es que este es el Cielo!
Más luego prosiguió,
despaciosamente, casi en un susurro.
—Todos están muertos. Ahora están
pasando por una especie de sueño con el que logré conjurar el paso decisivo a
la eternidad. Pero tú deberás hacer tu parte para que el sueño entre también en
ella.
—No entiendo nada —suspiró él—.
¿Sueño y eternidad? ¿Yo hacer mi parte? Soy Rey, pero no soy Dios.
—Los reyes son hombres como los
demás. Y los hombres son hijos de Dios. Viene siendo hora de que procuren
parecerse un poco a su Padre.
Él la miró profundamente, pero se
admitió ciego ante ella.
—¿Quién eres?
—Soy yo. No puedo decir más que eso.
Soy un alma a quién todo un Dios prisión ha sido, y he pagado bien cara mi libertad.
Soledad. Dolor infinito. Todo lo he conjurado con un sueño. Pero para que no se
desvanezca y no sean todos polvo y ceniza, piedras y lodo, te necesito.
—¿A mí?
—Yo he hecho ya lo que debía. He
peleado, he sangrado. Yo he sufrido, Arturo. He sido herida, insultada,
mancillada. He soportado dolores infinitos, yo, que no soporto el dolor, que no
comprendo otra razón que el amor. Yo, que sólo entiendo la felicidad, he debido
sufrir.
—Contéstame una pregunta más. ¿Yo
estaba muerto?
—Si —respondió ella con voz queda.
—¿Y tú me devolviste la vida y la
juventud?
Ella lo miró profundamente. Sus ojos
lloraban y su boca sonreía.
—Si.
—¡Tú eres Dios! —exclamó él.
Ella sonrió con tristeza.
—No, no soy tu Dios. Tu Dios y yo
luchamos mucho tiempo y al fin ha muerto. Yo vencí y estaba sola, en la cima
del mundo, completamente sola, viéndolos a ustedes amarse, destrozarse y morir
en crueles agonías, mientras yo no tenía con quién luchar ni a quién amar.
Entonces decidí hacer lo que Él hubiera hecho, construir ese Paraíso, cuya idea
tanto amaba, pero con el conocimiento de los hombres que una mujer vieja como
yo puede tener y que Él nunca tuvo. Construir un lugar donde los hombres
pudieran odiar y pelear sin destruirse, herirse con heridas que siempre pueden ser
curadas con sólo derramar sobre ellas las gotas de este agua. Donde amar y reír
pero también montar en cólera y pelear, pues sólo así los hombres pueden ser
felices. ¿Lo entiendes ahora?
—Creo que sí —murmuró Arturo.
—Toma tu espada y sígueme.
—¿Contra quién tengo que pelear?
—¡Contra un árbol! —rió ella.
Lo condujo
siguiendo la corriente del río hasta un valle en cuyo centro había un pequeño
bosque. Le señaló uno de los últimos árboles.
—Ahora escucha bien, Arturo, pues
toda mi obra depende de esto. Si fallas, no serás más que polvo, morirás y yo
estaré sola otra vez para toda la eternidad.
“Este es el árbol del Bien y del
Mal. Tú lo cortarás. Y vivirás para siempre.
“Gemirá y sangrará. Tú córtalo.
“Lo verás tomar la forma de una
anciana y de una niña.
“Tú mátalas.
“Te jurará que es Cristo. Clávalo en
la Cruz.
“Corta este árbol y nos amaremos
para siempre.
“Cada vez que sientas flaquear tu
brazo recuerda, yo estaré contigo. Aunque no me veas, yo te sostendré.
“Cuando termines, seré tuya y sabrás
mi verdadero nombre.”
Y dicho esto tornó por un sendero.
Antes de perderse de vista, le
dirigió una mirada de infinito amor.
A cada golpe que pegaba, el árbol
gemía y sangraba. Pero él pensaba en ella y seguía cortando. Mató a una anciana
y luego a una niña. Lloró por ellas y siguió cortando. En la copa del árbol se
le apareció un hombre joven y rubio sonriendo. Él golpeó el árbol y éste se
transformó en una Cruz.
—Padre, otra vez me has matado —dijo
Cristo.
Él siguió golpeando.
Cayó la noche y la estrella Sirio
apareció sobre el horizonte, más bella que nunca. Dio un último golpe y el
tronco cayó. Y Arturo cayó con él. Tendido en la tierra, miraba la estrella
Sirio. Una estrella del Sur, dijo ella. De una tierra para él desconocida. Se
durmió.
Cuando despertó el sol estaba sobre
su cabeza.
Caminó siguiendo el rumbo del río.
Empezó a sentir hambre y tomó una manzana de un árbol que encontró. Era
deliciosa.
Llegó al nacimiento del río tras
días de cansado caminar. Se sintió joven y fuerte cuando la vio a ella,
desnuda, de pie, con una sonrisa feliz. Y recordó.
Recordó que siempre había amado a
Eva. Que juntos habían tenido hijos y que juntos habían envejecido, y que la
había visto morir, y luego que él también había muerto. Se olvidó de Arturo. La
abrazó. Él también estaba desnudo.
Y todo lo que los rodeaba,
naturaleza y hombres y mujeres, los animales y el cielo y el agua, estaban
esplendorosa, doradamente desnudos.
© 1998 Paula Ruggeri