Se debatía en la red, envuelta en algas, con
la incomprensión de un animal atrapado. Los hombres hacían poco caso de sus
quejidos, el bote los acercaba más al muelle. Amarraron, descendieron con una
carga que para ellos no era preciosa.
Todavía atrapada en la red, fue arrojada en
el interior de una camioneta.
La transacción se realizó sin discusiones, los pescadores recibieron su
paga y el hombre de traje contempló a su nueva adquisición, satisfecho.
Mientras, el monstruo de las aguas emitía un sonido semejante a un llanto. Fue
bañada y perfumada. Fue peinada y estúpidamente maquillada. La criatura parecía
una grotesca muñeca.
Esa noche, un hombre entre todos iba a
sucumbir al hechizo. Un hombre que no sabía ver a una sirena.
Había hombres sentados en butacas, pero
ellos no importan. Había camareras desvestidas sirviendo bebidas, pero ellas
tampoco importan.
Entre todos había un hombre gris. Parecía un
viejo boxeador, la nariz achatada y la espalda ancha. Tenía el aspecto de un
hombre acabado, pero que aún no lo sabe. Estaba solo en una esquina, esperando.
Las luces se apagaron y la atmósfera era
tenue y oscura. Se apagó la música y se oyeron murmullos. El hombre gris vio
que el barman le hacía una seña con la cabeza, hacia el escenario. Así que
volvió la vista y en ese momento se quedaron a oscuras. Fueron unos segundos,
sin dar tiempo a las quejas. La luz volvió y en el escenario estaba ella.
Primero
vio una forma difusa, velada de verde. Alguien retiró los velos y se escuchó un
suspiro unánime. O tal vez, fue la sensación de un suspiro. Nadie hablaba. No
había música. El silencio era casi absoluto, salvo esa sensación de suspiro en
el aire.
Era
pelirroja y estaba atada a un caño que había en el centro de la plataforma,
donde las bailarinas solían contorsionarse, pero ésta no bailaba. Las manos
estaban atadas, unas manos de dedos blancos, agitados. Habían tenido el tacto
de colocar una luz blanca, tenue que giraba sobre ella, y no las habituales
luces rojas. Los brazos eran también blancos y bien torneados. La cabellera era
larguísima, ondulada, de un rojo fuego. Su rostro se presentía, no se veía,
semioculto por el largo cabello. De la cintura para arriba nada la cubría,
tenía pechos pálidos y bien formados. La cintura era pequeña... y de ella
partía una cola de sirena. Verde azulada, cubierta de escamas hasta las dos
aletas al final, atadas al caño. Las aletas parecían reales. Era un truco
magnífico. Hubo un aplauso, uno solo, espontáneo.
Entonces empezó el canto.
Cuando ella empezó a cantar, se oyeron
algunos silbidos burlones. Pero fue sólo un momento. Pronto solo se escuchó su
voz.
Mientras ondulaba su cuerpo, en lo que
parecía ser un intento de liberarse, se oía su voz extática, dulce, hiriente,
en un trance casi hipnótico.
El hombre gris la miraba absorto.
Y la sirena , con sus largos cabelllos, fue depositada dentro del auto del hombre gris.
—Quiero ir al río—dijo ella.
—¿Al río dijiste? ¿De dónde sos?
—Quiero ir al río.
—Bueno. Vamos al río.
Estacionó
lo más alejado del muelle que pudo. Cuando se apagó el motor, se alisó el pelo,
sonrió y se arrojó sobre la presa.
Jadeaba él y ella en silencio.
Las lágrimas corrían por el rostro de la
sirena.
—Llevame al río.
“Llevame al río.”
El no respondía. Miraba, reconcentrado,
hacia delante.
Al fin bajó del auto, dio la vuelta
resoplando, abrió la otra puerta y la cargó. La cargó, y murmuró algo ininteligible.
Caminó hacia el río.
Los pechos de ella, fríos, se apretaban
contra su pecho. La sirena por fin sonreía, pero él no la miraba. Sólo caminaba
hacia delante.
Cuando estuvieron cerca de la orilla, la
depositó en el suelo.
Ella lo miró, con una mezcla de
agradecimiento y estupor, y habló nuevamente.
—En el agua —imploró. El acento era eso,
agua. Ella era blanda, como el agua. Eso decía su mirada, súplica del agua. Eso
decía su piel y su escurridiza cintura. Eso decía, pero él no escuchaba o sí.
Llevó la mano al bolsillo.
Algo brilló entonces, algo metálico que
irrumpió en la paz de la noche, junto al río. La hoja de la navaja describió un
zigzag veloz y cimbreante y se hundió de arriba abajo en la cola verdeazulada,
de abajo arriba, volvió rápida a su dueño y se cerró rápida en el puño.
Se oyó un gemido terrible.
La dulce, herida voz de la sirena.
Se alejó, subió al auto, arrojó el sobretodo
viejo por la ventana y se fue.
Ella se llevó las manos a la herida y a la vida
que se le iba a borbotones. Sus ojos se abrieron a la mayor desmesura, la
pregunta que nunca tendrá respuesta; los ojos y la pregunta de la muerte. La
cabellera roja se erizó, los ojos dejaron de preguntar y se volvieron
vidriosos, el cuerpo se sacudió en un espasmo y en un instante brevísimo esa
criatura de extraña y peligrosa belleza fue otro despojo horrible de la muerte.
La sirena es peligrosa para sí misma.