Estoy en las últimas páginas de un nuevo libro y aunque una
parte de mí está acostumbrada, en un rincón de mi persona todavía hay una
pequeña niña que mira azorada. Esa que leía como si las letras de molde fueran
aire que respiraba, esa que maldecía (y usaba la palabra “maldecir”), en idioma mosqueteril,
esa que leía a Shakespeare con sus ocho años y su perro favorito a los pies,
ignorando quien era Shakespeare, para su fortuna y por eso, dejándose capturar
por esas líneas de diálogo que expandían luz.
La niña que cantaba
con sus hermanos, también ávidos lectores, la canción de la Isla del Tesoro.
“Quince esqueletos en el cofre del muerto y una botella de ron”
La niña que soñaba con ser escritora, como quien sueña
escalar una montaña.
Todavía me mira, desde un ángulo que aún no es sepia, y me
pregunta, y me cuestiona, y a veces, para mi alegría, me lee en silencio.